El Rey de los Asesinos estaba inquieto. Se agachó en la oscuridad junto a un cobertizo construido para guardar las herramientas. Bajo su disfraz acostumbrado, sudaba copiosamente y rechinaba los dientes.
Sólo le separaban de la pared maestra del dique unos pocos metros.
Más de media hora había transcurrido desde que partieran Buttons Zortell y sus compañeros y no había ocurrido lo que tan ansiosamente esperaba.
Había ordenado disparar las armas para atraer a su enemigo, ¡y no se oía el más leve ruido! Había esperado que Doc Savage apareciese en los alrededores, pero no se veía señal alguna del hombre de bronce.
¿Por qué no sucedía nada? Estaba impaciente por ver volar el dique en pedazos, gracias a los efectos destructores de su ingenioso aparato fotoeléctrico. ¡Todo volaría al mismo tiempo!
¡Su cuadrilla entera desaparecería para siempre, para que nadie pudiera disputarle en el futuro sus mal adquiridas ganancias! ¡La «Mountain Desert Construction Company» estaría en bancarrota por la pérdida de su famoso dique! ¡Sería un golpe maestro perfecto!
Se puso en pie, incapaz de dominar sus nervios. Había decidido inspeccionarlos alrededores y ver por qué no ocurría nada de lo que estaba previsto.
Si era necesario él mismo daría a Doc Savage un empujón que lo enviase al fondo del precipicio.
Oyó un leve ruido a su espalda y se volvió como movido por un resorte.
Sus cabellos se erizaron bajo el sombrero, y un grito ahogado escapó de su pecho a través de la bufanda que le tapaba la cara.
En pie ante él estaba Doc Savage, y en la laguna de laminillas de oro de sus pupilas fulguraba una luz terrible.
El hombre enmascarado sacó un revólver, pero una mano morena lo golpeó con increíble rapidez y con la fuerza destructora de un rayo, y el revólver fue a parar a unos metros de distancia.
Poseído de un pánico irrefrenable, el hombre enmascarado dio media vuelta y huyó como un loco. El camino más cómodo era el que conducía hacia el extremo del dique, ya casi construido.
Tomó aquel camino sin vacilar un segundo.
Y ocurrió entonces lo inesperado. En el otro extremo del sendero que él seguía casi en la cresta del dique, apareció otro hombre corriendo en dirección contraria a la suya.
Aquel hombre era Buttons Zortell. También había logrado escaparse y seguía el camino que encontraba más a mano.
Los dos hombres, el jefe y el mercenario, avanzaron a un tiempo hacia los extremos opuesto del enorme paredón.
Al mirar hacia atrás se quedaron sorprendidos al ver que no los perseguía el hombre de bronce.
Fue en aquel momento cuando el hombre enmascarado vio a sus pies brillar un objeto. Era un revólver. Estaba casi en el centro del dique, a plena vista.
El bandido no se entretuvo en pensar cómo había podido llegar hasta allí aquella arma. Vio en ella sólo el medio de matar, de huir de una vez del infierno de aquella noche de pesadilla, suprimiendo de una vez a aquel gigante de bronce, al que temía sobre todos los seres de la tierra.
Recogiendo el revólver del suelo, volvió sobre sus pasos. Allí enfrente estaba su enemigo. Se detuvo, apuntó concienzudamente, deliberadamente, a Doc Savage y apretó el gatillo.
¡Se produjo algo sorprendente! ¡Por la boca del cañón no salió el proyectil, sino una llamarada deslumbrante, cegadora, de una blancura extraordinaria!
¡La recámara del revólver, en vez de contener un proyectil, estaba atascada con polvo de magnesio!
El hombre enmascarado se estremeció y llevóse las manos a los ojos, deslumbrados. De un tirón se quitó la máscara que ocultaba sus facciones y miró ante sí ávidamente.
¡En aquel mismo instante acababa de darse cuenta de que su intento, ideado a sangre fría, de matar a Doc Savage y a sus secuaces, había traído acarreada su propia muerte!
¡El fogonazo del magnesio había actuado a manera de bomba fotográfica sobre la caja misteriosa colocada al pie del dique en conexión directa con el explosivo!
¡Lanzó un alarido salvaje y sintió que el frío terror más lacerante taladraba hasta sus huesos!
Otra llamarada mil veces mayor que el fogonazo de magnesio serpenteó hacia arriba en el agua cenagosa frente por frente del dique.
¡Y su luz diabólica iluminó de lleno el rostro del jefe de los bandidos!
¡Era Nate Raff! Un diluvio de agua cenagosa saltó hacia arriba como una tromba, siguiéndose una conmoción espantosa que hizo tambalearse en sus cimientos la gigante arquitectura del dique.
Nate Raff y Buttons Zortell desaparecieron en el cráter de aquel nuevo volcán rugiente, espumeante que formaron las aguas, el hormigón y los infinitos trozos de acero del armazón del gran dique.
Estremecieron se las vertientes del cañón ante la violenta conmoción que derrumbó el enorme paredón de aquella obra maestra de la «Mountain Desert Construction».
Los restos de aquellas construcciones se elevaron en el espacio a cientos de pies sobre los acantilados del precipicio.
La avalancha sacudió violentamente las fábricas de energía eléctrica, que parecieron fundirse como un conjunto mágico.
EL lago pareció hincharse sobre su seno y avanzó impetuoso como un torrente destructor por la boca del Cañón de la Calavera Roja.
A salvo a ambos lados del precipicio, Doc Savage y sus hombres contemplaban aquel espectáculo de una grandiosidad siniestra.
¡Nada se dijo del revólver cargado de magnesio que había producido aquella catástrofe y que Doc había colocado minutos antes en la cresta del dique!
¡De modo que era Nate Raff! —dijo Renny, aún asombrado por la revelación—. Pero Doc, ¿no fue raptado del aeroplano…?
—Indudablemente, nos tomó a todos el pelo con aquella historia —contestó el interpelado—. El hecho de que el aeroplano embarcara once pasajeros y se encontraran los cuerpos carbonizados de los once, fue lo primero que me hizo creer que el hombre que buscábamos era Nate Raff.
—¡Pero él era uno de los pasajeros del aeroplano!
—Si la verdad llega a ser conocida alguna vez, comprobaremos que Nate Raff logró convencer a alguien para que volara en su lugar… y luego, él mismo preparó la destrucción del aeroplano. Pienso que Nate se decidió a fingir su propia muerte, para quedar luego libre de toda sospecha. Nadie sospecha de un hombre muerto. Podía haber encontrado agentes que comprasen el lecho del lago al producirse la bancarrota de la «Mountain Desert Construction Company» y venderles luego los derechos sobre el gas por una suma global. No era necesario que él apareciese para nada en la transacción. Recordad que ya se había disfrazado a sí mismo bajo un nombre supuesto: Nick Clipton.
En aquel momento llegaba Ham. Detrás de él venían jadeantes los propietarios supervivientes de la «Mountain Desert Construction Company»: Ossip Keller y Richard \1.
Dirigieron una mirada quejumbrosa hacia el lugar en donde había existido antes aquella obra maestra que tanto dinero y tantos disgustos les costara a ambos, y parecían prontos a desmayarse.
A una indicación de Doc, la hermosa Lea Aster empezó a explicar a los dos asociados que, contra lo que ellos creían, no estaban arruinados, sino que, por lo contrario, eran propietarios de un importante depósito de gas de valor incalculable, bastante mayor que cuantos beneficios hubiera podido reportarles el dique.
Doc había pensado que su alegría sería mayor, recibiendo aquella noticia venturosa de labios de la encantadora rubia.
Renny, Long Tom y Johnny estaban aguardando a los cautivos. Estos últimos emprenderían al otro día temprano la marcha hacia el establecimiento sostenido por Doc en el Estado de Nueva York, para ser convertidos en hombres honrados y útiles a la sociedad.
Sobre todo cuanto estaba diciendo Lea Aster a Ossip Keller y Richard \1, súbitamente consolados de la que ellos creían pérdida irreparable, una sola palabra sobresalió de cuantas se pronunciaron. Esa palabra fue «premio». Estaba hablando, desde luego, de la remuneración que debían dar a Doc Savage, dinero que Doc haría llegar a los hospitales y establecimientos de caridad, como era su costumbre.
Pero aquella palabra «premio» podía haber sido considerada como portentosa. Un atisbo de un futuro próximo:
¡UN MILLON DE DÓLARES DE RECOMPENSA A QUIEN INFORME EL LUGAR EN QUE SE ENCUENTRA DOC SAVAGE!
¡Esta oferta tentadora iba a aparecer muy pronto en los periódicos de Nueva York!
Y estamos por asegurar que iba a convertirse en otro milagro como el de los siete días bíblicos.
¡Tanto más cuanto que se había comprobado que era verdadera!
Pero Doc, que podía ser considerado como maestro en muchas cosas, no podía leer en el futuro y avanzó hacia donde estaba Monk.
—Monk —le dijo con sequedad—. ¿No estabas custodiando a Buttons Zortell?
Monk adoptó un aspecto de hombre ofendido y señaló a su ojo izquierdo, que estaba ligeramente amoratado.
—¿Cómo iba a evitarlo si me pegó en el ojo y escapó?
Doc conservó su rostro serio, a pesar del tono festivo empleado por su compañero. Recordaba que Monk había expresado sobre Buttons Zortell la opinión de que —asesino como era— debía purgar sus crímenes con el máximo castigo.
Que Buttons hubiese logrado escapársele a Monk no dejaba de ser chocante.
Y que esa fuga se realizase en el momento preciso de ir a encontrar la muerte en el dique, era todavía más sorprendente.
—De modo que te golpeó en el ojo, ¿eh? —inquirió Doc.
—¡Sí!… ¡Eso es, creo que fue en el ojo!
¡Monk se preguntó súbitamente si habría visto Doc que aquel golpe del ojo era a consecuencia de un encontronazo contra el saliente de una roca, en el túnel subterráneo!
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