Buttons Zortell llevó toda la cuadrilla hacia el lugar que les indicara su amo, atravesando uno de los túneles de desviación.
Había sido excavado éste en la sólida piedra del cañón y medía unos cincuenta pies de diámetro.
Su superficie estaba en declive, pero no tan pronunciado que no pudiese recorrerse fácilmente a pie.
Buttons escogió el túnel porque había menos peligro disparando desde allí.
Tenían cuatro ametralladoras, así como fusiles y revólveres. Alguien que intentase atacarles desde el exterior del túnel, se vería apurado para hacerlo.
Había enemigos abajo, en el lecho del cañón. Algunos de la cuadrilla estaban en una de las fábricas de energía custodiando a los cuatro hombres de Doc y a Lea Aster.
Podían descender hacia el fondo del cañón sin llamar la atención de nadie.
El vasto camino subterráneo estaba en la más completa oscuridad.
—¡Eh, no corráis tanto, granujas! —dijo de mal humor Buttons—. ¡No sé lo que se trae escondido en la manga el patrón, pero ya nos la arreglaremos para obligarle a ponerle al descubierto!
—¡A mí, después de todo, no me pone eso tan furioso! Aun suponiendo que el dique se viniera abajo, a nosotros, ¿qué?
—¡Cállate! —vociferó Buttons, a quien desagradaban aquellas burlas con una muerte que podía llegar hasta su pellejo—. Lo primero que vamos a hacer es sacar a los prisioneros fuera de la fábrica. ¡Ésa es nuestra última carta!
Una mancha pardusca que se vio aparecer delante de ellos, indicaba que estaban llegando a la desembocadura del túnel en el cañón.
En aquel mismo instante sonó algo así como un tremendo porrazo y se oyó el inconfundible ruido de la piedra al desprenderse y rodar hacia el abismo.
Era imposible descubrir lo que había ocurrido en el interior de aquella verdadera sepultura, pues ninguno de ellos llevaba luces encendidas, lo que no hicieron ante el temor de que pudiesen atraer las balas.
—¿Qué es eso? —graznó alguien.
—¡Cuernos del diablo! —gritó la voz angustiosa de Buttons Zortell—. ¡Que me hundo!
Sus compañeros echaron a correr desalentados y no se detuvieron hasta verse lejos de aquellas tinieblas pavorosas, franqueando la salida y deteniéndose al fin ya en pleno cañón.
Esperaron un instante, pero Buttons Zortell no aparecía.
—¿Qué ha sido eso, Buttons? —preguntó uno de ellos a gritos.
—¡Estoy quitándome una roca de encima de un zapato! —se oyó contestar a la voz del desaparecido desde el interior del túnel—. ¡Vosotros id a la fábrica y sacad de allí a los prisioneros!
Los bandidos, de acuerdo con las órdenes, se alejaron.
Un instante después salía del túnel una sombra que llevaba los vestidos de Buttons Zortell, pero cuyos movimientos eran totalmente distintos a los modales fanfarrones habituales en aquél.
La sombra movióse con una rapidez asombrosa hacia la fábrica. La velocidad con que avanzaba hubiera bastado para comprender que aquella forma no era otra que la de Doc Savage.
Había escuchado a los hombres recibir sus órdenes y antes de esto había sido testigo de los siniestros preparativos de su jefe.
Doc no perdió el tiempo. Había logrado dominar a Buttons dentro del túnel, con tanta facilidad y rapidez, que nadie sospechó lo que estaba ocurriendo.
Su notable dominio del arte de la voz imitando la de cualquier otro ser con asombrosa semejanza, había contribuido al engaño. Pero su trabajo estaba lejos de haber terminado.
Dando un rodeo evitó el encuentro con los componentes de la cuadrilla, llegando a la fábrica con bastante anticipación.
Un guardia que estaba paseándose delante de la puerta, preguntó al ver a lo lejos la sombra de Doc: —¿Quién es?
—¿En qué estás pensando, imbécil? —contestó Doc imitando la voz de Buttons y avanzando rápidamente hacia su interlocutor.
EL guardián, engañado por aquella semejanza, dejó que Doc se acercara, no dándose cuenta de su error hasta que lo tuvo encima, ya que Savage llevaba puestos como sabemos, el sombrero y la blusa de Zortell. Cuando el bandido quiso defenderse, ya era tarde.
¡C-r-a-c! A punto de perder el conocimiento, aquel hombre experimentó la sensación de que junto a una de sus mandíbulas acababa de estallar un cartucho de dinamita.
No era cosa frecuente que Doc usase de sus puños, pero cuando lo hacía, ni un solo golpe se perdía en el vacío.
Abatidos sus enemigos, se deslizó hacia una habitación interior, en la que halló tendida en el suelo, atada y amordazada, a la encantadora Lea Aster.
Se veía a simple vista que no había sufrido daño alguno de importancia durante su cautiverio.
Monk, que se hallaba junto a su secretaria; Long Tom y Johnny estaban también fuertemente sujetos por largas cuerdas, que daban varias vueltas alrededor de sus cuerpos, y les habían colocado unas mordazas que casi les impedía respirar.
AL ver a Doc, dieron a sus cuerpos un movimiento de sacudida, única forma en que les era dable manifestar su contento.
—¡Quietos! —susurró Doc en voz baja.
Y con un largo cuchillo cortó las ligaduras de los cautivos y les quitó las mordazas. Hecho esto, entregó a cada uno unos objetos que sacó de una caja forrada, que llevaba en uno de sus bolsillos. Aquellos objetos eran unas fantásticas armas inventadas y perfeccionadas por Doc Savage y no empleadas por nadie más.
Eran unos manguitos metálicos. Cada uno contenía una aguja hipodérmica diminuta, que contenía una droga que comunicaba a los heridos por ella una impotencia fantástica.
Las victimas podían ver y oír lo que pasaba a su alrededor, pero eran incapaces de obrar por sí mismas, sin mandato ajeno, ya que la droga les adormecía la voluntad y la facultad de pensar.
Armados de sus manguitos, Doc y sus compañeros tomaron sus posiciones en la parte exterior de la fábrica. La hermosa Lea Aster se agachó detrás de un tractor oruga y escudriñó los alrededores a través de la oscuridad.
Los bandidos fueron rápidamente vencidos. Una carga violenta dada por Doc y sus ayudantes, cuyas manos golpeaban como cabezas de serpiente, los puso fuera de combate en un abrir y cerrar de ojos.
No se disparó ni un solo tiro.
—¡Soltad los revólveres! —ordenó Doc con su voz potente.
Tales eran los efectos de la droga misteriosa, que los bandoleros obedecieron en el acto. Obedecían como máquinas, como verdaderos fantoches. ¡Llegaban hasta a no recordar que Doc era un enemigo!
—¡El modo de obrar de esta sustancia siempre me divierte! —rió Monk—. ¡Coge uno al pillo más redomado y lo convierte en una sencilla máquina dócil y sumisa!
Los hombres se movieron como autómatas. Cuando uno chocaba con una gran peña, se detenía empujando contra ella con todas sus fuerzas, incapaz de razonar que podía salvar el obstáculo con solo rodearlo.
Había que decirle que lo hiciera…
Llevando a estos hombres por delante penetraron en la rampa inclinada del túnel. Allí encontraron a Buttons Zortell, yaciendo aún en el mismo sitio que Doc lo tumbó de un formidable puñetazo.
—¡Es un individuo al que aborrezco tanto que no lo indultaría! ¡No es digno de escapar al castigo de sus crímenes! —dijo Monk.
—¿Quién es el cerebro que dirige las acciones de estos tipos? —preguntó Renny—. ¡No hemos sido capaces de encontrarlo!
—¡Antes de mucho lo verás! —contestó fríamente Doc.
—¿Luego sabes quién es?
—Una sospecha sólo —replicó Doc con gravedad—. Es un hombre tan diabólicamente listo, que hasta ahora ha conseguido ocultar sus huellas en cuantas ocasiones ha operado a nuestro alrededor. Sin embargo, he podido averiguar cuál es el móvil que le impulsa a cometer sus crímenes. El móvil ya está descubierto, el desenmascaramiento del culpable vendrá después.
—¿Y cuál es ese móvil? —preguntaron todos a coro.
—¿Recordáis la roca derretida que hallamos en el farallón y el extraño olor que parecía desprenderse de ellas?
—¡Nunca olvidaré ese olor! —murmuró Monk—. ¡Era algo enteramente nuevo para mí!
—Exactamente —dijo Doc—. El olor denunciaba la presencia de un gas enteramente desconocido, no sólo para nosotros, sino para todo género humano. ¡Un gas que cuando arde produce un calor mucho más fuerte que el del hornillo eléctrico más potente!
—¿Cómo supiste lo que era?
—Analizando el aire recogido en mi botella en la vivienda del farallón. Una cierta cantidad de ese gas había sido quemado en los sótanos del farallón. ¡Y convirtió la roca en lava, cerrando el pasaje secreto!
Parte de esa materia no ardió y fue la que yo recogí en mi recipiente y la que pude determinar por un análisis químico.
—¡Dios santo! —murmuró Renny—. ¿Y de dónde procede esta sustancia?
—Eso fue lo que me tuvo durante cierto tiempo sumido en un mar de confusiones —contestó Doc tranquilamente—. Pero cuando el director de toda esta trama llegó a tantas acciones criminales para lograr nada más que el lecho del lago, la contestación a esa pregunta fue para mí sencillísima.
—¿Entonces está bajo el lecho del río?
—¡Exactamente! Debe existir allí un inmenso depósito, desde el momento en que se han gastado tantos miles de dólares para asegurarlo. El gas, desde luego, es extremadamente valioso a causa de su potencialidad calorífica. Por esa misma naturaleza puede ser empleado en soldaduras, fundiciones y donde quiera que se necesiten temperaturas extraordinarias.
Doc bajó un tanto la voz, porque estaban subiendo la empinada rampa del túnel.
—El gas fue hallado, indudablemente, al perforar con barrenos el lecho del río, para construir la base de cimentación del muro que ha de servir para retener el agua en los límites del lago artificial. El hombre que lo descubrió, percatado de su inmenso valor, emprendió sistemáticamente la tarea de arruinar a la «Mountain Desert Construction Company», para poder comprar luego el lecho del lago a un precio irrisorio. Como todos los criminales, es demasiado avaro para compartir con nadie la posesión de su descubrimiento.
Durante unos minutos Doc permaneció silencioso, como si estuviese sumido en profundos pensamientos.
—Tenemos una tarea que llevar a cabo, hermanos —dijo al fin, con un tono tan suave y tan grave al mismo tiempo, que hizo estremecer de emoción a sus oyentes—. ¡No es una tarea agradable, pero la causa de la justicia exige que la realicemos…!
Los cinco hombres se agruparon en torno suyo, prestando intensa atención. ¡Sabían qué era lo que se avecinaba! ¡Doc iba a dar al jefe asesino el castigo que se merecía!