XX
La ruta de fuego

La verdad no la comprendió \1 hasta segundos más tarde.

—¡El hombre que corría a lo lejos no era Jud! —murmuró—. ¿Quién es, entonces?

Doc, una vez más, se expuso asomándose a la puerta unos segundos. Una salva de balas saludó su aparición, sin darle tiempo más que a echarse hacia atrás bruscamente.

Dos balas penetraron en la habitación por el marco de la puerta. Una de ellas chocó contra uno de los «tomahawks» colgados en la pared, otra hizo caer dos lanzas en cruz.

EL que acababa de disparar, se hundió en un bosquecillo de mezquites y aún se le pudo ver más allá de los arbustos corriendo entre varias cabañas, hasta que desapareció en la oscuridad.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó \1.

—¡Mi opinión es que ése era el verdadero patrón de Jud o el diablo anda en todo esto! —contestó Doc.

—¿Pero por qué lo mató?

—Probablemente por dos razones. Primero, temía que Jud se viera obligado a hablar y en segundo lugar, el hecho de que quitara la vida a Jud en vez de salvársela, como parecía lo más natural, indica que quería quitarse ese estorbo de encima. Jud había adquirido conocimientos peligrosos y era lo bastante avisado para usar de ellos en su propio provecho en el futuro.

\1 estudiaba a Doc con curiosidad. Estaba recordando el aire de concentración de aquel hombre un minuto antes de que Jud intentara su fuga.

Indudablemente había estado escuchando algo…

—¿Sabía usted que alguien espiaba fuera? —preguntó.

—¡Oh, sí! —aseguró Doc con calma—. Ese individuo intentó entrar por la ventana del dormitorio, pero no lo consiguió. Entonces dio la vuelta a la casa. Mi intención era dejarle entrar por la ventana, en donde le hubiéramos apresado, pero el acto inesperado de Jud echó por tierra mis planes.

La expresión de \1 era de asombro. Las potencias de aquel hombre bronceado eran realmente misteriosas, pues él nada había oído, y en cambio, Doc, había recogido una gran cantidad de sonidos.

—¿Va usted a perseguir al asesino?

—En tiempo oportuno —contestó Doc—. Ahora es mejor que crea que nadie sospecha de él. Así podrá dejarnos a miss Aster.

—¿Dónde están sus cinco amigos? —recordó \1.

—Buttons Zortell estaba con Jud, cuando hizo explosión la carga de TNT junto a nuestra barraca —explicó Doc—. Mis amigos persiguen a Buttons, esperando que les dé una pista que les lleve hasta donde se encuentra Lea Aster.

\1, tras las inquietudes pasadas, estaba ahora satisfecho, y hasta se atrevió a soltar una carcajada, pero la reprimió en el acto porque sintió un dolor agudo en la cabeza.

Tenía más confianza que antes en aquel gigante de color de bronce. Hasta entonces había abrigado el temor de que Savage no fuera lo bastante hábil para dar con el espíritu maligno que se ocultaba tras aquellas calamidades que se abatían sobre la «Mountain Desert» pero las dudas de \1 se habían desvanecido por completo.

Quienquiera que fuese el desconocido, había encontrado en Doc Savage la horma de su zapato.

Doc corrió hacia su laboratorio y regresó a poco portador de su famosa linterna de rayos ultravioleta. Al reunirse con \1, que le esperaba impaciente, le hizo ver algo interesante: un charquito de un líquido viscoso que rodeaba la casa por frente a puertas y ventanas del bungalow.

El mismo Doc fue el que esparció aquella sustancia poco después de llevar a la casa a sus dos prisioneros.

—El hombre que rondaba la casa ha pasado por encima de esta sustancia —explicó—. No se enteró de ello, porque la tierra estaba todavía húmeda a consecuencia de la lluvia.

—¿Así que?

Doc enfocó la linterna de los rayos ultravioleta sobre la tierra.

Instantáneamente se divisaron huellas de unos pies, unas huellas resplandecientes, iluminadas de manera misteriosa.

—Este producto químico que ese individuo ha pisado —siguió explicando— hará que durante algún tiempo vaya dejando huellas por donde quiera que pase, huellas que podremos seguir con seguridad.

Y sin entrar en más explicaciones siguieron las huellas en la noche.

No fueron muy lejos, sin embargo, porque ante ellos apareció un hombre dando traspiés alocadamente bajo la luz de la luna. En una mano llevaba una delgada hoja de acero que goteaba sangre.

Era un bastón de estoque. Éste era un objeto que por sí solo bastaba para identificar a Ham. Él y el bastón eran dos cosas inseparables.

Era él, en efecto, el que hacía su aparición en aquellos momentos.

—¡Buttons Zortell nos hizo caer a todos en una emboscada! —dijo—. ¡Monk, Renny, Long Tom y Johnny, están presos!

Nunca como en aquella ocasión se puso de manifiesto que Doc era dueño de sus emociones. Nada alteró en lo más mínimo sus metálicas facciones.

Su musculatura de acero no experimentó la menor sacudida. Tal vez brilló con más intensidad la misteriosa lucecilla de sus dorados ojos, pero eso fue todo. No hubo otro cambio en su aspecto.

—¿La cuadrilla ha cogido a nuestros cuatro compañeros? —Lo preguntó lentamente, como para estar seguro de lo que oía.

—Los han cogido —contestó con viveza Ham—. Nos cubrieron con sus revólveres antes de que pudiéramos darnos cuenta de nada. Nos ataron. Yo logré cortar con mi estoque mis ligaduras. No me quitaron el bastón por no saber sin duda lo que tenía dentro. Traté de ayudar a los demás, pero todo fue inútil. ¡Maldita sea!

Y arrojó lejos de sí la hoja ensangrentada, que resonó como si hubiesen golpeado la cuerda de un arpa.

—¿Dónde ocurrió eso? —preguntó Doc.

—En un bosquecillo de cactus a la salida de la ciudad. Por lo último que yo vi del equipo, adelantaban hacia el dique con nuestros compañeros a remolque.

—¿Hacia el dique?

—Sí… —contestó Ham moviendo la cabeza apesadumbrado—. Yo esperaba que ellos se dirigieran hacia la montaña, pero no fue así. Parece deducirse que creen verse libres de ti cuando lleguen al dique.

—¿Le oíste decir eso?

—Seguro. —Doc dio unos pasos hacia atrás y desapareció tras unas matas de mezquites.

—¡Eh! —gritó Ham corriendo tras él.

No quería que le dejaran fuera en la lucha que se avecinaba.

Pero Doc había desaparecido. Estaba ya bastante lejos y marchaba con aquella velocidad suya incomparable.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó \1 ansiosamente.

—Girar sobre nuestros talones —contestó Ham—. Doc nos avisará en cuanto esté a nuestro alcance.

—Pero podríamos tener una probabilidad de encontrarle dirigiéndonos también hacia el dique.

—¡No hay nada que hacer! ¡Eso podía entorpecer los planes de Doc, sean los que sean! —denegó Ham.

Aún rugía débilmente la tempestad a lo lejos. Los relámpagos morían en el horizonte, pero aún ocasionaban de vez en cuando un leve parpadeo.

En las alturas soplaba un vientecillo suave que ayudaba a borrar los últimos vestigios de la tormenta.

Detrás el tronco de una yuca, alto y delgado, pareció brotar como una aparición la forma de Doc Savage. Se deslizó en la noche iluminada por la luna. Bajo el brazo llevaba la linterna de los rayos ultravioleta, que de tiempo en tiempo esparcía su fulgor sobre la tierra descubriendo las huellas del fugitivo, que resplandecían de una manera sobrenatural.

¡Iba siguiendo la pista del asesino de Jud! Aquella pista le llevaba directamente hacia el dique.

Divisó unos hombres ante él. Eran trabajadores del dique que discutían muy excitados, un poco pendencieros. Algunos tenían en sus rostros huellas de golpes recientes.

Oculto tras unas artemisas y mezquites, Doc pudo oír lo bastante de su conversación animada para enterarse de lo que había sucedido.

Una cuadrilla de hombres, unos doce o dieciséis habían hecho irrupción en las obras junto al dique. Amenazando con sus revólveres, obligaron a marcharse a todo el mundo, quedándose ellos solos.

Los trabajadores, desarmados, no pudieron ofrecer gran resistencia a los forajidos y acabaron por abandonar el campo.

—¡La cuadrilla llevaba prisioneros a cuatro hombres de Doc Savage! —dijo uno de los trabajadores.

Doc no descubrió su presencia y continuó su camino hacia el dique. Su marcha era tan furtiva y silenciosa como el arrastrarse de un tigre al acecho en la selva virgen, y había en sus ademanes algo de la fiereza del gato montés.

Sus enemigos obrarían sensatamente mirando por su propia salvación. La inquietud empezaba a apoderarse de la cuadrilla. Sus componentes cambiaban entre sí miradas recelosas y murmuraban en voz baja a cada alto que hacían.

Estaban impacientes por saber qué había sido de su jefe.

De haber podido adivinar lo que estaba tramando en aquellos instantes, se hubieran sobrecogido de terror.

El jefe, como en aquélla su primera aparición del farallón, iba envuelto en su gabardina. Una bufanda anudada sobre la cara y el sombrero de cow-boy con las alas gachas, completaban el disfraz.

Estaba medio oculto bajo unas lonas embreadas que sirvieran para cubrir el hormigón fresco, y realizaba algunas operaciones interesantes.

Sobre las rodillas tenía una pequeña caja, de la que salían unos alambres de cobre retorcidos y cubiertos de una sustancia aisladora. Raspó el aislante, dejando los extremos de los alambres de cobre a unas pulgadas de distancia uno de otro.

El siniestro operador hizo que se produjese un relámpago. Acercó los extremos de los alambres, oprimió un botón en la caja, y se produjo una descarga eléctrica, brotando un haz de chispas en los extremos de los alambres.

La máscara de aquel bandido se agitó a impulsos de una sonrisa de satisfacción. La caja contenía en su cavidad una batería de gran potencia.

Cuando una luz de regular potencia caía sobre ella, una corriente de alto voltaje era lanzada a través de los alambres de cobre.

Si los alambres a su vez estaban unidos a un detonador, la producción de la chispa determinaba la explosión.

Aquel hombre procedió a sujetar un detonador en los alambres de cobre e insertó éstos en una caja que contenía una regular cantidad de un explosivo de gran potencia destructora.

Hecho esto, colocó la caja a los pies de la pared maestra del dique. Tuvo buen cuidado de ponerla de manera que la luz lunar no determinase la explosión antes de tiempo.

En cuanto al explosivo, lo colocó en la parte interior de la pared del dique, hundiéndolo algunos metros bajo el agua sucia y cenagosa que lamía aquélla.

Terminados los preparativos, se frotó las manos con satisfacción. Una luz que apareciese de pronto en el fondo del cañón a espaldas del dique, produciría la explosión y ésta sería seguida del derrumbamiento total del gran paredón del dique.

El autor de aquel plan infernal irguió su figura melodramática y se encaramó a la cresta del dique. Al hacerlo, notó que sus zapatos dejaban unas huellas de barro demasiado visibles y se detuvo para borrar todo vestigio.

Al hacerlo, descubrió en la suela de sus zapatos una sustancia pegajosa y procuró hacer también desaparecer ésta, no sin lanzar un gruñido de desagrado.

Si le dio alguna importancia a aquellas manchas en sus pies, nunca llegó a sospechar la verdad, que era un fluido colocado por Doc alrededor de la cabaña de \1.

¡Un fluido que le había hecho ir dejando en su camino un rastro infalible que pondrían fácilmente de manifiesto los rayos ultravioleta de la linterna de Doc!

Los hombres de la cuadrilla de Buttons lanzaron un suspiro de alivio al ver aparecer a su jefe. La espera prolongada había puesto algo en tensión sus nervios.

—¿Qué aguardaba usted por estos alrededores? —gruñó Buttons Zortell—. ¡Estamos esperando hace mucho tiempo! ¡En lugar de estar haciendo el tonto, podíamos haber preparado la huida!

—¡A callar! —rugió el jefe—. ¡Mis órdenes no se discuten!

—¿Y qué es lo que hacemos aquí nosotros? —contestó Buttons, a quien el exceso de inquietud hacía olvidar las jerarquías.

—¡He estado colocando una trampa! —murmuró la voz.

—¿Qué clase de trampa?

—¡Una que es perfecta! ¡Una que no puede ser mejor! Vuestra contribución a ella es atraer con algunas añagazas a ese maldito Doc al extremo del cañón, al pie del dique. Se oyó un bisbiseo de malestar.

—¡Pero si a Doc Savage se le ocurre volar el dique, nos ahogaremos! ¡No queremos correr esa suerte!

Su jefe, el hombre al que algunas veces designaban non el nombre de Nick Clipton, gruñó ante estos temores:

—¡Savage no destruirá el dique, que está encargado de conservar!

»Iréis a cazar pájaros en el fondo del cañón. Haced una pequeña descarga cuando lleguéis y así Doc Savage sabrá dónde os encontráis. ¡Eso le hará caer en el lazo!

—¿Qué otra cosa piensas que puede suceder?

—¡Podría adivinar que se trataba de una trampa y dejar caer sobre nosotros una lluvia de bombas! —resopló Buttons Zortell.

—¡Zánganos! ¿No tenéis en vuestro poder a cuatro de sus hombres y a la muchacha? ¡No va a dejar caer las bombas sobre ellos!

—¡Es verdad! —reconoció Buttons ante la fuerza del argumento—. Y ahora que ya nos hemos explicado, díganos lo que tenemos que hacer. Ir al extremo del cañón y disparar una salva de tiros. ¿Eso es todo?

—¡Sólo una cosa más! —murmuró el enmascarado.

Y buscando en uno de sus bolsillos, sacó una especie de bujía corriente. Era como las que usaban en la vivienda abandonada del farallón y que servían para iluminar los reflectores, dando una luz extraordinariamente blanca y muy brillante.

—En el momento en que veas a Doc Savage en el lecho del cañón, enciende esto —ordenó.

—¿Y esto qué es? —preguntó Buttons—. ¿Una señal?

—¡Eso es!… ¡Claro!… ¡Una señal!… —dijo el enmascarado.

—¿Qué ocurrirá después de la señal? —quiso saber Zortell.

—¡Eso es cuenta mía! ¡Dejad la lengua quieta y en marcha! ¡Vamos!

—¿No me oís? ¡Todo el equipo hacia abajo… empezando por ti! ¡Aprisa!

Estaba deseando que se marcharan.

Le molestaba que le hicieran más preguntas, porque estaba temiendo que llegase el momento en que no sabría qué contestar. ¿Irían a descubrir aquellos hombres la siniestra verdad?

De hacerlo, su suerte estaba decidida al enterarse de que lo que pretendía era deshacerse al mismo tiempo de ellos y de Doc Savage y que para eso precisamente había preparado aquella explosión que los sepultaría entre las ruinas del dique.

La luz de la bujía encendida al divisar al hombre de bronce, bastaría para hacer funcionar el aparato fotoeléctrico. ¡El dique sería destruido!

¡Y no sólo perecerían Doc y sus amigos, sino también aquella cuadrilla de bandidos que ya no le servían para nada y eran testigos demasiado enojosos de sus crímenes pasados!

¡Era un golpe de una maldad refinada el que preparaba el rey de los asesinos!