Durante unos instantes, Jud permaneció junto al inerte cuerpo de \1.
Por fin pareció adoptar una resolución, y apretando con fuerza los labios, levantó el cuerpo y se lo echó al hombro.
El lugar de la explosión había reunido a casi todos los habitantes del poblado.
Jud podía pasar perfectamente inadvertido y anduvo rápidamente hasta que llegó adonde estaba el camión bajo el que escondiera su rifle momentos antes.
Colocó el cuerpo inanimado de \1 en el asiento, se sentó junto a él, empuñó el volante y puso en marcha el motor.
Siguió sin ser notado hacia el camino, lleno de baches, que llevaba a las proximidades del dique, pero no lo recorrió en toda su longitud.
Llegado a cierto paraje, torció por una especie de saliente, apenas transitable, que se descolgaba materialmente sobre el río.
Se abría ante él un animado panorama. Detuvo el camión y saltó a tierra, andando a pie unos cien metros aproximadamente. Estaba en el borde de un gran farallón. Allá abajo veíase la superficie del lago.
La rizada masa líquida se extendía a lo lejos a la luz de la luna. El diluvio caído aquella noche había traído agua bastante para cubrir por completo el ancho valle, que fue en un tiempo el lecho del lago.
La profundidad debía ser suficiente para sus propósitos. Inclinado sobre el borde del abismo, dirigió a las aguas una mirada casi cariñosa.
Volvió apresuradamente hacia el camión. Había en éste una cadena bastante larga, que se empleaba para atascar las ruedas cuando se estaba cargando en una pendiente.
Jud ató uno de los extremos de aquella cadena al cuello de \1 y el otro a uno de los ejes de las ruedas.
¡No era una tontería lo que estaba haciendo, no! De ese modo, \1 no podía separar su suerte de la del camión, y éste, lanzado sobre el abismo, iría a sepultarse en las aguas del lago con su cargamento.
¡Era un pensamiento diabólico! El chapotazo del coche al chocar con el agua, apenas sería oído por nadie, confundiéndose con el estruendo habitual de las obras.
Jud subió al asiento, puso en marcha el motor y lanzó el camión hacia el borde del farallón. Hecho esto y en el momento preciso saltó a tierra.
Lo hizo elásticamente, con verdadera facilidad, altamente satisfecho de sí mismo.
Ya en tierra se inclinó hacia el abismo para ver descender el camión. Una convulsión de asombro indecible borró el gozo satánico de su rostro.
Por un momento pareció como si fuera a arrojarse al abismo detrás de su presa.
La excitación hizo que se ahogase el grito de asombro en la garganta de Jud.
Corrió hacia atrás para ver si \1 podía haberse soltado de la cadena.
No se veían rastros suyos.
—¡El cuerpo iría colgando debajo del camión y por eso no pude verlo! —se dijo a sí mismo.
Miró en torno suyo buscando el rifle y comprobó que se lo había dejado olvidado en el camión.
—¡También soy estúpido! —murmuró—. Pero menos mal que el rifle no puede constituir prueba alguna aun en el caso de que sea hallado.
—El chapoteo del camión al dar en la superficie del agua no había sido ruidoso, aun cuando la excitación de sus nervios le habla impedido fijarse apenas en ese detalle.
Habría recorrido unos cincuenta metros, cuando oyó un tintineo especial que venía de lo alto. Aquello podía ser un guijarro desprendido y empujado por el zapato de un hombre que gatease entre las rocas.
Había varias de éstas a un lado del camino, como una fila de centinelas en vanguardia. De un salto al que sólo podía impulsarle el miedo, cayó entre las piedras.
Una de aquellas peñas pareció adquirir vida de pronto y tomar la forma de un hombre de brazos y manos de color bronceado. Aquellas manos metálicas se aferraron a Jud, le atenazaron con una fuerza increíble.
Por entre sus apretados dientes salió como un silbido de agonía. Acababan de quitarle de las manos los revólveres y los habían arrojado a unos metros de distancia.
Jud estaba lejos de creer que existiese un hombre poseedor de fuerza tan hercúlea. Luchó aún unos momentos con la energía de la desesperación, pero en vano y al ver la inutilidad de sus fuerzas, se atrevió por primera vez a mirar a las facciones de su enemigo.
Un nuevo terror se añadió ahora a los anteriores. Su dolorido y confuso cerebro se negaba a creer que el que le había atacado fuese un hombre de carne y hueso.
¡Su captor tenía las facciones de Doc Savage, el hombre al que creía muerto entre los restos de la cabaña destruida!
—¡Santo Dios! —gritó—. ¡Pero si usted quedó hecho pedazos!… —El dolor hizo que las palabras expiraran en su garganta.
Doc Savage mantenía un silencio espectral. Sabía que aquello acabaría por destrozar los nervios de Jud.
—¡Vimos a usted y a sus hombres entrar en la cabaña, y les oímos hablar seis segundos antes de que volase en pedazos! —sollozó Jud—. ¡Usted no ha podido escapar! ¡Le hubiéramos visto a la luz de la luna! ¡Todavía… infierno!… ¡Es usted realmente…! ¡Basta, basta… no apriete más!…
Doc continuó todavía en silencio, aun cuando veía aumentar en Jud la convicción de que era un alma del otro mundo.
Lo que había ocurrido no podía ser más sencillo. Doc y sus compañeros habían abandonado la barraca en el camión que ostensiblemente fuera a llevar unos bultos de equipaje.
Un magnetófono reprodujo fielmente sus voces después de su marcha, lo que explicaba su aparente permanencia en el interior de la vivienda, cuando ya estaban a una distancia regular de la misma.
¡Aquella estratagema había sido ideada por Doc, que se diera cuenta al volver a su casa, de la presencia de dos bandidos!
¡Y he aquí cómo la red tendida por Jud, había ido a convertirse en un auxiliar más de sus maduros planes!
En vez de sucumbir al terror, Jud empezó a darse ánimos a sí mismo.
Sus labios amoratados se afirmaron y se contrajeron aún más sus ojos diminutos.
—¿Cómo ha logrado alejarse de aquella trampa? —preguntó.
Doc mantuvo su cara impasible y lo empujó más adentro de las peñas. Jud alcanzó entonces a ver una forma humana apoyada contra una roca.
La vista de aquello que se le antojaba fantasmagórico inundó su cuerpo de sudor y de sus labios temblorosos salieron blasfemias y juramentos horribles.
¡Aquel cuerpo, todavía insensible, era el de Richard \1! Comprendió que Doc Savage debía haber desatado a \1 de la cadena que le sujetaba al eje de las ruedas del camión, pero no se explicaba cómo podía haber hecho aquello tan en silencio.
Parecía imposible. Recordó entonces la fuerza de aquel hombre bronceado, una fuerza tan grande que era realmente terrible. Músculos como aquéllos eran capaces de realizar lo imposible.
Las manos de Doc resbalaron sobre el cuerpo de Jud, palpando de manera especial ciertas partes de su sistema nervioso.
Jud emitió un quejido lastimero. Después de esto comprobó que algo de pesadilla les había ocurrido a sus miembros.
Tanteando como pudo, sólo consiguió retorcerse débilmente. No podía comprender lo que le había ocurrido. Sus conocimientos de anatomía no podían ser más rudimentarios. No pudo comprender que Doc había paralizado en él ciertos centros nerviosos con una presión especial, una hazaña, sólo factible para la diestra disciplina quirúrgica de Doc.
Logrado este resultado, Savage hizo volver en sí a \1.
Éste fue capaz de sentarse en el suelo apoyado contra la peña, y apretándose la cabeza entre las manos balbuceó:
—¿Cómo he venido aquí? —Doc le explicó lo ocurrido.
\1 le escuchó en silencio, respirando penosamente por el dolor que aún sentía en la cabeza.
Súbitamente se precipitó hacia el sitio en donde habían caído los revólveres de Jud y apuntó a éste pronto a disparar.
—¡Vas a pagármelas todas por haber intentado matarme, granuja! —rugió fuera de sí, y apretó el gatillo.
Salió el tiro, pero la bala sólo hizo un leve desconchado en una roca. Una piedrecilla, lanzada con rara habilidad por Doc, no sólo desvió el arma, sino que la hizo caer de las manos de \1.
Éste crispó los puños con rabia y lanzó un rugido que nada tenía de humano.
—¡Nadie se ha atrevido a amenazarme a mí que haya escapado con vida! —gritó.
Jud volvía en sí lentamente. Era incapaz de mover las piernas ni los brazos, pero podía emitir la voz libremente.
—¡Manténgalo lejos de mí! —suplicó a Doc Savage—. ¡Es capaz de matarme para sellar mis labios! ¡Teme que lo diga!
—¿Que diga el qué? —preguntó Doc.
Jud clavó en \1 una mirada amenazadora, que éste le devolvió aumentada. Esto pareció decidir al bandido que ladró como un perro:
—¡Ese hombre es mi patrón! ¡\1 es el cerebro que planeaba todos los trastornos, todas las calamidades que se suceden en la construcción del dique!
\1 ofreció todas las muestras de haberse quedado aturdido ante aquella confesión.
—Yo estaba acorralado por él —continuó Jud con voz plañidera—. ¡Él ha ido acumulando cargos contra mí! ¡Sabe cosas que me hubieran llevado a la cárcel para toda la vida… o quizá más lejos! ¡Por eso le servía! ¡Y por eso estaba deseando desembarazarme de él para siempre!
\1, ya algo repuesto de la primera sorpresa, trató nuevamente de arrojarse sobre el hombre que le acusaba.
Su cara estaba descompuesta por la ira. Consiguió al fin apoderarse del revólver y ya iba a disparar, cuando nuevamente Doc se sirvió de una piedra para contenerle, pero esta vez el proyectil no fue disparado contra su mano, sino contra su cabeza.
\1 lanzó un grito ahogado y cayó sin sentido.
—¡Él es mi patrón! ¡Él es mi patrón! —lloriqueaba Jud.
Pero Doc no le hacía caso. Sus dedos volvieron a recorrer el cuerpo de Jud y éste descubrió que se le había devuelto el uso de sus miembros.
Llevando a \1 a cuestas y empujando a Jud delante de él, Savage emprendió el regreso hacia el caserío, dirigiéndose hacia el domicilio particular de \1.
Una rociada de agua devolvió los sentidos a \1. Una maldición dirigida a Jud, fue el primer sonido que articularon sus labios.
—¡Todo lo que ha dicho es un hato de mentiras! ¡Lo que quiere ese granuja es ocultar a su verdadero jefe y al mismo tiempo lograr la benevolencia de usted, haciéndole creer que dice la verdad espontáneamente!
—Así es —afirmó Doc dirigiéndose a Jud. \1 ha dicho la verdad. Usted lo que trata es de ocultar la identidad de su jefe.
\1 abrió la boca desmesuradamente. No podía creer tan buena noticia.
Una expresión de timidez infinita distendió su rudo semblante. Dejóse caer sin fuerzas en una silla y pasó rápidamente la lengua por sus resecos labios.
—¡Suponer que yo había causado intencionadamente un perjuicio contra mis mismos intereses! —murmuró al cabo de un rato—. ¡Verdad es que yo había logrado dominar mis nervios, pero a veces me hallaban y hacía tonterías! ¡Después del fárrago de mentiras que ha dicho este coyote, lo mejor que podía hacer es darle muerte! ¡Por eso lo intenté antes y no porque fuese culpable!
Doc no contestó. Parecía tener concentrada su atención en el uso de alguna de sus facultades. ¡Quizás el oído!
De pronto Jud echó a correr. Estaba decidido a intentar una fuga. Con la cabeza por delante, embistió a una de las ventanas.
Saltaron los cristales en mil pedazos y los travesaños del bastidor se hicieron astillas. Jud se hundió en la negrura exterior.
Se oyó algo así como un tropezón en la parte posterior, al que siguió un ruido como de lucha.
Doc Savage corrió como un fantasma a la puerta de entrada de la casa y pudo ver la sombra de un hombre que se alejaba, inclinado hacia adelante, como doblado sobre sí mismo.
No podían distinguirse sus facciones por llevar el sombrero caído sobre la cara.
El hombre que corría se volvía de cuando en cuando y disparaba con un revólver hacia la casa. El silbar de las balas obligó a Doc a refugiarse tras de la puerta.
—¡Cómo! —exclamó \1 estupefacto—. ¿De dónde habrá conseguido Jud un revólver en tan poco espacio de tiempo?
—¡Mire hacia fuera de la ventana por donde él se arrojó! —murmuró Doc.
\1, medio atontado aún por la sorpresa hizo lo que le decían.
¡Jud yacía en tierra, al pie de la ventana, con un largo cuchillo clavado en el corazón!