Doc encontró a Renny colocando lienzos alquitranados sobre el hormigón reciente, para preservarlo de la lluvia.
—¡En este país no llueve nunca, me decían! —murmuró Renny—. ¡Y parece que el cielo entero se derrumba sobre nosotros!
Los obreros trabajaban allá arriba, fuera del cañón. Patrullas de trabajadores estaban dedicadas a sujetar con estacas cobertizos de tela sobre la maquinaria eléctrica y fabricaban rápidos techados de tablas.
Sabían lo que eran aquellos aguaceros en el Oeste. La luz de las bombillas eléctricas, provistas de reflectores de estaño, apenas proyectaban una débil claridad cuando cesaban los relámpagos.
El fulgor de éstos llegó a ser tan intenso, que los hombres podían trabajar perfectamente sin necesidad del fluido artificial. La tierra parecía estremecerse de horror ante todo aquel aparato teatral.
De pronto empezó a llover. No eran gotas lo que caían, sino sábanas enteras de agua, y en pocos segundos las paredes de la quebrada se convirtieron en verdaderos torrentes verticales.
Palas, picos, azadones, toda clase de herramientas fueron arrastradas monte abajo por las escarpadas pendientes. EL hormigón ensacado, convertido en piedra grande como cubas, rodaba a favor de la riada.
Y como remate a todo aquél estruendo, se oyeron formidables explosiones.
¡Verdaderas explosiones! ¡Producidas por el hombre!
¡Por el buey Apis! —gritó Renny—. ¡Han volado los túneles de desviación!
Corriendo a lo largo del dique, pudo ver el cable que servía para el transporte de una a otra orilla, hasta cerca de las fábricas de energía, pero la lluvia había interrumpido su funcionamiento.
Era inútil tratar de llegar por aquel procedimiento al lugar donde se habían producido las explosiones.
Trató de comunicarse por teléfono. Los aparatos instalados en distintos lugares de las obras funcionaban todavía. Por fin, logró comunicación con la fábrica de energía.
—¿Cuánta agua ha entrado en los túneles de desviación? —preguntó.
—¡Ninguna! —fue la respuesta—. ¡Las explosiones parecen haberlos obstruido por encima del dique!
Doc colgó el aparato. Permaneció unos instantes en la cabina del teléfono, oyendo al agua estrellarse con furia en la cubierta de cinc. Una expresión pensativa contraía sus facciones.
Una explosión podía haber destruido al dique, tan pronto quedaron obstruidos los túneles de desviación. La obstrucción de éstos significaba que el dique se vería obligado a contener toda aquella enorme cantidad de agua que se iba almacenando en el lago.
La oclusión de los túneles era una calamidad menor, si el dique resistía, y aún podía darse el caso, hasta cierto punto inverosímil, de que las aguas creciesen tanto de nivel al no hallar salida, que rebasasen por encima del enorme paredón.
¿Pero qué objeto perseguían con acumular tal cantidad de agua contra el dique? Éste era el enigma que Doc consideraba.
Al final pareció hallar una respuesta satisfactoria a su interrogación mental, porque de sus labios pareció fluir aquel sonido misterioso, mitad nota melodiosa, mitad silbido, aquel trino que salía inconsciente de su yo cuando algo fuera de lo corriente había ocurrido.
Empezó a calmarse la lluvia. Llegó a ser un aguacero normal, para convertirse más tarde en una lluvia ligera.
Comparada con lo que había sido antes, parecía un simple rocío. Pero allá a lo lejos, sobre el lecho del lago, continuaba la tempestad.
Desde el pueblo llegaron corriendo los tres propietarios de la construcción.
Estaban excitadísimos. Si alguno pensaba en algo, además de la salvación del dique, no lo dio a entender a sus compañeros.
EL agua turbulenta, coronada de espuma, había ya subido unos pies en la gran barrera de cemento y acero.
—¡Si no encuentra camino para escapar! —deploró Nate Raff—. ¡Si no lo encuentra, qué ruina! ¡Está tan fresco el hormigón!
—¡Resistirá! ¡Y eso gracias al hormigón que han empleado ustedes, mezclado con hierro! —dijo Renny—. ¡Eso puede salvarlo, si no se convierte todo esto en un lago de aquí a mañana!
—¡El dique aguantará! —fue el veredicto de Doc.
Formando un grupo silencioso, penetraron en su vivienda.
Buttons Zortell y Jud, calados hasta los huesos por el aguacero, al verlos entrar ocultos entre los mezquites, juntaron sus cabezas para poder hablar sin ser oídos.
—¡Ha llegado tu ocasión! —dijo Jud en voz queda.
—¡Tu ocasión, querrás decir! —contestó destemplado.
—¡Maldita sea! —refunfuñó Jud—. ¡Supongo que no querrás que vaya yo! ¡Es algo arriesgado!
—Lo echaremos a suertes —ofreció Buttons conciliador—. No vamos a pelearnos por tan poca cosa.
—¡Es natural!
Buttons introdujo una mano en uno de sus bolsillos y sacándola con el puño cerrado, colocó éste bajo las narices de su compañero.
—¿Cuántas monedas hay en mi mano, una o dos? ¡Si no lo aciertas, peor para ti, porque te tocará ir!
Jud sonrió a hurtadillas en la oscuridad. Había oído un clic especial en la mano de Buttons, y sabía que eran dos las monedas.
—¡Dos! —dijo.
Le tocó el turno de sonreír a Buttons, Sólo había una moneda y la había hecho tintinear contra una sortija que llevaba en el dedo, para que pareciese que eran dos.
Rezongando y maldiciendo, como si hubiese sido engañado, Jud se puso en marcha hacia el edificio que habitaba el equipo de Doc Savage.
Luego retrocedió y dijo: —¡Ahí viene un camión, cuidado!
El camión patinando sobre el camino, resbaladizo por la lluvia, fue a detenerse ante la casa de Doc. Era camión cubierto. Hizo un viraje habilidoso y quedó aculado contra la puerta.
El conductor empezó a descargar varias cajas.
—Deben ser para Doc Savage y habrán llegado de Nueva York por ferrocarril —murmuró Jud.
—¡Maldita la falta que le van a hacer ahora! —exclamó Buttons.
Minutos después, el camión cumplió sin duda su encargo, se apartó de la casa y no tardó en desaparecer calle abajo.
Oyóse en la cabaña la potente voz de Doc y un momento después la de sus compañeros, que parecían preguntar todos a un tiempo.
—¡Están hablando los seis! —cloqueó Buttons—. ¡Eso significa que deben tener pelea!
Las voces dejaron de oírse, pero del edificio salían rayos luminosos, lo que indicaba que sus moradores se disponían a acostarse.
—Con lo bien que brilla la luna, no pueden salir sin que los veamos —murmuró Jud—. Además, ahora que la luna brilla, no es necesario que vaya yo arrastrándome para prenderle fuego al barril con una cerilla. ¡No necesitamos de eso!
Buttons accedió a la sugerencia. En realidad podían haberse ahorrado el juego de las monedas en la mano.
Ya no era necesario que ninguno de los dos corriese el peligro. Desde la distancia a que se hallaban, las cosas podían salir más rápidas y mejor.
Los dos bandidos sacaron sus rifles de las fundas engrasadas en que lo envolvieran para preservarlos de la lluvia. A un mismo tiempo empuñaron las armas y apuntaron al barril colocado en la fachada.
—¡Por San Pedro! —dijo cínicamente Buttons—, ¡no vayamos a errarlo!
Dispararon a un tiempo y no erraron el tiro.
Se produjo un fogonazo formidable, como si el mundo entero se rasgase en una llamarada brillante. Un puño titánico pareció lanzar a Buttons y Jud uno contra otro y cayeron casi sin sentido sobre un lecho de higos chumbos.
Oyeron cómo silbaban sobre sus cabezas fragmentos de hierro acanalado, mientras los oídos les zumbaban por efectos de la explosión.
—¡Truenos! —murmuró Buttons—. ¡Nos habíamos quedado muy cerca de ese barril de TNT!
Mirando en dirección a la cabaña, vieron que había sido borrada de la tierra y en su lugar había un hoyo profundo. Ni uno de los que estaban en ella podía haber quedado con vida.
—¡Doc Savage escapó a nuestra bomba de Nueva York —aulló Buttons regocijado—, pero de ésta no ha escapado tan fácilmente! ¡No deben haber quedado ni los rabos!
Y los dos bandidos abandonaron aquel paraje llevando los rifles con los que habían provocado la explosión.
Ésta se había oído en todo el pueblo y sus habitantes, que apenas si habían podido dormir aquella noche accidentada, abandonaron en tropel sus lechos y se lanzaron a la calle medio vestidos, a averiguar cuál era la calamidad que les amenazaba.
Buttons y Jud se separaron.
—¡Voy a adelantarme a dar la noticia! —dijo Buttons—. Además, no me conviene permanecer mucho tiempo por aquí. ¡Me conocen demasiado estas gentes!
Jud después de ver perderse de vista a su compañero, ocultó el rifle debajo de un camión parado a pocos pasos de distancia, se subió el cuello de la chaqueta y agachó las alas de su sombrero de cow-boy.
Eran pocos los habitantes del poblado que conocían a Jud de vista y podía aventurarse entre ellos sin ningún temor. Mezclóse entre los grupos y los comentarios que llegaron a sus oídos le llenaron de satisfacción.
—¡Si hubiera habido alguien en la cabaña, se emplearían horas enteras para reunir sus miembros dispersos! —oyó decir a un hombre.
Jud sonrió ampliamente al oír estas palabras, y fue entonces cuando divisó a Richard \1. Venía indudablemente de las obras del dique.
Estaba desgreñado. Algunas veces durante aquella noche trágica había caído rodando entre las peñas y estaba manchado de barro hasta el cuello, pues había perdido el sombrero en una de sus caídas.
Jud miró a \1 con una expresión perversa en su rostro villano. Se humedeció los labios como si paladease algún manjar sabroso y sus dedos fueron inconscientemente a la empuñadura del revólver.
Por un momento pareció querer alejarse, pero sus pasos eran lentos y acabó por retroceder. En sus facciones había una feroz determinación.
—¡Papá me condene! —masculló entre dientes—. ¡Lo haré! ¡Alguna vez he de poder obrar por mi cuenta!
Remoloneó unos segundos por entre el gentío mirando de reojo hacia el cielo.
Una nube avanzaba majestuosamente hasta el disco lunar. Jud atemperó su conducta a la marcha de la nube.
Cuando ocultó ésta por completo la luna, anduvo hacia \1 hasta colocarse detrás de él. Le hundió el cañón del revólver en la espalda.
No despegó los labios, porque las palabras no eran necesarias en aquellos momentos.
\1 inclinó los ojos a tierra, volviéndose ligeramente hacia atrás.
Había luz bastante para ver relucir el revólver.
—¿Qué quiere usted? —preguntó en voz baja e irritada.
—¡Mucho silencio! —contestó en el mismo todo Jud—. ¡Un balido y recoge una cosecha de plomo! ¡Vaya delante de mí!
—¡Usted, puerco!… —dijo \1.
—¡No quiero chivatos! —avisó Jud—. Cállate o disparo.
\1 selló los labios y se apresuró a alejarse del gentío. El revólver seguía apoyado en su espalda. Llegaron hasta un grupo de yucas, en donde, por estar bastante alejados del lugar donde ocurriera la explosión, no podían ser vistos por nadie.
—¡Ya está usted hablando! —gritó \1.
Por toda contestación, Jud se pasó el revólver a la mano derecha, lo alzó rápidamente en alto y asestó un violento golpe en la sien de su enemigo que se derrumbó como un fardo.
Jud se inclinó sobre él y le tomó el pulso.
—¡No está muerto! —murmuró—. ¡Lo mismo hubiera dado! ¡Acabaré el trabajo disponiendo de su cuerpo!