Como unas dos horas después de estos incidentes, nueve hombres de aspecto corpulento, y todos ellos conciso habladores, se hallaban reunidos en el gran edificio de hierro acanalado, en el que estaba instalado el cuartel general de los constructores del dique.
Aquellos hombres eran Doc Savage y sus cinco ayudantes, y los tres socios.
Nate Raff se disponía a relatar la historia completa de cómo había escapado con vida, a despecho de todas las informaciones periodísticas que le daban como muerto en la catástrofe de aviación.
—¿Le han dicho ya \1 y Keller algo sobre nuestros trastornos en el dique? ¿Y cómo sacamos en consecuencia por último, a causa de la frecuencia con que se producían, que debía de haber alguien interesado en aumentar hasta más allá el límite de nuestras dificultades financieras? Ya sabrá usted también, que resolvimos llamarle a usted, para que viese qué era lo que había dentro del plato. Fue por eso por lo que enviamos a Nueva York a Bandy Stevens.
—Todo eso está ya suficientemente aclarado —observó Doc.
—Bien. Bandy nos comunicó que al pasar por Phoenix alguien había disparado sobre él con ánimo de matarle —continuó Raff—. En vista de esto partí yo mismo para Nueva York, para tener la completa seguridad de que alguien llegaba hasta usted y para ello tomé un avión de pasajeros en el aeródromo de Phoenix.
»Había otros viajeros en el aeroplano. Cuando ya llevábamos volando cerca de una hora, uno de los pasajeros sacó un revólver. Era un individuo rechoncho, de nariz aplastada y con unas orejas enormes. Su nombre es Jud».
—Le conozco —le interrumpió Doc—. Jud fue quien trató de cortar mis esfuerzos por averiguar el verdadero nombre de su jefe, durante mi primera visita a la vivienda del farallón.
—Jud es un poco despierto —admitió Raff—. Pero, en fin, volvamos al aeroplano. Jud le obligó a aterrizar y al hallarnos en tierra me obligó a seguirle, llevándome a esas ruinas del farallón, en donde me encontraron sus amigos de usted.
—Estaba en una habitación apartada del camino que seguimos en un principio —intervino Monk—. De todos modos estaba usted atado y amordazado y además el anestésico de Doc había vencido su naturaleza…
—La cuadrilla huyó tan rápidamente, que no tuvieron tiempo de llevarme consigo —gruñó Raff.
—¿Durante el tiempo que gozó de sus sentidos, no pudo usted ver al jefe de la cuadrilla, ni observar algún detalle u oír alguna palabra que sirviera para identificarle? —preguntó el elegante Ham.
—¡No! —murmuró malhumorado Raff—. ¡No tengo ni la más remota idea de quién pueda ser!
Doc Savage llevó de nuevo la conversación hacia lo ocurrido, en el aeroplano que saliera de Phoenix.
—No nos ha explicado usted cómo ocurrió la catástrofe, señor Raff. —¡No puedo contarle nada de eso! ¡No sé lo que sucedió!
—¿No vio a Jud colocar una bomba a bordo?
—Lo único que le vi hacer a Jud fue destrozar el aparato de radio. Hizo añicos los instrumentos y luego ordenó al piloto que se marchara, lo que éste hizo en el acto, atemorizado.
—Es evidente que Jud le recetó algo al avión, que fue lo que produjo la catástrofe —dijo Ham—. No quería que quedase nadie vivo a bordo y que pudiese estorbarle después.
—¿Y cuáles eran sus propósitos al apoderarse de usted, Mr. Raff? —volvió a preguntar Doc.
—¡Me ha agarrado usted! —exclamó Raff, alzando las manos en un gesto de desconcierto—. ¡No me dieron ninguna explicación de ello! No hicieron más que mantenerme cautivo. ¡No puedo comprenderlo!
—Ni yo —contestó como un eco Doc Savage.
Dicho esto sacó la última edición de uno de los periódicos de Phoenix.
Llevaba fecha corriente. Los periódicos los traían en auto, al amanecer, desde la estación de ferrocarril más cercana y llegaban al campo de construcción a la misma hora en que se repartían a los suscriptores de la ciudad.
El periódico insertaba un relato completo de la catástrofe de Nuevo México, relatando los esfuerzos realizados por las autoridades para identificar los cadáveres de los pasajeros.
—¿No dijo usted que Jud le sacó del aeroplano de línea? —murmuró Doc.
—¡Claro que lo dije! —contestó Raff.
—¿Entonces cómo explica usted que el número de cuerpos quemados hallados concuerde exactamente con el número de viajeros del aeroplano? —preguntó Savage con marcada frialdad.
Nate Raff dio un bote en su asiento, y un bufido de sorpresa hizo crujir la pipa entre sus dientes. Apoderándose del periódico, leyó éste de cabo a rabo, para convencerse de la certeza de la aseveración de Doc.
Después de leerlo, echose hacia atrás con violencia y lanzó un taco rotundo.
—¡No me lo explico! —resopló con fuerza—. ¡Debía haber dos menos, porque Jud y yo dejamos el avión! Y sin embargo, el papel dice que había once personas a bordo y se han encontrado once cuerpos carbonizados… ¡No puedo comprender cómo él…!
Súbitamente se detuvo. Dio una tremenda chupada a su pipa, mientras brillaba una chispa en sus ojillos perspicaces.
—¡Apostaría cualquier cosa a que lo hicieron así! —gruñó—. ¡Falsificaron la lista de pasajeros del aeroplano, para que figurasen dos menos que los que estaban a bordo!
—¿Pero, por qué Nate? —preguntó uno de sus socios.
—¡Para demostrar que yo estaba muerto, desde luego! —contestó Raff—. Luego podían mantenerme prisionero y nadie notaría la diferencia. Si decidían matarme, tampoco se enteraría nadie de ello.
Doc Savage no dijo nada de momento. Púsose en pie y se dirigió hacia la puerta de la oficina, mirando a través de ella.
Ante su vista se ofrecían alineadas, ordenadamente formando calles, unas barracas de tablas y varios tenderetes cubiertos de lona. Otros edificios de mayor tamaño ostentaban rótulos de tiendas de comestibles, garajes, farmacias, etc.
Había también en el centro de las otras edificaciones, una con su granero anexo que servía de hotel.
A unos cuantos metros de distancia de la oficina central de la construcción, veíase una cabaña de madera, forradas sus paredes de papel alquitranado, cuya puerta y ventanas hallábanse herméticamente cerradas, como dando a entender que estaba deshabitada.
Cerca de allí ardía un montón de hojarasca. Un trabajador de un garaje cercano había arrojado en ella unos trapos empapados en grasa, que al arder desprendían una humareda negruzca y fuliginosa.
El humo envolvía la cabaña, haciéndola parecer más desierta que nunca.
Y no obstante, a despecho de las apariencias externas, la cabaña estaba muy lejos de estar vacía. La única habitación que formaba la vivienda, estaba atestada de hombres.
Eran los malvados individuos que habían logrado escapar de la vivienda del farallón. Sólo uno de sus miembros faltaba a la reunión: el jefe de toda aquella carne de patíbulo.
Cinco de aquellos hombres estaban sentados en una trampa abierta en el centro de la habitación, con las piernas colgando en el vacío.
Debajo había una bodega y sobre el duro suelo de la tierra de aquel subterráneo yacía Lea Aster. Parecía estar durmiendo profundamente, tal vez demasiado profundamente, para tratarse de un sueño sosegado.
—¡Mira que si le da por despertar a la fiera y empieza a graznar! —murmuró uno de los hombres, intranquilo—. ¡No dejaría de oírla alguien! ¡Estamos precisamente en el centro de la ciudad!
—¡No te apures, que no despertará! —aulló Button Zortell—. ¡Le he dado bastante medicina para que se esté durmiendo todo el día!
—¡De todos modos, no sé cómo se les ocurre buscar este escondrijo en un lugar tan céntrico! —juró entre dientes Jud, restregándose el sitio donde debía haber tenido las narices—. ¡Y ese humo me está fastidiando!
—¡Cállate! —le aconsejó Buttons—. ¡Éste es el último sitio donde se les ocurriría buscarnos!
—Sí… ¿pero suponte que alguien nos ha visto entrar aquí?
—Nadie pudo vernos. Llegamos antes del amanecer y fuimos muy cautelosos. De todos modos, si lográramos hallarnos fuera de este avispero, estaríamos a salvo de trastornos y podríamos trazar el camino recto. ¡Las cosas que pueden hacerse con un tercio de los habitantes, de la ciudad, que tiene el patrón a sueldo!
—¡No sabía que estuviese organizado en esa escala! —murmuró Jud—. ¡Un tercio de hombres! ¡Hombre, eso le costará una quijada! ¡Las cosas que espera conseguir después de todo esto, deben ser de mucho valor!
Buttons Zortell miró a su compañero con evidente curiosidad.
—¿Has sido capaz de averiguar por cálculo lo qué es lo que el patrón trata de pescar?
—¡No! —contestó Jud—. La última vez que se lo pregunté me contestó con un bufido y una maldición. ¡Seguramente guarda el secreto para sí!
Buttons hizo una mueca socarrona.
—¡Bien! ¡Por el infierno! ¡Mi curiosidad no la llevaré tan lejos! ¡Por sí las moscas! ¿Qué me importa lo que el patrón haga o no? ¡Se está portando admirablemente con nosotros y lo que debemos hacer es ayudarle a quitarnos de en medio a ese Doc Savage!
—¡Espero que él tendrá mejor suerte de la que hemos tenido nosotros!
—¡La tendrá! ¡El plan que está ejecutando es formidable! ¡El hombre de bronce será borrado del mapa… y se achacará todo a un accidente! ¡Aun sus propios hombres no sospecharán nada! ¡Aunque oliesen una rata, no podrían probar nada!
—¡Estoy dispuesto a hacer una apuesta en favor del patrón! ¡Ven y mira!
Jud había estado atisbando a través del agujero dejado en una de las tablas de la pared por un nudo desprendido de ella.
Desde allí podía verse por la puerta abierta de par en par, el interior de la oficina de la Compañía.
Además de Doc y sus ayudantes, podía verse a los tres propietarios de la Mountain Desert Construction. Habían estado discutiendo sobre los accidentes ocurridos en las obras. \1, puesto en pie ahora, dio un violento tirón al cinto que sujetaba sus breches caqui y gruñó ceñudo:
—¡Voy a ver cómo van los trabajos! Ya sabrán ustedes que soy el capataz de las obras.
Keller miraba sin saber adónde, como en un éxtasis. Éste no mirar a nada en particular, parecía ser en él un hábito. Púsose también en movimiento.
Manoseó unos segundos su barba y echó a andar.
—Creo que me entretendré también en algo. Estoy estudiando el moderar algunos gastos que pueden ser innecesarios…
—Yo me llegaré hasta el dique y veré cómo andamos de sangre en el cañón —rió Nate Raff, haciendo una chanza macabra.
Poco después quedaban solos en la oficina, Doc y sus compañeros.
Ham, que había continuado pensativo dejó escapar un tenue silbido.
—Estaba pensando en la notable coincidencia de hallarse \1 y Keller en aquel puente en el crítico momento en que llegaron nuestros enemigos, para servirse tan a punto de su coche —murmuró sutilmente.
—¡Sí! —carraspeó Monk rascándose las cerdas de erizo que cubrían la parte superior de su cabeza—. ¡Es raro! ¡Pero a mí no se me había ocurrido!
—¿Estás seguro de que \1 y Keller tenían el coche en el sitio que indicaron? —preguntó Ham.
—Yo sólo tengo su palabra —contestó Doc.
—¿Concuerdan ellos en estatura con el individuo de la gabardina? ¿Podría alguno de los dos haber estado en la vivienda del farallón?
—Cualquiera de los tres socios podía haber llevado la gabardina —contestó Doc—. Pero ésa no es una prueba, ni aun siquiera un motivo para sospechar. Además, no debes tú perder de vista la posibilidad de que, después de todo, el hombre de la gabardina no fuese el jefe en realidad.
—Bien. Sin embargo, \1 y Keller podían haber estado apostados en el puente para lanzarnos sobre una pista falsa —dijo Ham reflexivamente—. En cierta manera su relato quedaría justificado si encontrásemos el coche robado.
El coche fue hallado cuatro horas después. Una llamada telefónica, procedente de uno de los grupos de trabajadores que lo buscaban desde el amanecer, registraba su aparición en uno de los senderos de la montaña.
El auto fue encontrado en una profunda quebrada, cubierto por completo con una capa de maleza recién cortada. El olor a gasolina había descubierto su escondite. De los hombres que lo robaron no había ni rastro.
—Ham —ordenó Doc—. Coge lo necesario para obtener las huellas digitales, vete en el giroplano y ve lo que puede sacarse en limpio.
A requerimiento de Doc, les habían destinado una cabaña especial para su uso. Allí había instalado Savage un laboratorio portátil, que transportara en el avión gigante.
Una de las partes integrantes de este laboratorio, era un aparato especial para analizar las más complejas combinaciones químicas, líquidas y gaseosas, con sólo unos pocos minutos de trabajo.
Merced a este aparato trataba Doc de desentrañar cuál era la verdadera naturaleza del gas que recogiera en la botella, en la vivienda abandonada del farallón.
Deseaba saber cuál era el gas que producía aquel olor extraño y averiguar al mismo tiempo cómo estaba formada la sustancia que había logrado cerrar, con roca derretida, aquel hueco en forma de puerta, que descubrieran en el mismo lugar.
Considerando en conjunto la lista de trastornos ocurridos, se llegaba prácticamente a la consecuencia de que se trataba de un plan perfectamente coordinado, no para impedir la construcción del dique, sino para hacerla tan costosa como fuese posible.
—¡Alguien tiene interés en que la Compañía se declare en quiebra! —dijo Doc a los tres socios cuando se reunieron a primera hora de aquella misma tarde—. Yo sospecho que muchos de sus trabajadores, están todavía a sueldo del enemigo.
—¡Maldición sobre ellos! —vociferó Nate Raff—. ¡Vamos a abrasar a toda la cuadrilla! ¡Valiente hato de granujas estamos manteniendo! ¡Desgraciados! Ya sabe usted que si dimos impulso a estas obras, fue, en primer lugar; para sostener a nuestros hombres trabajando, cuando los negocios empezaban a decaer.
—¡La venta de la fuerza eléctrica habría contribuido eventualmente a los gastos! —dijo brevemente Doc.
—¡Después de lo que nos cuesta, nunca llegará a compensarnos! —dijo desabridamente Nate Raff—. ¡Por Dios, Savage! ¿No puede usted sacarnos de este atolladero, sea como sea?
—Les ayudaré con todas mis fuerzas —contestó Doc—. Para lograrlo, mis hombres y yo vamos a encargarnos desde ahora mismo de la dirección de las obras.
—¡Eso es lo que estamos deseando que haga! —dijo Nate Raff con aire de triunfo.