Unas dieciséis horas después, un solitario pastor que apacentaba su rebaño en la meseta de uno de los cañones de Arizona, fue testigo de algo que no olvidaría tan fácilmente.
El pastor aquél había recogido su ganado para pasar la noche en una especie de gruta situada en la falda de un monte solitario y llevaba escopeta al brazo, en espera de dar cuenta de un par de coyotes que molestaban a su rebaño.
De pronto llegó a sus oídos un penetrante silbido. El ruido fue subiendo de tono hasta hacerse atronador, semejando un tremendo alarido.
Allí arriba, sobre la meseta, brilló un relámpago gigantesco, una monstruosa aparición que oscureció las estrellas.
Parecía viajar con la velocidad de la luz, por lo que desapareció casi en el acto, dejando tras sí su terrible silbido, muy semejante al que produce la sirena de un motor a la que se acaba la cuerda.
El pastor sólo pudo distinguir vagamente que el objeto aquél tenía una forma parecida a un murciélago sin patas ni cabeza y de un color bronceado claro.
El rebaño se aterró al oír el estridente silbido que acompañaba al veloz fantasma que volaba en la noche.
Si se trataba de un aeroplano hay que convenir en que era de un tipo no corriente y que volaba a una velocidad superior a doscientos cincuenta millas por hora.
Y el monstruo de la noche era precisamente eso: un aeroplano de forma notable y el piloto era Doc Savage. Las características del aparato se diferenciaban notablemente de las de los demás de su especie.
Lo accionaban tres grandes motores que desaparecían casi por completo entre las alas y el fuselaje. El tren de aterrizaje, igual que el rodillo de cola, se ocultaba en vuelo para no ofrecer resistencia al aire.
Doc y sus cinco compañeros viajaban en la parte anterior de la carlinga.
Iban un poco apiñados por falta de sitio, pues aun cuando el interior de la cabina era bastante espacioso, llevaba un cargamento voluminoso.
Un lienzo moreno cubría la carga.
Los tres motores estaban provistos de unos silenciadores admirables y los propulsores eran de una forma especial que reducía al mínimo el zumbido del aire. La cabina tenía la forma de una botella herméticamente cerrada y a prueba de ruidos, por lo que la conversación podía sostenerse en ella en el tono corriente.
—Estamos a unas ochenta millas del cañón de la Calavera Roja —dijo, desde su asiento, Renny, que había estado localizando la posición.
Renny era piloto y navegante y sus conocimientos de ingeniería le hacían apto para la tarea.
Los mandos los llevaba Doc en persona.
Long Tom, el elegante gentleman de aspecto enfermizo, el mago de la electricidad, manipulaba con el aparato de radio, un equipo potente, que le ponía en contacto con todas las estaciones semejantes en los aeropuertos enclavados a lo largo del trayecto.
Volvióse hacia el altavoz, ya que el teléfono era innecesario en aquella cabina silenciosa, e informó a sus compañeros:
—No tenemos suerte. Un aeroplano respondiendo a la descripción que nos hicieron del aparato verde que lleva a Buttons y su cuadrilla se detuvo a proveerse de esencia en un aeropuerto cerca de Kirksville, en el Missouri. La muchacha con ellos. El encargado del aeropuerto, que conocía las características que nosotros le dimos, envió por el «Sheriff», pero la cuadrilla se largó antes de que llegase el representante de la autoridad. Desde entonces no se les ha vuelto a ver.
—Les llevamos por lo menos cuatro horas de ventaja —dijo Doc—. Nuestro aparato es mucho más veloz que el suyo.
Monk iba atisbando el terreno sobre el que pasaban.
—¡Oh! —exclamó, al ver el aspecto montañoso del paisaje—. ¡Este país que ahora atravesamos parece una pesadilla de piloto!
En la bóveda celeste se apiñaban gruesas nubes. La luz de la luna coronábalas de un halo resplandeciente, pero por la parte inferior eran negras y siniestras.
La rapidez con que se movían indicaba que las empujaba una fuerte corriente de aire.
Los rayos de luna, penetrando a través de las nubes, como potentes reflectores, descubrían a los ojos del observador atónito amplias mesetas tapizadas de mezquitas, salvia y cactus, junto a hondonadas fantasmales que parecían labradas a cuchillo por la mano de un gigante, cañones enormes que se diría bostezos monstruosos, y abismos insondables.
Doc disminuyó la velocidad del aparato.
—Aterrizaremos por aquí —dijo.
Hizo funcionar una palanca y a su impulso las alas del avión empezaron a oscilar suavemente. Esto permitió al aparato avanzar un trecho sin perder por eso su altitud.
Otra palanca hizo descender el tren de aterrizaje.
Doc escogió para aterrizar la cima de una montaña, que tenía la forma de una ancha meseta, y después de trazar sobre ella dos círculos, tomó tierra.
El avión dio algunos saltos un tanto violentos por la abundante maleza que coronaba la meseta. Las ruedas segaron materialmente la vegetación, despidiendo algunos fragmentos de cactus, que volaban a regular altura.
Funcionaron a tiempo los frenos y el aparato quedó inmóvil.
—Estamos ahora a unas quince millas del Cañón de la Calavera Roja —anunció Renny.
No se pronunciaron más palabras. Todos sabían la empeñada tarea que les aguardaba y empezaron a trabajar con eficacia silenciosa.
Retiraron la lona que cubría el cargamento y, una vez desplegada, resultó ser de tamaño bastante regular. Era listada en varios colores, imitando las vetas de las rocas.
Desplegada sobre el aparato quedaba oculto el avión a miradas indiscretas y, desde la altura, el lugar del aterrizaje podía ser tomado fácilmente por un peñón más en aquel abrupto paraje.
Se hicieron funcionar diversos cerrojos y aldabillas y la cabina giró sobre unos goznes, formando una especie de senda inclinada hacia la superficie de la meseta.
Sobre ella hicieron rodar los hombres un voluminoso artefacto que constituía la parte más sobresaliente del cargamento.
Tratábase de un mecanismo que semejaba el fuselaje de un aeroplano.
Pero la cola, en vez de tener elevadores y timón, únicamente tenía éste.
La parte inferior del carro tenía cuatro ruedas de forma parecida a la de un buñuelo, dispuestas de tal modo que permitían al aparato, una vez posado en tierra, rodar en cualquier dirección.
Por encima del fuselaje se elevaba un árbol rematado en forma de una especie de giba de la que salían arracimados varios tubos y bielas.
De la cabina del avión mayor trajeron los compañeros de Doc unas paletas abarquilladas que colocaron en los tubos anteriores.
Las extremidades de dichas aletas iban provistas de unos elevadores en miniatura.
Dentro de este minúsculo avión colocó Doc dos paracaídas y varias pesadas cajas de aparatos.
Terminadas todas las operaciones preparatorias, tomaron asiento en la reducida carlinga del pequeño avión Doc Savage y Renny.
Un recio motor, enfriado químicamente, ponía el vehículo del aire en movimiento.
Las aletas, en forma de aspas, empezaron a girar como lo hacen las de un molino de viento, aumentando gradualmente de velocidad.
EL aparato se elevó en línea recta fuera del terreno. Era un giroplano, invención de Doc. Como el más vulgar autogiro, no era capaz de grandes velocidades.
Manipulando los mandos, Doc guió el giroplano hacia el Norte. Estos mandos eran como una adición a las válvulas usuales de los aparatos de navegación a manera de rueda de timón montada sobre un balancín.
Haciendo girar la rueda se dirigía el aparato. Tirando hacia atrás se producía el ascenso, y empujándola hacia delante el descenso.
El giroplano era un aparato adecuado para volar sobre aquella tierra accidentada que se extendía a sus pies…
Las violentas corrientes de aire que azotaban oblicuamente las laderas de los montes y aumentaban el hervor de los abismales cañones obligaron al giroplano a volar en forma circular en torno de ellos.
Bien tapado el motor, sólo las aletas móviles dejaban escapar un débil gemido.
Para vigilar con ventaja el terreno que tenía debajo Doc hizo funcionar unos grandes anteojos amplificadores montados sobre una armadura a propósito.
Este instrumento afectaba la forma de un «sport-ocular».
—¡Éste es el valle que inundará el dique, una vez construido! —exclamó, súbitamente, Renny.
Aunque su partida de Nueva York había sido precipitada, Doc y sus hombres habían podido adquirir ciertos detalles referentes a la construcción del dique por la «Mountain Desert Construction Company».
La compra de unos periódicos de la época de la propaganda de la empresa les facultó suficiente información.
EL valle que había de ser inundado tenía varias millas de ancho y unas cuantas veces más esta cantidad de largo. Indudablemente, aquel valle había formado, hacía siglos, el lecho de un vasto lago natural circundado por las montañas de la región.
Las aguas se habían filtrado, desapareciendo, por una cortadura que formaba un hondo canal a través de las montañas.
Aquel canal, amurallado y cortado a pico, no era otro que el Cañón de la Calavera Roja. La construcción del dique a la entrada del Cañón suponía la vuelta del valle a una reproducción, aunque en miniatura, del gran lago que antes existiera allí.
La electricidad generada por el dique se proyectaba venderla a las ciudades e industrias eléctricas de Arizona, California y otros Estados.
Doc hizo girar su vehículo aéreo hacia la boca del cañón. Las movedizas nubes que interceptaban la luz de la luna hacían que la iluminación de ésta fuese desmayada.
Los grandes farallones, además, alzaban hacia el cielo muros de sólida piedra que aún dificultaban más la visión perfecta. Aquí y allá se erguían graníticas figuras algo semejantes a monumentales agujas de catedrales gigantes.
La entrada del Cañón de la Calavera Roja bostezaba con su enorme bocaza abierta. Allá en el fondo de la hondonada veíanse dobles hileras de luces eléctricas.
Nubes, tierra y polvo envolvían como un vaho los focos luminosos. El río de la Calavera Roja, detenido por la ataguía y derivado hacia el interior de un túnel, semejaba una descomunal serpiente bronceada.
—¡El dique está a punto de terminarse! —afirmó Renny, que por su parte había dirigido personalmente no pocas construcciones semejantes—. ¡Están llevando a cabo los trabajos complementarios!
Doc detuvo la marcha del giroplano en el interior de una nube. Había estado volando hacia el Norte, al darse cuenta de que el viento arrastraba las nubes hacia el Sur.
Sin grandes esfuerzos logró mantenerse con el aparato dentro de la nube.
De tanto en tanto descendía algo para observar el terreno desde menor altura y con más precisión.
Pasaban ahora por encima del bullicioso escenario de las obras del dique.
A sus pies se abría el Cañón. Era una hendidura de piedra de tremenda profundidad.
Los rayos de la luna, filtrándose a través de los intersticios de las nubes, entraban sesgados en su interior, como si pretendiesen en un esfuerzo desesperado llegar hasta las aguas del río, que eran su sangre vital, pero el lecho de aquél continuaba oculto en las profundas tinieblas.
Doc descendía con más frecuencia hacia el borde inferior de la nube. Sus miradas correteaban atentamente, buscando algo que le indicase el cubil de sus enemigos.
—Ésta es la formación rocosa que ha dado nombre al río y al cañón —dijo Renny, en un momento determinado del vuelo. Mirando con fijeza pudo distinguirlo con bastante claridad. Era una gran protuberancia de piedras de aspecto monstruoso que sobresalía en la extremidad del Cañón.
Aquella roca ingente tenía una sorprendente semejanza con una enorme calavera humana. Su color era rojizo pálido, contrastando con el tono más oscuro de las rocas que la circundaban.
Aquel signo terrorífico a la entrada del Cañón parecía un presagio de peligro y de muerte.
El giroplano continuaba volando millas y millas.
—¡Ya hemos llegado! ¡Es allí! —dijo Doc.
Sus ojos penetrantes habían distinguido cuatro puntitos de luz, como cabezas de alfiler, formando un rectángulo alargado. A una elevación aproximada de una milla Doc guió su avión hacia una nube.
Púsose uno de los paracaídas y entregó los mandos a Renny.
En torno a su cinturón ciñóse un ancho cinturón en el cual estaban fijas unas cajas algo voluminosas.
No hubo entre ellos, como podría suponerse, despedida dramática, aunque ambos estaban convencidos de que Doc corría en aquellos momentos un peligro de muerte.
Sólo el dar el salto suponía un riesgo incalculable, ya que las probabilidades de aterrizar sin daño en aquellos parajes no dejaban de ser algo limitadas.
—¡Reúnete con los otros y espera órdenes! —dijo Doc, a tiempo de lanzarse al vacío.
Mientras caía zumbaba el aire en sus oídos. Empezó a girar sobre sí mismo vertiginosamente pero con una proyección hacia adelante de ambas piernas, detuvo el movimiento de vértigo.
La monstruosa hendedura del cañón parecía lanzar hacia lo alto las quijadas abiertas para engullirlo. Sin embargo, no tiró de la cuerda que había de abrir el aparato y continuó el descenso a una velocidad acelerada.
No quería exponerse a las sacudidas de las corrientes de aire que le hubieran arrastrado bastante lejos del punto escogido de antemano para tomar tierra.
La oscuridad aumentaba por momentos.
A sus pies, las cuatro luces indicadoras empezaron a apartarse unas de otras como si las empujase una mano invisible.
Era indudable que servían de guión de los límites de un campo de aterrizaje.
En uno de los extremos de éste apareció de pronto un rojizo resplandor.
Era el reflejo de una hoguera encendida sobre la roca. En el mismo instante en que vio aquella orilla rojiza abrió Doc su paracaídas.
Al abrirse experimentó una sacudida que podía haber lastimado a cualquier otro individuo menos musculoso que él.
Todo iba sucediendo un poco mejor de lo que calculara. El paracaídas se había llenado completamente de aire y el golpe contra la tierra apenas tuvo violencia alguna.
En cuclillas salió de entre los pliegues del aparato.
Escuchó atentamente unos segundos. No percibió señal alguna de alarma.
Era indudable que los hombres que hacían guardia en el campamento no esperaban una visita individual por el aire.
La hoguera que antes distinguiera estaba lo menos a unos cien pies sobre el nivel del campo. Resplandecía fuera del cuadrángulo a uno de los lados del farallón.
Doc dobló cuidadosamente el paracaídas. Una nube había ocultado totalmente la luna y la oscuridad era completa. Doc se dirigió hacia uno de los extremos.
Bajo sus pies sentía una superficie arenosa, indicando que se trataba de un banco de arena a bastante elevación en el cañón. Tal vez en tiempos remotos fuera aquella una de las estribaciones del lecho del río.
AL otro lado del rectángulo formado por las luces y a cierta distancia encontró una quebrada.
Descendió al fondo y se arrastró hasta que tropezó en su camino con un peñasco caído indudablemente de lo alto y que se mantenía sobre el abismo a unos cien pies de altitud, aproximadamente.
De una de las cajas del cinturón sacó varios tubos y botellas y empezó a trabajar con ayuda de una linterna. Lavó cuidadosamente sus manos y su cara con un líquido especial que dio a su piel un tinte pálido y enfermizo.
Una tintura preparada por él dio un color más oscuro a su cabello. Otro líquido purificador podía hacer desaparecer rápidamente los efectos de aquellos tintes.
Terminadas estas operaciones escondió el paracaídas y el cinturón en una grieta del terreno, cubriéndolos con guijarros y tierra. Luego regresó al terreno nivelado en que antes estuviera.
Siguió andando en silencio hacia el lugar donde estaba la hoguera, pero se sorprendió al notar que la roca ascendía normalmente.
Hizo de intento algún ruido e instantáneamente se oyó en lo alto la detonación de un revólver, silbó el proyectil en el aire y una bala fue a hundirse a sus pies en la arena.