Para evitar que los cascotes proyectados por la explosión pudieran romper el vidrio del bastidor que llevaba en las manos lo escondió a medias bajo su americana.
Una niebla sofocante de polvo gris le envolvió durante unos segundos.
Monk y sus amigos le vieron avanzar hacia ellos. El velludo rostro de Monk tornóse lívido al comprobar que Lea Aster no venía con él.
—¿Qué has encontrado, Doc?
—¡No hay nadie en la plaza!
—¿Pero, qué fue lo que produjo esa explosión?
—He dejado una carretilla detrás de mí.
Monk lanzó un bufido.
—¡Una carretilla no puede haber producido una explosión como ésa!
—Y no lo hizo —explicó Doc—. La carretilla no hizo más que mover el reloj de pulsera de tu secretaria, que estaba tirado en el suelo. Dos alambres diminutos, demasiado finos para ser observados a simple vista, estaban conectados al reloj, y al explotar la carretilla y separar los conductores, determinó la explosión de una bomba colocada en el sótano.
—¡Entonces era una trampa! —gruñó Monk.
—¡Desde luego!
Los cinco ayudantes miraban, extrañados, el marco de ventanas de que era portador Doc y al que tan cuidadosamente procuraba que ningún daño le ocurriese, pero no les dio tiempo a que le hicieran ninguna pregunta.
Savage echó a andar deprisa calle abajo hasta encontrar un taxi.
En ruta hacia el cuartel general del rascacielos de Broadway, fue un poco más explícito acerca de lo que había visto en el edificio deshabitado.
—Buttons y sus secuaces abandonaron el edificio llevándose a la muchacha, probablemente pocos minutos después de hacerla caer en el lazo preparado de antemano de avistarnos por teléfono de su secuestro —terminó Doc.
Llegados a su oficina, Doc colocó el bastidor sobre la mesa adornada de incrustaciones y se dirigió luego al laboratorio.
Segundos después regresó llevando en las manos algo que se parecía a una gran cámara oscura.
Monk miró el mecanismo y luego el cristal.
—¡Oh, oh! —murmuró—. ¡Ya comprendo!
Corrió Doc las cortinas de la ventana produciendo la oscuridad en la estancia y enchufó en un portalámparas un flexible que partía de la cámara oscura.
Hecho todo, enfocó el objetivo sobre el cristal empolvado.
En donde un segundo antes no podía verse más que polvo aparecieron súbitamente y de un modo misterioso unas letras azules fosforescentes.
Parecía como si se hubiese operado una magia fantástica.
Para los amigos de Doc el secreto de aquella aparente fantasmagoría era de sobras conocido. La cámara oscura proyectaba unos rayos ultravioletas invisibles. Bajo el efecto de estos rayos determinadas sustancias resplandecían o se hacían fosforescentes.
Capitalizando sobre esta última cualidad, Doc había fabricado una tiza con la que podían escribirse letras invisibles en apariencia, pero que tomaban vida adquiriendo un tono azul bajo el influjo de los rayos ultravioletas.
Todos los que trabajaban a las órdenes de Doc llevaban siempre consigo trozos de esta tiza, elaborada en formas diversas, incluso afectando la apariencia de botones.
Era indudablemente con uno de estos últimos, cosido a sus vestidos, con el que la secretaria de Monk había escrito un mensaje sobre el cristal.
Doc y sus hombres, inclinados sobre éste, no tardaron en leer dicho mensaje. Se notaba que había sido escrito apresuradamente, pero como Lea Aster era una calígrafa expertísima la escritura era perfectamente legible.
Decía así:
Espero que hallará este mensaje, señor Doc Savage. He aquí lo que he oído por casualidad:
Mis captores trabajan a las órdenes de un individuo de Arizona. Tienen un escondite secreto en la parte exterior del Cañón de la Calavera Roja, en Arizona. Este lugar, que indican cuatro potentes luces por la noche, está situado varias millas río abajo de la enorme roca roja en forma de calavera, de donde ha tomado el nombre el cañón. Oí cómo lo explicaban a uno de sus compinches, llamado Whitey, donde está situado. Whitey intenta, evidentemente, llevarlos en aeroplano y piensan adquirirlo en el aeropuerto de Star.
Les oí también hablar de la «Mountain Desert Construction Company» y de tres hombres llamados Nate Raff, Richard \1 y Ossip Keller, pero sí que amenazan varios peligros a uno o más de estos tres hombres. Pero los documentos de que yo me apoderé…
El escrito terminaba aquí bruscamente. Doc apartó la cámara de los rayos ultravioleta y el cristal empolvado recobró su primitivo aspecto, borrándose en el acto toda huella de escritura.
—¡Propongo que votemos la concesión de una medalla especial para mi secretaria! —gritó Monk, entusiasmado—. ¡Nos ha dado una pista segura para llegar al escondite secreto de la cuadrilla!
—Además de esto ha puesto en claro la relación que existe entre la «Mountain Desert Construction Company» y nuestro enemigo —añadió Doc.
En el remate del rascacielos vecino, desde donde, como sabemos, podía verse la oficina de Doc Savage, Buttons Zortell se escondió precipitadamente tras el telescopio niquelado por el que había estado atisbando largo rato.
El movimiento había sido instintivo, antes de comprobar de que a la distancia en que se hallaba estaba demasiado lejos para que pudieran distinguirle.
Buttons, no atreviéndose a permanecer en la vecindad del edificio en que colocara la bomba, se dirigió a la torre del rascacielos, desde donde calculó que no tardaría en enterarse del resultado de su odiosa trama.
La aparición de Doc y de sus compañeros le produjo el efecto que es de suponer. Tras los primeros transportes de rabia ciega, se apoderó de él un desasosiego infinito.
—¡Maldición! —aulló, como un poseso—. ¿Cómo no daría esa bomba en el blanco y cómo conseguirían escaparse?
—Tal vez una rata arrastró el reloj y produjo la explosión de la bomba —sugirió uno de los hombres de Buttons que le había acompañado hasta el observatorio.
—¡Como si fuera un trozo de tocino! ¿Verdad? —refunfuñó Buttons, descompuesto—. Lo de menos es cómo sucedió. ¡Lo único cierto es que otra vez ha fallado nuestro plan! ¡Maldita sea!…
—¡No creo que al amo le guste mucho esto!
—¡Ni a mí tampoco! —refunfuñó Buttons, descompuesto—. ¿Crees que estoy muy satisfecho? Hemos hecho cuanto podíamos, ¿no es eso?
—El patrón nos dijo que nos fuéramos de la ciudad si fallaba lo de la bomba —le recordó su compañero.
—¡Y vamos a hacerlo sin pensarlo más! —murmuró Buttons, receloso—. ¡Detrás de los riscos de la Calavera Roja soy capaz de desafiar a un regimiento!
—¿Y qué vamos a hacer con la muchacha?
—La llevaremos con nosotros… por supuesto.
Y sin cambiar más palabras se dirigieron hacia la escalera para tomar el ascensor.
Monk nada había podido observar de lo que ocurría en la torre del rascacielos frontero al suyo. Al cabo de un rato de ensimismamiento volvióse hacia sus compañeros y murmuró con voz opaca:
—Me gustaría saber qué hay detrás de todo esto… De las últimas palabras del mensaje de mi secretaria deduzco que iba a decirnos lo que contenían los documentos que le sacó a Button. La deben haber interrumpido cuando escribía.
Doc, que hojeaba un listín de teléfonos, no alzó siquiera la cabeza al oír estas palabras.
—¿Qué estás buscando, Doc? —preguntó Ham.
—Miss Aster dice que la cuadrilla trata de comprar un aeroplano en el aeropuerto de Star.
—¡Hum! —murmuró Monk—. ¡Yo he pasado más de una vez por encima de ese rincón!
Doc encontró al fin lo que buscaba y pidió comunicación con el aeropuerto sin obtener contestación alguna a su llamada. Repetida ésta, con idéntico resultado negativo, dijo:
—El aeródromo no está lejos. Vamos allá.
Guardaba Doc Savage varios automóviles en un garaje especial situado en el sótano del gigantesco edificio. Fuera de los empleados del rascacielos pocas personas conocían la existencia de tal garaje.
Un gran ascensor llevaba los automóviles a la misma calle.
Doc escogió un coche de turismo de un tamaño regular y de un color ordinario e indiscernible.
Aunque no parecía poseer ninguna cualidad que sobresaliese de lo corriente a los ojos de un observador, el chasis del vehículo era de una resistencia poco común y el motor desarrollaba con exceso una fuerza de doscientos caballos.
Ya en su interior, partió el auto velozmente, cruzando por sobre uno de los puentes que dan acceso a Manhattan y de allí a un bullicioso bulevar.
En menos de media hora Doc llevó el coche hasta el aeropuerto de Star.
Miraron a todas partes sin ver alma viviente, pero en el interior de la oficina encontraron a un hombre sin sentido.
Observaron inmediatamente que aquel hombre había recibido un golpe violento en la sien. Tardó Doc unos minutos en volverle a la vida y el lesionado le contó así lo ocurrido:
—Soy el gerente del aeropuerto —murmuró, medio emocionado aún—; he vendido a unos individuos un aeroplano… un ocho plazas. Es un monoplano pintado de verde, con un solo motor.
—¿Quién le golpeó a usted?
—Uno de esos tipos a los que vendí el aparato. Se han ido volando hace veinte minutos. Llevaban a la fuerza a una joven con ellos. Era una rubia como un melocotón —añadió, admirado—. Vi que la joven estaba intranquila y se resistía y traté de intervenir. Fue entonces cuando uno de aquellos energúmenos me golpeó con un revólver del tamaño de un cañón.
Doc y sus hombres cambiaron entre sí una mirada. ¡Se llevan a Lea Aster! —murmuró Monk, con desesperación—. ¡Apostaría cualquier cosa a que se dirigen a Arizona!
—¡Venid! —dijo Doc.
Se dirigieron rápidamente al coche de turismo. Puesto el motor en marcha, pisó Doc el acelerador y partió el auto como una centella.
—¿Supongo que iremos a Arizona? —preguntó, esperanzado, Monk.
—¡Tú acabas de decirlo! —contestó Doc, ceñudo.