El piloto hizo picar al aparato, una maniobra impresionante que podía ocasionarle la rotura del timón, para aminorar la fuerza del aire.
El avión pasó rozando un montecillo verde y a poco las dos ruedas y la cola resbalaron en un perfecto aterrizaje.
Impulsado aún por la velocidad adquirida, el aparato bordeó el canalizo.
Bandy se sintió volver a la vida. Se hallaba en su elemento: la tierra. Pensó primero en saltar de su refugio y emprender una carrera loca para ocultarse, pero desechó la idea por demasiado arriesgada.
Los asesinos dispararían sobre él.
Guardando el equilibrio admirablemente, corrió a lo largo del ala y de un brinco prodigioso fue a posarse sobre la espalda de Whitey, que se hallaba en la carlinga de control del aeroplano.
—¿Conque me habías tendido un lazo, eh? —silbó entre dientes a tiempo que lanzaba un puñetazo por entre los brazos del piloto puesto en pie a la defensiva.
El golpe dio ruidosamente contra la sien de su enemigo, que lanzó un gemido de dolor.
La angustia hizo que sus ojos se desorbitasen, y se llevó ambas manos al cuello en un ademán de protección.
Bandy se arrojó sobre él golpeándole con furia y Whitey empezó a temblar manoteando como el hombre que está al borde del knok-out.
En aquel momento pasó rozando la cabeza de Bandy una bala de uno de los 30-30 con un sonido semejante al de una cuerda de guitarra que se quiebra.
Los cinco emboscados corrían hacia el avión.
Bandy cogió entre sus brazos el inerte cuerpo de Whitey y lo arrojó fuera del aparato.
Sabía cuál era la palanca que aceleraría el motor y la abrió de par en par.
La maniobra dio sus resultados.
Seguían chocando las balas contra el fuselaje. Bandy se zambulló en el interior de la carlinga, que apenas si le ofrecía un mediano abrigo, pero una de las balas fue a estrellarse en el parabrisas y los trozos de cristal le cortaron la cara.
EL avión dio un brinco como una cabra y Bandy se apresuró a cerrar la palanca, pues en modo alguno quería abandonar la tierra. El aeroplano se desvió hacia un lado obedeciendo a su impetuoso mandato y Bandy vio alzarse ante él varios árboles.
Instintivamente se tapó la cara con las manos.
Iba a producirse el choque de un momento a otro. Giró el avión sobre sí mismo.
Una de las alas había chocado con un árbol y el pájaro de hierro, hincando el pico perezosamente, desenterró una nube de hierba y tierra negruzca.
Se oyó un último ronquido de agonía, crujió agriamente el armazón y un momento después el aparato quedó inmóvil para siempre, con las ruedas hacia arriba.
Bandy salió violentamente despedido de la carlinga. No tenía heridas de importancia.
Más de una vez un potro salvaje apeándole por las orejas le había dado peores sacudidas. Se levantó apresuradamente y echó a correr.
Los árboles iban espesándose en el bosquecillo en que se refugiara y las balas rasparon la corteza de algunos de ellos silbando entre las ramas una canción harto desagradable.
Las voces de sus perseguidores llegaron distintamente a sus oídos:
—¡Corred, gandules! ¡No podemos dejar que se nos escape así ese hombre!
Bandy bisbiseó sorprendido: —¡Hum!… ¡Ese bergante es Buttons Zortell!
¡Estaba trabajando allí como simple ajustador hace dos semanas!
Un tropezón dado contra un árbol cortó en seco sus rememoraciones.
Siguió corriendo, pero con mayores precauciones y procurando no hacer ruido alguno, aunque era demasiado perniabierto; carecía de la agilidad necesaria para aquellos trotes, y tropezaba a cada paso ruidosamente en los arbustos.
De pronto se alzó ante él una cerca de alambre trenzado del que sobresalían agudas puntas. Cayó sobre uno de los hilos y se dejó entre las púas un jirón de su chaqueta.
Ante sus ojos medio cerrados vio aparecer en un terreno de pasturaje un cobertizo rústico.
Aquello le pareció un refugio seguro, de momento al menos, y el patituerto hombrecillo corrió desesperadamente a campo abierto unas cien o ciento cincuenta yardas.
Una bala vino a surcar la hierba en un gran trecho y el estampido de las detonaciones sonaba de una manera estruendosa a sus espaldas.
Bandy siguió corriendo cabeceando alternativamente a derecha e izquierda, presentando de este modo un difícil blanco. Por fin llegó al cobertizo y pegado a la pared de éste empezó a andar en cuclillas buscando una abertura.
De pronto llegó a sus oídos un furioso pataleo, mezclado con los resoplidos inconfundibles de varios animales.
—¡Caballos! —exclamó con júbilo y, habiendo llegado a la puerta, se precipitó por ella como un loco.
El cobertizo, que no era otra cosa que un establo, contenía varios caballos.
Estaban ensillados y eran zanquilargos y garbosos.
Bandy se precipitó al ronzal del caballo más cercano. Una simple torsión deshizo el nudo que le sujetaba al pesebre.
Montó diestramente y se dispuso a emprender de nuevo la huida.
Cuatro ronzales colgaban de una estanquilla junto a la puerta. Bandy los agarró al paso y saliendo al exterior se lanzó al galope.
A pocos metros de distancia se alzaba una valla de piedra. Bandy taloneó furiosamente al animal preparándolo para el salto que aquél salvó con limpieza. Una nueva descarga de los rifles tableteó cerca del fugitivo.
Buttons y sus hombres habían rodeado el cobertizo.
Sin detenerse a montar los caballos, siguieron corriendo tras de su presa.
EL hombrecillo rechoncho se halló galopando a través de un campo de avena. El grano amarilleando en sazón subía hasta sus piernas colgantes.
Hacia el medio del campo corría una pequeña barranca y en ella crecían diseminados varios árboles. Las balas rasgaban su follaje.
A unos cuantos pies de distancia del abrigo de los árboles, Bandy se dejó caer hacia un lado del caballo fingiendo estar herido.
Guió al animal hacia el bosquecillo y una vez que estuvo resguardado por él y sin temor a ser visto por sus perseguidores, trabajó con gran actividad.
Con la cuerda de los cuatro ronzales que se apoderó al salir del establo, hizo una especie de collar en torno al cuello de su montura y partiendo de éste dejó dos cabos largos a cuyos extremos sujetó su chaqueta destrozada formando una galga.
Se sentó sobre ella y hostigó al animal. El caballo galopó a lo largo del campo de avena llevándole a rastras.
Era un viejo truco de los indios el que estaba empleando Bandy en aquellos momentos. Agachado cuanto le fue posible sobre la galga, mantuvo la cabeza bajo el nivel de la avena.
Buttons Zortell sorprendió la escena del caballo galopando sin jinete. A la luz vacilante de la luna le fue imposible descubrir la collarada puesta del animal.
—¡Le hemos dado en el ala! —aulló jubilosamente—. ¡Ha caído del penco! ¡Afilad la vista, muchachos! Probablemente estará tumbado en el fondo de esa zanja.
Los cinco hombres empezaron a registrar esperanzados la hondonada.
Cuando al fin el caballo galopante se detuvo ante una cerca de piedra, Bandy abandonó su improvisado trineo. No sin desollarse las manos consiguió trasponer la cerca. Trazando un amplio círculo volvió sobre sus pasos hasta el sendero embaldosado cerca del cual arrojara su cinturón.
Recuperado éste, se apartó del sendero, corriendo con cuanta rapidez le era posible.
—¡Y ahora —iba diciéndose— a ver si logro entrar en contacto con ese Doc Savage!
Buttons Zortell, incapaz de dar con el rastro de su presa, maldecía a sus hombres, a él mismo, a la luz de la luna y a cuanto acudía a su memoria.
El animal, abandonado por su jinete y asustado por los alaridos de los perseguidores, seguía galopando por el campo de avena.
Súbitamente descubrió Buttons la collarada formada por los ronzales y las dos cuerdas arrastrando detrás del animal.
AL verlo soltó un alarido de rabia semejante al aullido de un coyote.
—¡Ese condenado enano patituerto nos ha estado tomando el pelo!
—¡Ya le dije a usted que era un mal bicho! —gruñó uno de los hombres.
—¡Todavía no estamos vencidos! ¡A ver si podemos encontrarlo!
Procedieron sobre la marcha a una intensa rebusca. Hallaron, si, el sitio en donde Bandy había abandonado su «carruaje» improvisado… ¡pero eso fue todo!
—¡Vamos! —ordenó Buttons—. Tengo otro plan y vamos a ponerlo en práctica desde este mismo instante. Algo puede considerarse como seguro después de esta caza…
—¿Y qué hacemos de mi avión? —murmuró Whitey, inquieto—. Pueden hallarlo fácilmente y los números de la matrícula bastarán para identificarlo.
Buttons no tardó en hallar la solución a este problema.
—¡Lo quemaremos!
Hallaron el desvencijado aparato empapado ya en la gasolina que había ido filtrándose por una enorme grieta abierta en el tanque.
Una cerilla encendida arrojada desde una distancia prudente, bastó para convertirlo en una hoguera gigantesca.
Los seis hombres corrieron hacia un automóvil que tenían oculto en un cobertizo cerca del club de golf.
Hasta que el coche no estuvo lejos del campo, la cuadrilla entera permaneció en silencio.
—¿Dónde vamos, Buttons? —preguntó uno al fin.
—Bandy intenta aproximarse a un hombre llamado Doc Savage. Nos adelantaremos a él.
—¡Truenos! ¿Cómo lo has sabido?
—El gran patrón me lo dijo antes de salir de Arizona. Yo y él escuchamos por la rendija de una choza de troncos, cuando Bandy estaba recibiendo órdenes. A Bandy le enviaban al Este para solicitar la ayuda de Doc Savage, y lleva para él una carta y un fajo de papeles en su cinto. Tenemos que apoderarnos de Bandy y de su cinto antes de que vea a Doc Savage.
—¿Cómo?
—¡Yo os lo explicaré!…El rayo de luz de los faros flameaba incesantemente delante del coche. Los insectos nocturnos parecían a la vista diminutos papelillos agitándose en el blanco resplandor.
Uno de los hombres preguntó: —¿Quién es ese Doc Savage?
—Te diré todo lo que sé acerca de él —contestó Buttons, ceñudo—. El patrón no lo ha visto jamás y, sin embargo, se asusta al solo nombre de ese sujeto.
—¡El patrón… asustado! —bufó incrédulamente el preguntón—. ¡Con una organización como la que tiene el amo, no debe asustarse de nadie!
—¡Pues lo está! Hasta el punto de concentrar toda su atención a impedir que Doc Savage llegue a mezclarse en sus negocios.
Buttons, que era quien conducía, tomó en aquel momento un viraje muy pronunciado, lo que hizo que se cortase la conversación.
—No sé por qué le reprocho eso al patrón. Yo mismo, cuando llegamos a Nueva York, me apresuré a adquirir unos periódicos y en ellos encontré informes sobre ese Doc Savage. ¡Y pienso que son bastante completos! AL principio creí que me estaban tomando el pelo. Pero compré otros y decían exactamente lo mismo.
—Aún ahora me pregunto si los periódicos no se burlaban de mí —continuó—. Un hombre no puede ser todo lo que dicen que es Doc Savage. Según ellos, es el más grande cirujano del mundo, así como el ingeniero más notable, el mayor químico y el más experto electricista. ¡Demonio! ¡De hacerles caso a ellos nadie puede hacer nada mejor que él! Y yo os pregunto ahora: ¿No será todo esto un cuento chino?
Los oyentes parpadeaban y cambiaron entre sí miradas de estupor. No sabían qué pensar.
—Conseguí conocer la historia de la vida de Doc Savage. Su papaíto lo educó desde la niñez para hacer de él un superhombre. La idea del viejo era ajustara Doc para lo que los periódicos llaman un «goal in life». Yo infiero que la meta de ese hombre es husmear la caza y huronear en los negocios de los demás. Si un hombre se encuentra en un aprieto, puede recurrir a él, en la seguridad que le ayudará sin admitir proposiciones de pago.
—Doc Savage tiene cinco amigos, que trabajan con él. Son todos ellos especialistas en varios ramos. Uno es químico; otro, ingeniero; otro, electricista; otro, arqueólogo, y el último, un picapleitos. Me enteré de sus nombres, de que se parecen mucho y sé dónde viven. Los mismos informes he conseguido sobre ese Savage.
—Sabiendo todo lo que a ellos se refiere, sabremos defendernos.
—Desde luego. Eso está ya resuelto. Tendremos que ir contra la cuadrilla entera, si Bandy Stevens logra llegar hasta ellos. Compré un periódico atrasado y recorté de él sus retratos.
Buttons, que conducía el coche, esperó a hallarse en un trozo largo de carretera en línea recta para sacar de uno de los bolsillos interiores de su americana un recorte de periódico que alargó a los otros.
El recorte en cuestión era reproducción de un grupo de seis encopetados personajes ataviados con frac y sombrero de copa.
Buttons señaló con el dedo al tipo más notable del grupo y dijo:
—Éste es Doc Savage.
Sus compañeros clavaron los ojos en él. Experimentaron una profunda impresión al comprobar que aquél de quien estaban hablando no podía ser considerado como un personaje vulgar.
Aunque el vago tinte del grabado disimulaba un tanto su aspecto imponente de energía y poder, no por eso dejaba de ser digna de admiración la gigantesca figura de Doc Savage.
—¡Este hombre no quiere a su lado nadie superior a él! —murmuró uno.
—¡Mira a los que están con él! —balbuceó otro—. ¡El que está más cerca de su patrón, es tan terrible como él! ¡Pues, y el tipo ése de gorila! ¡Figuraos lo que sería una reunión de estos tipos en un cañón oscuro!
Los hombres parecían un tanto atónitos y movían sus manos nerviosamente.
—¡Por los cuernos del diablo! —dijo uno de ellos con manifiesta inquietud.
—¡Esa gente no es vulgar!
Buttons rió demasiado ruidosamente para que su risa fuera sincera:
—¡Con esa propaganda vais a dejar que esos tipos os hagan correr como cabras!
Poco más hablaron después de estas palabras. EL coche había entrado en Nueva York y el guiarlo por sus calles, cosa a que no estaba acostumbrado, requería toda la atención de Buttons.
Debido a lo avanzado de la hora el tráfico era entonces escaso.
Llegados a Broadway, Buttons siguió a lo largo de esta vía. Se detuvieron ante un destartalado hotel, donde él y sus hombres habían encargado habitaciones.
Buttons entró en aquélla hospedería, que más tenía el aspecto de una posada, y reapareció pocos minutos después llevando una especie de caja-baúl, como las que usan los marineros para guardar sus enseres.
En uno de los extremos del baúl podía verse una abertura cerrada por un enrejado metálico. A través de ella se oían rascaduras y gruñidos.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó uno de la pandilla—. Me gustaría saber para qué lo traes y…
—¡Espérate y te lo diré! —le interrumpió Buttons.
Miró en torno para cerciorarse de que no había cerca ningún importuno, e inclinándose luego, murmuró en voz queda:
—¡El gran patrón sabía que podíamos tener necesidad de hacer algo en silencio y por eso, antes de que partiéramos para el Este, me dio un instrumento para que trabajáramos con él!
—¿Qué quieres decir?
Buttons le miró de soslayo con suficiencia, y golpeó con la mano en la caja de donde provenía el ruido.
—Ésta es una de las pocas cosas que me entregó el viejo. ¡Lo que hay en este baúl dejará a Bandy Stevens sin saliva en menos que canta un gallo!
—Hará el trabajo por sí solo si antes no tenemos nosotros la suerte de atrapar a ese macaco.
Ya en el coche, Buttons lo condujo ciudad abajo. Lo dirigió hacia uno de los rascacielos más altos de Nueva York, una construcción monumental, en cuyo piso 86 estaba instalado lo que pudiéramos llamar el cuartel general de Doc Savage.