Cinco hombres atravesaban corriendo el campo de golf del Widebrook Country Club. Se mantenían en un grupo compacto y por su aspecto parecían animados de una siniestra resolución.
Cada uno de ellos era portador de una bolsa de golf cerrada.
Era cerca de la medianoche. La luna iluminaba el desierto campo, haciendo centellear la arena y recortarse sobre su fondo el contorno de los macizos de verdura.
Los cinco hombres no sacaron las mazas de sus bolsas de golf.
Ninguno de ellos tenía trazas de dedicarse habitualmente a ese juego.
Tenían manos callosas, cuellos rectos y facciones duras e insensibles. Su epidermis, excesivamente morena y sus ojos, ofrecían ese peculiar estrabismo que revela una vida transcurrida en plena lucha bajo un sol de fuego.
A cualquier observador habría extrañado ver a aquellos hombres cargados con los arreos de golf y aún se hubiera dejado invadir por la alarma al fijarse en sus torvos ademanes.
Pero en aquel desierto y a aquellas horas no había observadores.
El Widebrook era uno de los parajes de los alrededores de Nueva York, preferidos por la elite de la gran ciudad.
Durante el día jugaban en él los mimados de la fortuna. De noche, sólo quedaba allí el conserje.
Este único habitante yacía en aquel momento encerrado en una de las casetas del Club.
Lo habían atado con una de las cuerdas que sirven para tender las mallas de la pista de juego, amordazándolo con una esponja sujeta fuertemente contra la boca por su propia corbata.
Estaba, además, sin sentido, a consecuencia de un formidable golpe que le asestaron por la espalda. Ni siquiera vio a sus asaltantes.
—Daos prisa —dijo con viveza el que parecía jefe de aquellos tipos—. ¡No acabaremos en toda la noche!
El que así hablaba era poseedor de dos extrañas cicatrices, una en cada mejilla. Parecían como dos botones grises cosidos a ellas. Su rostro era moreno y coriáceo y por las huellas que ostentaba, se comprendía que alguien disparara una perdigonada sobre él en tiempos pasados.
Era más corpulento que sus compañeros, aun cuando su peso debía quedar algo por debajo de las doscientas libras y llevaba su corpulencia con agilidad de un atleta.
El grupo siguió andando en silencio, apretando cada uno contra su cuerpo la bolsa de golf, como queriendo evitar que el ruido de los mazos al chocar entre sí delatase su presencia. Luego, a una voz del jefe, se detuvieron.
—Éste debe ser el lugar —dijo éste en voz baja.
—¿Está usted seguro de ello, Buttons? —preguntó uno.
—¡Baja el pito! —la zorruna sonrisa del llamado «Botones» hizo correrse sus extrañas cicatrices hasta las orejas—. El telegrama de Whitey dice que estaría en el agujero número seis del campo de golf. Whitey acostumbra volar por los alrededores de Nueva York y conoce perfectamente este lugar. El hombre que había hablado antes paseó una mirada inquisitiva en torno.
—¡No veo el número! —masculló al fin.
—¡Porque no miras a donde debes mirar, diablo! ¿No has jugado nunca al golf?
—Nunca… y creo que los dos estamos en el mismo caso. No me entra en la cabeza que un hombre cabal pierda el tiempo en este corral de vacas.
—¡Cállate! Ése es el sexto agujero. El número está en el interior de esa caja blanca que se ve tumbada ahí. Métete a rastras en esa trampa de arena.
—¿Quieres decir en ese agujero lleno de arena? ¿Y a esto le llaman una trampa?
—¡Menos palabras y adentro! —gritó Buttons.
Obedeció el hombre. Con ambas manos, apresuradamente, excavó una zanja lo bastante grande para que en ella cupiese su cuerpo.
Hecho esto levantó la tapa de su bolsa de golf y sacó de ella una deteriorada carabina de 30-30, así como un rudimentario revólver de seis tiros y calibre 45.
Metió éste en su camisa y se tendió cara al cielo en la zanja que él mismo había cavado, hecho lo cual, colocó la carabina sobre su pecho tapando con la chaqueta el mecanismo del arma, para protegerlo de la arena.
Buttons extrajo de uno de sus bolsillos una gran hoja de papel de envolver, color moreno pálido, rasgó un trozo de tamaño regular, hizo en él unos agujeros a la distancia de los ojos de una persona, otro para la boca, un poco más abajo, y colocó esta improvisada careta sobre el rostro del hombre tendido en la zanja.
Hecho esto, procedió a cubrir totalmente con arena el cuerpo de su compañero, dejando únicamente al descubierto la parte de la careta en que hiciera los agujeros. Terminada la tarea, retrocedió unos pasos para apreciar lo acabado de su obra.
Estaba satisfecho. EL papel de envolver se confundía enteramente con la arena.
—¡Magnífico! Cualquiera andaría sobre ti sin sospechar que tenía un hombre debajo. ¿Sabes para qué estás ahí?
—¡Claro! —gruñó el enterrado en vida—. Estoy aquí para dispararme como una bala y atrapar a Bandy Stevens.
—Pero no tires sobre él a menos que nosotros no lleguemos a tiempo.
—¡Clávate eso en el melón! Creo que nosotros conseguiremos detener a Bandy. El telegrama de Whitey dice que Stevens metió algo voluminoso en el cinto que lleva a la cintura con el dinero, y necesitamos saber qué es. Además es indispensable que apresemos vivo a Bandy para poder hacerle algunas preguntas.
—¡Bandy Stevens es un mal bicho! ¡No olvidéis eso! —dijo el enterrado a través de la máscara—. Además, está sobre aviso y dispuesto a cualquier trastada, desde que Whitey intentó matarlo en Phoenix y erró el tiro.
—Él no sospecha de Whitey, según asegura éste en su telegrama.
—De todos modos, Bandy es un veneno.
—¡Vamos! Mejor será que nos apostemos en sitio seguro —dijo Buttons.
AL extremo opuesto del canalizo quedó otro hombre oculto en otra trampa de arena.
Dos más se escondieron en idéntica forma cerca del sexto agujero de golf.
Cada hombre, antes de ser enterrado, sacó de su bolsa de juego las armas necesarias.
Terminada aquélla su extraña tarea de enterrador, y tras de haber dejado escondidos a todos sus secuaces, Buttons recogió todas las bolsas y fue a colgarlas entre las ramas de un árbol situado a una distancia conveniente.
Luego, a su vez, buscó refugio entre el follaje.
Reinaba un silencio absoluto en el campo de golf. Allá a lo lejos se oían roncar los automóviles sobre un camino vecinal.
La brisa nocturna movía intermitentemente las hojas del árbol en que estaba escondido Buttons.
De una madriguera brincó un conejillo, y se acercó a saltitos para ir a ramonear la hierba fresca de uno de los agujeros de golf.
Los hombres ocultos en las zanjas parecían invisibles, conservando la paciente inmovilidad de los animales salvajes en acecho de sus víctimas.
Tenían dominio de sus nervios, y no hacían el más leve movimiento. Cada uno de ellos, sin embargo, aguzaba el oído en espera de percibir un ruido cualquiera hecho por aquél a quien aguardaban.
Buttons fue el primero en oírlo. ¡Un zumbido metálico, como de un mosquito, se oyó a lo lejos!
El ruido fue haciéndose cada vez más fuerte, convirtiéndose en un ronquido poderoso.
Descendiendo a la luz de la luna giró un aeroplano. Era un biplano de dos plazas, pintado de amarillo y un tanto usado.
El potente motor radial dejó oír unos estampidos lentos cuando el aparato empezó a volar sobre el campo de golf.
Los ocupantes del avión buscaron insistentemente un lugar donde aterrizar.
El piloto era un hombre alto, fibroso, de rostro severo. Había en sus facciones algo distintivo: las cejas y el pequeño bigote parecían de algodón.
El pasajero, que ocupaba el asiento en la parte anterior de la carlinga, era un tipo rechoncho.
Su piel, curtida por el sol, aparecía coloreada intensamente en aquellos espacios que el casco no defendiera del vendaval que levantaba la hélice del aparato.
Su mirada se adivinaba fría tras el cristal de los anteojos, su enorme mandíbula escapaba poderosa del barboquejo del casco. Era extremadamente patituerto.
—¡Whitey! —vociferó a su piloto—. ¿Está seguro de que hay espacio bastante para que pueda galopar este potro cerril de los aires?
—Terreno en abundancia, Bandy. Ya le he dicho que lo he empleado para guarecerme de la tormenta al volver de Nueva York. Asenté perfectamente en tierra mi cacharro en este mismo campo de golf un día en que mi motor falló.
EL piloto de las cejas y el bigote blancos planeó preparándose para aterrizar.
—¡Trace otro círculo! —le gritó Bandy—. Necesito ver algo más por encima la mesa puesta para el banquete. Desde que quisieron matarme en Phoenix, me parece que hay alguien empeñado en que yo no llegue a Nueva York. Además hay que tener en cuenta que no estamos tomando tierra en un aeropuerto regular.
Metió ambas manos en el interior de la carlinga y a poco las sacó empuñando algo que parecía un par de revólveres. Whitey, a la vista de las armas, no pudo ocultar un gesto de contrariedad.
Cuando se ocultó detrás de un hangar en el aeropuerto de Phoenix, donde hicieran alto para aprovisionarse de combustible y víveres, y disparó sobre Bandy, con el propósito deliberado de matarle, fue únicamente la suerte la que le libró de ser descubierto.
Le hubiera gustado saber si Bandy había sospechado la verdad.
Sin embargo, su rechoncho pasajero estaba en aquellos momentos inclinado sobre el borde de la carlinga, interesado nada más que en las condiciones del terreno.
Bajo la luz de la luna, la llanura parecía una imagen refleja que cambiaba fugazmente de color.
El rabo del conejo se alejó presuroso del agujero en donde había estado ramoneando y desapareció en la primera depresión que halló, que resultó ser una de las trampas de arena que ocupaba uno de los componentes de la cuadrilla.
Ya allí, y por el olfato, descubrió la presencia del hombre.
La asociación del olor a escopeta, con el olor de perro, le llenó de terror y el asustadizo animal brincó de la trampa, siguiendo a la inversa el camino que le había llevado a ella.
Bandy observó todos los detalles del incidente, tanto más perceptible, cuanto que el conejo era como el centelleo de una mancha gris sobre el verde lujuriante del canalizo.
Bandy miró recelosamente la trampa de arena. Conocía el instinto de los animales salvajes, y cómo reaccionan ante el peligro.
Era indudable que algo en el hoyo de arena había asustado al conejo.
—Huye de algo que hay oculto en los agujeros de arena. ¡Vuelva atrás! —gritó, dominando el estruendo del motor.
El piloto obedeció. Ignoraba que sus colaboradores estuviesen ocultos allí.
Les había telegrafiado diciéndoles únicamente que aterrizaría con Bandy en el sexto agujero del campo de golf, modo de proceder sugerido por el deseo de Bandy de esquivar los aeropuertos comerciales.
Bandy apuntó uno de sus revólveres al hoyo de arena y disparó sobre él dos veces consecutivas.
Ninguna de las dos balas acertó al hombre que se hallaba oculto allí, pero el que se hallaba en la trampa más cercana creyó que había sido descubierto y, poniéndose en pie de un salto, apuntó a Bandy con su carabina.
Sus tiros pasaron por entre las alas del aeroplano.
Bandy soltó la voz en cuello y regocijado el grito salvaje de los cow-boys:
—¡Yi-i-p, Powder River!
Estaba gozoso porque había descubierto a tiempo la trampa. Como en un aguafuerte vio a distancia, sobre el borde del hoyo, al hombre del rifle.
En el fondo de la carlinga, el piloto refunfuñaba por lo bajo, mientras daba a los mandos un movimiento convulsivo.
El aeroplano giró sobre sí mismo y un momento después volaba en posición invertida. El objeto de la maniobra era lanzar a Bandy a tierra; pero éste, dejando caer los dos revólveres, se asió desesperadamente a los bordes de la carlinga.
Sus dedos vigorosos se aferraron con éxito a aquel único agarradero que se les ofrecía, y se mantuvo a bordo. Pero había perdido las armas.
Los dos ocupantes del aeroplano llevaban paracaídas.
Bandy había venido usando el suyo hasta entonces como almohadón, pero al girar el aeroplano había caído a tierra sin que el hombre pudiera recogerlo.
Con un esfuerzo sobrehumano, que le causó un agudo dolor en los brazos, consiguió girar sobre sí mismo hacia arriba, dentro de la invertida carlinga, hasta que pudo coger el cinturón de seguridad.
El rostro del piloto reflejaba la desesperación. Había palidecido hasta casi igualar su piel al color de las cejas y el bigote.
Hubiera deseado ardientemente estar en posesión de su revólver, que ocultó después de disparar en Phoenix contra Bandy, ante el temor de que éste pudiera verlo y llegar a sospechar la verdad.
El aparato cedía en su vuelo y estaba a punto de chocar con la tierra, aunque el piloto no parecía darse cuenta de ello.
—¡Eh… vamos a estrellarnos! —aulló Bandy.
Whitey vio el peligro. Luchó denodadamente con los mandos y con sólo el espacio indispensable para maniobrar consiguió dar al aparato su posición normal.
Inclinóse Bandy hacia su interlocutor y puso uno de sus fuertes puños bajo las narices del piloto.
—¡Luego usted está de acuerdo con esos lagartos de ahí abajo! ¡Apostaría cualquier cosa a que fue usted quien disparó sobre mí en Phoenix!
Una mirada feroz fue la respuesta del conductor del aeroplano.
Iba recobrando el dominio de sus nervios, porque se decía a sí mismo que Bandy estaba desarmado. Además, el perdido paracaídas le sugirió una idea.
Echándose hacia atrás en la carlinga, como si temiese algo, el piloto se introdujo en el atelaje de su propio paracaídas.
Luego se puso en pie bruscamente e inclinándose sobre el vacío fuera del alcance de Bandy, se preparó para dar un salto.
—¡Suba a una de las alas y manténgase allí o de lo contrario saltaré yo! —ordenó imperiosamente.
Bandy vaciló unos instantes y se agazapó en el hueco de su asiento.
Comprendió que estaba derrotado. No podía manejar el aparato.
—¡Usted gana! —murmuró.
—¡Suba al ala! —repitió, dominando el estruendo del motor. Obedeció Bandy. La maniobra peligrosa de encaramarse y agarrarse a un tirante de alambre no le costó grandes trabajos, pues era un hombre dotado de gran vigor.
Vigilaba atentamente al aviador. En un instante en que su compañero distrajo su atención para dirigir el aparato hacia el campo de golf, Bandy introdujo los dedos bajo la camisa y maniobró diestramente para soltar la hebilla del cinturón de gamuza de que era portador.
Un simple tirón bastaría ahora para sacarlo. Volvióse de espaldas al piloto.
Sacó de un bolsillo de su chaqueta un sobre y un trocito de lápiz. La fuerza del aire estuvo a punto de arrancar de sus manos el sobre; sujetándolo con fuerza contra el pecho, se las arregló para garrapatear sobre él estas palabras:
QUINIENTOS DÓLARES DE GRATIFICACIÓN A QUIEN
ENTREGUE ESTE CINTURÓN A DOC SAVAGE
Miró disimuladamente por encima del hombro. El piloto, en apariencia al menos, no había observado su maniobra.
Estaba inclinado sobre la borda atento únicamente a la difícil tarea de hacer un buen aterrizaje a la luz de la luna.
Doblando el sobre, Bandy lo introdujo en una de las carteras de su cinto.
Iba debilitándose el ruido del motor, haciéndose casi imperceptibles sus explosiones, que apenas si eran las indispensables para mantenerse en el aire.
El aeroplano flotaba a menos de cien pies sobre el campo de golf.
Circundaba éste un sendero embaldosado, bastante estrecho y que parecía ser muy frecuentado. En el preciso instante en que el avión pasó por encima, Bandy dejó caer su cinturón.
Miró ávidamente al piloto y dejó escapar un suspiro de alivio. Como se hallaba envuelto en una sombra parcial, sus furtivos movimientos parecían haber escapado a la percepción del bandido.
El cinto de gamuza fue a caer a pocos pies del caminito. Bandy se mordió los labios con furia. Quería que hubiese caído en el enlosado.
Sin embargo, donde cayera también podía ser visto con relativa facilidad.
La nota prometiendo una recompensa de quinientos dólares, aseguraría la entrega del cinturón al individuo a cuyas manos quería Bandy que llegase.
De pronto frunció el ceño acometido por la duda. En el caso de encontrarlo, ¿sería capaz el hallador de encontrar a su vez a Doc Savage?
La duda le pareció poco probable.
Doc Savage, el hombre cuya asombrosa reputación había llegado hasta la desierta tierra de Arizona, debía ser de sobras conocido en Nueva York.