Doc Savage rodeó el lugar donde acababa de morir el mensajero y buscó el rastro dejado por la persona que había colocado la bomba en el tronco hueco del árbol. Sus ojos penetrantes no perdían detalle, pues durante años se habían ejercitado en tal arte.
Una enredadera que pendiera de modo poco natural, una mata que hubiera sido cuidadosamente encorvada y vuelta a enderezar, pero que conservara una hoja mal puesta, mostraban a Doc (y se lo indicaron en aquella ocasión), el curso tomado por la persona a quien seguía.
El portador de la bomba había ido y venido por el mismo camino.
Pero ¡oh, decepción! Terminaba en la playa, donde un bote había dejado y recogido al hombre de la bomba.
Aproximándose a la linde del bosque con objeto de avanzar más deprisa, Doc se encaminó a la parte septentrional de la isla.
Allí, a unos metros de distancia, se hallaba anclado en la bahía el hidroavión.
En torno no se descubrían señales de vida. Sólo entre el follaje revoloteaban gorjeando o trinando las aves cantoras de la selva.
Doc se inmovilizó junto a un arroyuelo que vertía sus aguas en la bahía, cerca del avión, decidido a averiguar una cosa.
Bajó un poco más por el bosque y de pronto corrió a la angosta playa de la bahía, la atravesó en toda su longitud y se lanzó, raudo como una flecha, al agua.
Había aparecido con desconcertante rapidez y, en un abrir y cerrar de ojos se encontró en el mar.
De aquí que un fusilero que estaba al acecho entrara en acción demasiado tarde. Una lluvia de balas transformó el líquido elemento donde había desaparecido Doc en espumeante hervidero.
El sonido de la descarga galopó sobre la superficie de la bahía cual carcajada infernal y murió de pronto.
El hombre que había manejado el fusil corrió a un lugar despejado para ver desaparecer a su presa. Era corpulento, ancho de hombros y tenía la cabeza como un queso de bola.
Con el arma en la mano se plantó muy cerca del lugar donde el hombre de bronce se había lanzado al agua.
Aguardó minuto tras minuto. Una sonrisa maligna distendió, poco a poco, su semblante. ¡Había matado al demonio bronceado!
No se dio cuenta de que el follaje se separaba sigilosamente detrás de él, ni oyó los pasos de un gigante que se deslizaba a su espalda.
Un dolor lacerante paralizó súbitamente sus brazos. Dejó caer en tierra el fusil y forcejeó, pateó, luchó desesperadamente. Entonces le tumbaron sobre la arena y allí continuó batiéndose. Pero fue lo mismo que si tratara de salir de debajo del Empire State Building.
¡Apenas pudo dar crédito a sus ojos cuando vio que el gigante que le tenía sujeto era el mismo a quien creía haber matado!
Lo sucedido era muy sencillo: Doc había nadado entre dos aguas hasta el arroyo del bosque.
Una vez en él había subido a la superficie del agua, había salido del agua y ocultándose entre la maleza había caído sobre el hombre, por detrás.
Sin pronunciar una palabra, continuó sujetando unos minutos a su víctima indefensa. Conocía a fondo la psicología del terror.
Cuanto más tiempo sintiera el presunto asesino la presión de sus manos férreas, más terror experimentaría. Y cuanto más aterrado se sintiera, más pronto hablaría, comunicándole lo que ardientemente deseaba saber.
—¿Dónde está Tom Too? —le interrogó al cabo, expresándose en su lengua corriente y con el usual tono de voz.
—¡Yo no sabe! —repuso el hombre, en mal inglés.
Doc le transportó al bosque, buscó en él un pequeño claro y dejó caer de espaldas a su prisionero. Este chilló, pensando que iba a asesinarle, pero Doc se contentó con mirarle fijamente a los ojos.
El fusilero comenzó a retorcerse. Las doradas pupilas de Doc poseían un don singular: parecían arder dentro del alma del cautivo, reducir su cerebro a un mecanismo gastado y sin energías.
El hombre trató de cerrar los ojos para escapar a la poderosa influencia de aquellas pupilas doradas. Pero Doc no se lo consintió.
El hipnotismo era otro arte que había estudiado extensamente. Había agotado las fuentes de América, pasando a estudiar la materia en París, con un cirujano tan entendido en ella, que la usaba como anestésico cuando operaba a algún paciente.
Una prolongada estancia en la mística India le había dado la práctica que le faltaba. Sus conocimientos eran pues muy sólidos.
El hombre ya no luchaba. Había caído en una especie de sueño lúcido.
—¿Dónde está Tom Too? —repitió Doc.
—Yo no saber.
—¿Por qué razón?
—Yo quedar en este sitio para vigilar tren del cielo. Tom Too no contar a mí dónde ir.
Doc comprendió que el hombre decía la verdad.
—¿Sabes lo que ha sido de los cinco hombres que iban en el avión? —tornó a preguntarle.
Él le contestó con tres palabras que helaron el cuerpo gigante de Savage.
—Todos estar muertos.
Doc no habló ni se movió ni pareció respirar en minuto y medio. El prisionero no mentía, no podía mentir, y la noticia, constituía para él un golpe terrible.
—¿Cómo ha sido eso? —inquirió al cabo; y su voz era tan débil, que el hombre apenas la percibió.
—Tom Too empleó sus gases asfixiantes —replicó—. Cinco hombres blancos sentados en tren del cielo. Gas venir. Cinco hombres blancos caer como leños.
—¿Lo viste tú?
—Muy oscuro para ver: yo oír. Hombres, chillar, hacer ruido al caer.
Doc no quiso saber más. Introdujo la mano en uno de sus bolsillos y la sacó con los dedos metidos en los dedales que contenían las agujas hipodérmicas.
Una vez que hubo tocado con ellas al del fusil, éste quedó profundamente dormido.
Entonces penetró en el mar y nadó hacia el hidroavión. Le faltaban unos metros para llegar a él cuando sin motivo aparente nadó con toda celeridad.
Su brazo musculoso emergió del agua, se agarró a un ala del hidroavión y pasó a bordo.
Un instante más y le habría asido con sus abiertas fauces armadas de una doble hilera de dientes un monstruo color pizarra.
¡Un tiburón! Otras aletas triangulares surcaban la superficie del agua.
A Doc no le impresionó mucho el peligro que acababa de correr. Pero sí sintió náuseas. No necesitaba buscar los cuerpos de sus amigos en el fondo de la bahía, pues que estaba infestada de escualos asquerosos.
Doc examinó los tanques del combustible y los halló casi llenos. Próximos a éstos, se hallaban los tubos de alimentación. Nadie los había tocado.
Doc eligió determinados objetos que pensaba utilizar y con ellos hizo un gran paquete.
Alcanzó la playa mediante el simple expediente de levantar el ancla y dejar que la brisa llevara el aparato junto a ella.
Al abandonarla reparó en que junto a la linde del bosque yacían muertos varios pajarillos. Indudablemente les había quitado la vida el gas de Tom Too, ya que no presentaban señal alguna de violencia.
Doc no trató de efectuar un registro de aquella parte de la isla que le hubiera llevado muchas horas y emprendió el camino del campamento.
Andaba a buen paso, sin descuidar por ello el paquete.
La horda de los piratas continuaba celebrando la muerte de Tom Too.
Todavía no sabían que estaba vivo. La fiesta consistía casi exclusivamente en beber, atracarse de comida y fumar opio, por no mencionar las continuas disputas que se originaban cada vez que se trataba de determinar quién había matado al jefe.
Doc llamó aparte a un mestizo que demostraba la codicia que le dominaba por su modo de engullir vino y alimentos. Varias veces este individuo se llevó a su tienda una jarra del líquido especiado.
En una de estas ocasiones se encontró con Doc que le aguardaba y en la reclusión del recinto esterado sostuvieron una prolongada conversación.
Una vez que el oriental se enteró, por lo visto, de cosas desagradables, estuvo a punto de entablar una disputa con Savage.
Pero un fajo respetable de billetes de Banco que deslizaron en su mano, le transformó radicalmente. Se deshizo en sonrisas y cortesías a partir de aquel momento.
Ciñose al cinto un espadón y salió a reunirse con sus compañeros.
Aproximadamente una hora trabajó Doc entretanto en el interior de la tienda.
Una vez concluida la faena salió al exterior y tomó un barril de gasolina de la que se empleaba para las lanchas motoras y lo colocó cerca de la tienda.
Su voz sonora vibró con tal fuerza, que se oyó en todo el campamento.
—¡Muchachos: atención! Venid todos acá.
Doc contempló un momento en silencio la asamblea que se había congregado delante de la tienda.
—¡Os he engañado! Vine aquí con la intención deliberada de convenceros de que debíais sublevaros…
Y les explicó exactamente lo sucedido, informándoles de que Tom Too estaba vivo.
A continuación les tiró la misiva que había recibido, pero cuidadosamente evitó toda alusión a su excursión a la parte septentrional de la isla o sus tristes descubrimientos en ella.
—A cambio de mi vida me ofrece, Tom Too, poner en libertad a mis cinco camaradas —continuó diciendo—, por consiguiente, voy a pagar por ellos el rescate que me exige.
Un cambio notable se había operado en el grupo pirata. Cada uno de ellos clavaba en Doc una mirada centelleante, murmurando o echando mano al cuchillo.
El hecho de que fuera a sacrificarse para salvar a sus amigos, no hizo mella en ellos. Estaban enfurecidos.
—¡Ahora me suicidaré! —gritó Doc—. Vosotros presenciaréis cómo me quito la vida y se lo comunicaréis a Tom Too.
La situación pareció ridícula a alguno de los corsarios y realmente lo era. El gigante que les había engañado estaba loco.
¿Creería firmemente que una vez muerto él, pondría Tom Too en libertad a sus amigos?
Tom Too nunca hacía honor a su palabra, a menos que le conviniera mucho. ¿Por qué iba a hacer una excepción?
Súbitamente, un mestizo de mogol se adelantó, blandiendo su espada. Era el mismo con quien había conversado Doc extensamente.
Sus bolsillos estaban llenos de dinero del hombre de bronce.
—¡Perro! ¡Serpiente! —gritó—. ¡Manchas con tu presencia el suelo de mi tienda! ¡Por ello sólo voy a matarte!
Y se lanzó sobre él, hecho una fiera.
Doc se volvió y se metió precipitadamente en la tienda como para huir de él más, tropezó y cayó junto a la misma entrada.
Cincuenta piratas vieron alzarse la espada del mestizo, asestar un golpe y retirarla goteando sangre.
—¡Mi tienda está contaminada! —gritó, saliendo al exterior—. ¡Las llamas la purificarán!
Con el pie derribó el barril de la gasolina, ésta se esparció en todas direcciones y el mestizo echó sobre ella un fósforo encendido.
Grandes llamas envolvieron instantáneamente la tienda.
El mestizo se agitó a su alrededor como poseído todavía por una rabia loca.
De haber habido en el campamento una persona observadora, hubiérale llamado la atención tres mogoles mezclados al grupo pirata, que se colocaron rápidamente en lugar adecuado para ver arder la tienda desde tres ángulos distintos.
Cuando los restos de la tienda quedaron reducidos a carbones resplandecientes, se aproximó a ellos el trío y con largos bastones hurgaron las cenizas.
La vista de éstas y su color gris blancuzco, les llenó de satisfacción.
No cabía equivocarse: eran huesos calcinados. Uno de ellos separó un trozo medio consumido y se lo guardó en el bolsillo.
Entonces arrojaron los palos lejos de sí y se alejaron rápidamente.
Poco después, los tres mogoles penetraron en un pequeño sampán y se dirigieron, a remo, junto al mayor de los juncos anclados en la bahía.
Su interior estaba lujosamente equipado de tapices sin cuento, sedas pintadas, dragones bordados, alfombras e incrustados muebles de laca.
Los mogoles se encaminaban a popa y allí penetraron en un camarote que contenía una instalación moderna de radio.
Uno de ellos abrió la llave que ponía en movimiento los generadores de onda, y se sentó ante la emisora.
Inesperadamente brilló un relámpago azulado y se oyó distintamente el siseo de la llama en la parte alta del aparato.
El operador se puso en pie de un salto y la examinó. Halló un pequeño trozo de alambre caído entre dos importantes conmutadores. Era él el que había originado un corto circuito. El mogol lanzó una maldición.
—¡El aparato se ha estropeado! —exclamó después—. Es extraño que el alambre haya caído sobre los aisladores. ¿De dónde sale?
—Eso es: ¿de dónde? —murmuró otro mogol—. Parece más bien un pedazo de cable que de alambre eléctrico.
Discutieron unos minutos el misterio y después:
—Ahora ya no podemos radiar la buena nueva a Tom Too —dijo uno de ellos, lamentándolo—. Vamos a comunicársela personalmente…
Y abandonaron el junco pirata.