Doc y sus hombres saltaron a tierra en pelotón. Entre la enmarañada vegetación del bosque, sonaron ruidos de ramas desgajadas.
Sobre ella caían más balas, de rifle esta vez. Doc examinó de una ojeada los cintos y abultados bolsillos de sus hombres.
—¿Tenéis municiones en cantidad? —preguntó.
Monk esbozó una sonrisa forzada.
—No tantas como sería conveniente —respondió—. Poseemos doscientos o trescientos cartuchos, que entre todos sacamos del avión anoche.
—En ese caso, utilizad una sola bala a cada disparo —les aconsejó Doc Savage.
Cada uno de sus hombres bajó una palanquita en la ametralladora correspondiente y así las armas dejaban escapar por la boca un solo proyectil a cada precisión del gatillo.
Valiéndose del remo como de una pala, Doc abrió en el suelo una excavación poco profunda donde guarecerse y la situó de modo que quedara sombreada, en parte, por la vegetación del bosque, a fin de poder salir de ella sin ser visto.
Sus compañeros le imitaron sin chistar.
Los piratas avanzaban en sus embarcaciones en línea recta a la playa. Las primeras en llegar, por ser las más ligeras, fueron las lanchas motoras.
Todas ellas estaban protegidas por una coraza de metal, precaución que solían tomar, por lo visto, los piratas, cuando daban una batalla.
Sus tajantes proas se aproximaban levantando montañas de espuma.
Distaban trescientos metros de la playa… doscientos metros… Su velocidad no menguaba. Desde la proa de una de ellas un rifle comenzó a escupir proyectiles por la ranura de un escudo.
Una lluvia de plomo pasó como una nube cargada de piedra, destrozándolo. Las balas caían, silbando, en torno de Doc y de sus hombres.
—¡Dejad que atraque la primera motora! —dispuso Doc.
Un instante después encallaba en la arena la lancha más veloz de la flotilla, que llegaba dando saltos y con la proa casi en el aire.
Los amarillos que la tripulaban llevaban cascos y escudos de metal.
—¡Ahora! —ordenó Doc, con voz vibrante—. ¡Disparad a los brazos y piernas de los piratas!
Su ametralladora habló. Las armas de sus hombres le hicieron eco.
Eran tiradores que disparaban sin prisa, mas allí donde ponían el ojo ponían la bala.
Dos amarillos heridos en las piernas cayeron casi a un tiempo sobre la arena, junto a la motora. El dolor les obligó a lanzar grandes alaridos.
Otros gimieron sin consuelo cuando balas disparadas con extraordinaria precisión les hirieron manos o brazos.
En la orden de no matar dada por Doc se ocultaba un gran conocimiento del ser humano en general y del amarillo en particular.
Sabía que uno de éstos, herido, consigue más y mejor que cunda el miedo entre sus compañeros que tres o cuatro muertos instantáneamente.
Un gran azoramiento invadió a los tripulantes de la motora. Ellos no veían a Doc ni a sus hombres. Pues bien: cargarían en grupo contra ellos.
Los que iban delante cayeron con las piernas agujereadas.
Aullando desesperadamente corrieron los demás junto a la lancha y trataron de empujarla para botarla al agua, mas no contaban con un número suficiente de hombres y así se estrellaron sus esfuerzos contra su resistencia.
En despiadada sucesión, fueron también heridos.
—Ahora ¡disparad sobre las otras lanchas! —mandó Savage.
La salva atronadora con que él y sus hombres las acogieron hirió a más piratas.
Se acercaban en número de cuatro, mas, así y todo, no pudieron sostener un fuego tan intenso. Una se acostó de banda. Uno de sus hombres gemía con la mano puesta en el hombro.
De poco estuvo que por su descuido chocara su embarcación con otra que llegaba. Luego las cuatro pusieron sus proas en dirección a alta mar.
Sus ocupantes expresaron con frases balbucientes la opinión que les merecían Doc y sus hombres.
Pensaban salir al encuentro de los buques más pesados de la flotilla, para reanudar con ellos el ataque.
Monk, echado cuan largo era en su excavación, preguntó a Doc:
—Y ahora, ¿qué se hace? —La excavación del jefe se hallaba como ya se ha dicho, dentro del bosque, a la derecha de Monk. De ella no salió respuesta alguna. Intrigado, Monk se alzó y miró.
Doc se había ido, habíase desvanecido como una sombra apenas cesó el fuego.
Volvía a estar allí sin embargo, antes de que hubiera transcurrido un minuto. Consigo traía un objeto voluminoso: el aparato portátil de radio abandonado por Tom Too en su casa de la isla.
A una orden silenciosa de Doc saltaron sus hombres de las trincheras y corrieron junto a la encallada motora.
Uno de los piratas que quedaban en la playa hizo fuego sobre ellos, mas no dio en el blanco, a causa de su brazo herido. Doc correspondió al ataque con un solo disparo y el corsario chilló.
La bala le había despedazado una mano. Sus compañeros huyeron corriendo o arrastrándose, según la naturaleza de sus heridas.
Doc y sus hombres tiraron entonces de la embarcación, la enderezaron y la hicieron correr sobre la arena.
Desde alta mar los piratas comprendieron súbitamente la estrategia de Doc y por qué había permitido que abordara la playa la motora.
¡Quería apoderarse de la embarcación más veloz de la flotilla!
Entonces volvieron atrás. Desde las lanchas que tripulaban dispararon los rifles, despertando ecos atronadores en la playa.
Mientras saltaban a bordo sus hombres, Doc hizo virar la proa de la motora en la dirección requerida, y Renny puso en marcha el motor.
Por fortuna las hélices no habían sufrido deterioro con la encalladura.
Las balas arrancaban sonidos metálicos a la coraza, mordiendo las bordas y astillándolas, levantando espuma al caer en el agua y rociando con ella a los hombres.
Ellos replicaron al ataque con lenta precisión, mientras Renny se las había con el motor. Este comenzó a palpitar y de pronto impulsó delante a la ligera embarcación.
Sus hélices levantaron montañas de espuma que corrían desde popa.
Doc asumió su dirección. Mantuvo la lancha paralela a la costa y en un santiamén presentaba su popa al enemigo.
Doc arrancó de la proa la coraza protectora metálica y ordenó:
—Ponedla en la popa.
Monk se encargó de la tarea. Un rugido de furor se escapó súbitamente de sus labios. Una bala había tocado la metálica coraza, lastimándole de rechazo una mano.
Renny corrió en su ayuda, mas también gruñó, al tiempo que se llevaba la mano a la parte superior de su brazo izquierdo. Le habían herido.
De un tirón se arrancó la manga de la camisa.
—¡Hum! Por medio centímetro no ha tocado el hueso —dijo, haciendo alusión a la bala, naturalmente.
Ham se ocupaba en meter un pañuelo valiéndose de la punta del estoque, en el agujero abierto por una bala en el casco de la motora.
Doc se apoyó sobre el timón. Viró la lancha hacia la derecha y se halló resguardada por una velocidad tan espantosa, que se estremecía con violencia cada vez que entraba en contacto con las olas.
La embarcación pirata rodeó la punta de la isla. Una vez más cayó una lluvia de plomo alrededor de los hombres de Doc, pero éstos se hallaban, en aquellos momentos, a una distancia considerable y, por consiguiente, no se molestaron en disparar sus armas.
Quince minutos de carrera les colocaron fuera del alcance de los rifles enemigos.
Doc hizo seña de que se moderara la marcha.
—¿Eh? —gruñó Monk—. ¿Tenemos poca gasolina o qué? Ten en cuenta que esos pájaros no han renunciado aún a perseguirnos.
—Bueno, pues, ¡a todo gas! —concedió Doc; y se dedicó a observar a los piratas.
Seguía a las lanchas motoras una flotilla pintoresca en extremo.
Inmediatamente después de las primeras venían los sampans, luego los juncos, movidos, muchos de ellos, a vapor.
En conjunto, unos y otros, componían una línea que debía tener varias millas de extensión, ya que el más lento de los veleros salía de la bahía meridional de la isla.
Una motora comenzó a adelantarse a sus compañeras.
Doc abrió la válvula de escape del motor, hizo virar la embarcación y se lanzó a la carrera contra la motora corsaria, que iba a la cabeza de las otras.
Pero no cambió con ella ni un solo disparo. Su presa retrocedió hasta colocarse en línea con sus compañeras.
Prosiguiendo su fuga, Doc entregó la dirección de la motora a Monk.
Rápidamente se sacó del pecho, paquete tras paquete, papeles arrugados, notas y cartas, material que había contenido la caja de Toro Too, y los examinó con interés.
—¿Hay algo entre esos papelotes que valga la pena? —inquirió Ham.
Una luz gozosa brilló en las doradas pupilas de Doc Savage.
—La organización de Tom Too abarca un extenso radio de acción —dijo— y por ello no puede subsistir sin llevar una especie de registro de sus hechos, gastos, proyectos y demás. Helos aquí.
—Hemos tenido suerte al apoderarnos de ellos —observó sonriendo Monk.
Sin responder, Doc se inclinó sobre el aparato de radio, ciñose a la cabeza el casco que sujetaba los auriculares, e inició una transmisión.
EL ruido del motor impidió oír a sus compañeros lo que decía, pero se lo figuraron al verle consultar los apuntes y notas hallados en la caja de Tom Too.
—Sin duda comunica con una estación emisora de Manila —explicó Ham— y debe darle los nombres de los lugartenientes de Tom Too que habitan en la ciudad. Ello hará que Juan Mindoro pueda limpiarla de piratas si se pone al frente de un puñado de leales servidores o agentes de la policía.
Pasado algún tiempo, Doc dejó de consultar los papeles continuando, no obstante, la transmisión y recepción de partes.
Finalmente abandonó su tarea y estudió los semblantes de sus hombres.
—Para destruir la flotilla pirata tendremos que correr un gran riesgo —dijo luego—. ¿Estáis dispuestos?
—¡Pues ya lo creo! —replicó Monk prontamente.
—Un fallo del motor nos acarrearía la muerte, tenedlo entendido —siguió diciendo Savage.
Monk acarició el motor palpitante.
—Bueno —replicó con indiferencia.
Sus compañeros le dejaban llevar la voz cantante. Pensaban lo mismo.
Doc continuó entonces la transmisión y manipuló en el aparato por espacio de varios minutos. Transcurridos éstos cortó la comunicación y volvió a asumir la dirección de la motora.
Ahora ésta avanzaba perezosamente, ya fuera de los disparos de rifle.
En las dos horas subsiguientes e impulsada por la mano de Doc, volvió por dos veces atrás, como para atacar a las lanchas que iban a la cabeza de la flotilla y por dos veces se retiraron cautelosamente.
De súbito, surgió delante de ella el bulto prominente de la mayor de las islas de la Unión. Doc se puso al aparato de radio y a juzgar por la satisfacción que expresó su semblante captó del espacio nuevas excelentes.
Describiendo un amplio círculo volvió entonces a la isla Cabeza de Tiburón.
La flota pirata le siguió semejante a la cola de un cometa.
La embarcación de Doc corría por lo menos una docena de millas por hora más deprisa que la más rápida de sus perseguidoras.
Las balas danzaban sobre el agua, a su lado, en varias ocasiones, pero los amarillos no consiguieron colocarse tan cerca de ella que pudieran hacer blanco sus disparos.
El sol, que durante todo el día les había asado materialmente con sus rayos ardorosos, comenzaba a descender sobre la línea del horizonte. Declinaba la tarde.
La bahía corsaria de la isla Cabeza de Tiburón, se abrió, al fin, ante la proa de la motora. La flota quedaba detrás. Renny, que se hallaba de pie para divisar el primero la tierra firme, exclamó, con voz lastimera:
—¡Ay! ¡Vamos a ser achicharrados!
De pie en la playa había un número regular de corsarios. Eran los heridos y enfermos a quienes se había dejado en el campamento.
—No nos darán mucho que hacer —dijo, convencido, Savage.
Y así fue. Doc condujo la motora a unos metros de distancia de los amarillos. Una vez en tierra firme, les envió una descarga de advertencia y en unión de sus hombres se hundió en el bosque.
Los bajeles corsarios penetraban ya en la bahía con las velas desplegadas y los motores en marcha. Aullando y blandiendo las armas, desesperadamente se metieron los amarillos en el bosque. Saltaban de entusiasmo.
No podían comprender la razón que impulsaba a Doc y sus hombres a caer deliberadamente en sus manos, mas tampoco se calentaban la cabeza para averiguarla.
No todos los corsarios fueron, sin embargo, tan atolondrados.
Una expresión de la regla la constituyeron los bucaneros que ocupaban el mayor de los juncos, el mismo amueblado, alfombrado y alhajado, como se recordará, con desusado lujo. En sus entrañas llevaba una potente maquinaria.
Era la nave capitana y conducía a bordo al propio Tom Too. Este no desembarcó, y en lugar de ordenar a sus hombres que se lanzaran en pos de Doc Savage, ordenó que retrocediera el junco a alta mar.
Saliendo estaba por la boca de la bahía cuando un par de veloces aviones surcaron el espacio y, sin la menor vacilación, dispararon sus ametralladoras sobre el junco.
Las velas de éste se rasgaron violentamente; volaron hechas astillas parte de la cubierta y del casco. Uno que otro pirata cayó herido; los demás respondieron con sus disparos al fuego iniciado por las naves aéreas.
Al cabo, una bomba lanzada desde lo alto lo hizo bandearse de un modo alarmante. Por un poco no cayó en mitad de la cubierta El junco retrocedió al abrigo de la bahía.
De la bruma crepuscular que se extendía como un manto sobre las aguas del océano, surgieron varios buques de guerra, esbeltos y amenazadores.
Eran destructores, poco mayores que cazasubmarinos, del tipo común a la armada de la Unión. Tras ellos aparecieron más aviones potentes de combate, provistos de tres motores y con ellos aviones ligeros de un solo motor.
La verdad alboreó en la mente de los corsarios. ¡En lugar del hombre de bronce eran ellos los cazados!
¡Doc había pedido auxilio por radio!