Los ecos de la descarga resonaban todavía en la isla cuando los cinco hombres de Doc dispararon sus ametralladoras. Las armas derramaban balas a torrentes, que eran como ríos de vivo metal.
Cada posta segaba hojas, tallos y ramas de las plantas tan gruesas como la muñeca de Monk.
Después de una descarga hecha en común, los hombres de Doc cesaron el fuego.
Por encima de la algarabía armada por los pájaros en el bosque, sus oídos percibieron potentes estallidos.
—¡Ya tocan a retirada! —gritó Renny.
Él y sus compañeros abandonaron a escape la habitación, dejando que los prisioneros se las arreglaran como quisieran.
Después de todo, su captura no tenía trascendencia alguna.
—¿Viste la faz de Tom Too, Doc? —inquirió Ham.
—No. Sólo el cañón de su escopeta asomando entre hojas.
—¡Se dirige al sampan! —gritó Doc.
Un momento después oyeron el ruido del motor puesto en marcha.
Doc llegó a la diminuta ensenada a tiempo de vislumbrar la popa de la embarcación, que desaparecía tras la cortina de enredaderas que ocultaban la ensenada vista desde el mar.
Sus hombres se le aproximaron y dispararon unos cuantos tiros en dirección de la cortina de verdor. Luego salieron a la bahía, dando un rodeo, lo que les hizo perder un tiempo precioso.
Al desembocar en la playa, el sampan se hallaba ya a unas millas de distancia y corría como pato asustado.
—¿Dónde se halla la almadía en que llegasteis a la isla? —preguntó Doc.
—Más arriba —replicó Ham, vivamente y les condujo a donde estaba.
El velludo Monk se colocó a su lado. Ambos llegaron a un terreno fangoso y mal oliente, en cuya mitad cayó súbitamente Ham.
Se levantó de un salto, pero manchado de barro de pies a cabeza.
Blandiendo el estoque en son de amenaza, dijo a Monk:
—¡Maldito! ¡Tú me has hecho caer, no lo niegues!
—¿Yo? —dijo riendo Monk—. Te has caído tú solo. Eres muy torpe.
Con todo, evitó ponerse al alcance de Ham por espacio de unos minutos.
Nadie le había visto echar la zancadilla a su camarada, mas no cabía duda de su culpa. Peores cosas había hecho.
Mas podía estar seguro de que Ham le devolvería la jugada a la primera ocasión. Los acontecimientos jamás llegaban a ser considerados tan seriamente por ellos, que se olvidaran de sus disidencias cómicas.
Andando, llegaron junto a la almadía.
—Me extraña que navegando en este chisme no os hayan devorado los tiburones —dijo Doc, examinándola.
Monk soltó un bufido. Le había puesto de un humor excelente la jugarreta de que había hecho víctima a Ham.
Este abogaducho de tres al cuarto —observó, mirándole de reojo—, quería alimentarles a costa mía, so pretexto de que así morirían de una indigestión.
¡Por su mala intención ha caído en el fango!
Ham le miró ceñudo. Todavía tenía la cara manchada.
La almadía consistía en una especie de catamarán, que constaba de dos troncos longitudinales y carcomidos, unidos por medio de piezas transversales, esmaltadas de flexibles enredaderas.
Doc inspeccionó los palos que habían servido de remos. Eran insuficientes a no poder más.
—¡Echadla al agua! —ordenó a sus hombres; y penetró en el bosque.
La almadía flotaba en las aguas del mar cuando regresó trayendo un brazado de tablas arrancadas a la vivienda de Tom Too.
—¿Qué hacen los prisioneros? —interrogó Renny.
—Siguen en la casa… donde permanecerán todavía un ratito —dijo Doc, mostrándole uno de los dedales de metal que llevaba dentro la aguja hipodérmica.
Embarcó y sus compañeros le imitaron, acomodándose en la almadía en el orden de una bien adiestrada tripulación.
En un instante, manejaron los remos a compás, impulsando la almadía a una velocidad bastante aceptable.
Sus ojos buscaron el sampan que se llevaba a Tom Too.
Doc había supuesto que se dirigiría al extremo sur de la isla Cabeza de Tiburón, donde tenían instalado su campamento los piratas.
Mas por el contrario: llevaba enfilada la proa en dirección a la bahía situada al Norte.
—¡Estamos de suerte! —dijo en voz baja—. Tom Too no conoce a los piratas.
Podría dominarles fácilmente y conseguir que acabaran con nosotros, pero les teme.
—¡Adivino que va en busca de nuestro aeroplano! —gruñó Monk—. Y a bordo tenemos granadas de mano.
—No las hay —replicó Ham—, pues la otra noche, después de oír cómo caían muertas las aves en el bosque y suponer que venía hacia nosotros una nube de gases asfixiantes, me demoré un poco en seguiros y eché las granadas por la borda.
El sampan describió una curva en torno a la punta norte de la isla Cabeza de Tiburón, penetró en la pequeña bahía y se perdió de vista.
Johnny masculló media docena de interjecciones que hubieran asombrado a los estudiantes de Ciencias Naturales, a quienes solía enseñar y con el remo golpeó la cabeza de un tiburón.
Después de este incidente cuidaron todos de no llevar los pies metidos en el agua.
—¿Saltarán fuera del líquido elemento para atraparnos? —inquirió, receloso, Monk.
—Probablemente no —repuso Johnny.
Todos tenían los ojos fijos en la bahía septentrional de la isla.
Súbitamente se alzó en el aire, en torno a ella, una nube de chispas resplandecientes, al parecer. En realidad las chispas eran pájaros de colores.
Un momento después se extendió sobre el mar, en alas del viento, el zumbido de los motores de hidroavión. Ellos eran los que habían asustado a las aves, al ponerse en movimiento.
—¿Por qué no pensaste también en inutilizarlos, sabihondo? —preguntó Monk a Ham.
Ham no dijo nada, pero sus ojos le dirigieron una mirada fulminante por debajo de los sucios párpados. No se había lavado aún el rostro por temor a los tiburones.
Pronto patinó el hidroavión a plena luz. Se bamboleaba. Luego se elevó en el aire, cabeceando como pato herido por una posta de perdigones.
—¡Uf! ¡Qué mal vuela! —exclamó Johnny.
—¡Es un kiwi! —convino Monk.
El hidro fue hacia ellos.
Monk se puso de pie, preservando con la mano su vista de la cegadora luz del sol.
—¡Demonio! No me agrada esto —observó—. El hidro volará muy mal, pero va a caer sobre nosotros, de fijo.
—En el aeroplano dejamos las ametralladoras —murmuró Renny—. ¿Se volverán ahora contra nosotros?
Johnny golpeó a otro tiburón con la culata de su revólver.
Doc Savage no daba señal alguna de inquietud. Iba sentado con el busto levemente inclinado hacia delante y manejaba el remo con tal vigor, que crujía y se inclinaba la madera.
Para que sus golpes de remo no desviaran de su curso a la embarcación, los distribuía ora a un lado, ora al otro, con una precisión automática.
Renny se quitó del cinto el revólver-ametralladora y lo cargó con presteza.
—No te molestes, Renny —le dijo Doc.
—¿No? —Renny se detuvo, asombrado.
—¡Observa al hidro!
El anfibio se acercaba, roncando. Tom Too no trataba de elevarse; deseaba pasar bastante cerca de la almadía para usar con éxito las ametralladoras que sin duda había encontrado en la nave aérea.
En aquellos momentos se hallaría a unos quinientos pies de elevación sobre la almadía.
—¡Ya es hora de que ocurra algo! —dijo sombríamente Doc.
De pronto pararon en seco los motores del hidro.
Tom Too maniobró prestamente. Obligó a virar al aparato y le hizo tomar la dirección de la isla, pero se inclinaba de banda como si se hallara engrasado el aire.
—¡Apenas puede sostenerse! —observó sonriendo Monk—. ¿Qué es lo que ha inmovilizado los motores, Doc?
—La falta de combustible —replicó su jefe—. Yo he obturado las líneas del combustible. El carburador y los tubos contenían bencina en cantidad para que se elevara el aparato, pero nada más.
El gigante de bronce se olvidó de añadir que hubiera sido más fácil cortar los gases en el carburador, pero que ello no hubiera dejado provisión suficiente de combustible para poner en marcha el hidroavión de haberles obligado las circunstancias a embarcarse en él con tal precipitación, que no hubieran tenido tiempo de desobturar la línea.
Tom Too obligaba a deslizarse el aparato en ángulo muy abierto y la máxima altura posible.
Probablemente más por casualidad que por pericia en el manejo de la nave.
—¡Por el toro sagrado! —gimió Renny—. ¿Es que vuelve a la isla?
—Descenderá a unos cien metros escasos de la playa —dijo Doc, tras de apreciar de una experta ojeada su posición y avance.
No se engañaba. De súbito ¡plaf! El anfibio cayó al mar. Su propio peso le empujó de momento hacia delante, mas enseguida se detuvo.
Entonces comenzó a retroceder, impulsado por la brisa.
—¡Va a caer en nuestras manos! —exclamó Ham.
—O descubrirá que se hallan obturados los tubos —observó Monk.
Sin embargo, Tom Too no perdió el tiempo en averiguar qué era lo que había reducido al silencio a los motores.
Probablemente no entendía de mecánica. Apareció sobre la cabina.
Por desgracia se hallaba muy lejos para que se distinguiera su fisonomía.
Ni la vista, penetrante de Doc consiguió vislumbrar sus facciones.
En una cosa repararon: en que llevaba una caja o estuche.
El jefe pirata se estiró sobre la punta de los pies y golpeó un ala del aeroplano con un cuchillo.
—¡Eh! ¡Deja salir la gasolina de los tanques! —chilló Monk.
Peor que esto. Tom Too encendió un fósforo y lo tiró dentro del combustible contenido en los destrozados tanques.
Surgió una gran llamarada. Ella envolvió al anfibio como rojo papel de seda envuelve a un juguete.
La brisa jugueteó con la columna de humo amarillento que acompañó a la conflagración.
Tom Too se arrojó al mar y nadó desesperadamente hacia la playa.
Johnny contempló los tiburones que se congregaban en torno de la almadía y después a las distantes salpicaduras que señalaban el avance de Tom Too.
—¡Ese hombre es un valiente! —gruñó.
—¡Diantre! En caso de apuro hasta una rata lucharía con un león —observó Monk.
Sin cesar de remar, Doc se había puesto de pie para vigilar el avance de Tom Too.
También Renny le observaba. Su vista era la más penetrante, excluyendo la de Doc.
—¡Allá va un tiburón! —exclamó de pronto.
—Nada hay que me desagrade tanto como uno de esos monstruos —observó Renny—, pero no le disputaré su presa. Tom Too había reparado en el peligro que corría y nadaba desesperadamente, sin perder por ello la cabeza.
Mantenía fijos los ojos en la enhiesta aleta del monstruo que se acercaba.
Cuando desapareció se detuvo en seco. Doc percibió el brillo apagado del cuchillo que empuñaba.
—¡Va a matarle a la manera indígena! —murmuró Renny.
La distancia les privó de ver lo que sucedió después, pero conocían bastante lo que es un tiburón para adivinarlo.
En la profundidad de las aguas no necesitan volverse para morder un objeto, pero comúnmente lo hacen para apoderarse del hombre que nada en la superficie.
Su pálida panza constituye, pues, una advertencia.
Tom Too desapareció, momentáneamente, bajo el agua, ésta se agitó tumultuosamente y el cuchillo del pirata fue blandido repetidas veces.
Entonces reapareció y nadó hacia la playa con renovado vigor.
—¡Se ha librado del tiburón! —dijo, lamentándolo, Monk.
Tom Too alcanzó la playa sin más incidentes y se internó en cuatro saltos en la espesura.
Los adiestrados ojos de Doc repararon en un detalle que pasó inadvertido para sus camaradas; Tom Too no llevaba ya la caja.
Evidentemente la había dejado caer durante su breve lucha con el monstruo.
Se hundió en el momento en que desaparecía Tom Too en el bosque.
Doc y sus hombres continuaron manejando los remos.
A poco llegaron al lugar donde se había hundido el hidro. A veinte metros de distancia flotaba el escualo que había matado el pirata cerca de la superficie.
En torno a su cadáver hervía y se agitaba el agua: media docena de tiburones lo estaban devorando.
—¡Para! —exclamó Doc.
Monk llevaba al cinto un arma blanca, pescada sabe Dios dónde. Era un kris de hoja ondulante.
Doc se lo quitó, pásaselo entre los dientes y se lanzó al mar, haciendo tambalear la almadía. Sus amigos le vieron perderse en el abismo.
—¡Di…antre! —balbuceó Monk—. Va a perecer. ¡A su lado se queda pequeñito Daniel en el foso de los leones!
Aguardaron ansiosamente. Burbujas de aire procedente del sumergido avión ascendían a la superficie. Transcurrió un minuto.
A sesenta pies de distancia chapoteaban luchando entre sí los feroces tiburones. Otro minuto cayó en la eternidad.
Doc no aparecía.
En la playa gritaban como arpías las aves tropicales de voz destemplada.
Tres disparos las redujeron al silencio. Monk agachó vivamente la cerviz.
El aire producido por una bala le había acariciado el cuello. Tan rápida fue su acción, que estuvo a punto de perder el equilibrio, mas lo recobró al momento.
Tom Too había hecho fuego sobre ellos; el agua no humedece la pólvora de los cartuchos de las armas modernas.
Los cinco hombres de Doc rociaron de plomo la linde del bosque que tenían delante. Nada demostró que hubieran hecho blanco, pero sí evitaron con su descarga que el pirata tornara a disparar.
Renny consultó la hora en su reloj de pulsera y lanzó una exclamación muy semejante a un gemido.
Doc llevaba cuatro minutos bajo la superficie del agua…
Diez segundos después su cabeza surgía junto a la embarcación.
Sus cabellos bronceados y su tostada piel tenían la virtud de despedir el agua como el lomo de un pato. Ya podía sumergirse en ella una y cien veces, pues cuando salía no estaba mojado.
La pechera de su camisa presentaba un bulto.
AL verle aparecer, sus cinco camaradas se enjugaron el sudor que les bañaba la frente. El hecho de que hubiera permanecido tanto tiempo bajo el agua no tenía en sí nada de alarmante.
Ya le habían visto permanecer largo rato en otras ocasiones. Pero los tiburones eran el gran peligro de aquellos parajes.
—¿Te ha sucedido algo? —inquirió Monk.
Doc se encogió de hombros.
—¡Bah! No tiene importancia —dijo.
En aquel momento apareció junto al destrozado cadáver del tiburón, otro tiburón muerto. El monstruo había sucumbido a una sola y certera cuchillada.
Monk y sus camaradas reconocieron en ello la obra de Doc. Se había batido con el monstruo bajo el agua, mas, por lo visto, no le daba importancia.
—¿Qué has hecho tanto tiempo debajo del agua? —le preguntó Monk.
—Buscar desde aquí la caja que Tom Too llevaba en la mano para que no advirtiese que andaba tras ella —replicó Doc.
—¿Y la has encontrado?
Doc señaló en silencio la abultada pechera de su camisa.
La embarcación atracó junto a la costa. Con muy buen acuerdo, Tom Too no había vuelto a disparar.
—¡Al sampan! —ordenó Doc.
Y todos corrieron por la playa hacia el Norte.
Monk volvió una vez la cabeza.
—¡Eh! ¡Mirad! —exclamó. Girando en el acto sobre sus talones los cinco hombres restantes divisaron a Tom Too. El pirata había salido a la playa por el lado Sur y corría en dirección al campamento pirata.
—¡Propongo que vayamos detrás de él! —dijo Renny, con su voz atronadora.
Por lo visto no se le ocurrió que quizá no pudiera dar una tanda a cientos de piratas habituados a la lucha desde la cuna.
—¡Al sampan! —repitió Doc con impaciencia—. Apoderémonos de él y salgamos cuanto antes de aquí.
Reanudaron la marcha por la playa, internándose momentáneamente en el bosque para salvar un pequeño promontorio y volviendo a salir en buen orden a aquélla.
—¡Bueno! —saltó Ham, al divisar la embarcación abandonada por el pirata—. ¡Ya me estaba temiendo que la hubiera desfondado Tom Too!
Renny le señaló el motor instalado a popa.
—¡Mira! —rugió—. ¡Ha dejado salir la gasolina!
La válvula del tanque de combustible estaba colocada de modo que, en efecto, por ella se derramaba en la arena todo aquél.
—Pues sí que estamos lucidos —gimió Monk.
Cuatro remos de palo de hierro reposaban en el fondo entarimado del sampan. Doc dijo señalándolos a sus compañeros: —¡Cogedlos!
—No podremos escapar sólo a remo —observó Monk—. Los piratas poseen veloces embarcaciones y Tom Too les enviará en pos de nosotros.
De un vigoroso empujón, Doc echó al agua el sampan.
—Volvamos a la otra isla —dijo.
No cabía discutir. El sampan abandonó la playa impulsado por brazos vigorosos.
Sin dejar de remar, concentró Ham la atención en la abultada pechera de su jefe, que ocultaba la caja abandonada por el pirata.
—¿Crees que contendrá algo de valor, algo útil? —interrogó.
—Más tarde lo veremos. Mirad: Tom Too no pierde el tiempo —replicó Doc, señalando un punto con el dedo.
Todos siguieron su dirección con la mirada. Por la otra punta de la isla aparecieron un par de juncos y varias lanchas motoras.
Les siguieron más embarcaciones: juncos, sampans, botes, más lanchas…
Los remos crujieron y se inclinaron al aumentar la velocidad del sampan tripulado por los hombres de Doc.
El agua se dividía a uno y otro lado de la proa con sonido apagado y plañidero. A toda velocidad regresó la embarcación a la isla de las palmeras.
—¡Llegaremos a la isla antes que ellos! —afirmó Ham, como en respuesta a una idea.
—¿Sí? ¿Y luego qué? —dijo Monk, con desdén.
Los cinco hombres cambiaron una sombría mirada. Se daban perfecta cuenta de que jamás habían corrido un peligro tan serio.
Como expertos que eran en la lucha, comprendían lo que sería una batalla librada frente a los cientos de piratas de que disponía Tom Too.
La ametralladora de un corsario vomitó una serie de balas. Mas no dio en el blanco. Le faltaban unos metros para alcanzar a la embarcación.
Balas aisladas continuaron cayendo en el agua, más próximas cada vez. Por fortuna sólo unos pasos separaban ya a los hombres de Doc de la pequeña isla.
Fue un alivio para ellos oír el roce de la quilla sampan sobre la arena.