El trío mogol adoptó precauciones más minuciosas que la primera vez para asegurarse de que no les seguía ningún pirata del campamento, e internándose en el bosque se dirigió hacia el Norte.
Al nordeste de la isla había una ensenada diminuta, de doce pies de ancho por unos cincuenta de profundidad.
En ella estaba oculto un sampán. Tenía éste treinta pies de eslora y era ancho de manga.
El trío mogol estaba a punto de subir a bordo cuando se lo impidió un hecho inesperado.
De la selva partió silbando un kris curvo, de larga y afilada hoja, pasó rozando a uno de los mogoles y fue a incrustarse en el tronco de un árbol.
—Algún perro nos habrá seguido —dijo ásperamente uno de los mogoles.
Sacando sus cuchillos y un revólver, cargaron contra el lugar de donde había salido el kris. Sus cuerpos rechonchos chocaron ruidosamente con la maleza enmarañada del bosque.
Espantadas huyeron las aves de allí. Sus gritos eran capaces de despertar a un muerto.
Mas el lugar estaba desierto. Ni allí había hombre alguno ni rastro siquiera de su paso por el bosque.
—Hermanos: no malgastemos el tiempo —dijo un mogol, a los otros dos.
Penetraron en el sampan y pusieron en marcha el motor.
Vistos así, surcando las aguas de la ensenada en tan singular embarcación, semejaban inofensivos pescadores de los que tanto abundan junto a la isla de Luzón.
A la distancia de tres o cuatro millas de Cabeza de Tiburón, había otra isla más pequeña, circundada por elevadas palmeras.
El sampan describió una vuelta en torno de ella.
Puso su proa en dirección a una parte de la costa semejante a un muro infranqueable de verdor, lo atravesó raudo como una flecha y se halló en una ensenada pequeña como un estanque.
Tras una o dos detonaciones, murió el ronquido del motor y la embarcación se aproximó suavemente a tierra y de ella saltaron los tres mogoles.
Estos alcanzaron un terreno más elevado. En él había una casa construida de madera de hierro, cuyas paredes laterales se cerraban con grandes postigos desmontables.
Quitados éstos, circulaba libremente el aire por sus habitaciones.
En la principal de la casa se encontraban, en aquel momento, una media docena de amarillos. Su actitud llamaba la atención, por lo envarada.
Apenas movían un músculo y cuando se rebullían, lo hacían lenta y cuidadosamente, como si tuvieran miedo de romper algo. Sugería la idea de algo que les inspirara un terror mortal.
Los mogoles se incorporaron a tan solemne asamblea con gritos atronadores de júbilo.
—¿Dónde está Tom Too, hermanos? —interrogaron—. ¡Le traemos noticias frescas, buenas, excelentes noticias!
Tal era su entusiasmo, que no repararon en el aire aterrorizado de los presentes.
—Tom Too no está aquí —dijo uno de ellos con voz chillona.
—¿Adónde ha ido?
—No lo dijo. Se fue.
Los tres mogoles no pudieron callar por más tiempo.
—¡El hombre de bronce ha muerto! —exclamaron. Y uno de ellos explicó—: No era tan inteligente como pensábamos, sino un bobo. Creyó a pie juntillas que iba a salvar a sus amigos, pues no sabía que hubieran muerto a causa de los gases asfixiantes y se encaró con los perros que se han levantado contra Tom Too y les echó un discurso para explicarles quién era y cómo iba a darse muerte. Pero uno de los perros le cortó la cabeza con su espada y quemó su cuerpo en una tienda. Nosotros presenciamos cómo le abrasaban las llamas y en el bolsillo llevo un pedazo de hueso medio consumido, que quizá desee guardar Tom Too como recuerdo. ¿Dónde está el amo?
—¡Se marchó! —insistió uno de los oyentes, chillonamente.
Los tres mogoles advirtieron de pronto la tensión que reinaba en el aposento y que les sorprendió no poco.
—¿Qué os sucede, hermanos, que tembláis como la hoja en el árbol?
—¡Temen recibir en su cuerpo una lluvia de plomo! —replicó en «slang» una voz neoyorquina.
Súbitamente se descorrió una cortina en el fondo de la sala y surgieron de detrás de ella cinco hombres.
Cada uno de ellos empuñaba un arma mortífera: una ametralladora en miniatura, poco mayor que un revólver.
Eran Monk, Renny, Long Tom, Ham y Johnny: los amigos de Doc Savage.
Los tres mogoles habían visto la luz en un ambiente de violencia y muerte.
Conocían a aquellos cinco hombres, sabían que eran enemigos mortales de hombres como ellos y decidieron vender caras sus vidas.
Sus manos amarillas buscaron apresuradamente un arma: cuchillos y revólveres.
La otra media docena que permaneciera sentada y temblando por hallarse amenazada por las ametralladoras de los hombres de Doc, decidió ayudar a los mogoles.
Habían sido desarmados, pero miraron en torno y se apoderaron los unos de sillas, los otros de las patas de una mesa arrancadas en un abrir y cerrar de ojos, quien de una botella de vino.
Por cierto que antes la rompió y se sirvió de su parte cortante como de una daga.
La habitación se convirtió en un campo de Agramante. Relucían los cuchillos; los puños subían y bajaban; vomitaban fuego los fusiles; los bastones hendían las cabezas.
Los hombres blancos concentraron toda su atención en los tres armados mogoles. Dos de ellos sucumbieron al fuego, por ráfagas de las ametralladoras. Monk se las hubo con el tercero.
Un revés de su velluda diestra le arrancó el revólver de la mano y lo envió al otro extremo de la habitación.
El mogol le asestó un tajo con el cuchillo. Monk evadió el golpe con una ligereza asombrosa y le largó un soberbio puñetazo.
Tan terrible fue éste, que el mogol dejó caer el arma, vaciló un instante, como si estuviera borracho y cayó.
Ham arremetió contra un hombre de ojos oblicuos que blandía la pata de una mesa. Esgrimía vivamente la espada, deteniendo los terribles golpes que le descargaba su contrario con hábiles paradas.
Poco después saltó atrás el amarillo. Tenía rotos los ligamentos de la mano.
Pidiendo a gritos clemencia, se refugió en un rincón.
Renny hizo papilla una nariz con sus puños formidables. Long Tom y Johnny cargaban contra sus respectivos contrarios. Todavía no habían empleado sus armas, aún así eran dignos oponentes de los piratas.
La lucha concluyó súbitamente como había comenzado. Los corsarios, faltos de estímulo, alzaron los brazos y se unieron al contrincante de Ham, en sus gritos de ¡clemencia!
—¡Vaya unos tíos chillones! —comentó Monk—. ¡Ni siquiera saben luchar hasta que se le calienta a uno la sangre!
Levantó del suelo el único mogol que quedaba con vida y gruñó:
—Conque creísteis que habíamos aspirado el gas, ¿eh? Pues no, señor: le soltasteis en el bosque, confiando que el viento le llevaría hacia nosotros, mas oímos caer muertos a los pájaros y esto nos advirtió del peligro que corríamos. Nadamos hasta el avión (tan oscura estaba la noche, que no valía la pena de esconderse) y nos estuvimos calladitos, escuchando vuestra conversación.
Las pupilas del mogol giraron en sus órbitas por toda respuesta.
—Por ella nos enteramos —prosiguió diciendo Monk—, de que Tom Too poseía aquí una guarida. Entonces construimos con dos troncos una almadía y llegamos a remo hasta aquí. Confiábamos en que vendría Tom Too y por ello hemos detenido a estos caballeros.
Ham se encaró con él y dijo, blandiendo el estoque:
—¿Conque éste es el pájaro que se ha jactado de poseer un pedazo de hueso del esqueleto de Doc? ¡A ver, que lo muestre!
Monk registró al prisionero y extrajo el hueso mencionado de uno de sus bolsillos.
Johnny, el arqueólogo, le examinó con atención… y soltó una carcajada formidable.
—¡Es un hueso de los que sirven ordinariamente para hacer el caldo: un hueso de vaca! —exclamó, una vez pasado el acceso de hilaridad.
—Conque, así, Doc no ha muerto, ¿eh? —interrogó Monk, sonriendo.
—Ya lo podíais suponer —repuso el propio Savage, desde la puerta de la sala.
Grandes exclamaciones de placer acogieron su presencia.
—¿Cómo te las has compuesto para hacerte pasar por muerto? —quiso saber Monk.
—Valiéndome de la treta tan conocida de los espejos —replicó Doc—, para hacer creer que me habían cortado la cabeza. Uno de los piratas estaba en el secreto (le pagué bien) y dejó caer su espada sobre un saco lleno de lana empapada de tinta roja.
—¡Eh! —exclamó, interrumpiéndole Monk—. ¿Y cómo saliste de la tienda?
—Pues al prenderse fuego, la espolvoreé con unos productos químicos que producen mucho humo. Sobre ella pendía una larga rama. Previamente había yo pasado por ella un cordel de seda muy fino, de modo que era invisible a simple vista por el humo, llevándome los espejos.
—¿Habéis dado ocasión a Tom Too de que se escabullera? —interrogó Doc.
Ham dio, distraídamente, un golpecito sobre el estoque.
—Es posible —replicó—. En la playa nos encontramos con dos piratas, luchamos con ellos y los demás vinieron a ver qué pasaba. Quizá fuera Tom Too detrás de ellos, viera que nos desembarazábamos de su banda y huyera.
—¡Pero, no es posible que haya salido de la isla! —rezongó Monk—. Hemos requisado toda la costa y no hemos visto ninguna embarcación.
Y un solo hombre no puede manejar la almadía de troncos que hemos construido.
La increíble habilidad de Doc para observar cualquier movimiento que se originaba a su alrededor, había dado ya inmejorables resultados.
En aquellos momentos tornó a manifestarse con éxito.
Su vigoroso cuerpo se ladeó de pronto, se agachó.
El espacio que había dejado vacío, fue atravesado por una bala. El estampido de un fusil sonó entonces en el bosque, despertando dormidos ecos.
—¡Tom Too! —rugió Renny.