XVII
El hundimiento del Yacht

La horda amarilla corrió como un solo hombre a las lanchas. Los primeros en alcanzarlas tomaron asiento con el consiguiente disgusto, ruidosamente expresado, de los que se habían quedado rezagados, y entonces se inició un proceso de selección natural en que los más fuertes llenaron las embarcaciones y los más débiles fueron separados de ellas por otros piratas de ínfima categoría.

Cada uno de aquellos demonios de ojos oblicuos estaba deseoso de llegar cuanto antes junto a Tom Too, el pirata más famoso que ha infestado los mares de China.

Haber tomado parte en su asesinato era un honor, algo digno de jactarse junto a los nietos cuando se fuera un viejo inútil, bueno únicamente para sentarse a la sombra del mercado del pueblo a mascar betel o sus frutos.

Un desdentado gigantón, cuyos grandes aretes de latón se balanceaban junto a los poderosos músculos de su cuello, agarró a Doc por la cintura y trató de desalojarle de la lancha mayor y más ligera de las siete que componían la flotilla.

Pero no contaba con la huéspeda. Sin saber cómo, retrocedió tambaleándose y llevándose ambas manos a la mandíbula, que le dolía como si hubiera tratado de masticar un puñado de dinamita, estallando ésta durante el proceso.

Doc no tenía intención de quedarse atrás. Quería ver a Tom Too, asegurarse de que no destruiría con sus palabras el efecto producido por su propio discurso sobre los corsarios.

—¡Adelante, hijos míos! —dijo uno de los piratas.

Y las lanchas volaron sobre las aguas de la bahía, manteniendo un estrecho contacto.

Ahora se le ofrecía ocasión a Doc de observar el resto de la flota pirata.

Los buques anclados en la bahía sumarían en total una veintena y la luz rojiza del alba les bañaba de un tono encendido y siniestro que parecía sangre.

Muchos de ellos eran juncos chinos, de líneas perfiladas, altas popas y rodas salientes.

Estaban hechos para parecer más pesados por arriba que por abajo, debido a sus altos masteleros y sus velas al tercio.

Sus timones, que a veces no eran más que un simple remo gigante, se hundían descuidados en el agua.

Muchos sampanes se mezclaban a los juncos, tan pequeños, que se podían confundir fácilmente con un esquife.

Unos eran impelidos por medio de velas; otros por medio de remos y todos tenían su cámara de techo de estera en la popa.

El resto de la flota se componía de goletas y de balandras de más prosaica forma.

—¡Tom Too embarcación! —cantó en un inglés infantil uno de los piratas—. Atravesará bahía en «chop-chop».

Las doradas pupilas de Doc la valoraron de una ojeada.

Era linda como un juguete y más propia de un millonario que de un pirata.

Tenía cincuenta pies de cámara. Su casco brillaba como marfil pulido, la caoba de su arboladura despedía cálido lustre. Por doquier brillaba el latón de sus dorados.

Varios amarillos se hallaban de pie en la cámara acristalada.

—¡No perdamos tiempo en charlar! —gritó furiosamente un pirata—. ¡Acabemos pronto nuestra tarea!

El grupo de lanchas se extendió en forma de media luna. Nadie disparó hasta llegar a menos de doscientos pies de distancia del lindo yacht.

Sólo entonces iniciaron el fuego los «Maxim», con estruendo atronador.

Todos ellos se estremecían y humeaban, se engullían las municiones, escupían cartuchos vacíos.

Media docena de amarillos les asían desesperadamente para impedir que la sacudida de su retroceso les hiciera salirse de la línea de blanco.

Semejantes a taponazos secos eran los disparos de las pistolas automáticas; los rifles causaban destrozos sin cuento cada vez que hablaban.

Doc presenció cómo disparaba sobre el yacht una lluvia de chinas el antiguo fusil de bambú.

La tormenta de plomo hizo añicos los cristales de la cámara.

Los amarillos que la ocupaban, cogidos de sorpresa, yacían en ella revueltos en sanguinolento montón.

—¡Hundid balquito! —aulló un corsario—. ¡Ablidle un agujelo en el casco!

Todas las armas apuntaron en dirección de la línea de flotación del yacht.

Su forro se hizo astillas, se desintegró. Por el agujero abierto penetró el agua a chorros. El buque se inclinó de banda.

De súbito, sonó una espantosa explosión en sus entrañas y se astilló todo el casco. Una bala había caído sobre un explosivo, dinamita probablemente, guardada en la pequeña bodega.

El yacht se hundió con pavorosa rapidez. Sólo apareció sobre el agua un rostro amarillo, pero el nadador fue asesinado a sangre fría.

—¡Tom Too ha ido a reunirse con sus antepasados! —gritaron alborozados los piratas.

Doc hubiera querido preguntar cuál de los amarillos reunidos en la cámara del yacht era Tom Too, mas no podía hacerlo, pues los piratas suponían que le conocía ya.

Las lanchas surcaron en todas direcciones el lugar de la catástrofe, pues deseaban recoger el cadáver de su jefe.

Más de un perillán de ojos oblicuos expresó el profano deseo de poseer sus orejas como recuerdo.

Bromeando alegremente a su costa, convinieron, caso de hallar su cuerpo, en ahumar la cabeza y empalarla para que la viera todo el mundo.

También se discutió acaloradamente sobre quién había sido el matador de Tom Too. Muchos sostenían que no estaba en el puente, sino que había permanecido abajo, escondido como un cobarde y por consiguiente le había matado la explosión.

Fuera como fuese, la verdad es que no se halló su cadáver, y, un tanto disgustados, regresaron los piratas a su campamento para festejar los acontecimientos.

Allí se consumió mucho vino de la China, se prepararon muchos platos de «kaoliang» guisado con arroz y los que poseían opio lo compartían con los que no tenían. Constituyó un festín memorable.

Doc se apartó de la mesa a la primera ocasión. Su obra estaba consumada.

Se reuniría a sus camaradas, volarían todos juntos a Manila y allí ayudaría a Mindoro en su tarea de detener la avalancha que iba a caerle encima con los desmandados piratas.

Con sordos gruñidos y siseos apagados se lanzaron sobre él hombres de ojos oblicuos, apenas se hubo alejado cincuenta metros del campamento.

Le atacaron en silencio, a pesar de llevar revólver y los bolsillos repletos de bombas de mano. Sin embargo, utilizaron espadas cortas y curvos kris.

Era evidente que pretendían acabar con él sin llamar la atención del campamento pirata.

Doc saltó hacia atrás. A sus pies había casualmente una caña de bambú tan gruesa como la muñeca de un hombre.

La cogió y con ella descargó un palo tal sobre su primer asaltante, que le hizo rodar por tierra.

Y como a los hombres aquellos no les convenía el ruido, decidió hacerlo él.

—¡Auxilio! —gritó con su simulada voz chillona—. ¡Auxilio!

Instantáneamente salieron del campamento los piratas.

Los asaltantes de Doc renunciaron a proceder calladamente y echaron mano de las armas de fuego.

De un salto púsose Doc fuera de su alcance y se ocultó tras del tronco de un árbol gigante.

En él se incrustó la descarga, pero ninguna bala le tocó, pues el tronco le ocultaba enteramente.

Éstos se lanzaron al asalto, rodeando el árbol desde todos sus puntos.

Mas apenas llegaron junto a él se detuvieron, restregándose los ojos.

Su presa se había desvanecido como por encanto. Las ramas del árbol crecían a unos cuarenta pies del suelo, por lo cual, a no ser una ardilla, ningún ser humano hubiera podido trepar por aquel tallo tan liso.

Y cuando se les ocurrió levantar la vista, el follaje espeso de la copa se había tragado a Doc.

Uno de ellos lanzó una granada a los pies de los piratas que llegaban corriendo. La explosión mató a dos hombres. Sucedió una lucha sangrienta, pero breve, en la que ni se dio ni se esperó cuartel.

Cuatro minutos más tarde no quedaba con vida ninguno de los hombres que habían atacado a Doc Savage.

Doc se dejó escurrir tronco abajo.

—Tlataban de matalme —explicó a los piratas—. ¿Quiénes elan? ¿Cómo han llegado hasta aquí?

Se había expresado en inglés chapurreado, por lo que le respondieron del mismo modo.

—¡Peltenecían a la gualdia palticulal de Tom Too!

Una luz acerada brilló en las ambarinas pupilas de Doc.

—Mas ¿cómo han llegado a la isla?

—Lo ignolamos.

Entonces se registró la parte de bosque aneja al campamento sin hallar a nadie al acecho. Los piratas regresaron al campamento y allí reanudaron el festín, aunque no tan alegremente como comenzaron.

Pensaban cómo era que se encontraban en la isla los hombres encargados personalmente de la custodia de Tom Too.

También a Doc le traía preocupado el hecho. Sin saber por qué albergaba una duda terrible: ¿habría muerto Tom Too realmente?

Una hora después supo la verdad.

Hallábase separado de los piratas cuando se le aproximó un amarillo arrugado.

—Para ti —dijo sonriente.

Y le presentó un cilindro de bambú. Dentro había, arrollada, una gruesa hoja de papel cubierta de caracteres de escritura.

Hombre de bronce:

No se atrapa al zorro tan fácilmente como crees —leyó Doc—. Desconfiando de tus manejos envié mi yacht con su tripulación a la bahía. Yo no iba en él.

Al aterrizar con mi avión junto a la punta septentrional de la isla, me favorecieron los dioses poniéndome delante a los cinco hombres que vagaban por allí.

Total: que además de los tres prisioneros que retuve por tanto tiempo en mi poder, poseo ahora otros dos.

Tu vida será el precio de la suya. Mas, no quiero que te rindas. Eres demasiado peligroso…

Tú mismo te quitarás la existencia ante todos los piratas del campamento.

Yo haré que te observen y cuando me digan que has muerto, pondré en libertad a tus camaradas.

Adivino que desconfiarás de mi palabra. Te aseguro que sabré hacerle honor por esta vez.

Tom Too.

Doc concluyó la misiva sin que su semblante variara de expresión y el mensajero se alejó. Doc le dejó marchar sin haberle mirado aparentemente una sola vez.

El oriental se mezcló al grupo formado por los piratas del campamento y fue escabulléndose. Era evidente que deseaba perderse de vista.

En varias ocasiones miró furtivamente en dirección al gigante tostado a quieto acababa de entregar un mensaje.

Doc no le prestaba atención. Entonces se metió por entre dos tiendas de estera y salió del campamento.

Penetró en el bosque por su parte más poblada, adoptando toda suerte de precauciones.

Cada vez que cruzaba un claro se detenía en el lado opuesto un momento para mirar atrás. Ni una sola vez descubrió nada alarmante.

Y sin embargo, era seguido. Doc Savage viajaba por los caminos aéreos del bosque, valiéndose del sostén que le prestaban ramas y lianas entrelazadas.

Su fuerza poderosa, su agilidad sorprendente le facilitaban el paso por un camino peligroso y traicionero.

Entretanto el arrugado mensajero había apretado el paso. Por la entrega del mensaje se le había ofrecido una buena recompensa.

EL propio Tom Too le había dicho dónde la hallaría: en el tronco hueco de un árbol del que ya no distaba mucho.

Llegado que hubo junto a él, introdujo la mano en la cavidad abierta y extrajo de ella un paquete pesado y voluminoso.

—¡Abulta como si tuviera muchos pesos dentro! —exclamó gozoso.

Y codiciosamente rasgó su envoltura.

De ella surgió un cárdeno relámpago, un Leviatán de fuego que pareció devorar el cuerpo del oriental y después una columna de humo negro, de la cual salieron disparados, como arrojados por el monstruo, los restos esqueléticos del infortunado amarillo.

El paquete contenía una bomba.

Tom Too había dispuesto las cosas de modo que su mensajero no pudiera guiar a la persona que fuera en su seguimiento al lugar donde estaba escondido.