Aquella noche se cernió sobre la tierra un velo denso de negros nubarrones que navegaban por el espacio a una altura considerable.
Cálida, tenebrosa, como el aliento de un monstruoso carnívoro, acechaba debajo de ellos la oscuridad.
Era temprano todavía. Brillaban luces a través de los resquicios abiertos en las paredes de las chozas y aquí y allá flameaba, en ocasiones, una antorcha llevada por un isleño a quien precisaba salir de noche.
Sobre la isla, debajo de los nubarrones, volaba un avión.
Esa embarcación aérea era anfibia: el tren de aterrizaje se plegaba bajo el fuselaje cuando se deseaba amarar.
De una sola vez podía transportar dieciséis pasajeros.
Seis llevaba en aquellos momentos: Doc y sus amigos.
Mindoro se había quedado en Manila. De momento había hecho alguna oposición, pero Doc le había convencido de que debía quedarse, pues era muy importante que reuniera sus fuerzas leales y se preparara al resistir el coup d’état de Tom Too.
Ante todo debía colocar una guardia de fieles servidores en torno al presidente de la Unión para que no fuera envenenado.
Después apartaría de su lado a los doctores sobornados por Tom Too, para que en caso de muerte proclamaran que había sido producida por un ataque al corazón.
Doc no había decidido aún el castigo que debería imponérseles, pero sería duro.
En cuanto al avión, no había sido difícil proporcionarse uno. De ello se había encargado Mindoro.
Renny llevaba el volante y por cierto que no era fácil tarea, ya que dado el estado de la atmósfera era imposible divisar el cielo ni tampoco la configuración del terreno que tenían debajo.
Doc se encargaba de los mandos. Había cursado la carrera de piloto tan intensivamente como estudiaba todo.
Su experiencia era muy grande en materia de aviación y todo el mundo reconocía su habilidad asombrosa en el manejo de los mandos.
—La embarcación de Toro Too no da señales de vida —observó Long Tom.
Había esperado hallar su posición mediante el compás, pero no podía conseguirlo.
—¡Qué lástima! —exclamó, decepcionado—. ¡Tan bien como nos hubiera ido!
Mas, debido a la oscuridad de la noche, no cabía esperar que se pudiese divisar el buque que llevaba al capitán pirata al lado de sus hombres acampados en la isla Cabeza de Tiburón.
—¡Ya llegamos! —anunció Renny, tras de estudiar los números que acababa de trazar sobre un papel.
—¿Les inspirará recelos la presencia del avión? —quiso saber Ham.
—No. Probablemente estarán acostumbrados a oírlos —replicó Doc—. Muy cerca de aquí se halla la vía aérea de Manila a Hong-Kong.
Transcurrieron varios minutos, el aparato devoraba las millas: dos por minuto y después:
—¡Hemos llegado! —exclamó la voz potente de Renny.
Bajo la nave aérea habían surgido, súbitamente, las hogueras de un campamento. Se contaban a docenas y a causa de la distancia semejaban chispas luminosas.
Monk utilizaba los anteojos.
—Sí, ahí están los piratas. Diviso a algunos de ellos —dijo.
—Toma los mandos —ordenó Doc a Renny.
Renny obedeció. Era un piloto excelente, como todos los camaradas de Doc.
—Bueno, ¿habéis entendido bien lo que tenéis que hacer? —les dijo Doc—. Por si acaso os lo repetiré. Volad muy alto, hundíos en las nubes hasta estar seguros de que ya no se oye desde tierra el zumbido del motor. Amortiguadlo luego y descended en silencio sobre la pequeña bahía que hay al septentrión de la isla.
—Así lo haré —dijo Renny—. Los piratas se hallan acampados al Sur, junto a una segunda bahía mayor que la primera.
—¿De veras deseas que nos apartemos de ellos? —refunfuñó Monk.
—Hasta que tengáis noticias mías, por lo menos —repuso Doc Savage.
Llevaba pasadas por los hombros las correas de un paracaídas y así se dejó caer del avión con la misma indiferencia con que atravesaba el portal de su casa, en Nueva York, para salir a la calle.
Ya en el espacio tiró del cordón y con un sonido semejante al que produce el batir de unas grandes alas, se desplegaron los pliegues sedosos del paracaídas.
El ligero vaivén que la acompañó no afectó lo más mínimo a Doc.
Asiendo los tirantes del paracaídas, tiró de ellos de un lado, situando así el paraguas en la dirección requerida.
Las cartas de navegar en que aparecían particularmente los miles de islas, pequeñas y grandes, que componen la Unión de Luzón, traían una descripción detallada de la isla Cabeza de Tiburón.
Esta era baja, fangosa, y de una milla de longitud, por media de anchura.
Su nombre se originaba de la bahía que se hallaba al extremo de su parte más baja, cuya forma se aproximaba un tanto a la cabeza de un escualo.
Doc cayó en las orillas de esta bahía, distante unas trescientas yardas quizá del campamento pirata.
Los corsarios estaban haciendo un ruido considerable. «Tam-tams» e instrumentos jadeantes de viento componían una mezcla salvaje de sonidos.
Es ésta una faceta del carácter chino.
Doc se desprendió de los hombros los tirantes del paracaídas, lió éste y se lo puso bajo el brazo.
Atravesando la espesa maleza del bosque en dirección al campamento de los bucaneros, distinguieron sus pupilas doradas unas siluetas que iban de un lado para otro, con los movimientos comunes a la acción en un teatro chino.
De vez en cuando se hacían mutuos y complicados ademanes con las espadas.
Por lo visto se entretenían con un juego parecido a la esgrima.
Doc se acercó a la parte arenosa de la costa, echó dentro del paracaídas varias libras de arena y lo ató como un saco.
Después entró en el agua, llevando el paracaídas y su peso.
Su piel bronceada continuaba teñida todavía con el tinte castaño que se había aplicado para disfrazarse de policía, pues no se marchaba fácilmente.
Se adentró en la bahía y allí, donde el agua era más honda, dejó caer el paracaídas. No era de creer que lo fueran a buscar a tal lugar.
Su cuerpo vigoroso se lanzó después hacia delante a tal velocidad que dejó tras de sí una estela de espuma y, una vez cerca de la orilla, avanzó directamente al campamento, que, señalado por numerosas hogueras, se hallaba próximo a la playa.
Cuando distaba de él unos metros, lanzó un grito poderoso. Su voz había sufrido una transformación. Tenía un timbre agudo, chirriante: era la voz que iba a usar en su nuevo papel.
—¡Eh, muchachos! —gritó—. ¡Me hundo! ¡Auxiliadme!
Se le prestó una atención instantánea. Los que contendían dejaron de luchar; el resto corrió a apoderarse de sus armas.
Simulando un extraordinario agotamiento, nadó hacia la playa.
En grupo pintoresco y erizado de armas se dirigieron los piratas a su encuentro.
Doc se arrastró sobre la arena. Una veintena de hombres se arrojó sobre él con espantosos alaridos.
Ellos blandían cuchillos, uno o dos curvos krisses, espadas, pistolas, rifles y toda clase de armas modernas.
Jamás como en aquel instante patentizó Doc el dominio extraordinario que tenía de sus nervios.
Se había dejado caer en tierra como si estuviera tan extenuado que le incapacitara de hacer el menor movimiento, aun cuando se cerniera la muerte sobre él, como parecía.
—Os traigo noticias —dijo en un inglés chapurreado—. Dadme de beber. Estoy rendido, muchachos.
Los piratas tiraron de él rudamente y le llevaron junto a una de las hogueras, rodeándole allí todos.
Los que ocupaban la primera fila se sentaron en cuclillas en el suelo, para que pudieran ver los demás.
Allí había malayos, chinos, mogoles, japoneses, blancos, negros… una conglomerada colección de razas como no es posible imaginar.
A ellos se mezclaban indios tocados con blancos turbantes.
Una sola cosa poseían en común: la expresión de sus rostros, donde se leía codicia y sensualidad, dureza de corazón, avaricia, crueldad, impureza y miseria.
Separaron una de otra las mandíbulas de Doc y le introdujeron en la boca una mezcla desastrosa de «kaoliang» y arroz. Doc hizo un visible esfuerzo para tragar la mezcla.
La siguió un vino con especies, y mientras iban a buscar más, decidió que había llegado el momento de revivir.
—Mí salir de la bahía en una lancha «chu-chú» —explicó en su media lengua, con lo cual no mentía del todo, pues se había dirigido, en efecto, en una gasolinera al anclado hidroavión—. El «chú-chú» ha parado. Yo nadar. Llegar despacito a este lugar. Mí muy fatigadito.
—¿Hablas el chino, OH amigo, que has venido por mar? —le preguntó un corsario en la misma lengua.
—Sí, poderoso señor —replicó Doc, en el idioma de los mandarines.
—¿Cómo has pasado por delante de los tigres que vigilan la boca de la bahía, de nuestros hermanos que están alerta?
—No he visto tigre alguno, ilustrísimo señor —replicó Doc. Y tampoco mentía esta vez.
—¡A los tigres guardianes se les retorcerá el pescuezo! —rugió el pirata. Giró sobre sus talones y dio orden a algunos de sus compañeros para que se dieran prisa en relevar a los hombres que se hallaban de guardia—. ¿Qué te trae por aquí? —interrogó inmediatamente a Doc Savage.
—Se dice que el hombre difiere de la oveja porque sabe cuándo va a ser asesinado —dijo Doc, vagamente.
—¿Eres, por ventura, uno de los hijos de Tom Too?
—Lo he sido. Pero ahora ya no deseo ser nada de un perro que se cortaría el propio rabo, con tal de poder andar sobre sus patas traseras como una persona.
El pirata se quedó perplejo.
—¿Qué significan tus palabras, hombre enigmático? —dijo—. ¿Por qué me hablas de ovejas asesinadas y de perros que desearían convertirse en hombres?
Doc se puso de pie. No levantó la voz, porque hubiera sido impropio de un ser a quien se suponía al cabo de sus fuerzas, de un ser que había recorrido a nado una larga distancia para comunicar una noticia a los piratas.
Mas el timbre sonoro y potente de su voz salvó la distancia que le separaba del muro compuesto por los hombres de rostro amarillo, negro o blanco que le rodeaban, llegó a oídos del último de la fila.
—Me refiero a Tom Too, hermanos —confesó—. Vuestro jefe os ha asignado el papel de revoltosos para asumir él el de héroe. Esto es lo que os han dicho.
»Mas la verdad es que seréis cazados como patos silvestres en el coto de un rico propietario en las calles de Manila. Vosotros sois tan bobos que le habéis creído, suponiendo que no todos moriréis. Sin embargo, Tom Too no vacilará en sacrificaros. Os tiene en muy poco. He aquí cómo sois vosotros la cola del perro de quien se desprenderá para alcanzar el poderío de un rey.
»¿Carecéis de sentido común, para no ver que no piensa repartir con vosotros sus tesoros?
»Todo el dinero que saque de la Unión se lo chupará, poco a poco. No se repartirán grandes sumas de una vez. ¿Creéis que os hará ricos, hermanos?
¡Si estáis convencidos de ello, sois como avestruces que entierran la cabeza en la arena!
—¿Habéis oído? ¿Os dais cuenta de lo que quiere hacer Tom Too con nosotros? —dijo, furioso, el pirata a sus compañeros—. ¿Es que pretende asesinarnos, para convertirse en héroe?
—¿Por qué te figuras que estoy aquí?
—La verdad, no lo sé.
—Porque no deseo ver morir a cientos de mis hermanos —repuso Doc, gravemente—. Ahora ya estáis advertidos.
Doc se había expresado con toda firmeza, obteniendo de este modo el resultado que esperaba.
Los piratas creían virtualmente que Tom Too pretendía engañarles y no cabe dudar de que ya habían sospechado de él, puesto que su discusión iba a llevar allí a Tom Too aquella misma noche.
—Vuestro jefe viene para deciros al oído melosas palabras —continuó diciendo Doc en voz alta—. Si sois mariposas, os sentiréis atraídos por ellas: si sois hombres, atravesaréis la cabeza de Tom Too en el palo más alto del campamento, para que puedan observarle de cerca los buharros a quienes se asemeja.
Aquél era un discurso atrevido, pues una de dos: o separaría a los piratas de su jefe o les lanzaría contra él.
—Ya hemos pensado en empalarle —dijo el jefe de la banda rebelde—. Y no creas, la idea tiene sus adeptos.
Doc comprendió entonces el buen efecto que había producido su discurso.
—Tom Too llegará por mar —dijo—. En cuanto desembarque, será ocasión de poner manos a la obra.
—Prudentes palabras, OH, hermano —se le respondió.
La excitación subía de punto en el campamento de los corsarios.
Doc se había expresado en lengua mandarina, la más refinada de la China, que todos o casi todos entendían.
Los que la desconocían fueron ilustrados respecto al discurso de Doc.
Éste escuchaba y sus claras pupilas rientes demostraban lo que le divertía la explicación según la cual era Tom Too el peor de los malvados, como realmente sucedía.
—¿Cuándo llegará Toro Too a la isla, portador de las importantes noticias? —le preguntó un amarillo.
—A la hora en que sonríe el sol sobre el horizonte oriental —fue la réplica de Doc.
Fácilmente se comprendía que ya nadie dormiría aquella noche en el campamento.
De una veintena de tiendas de estera y de chozas barbadas, salía el acerado sonido estridente sobre la piedra de afilar, de espadas y cuchillos.
Era asombrosa la variedad de armas que poseían los bucaneros.
Lanzas consistentes en palos de aguzada punta, eran asimismo preparadas y endurecidas sus puntas a fuego.
Un amarillo, a quien le habían despellejado el semblante en alguna refriega pasada, se ocupaba en restaurar con todo cuidado un fusil consistente en un tubo de bambú, montado sobre una caja rudimentaria.
El arma se cargaba de la pólvora negra menos refinada y de un puñado de piedrecillas redondas de la playa, y se disparaba aplicando al oído del fusil un pedazo de yesca encendida.
Así ha sido el fusil usado en China hace miles de años. Contrastando fuertemente con armas tan primitivas, había en el campamento doce o más «Maxim» de último modelo, que disparaban quinientas balas por minuto.
A medida que aumentaba su furia, gruñían entre sí los piratas como verdaderos perros. Por una bagatela uno de ellos derribó a otro con su espada.
Su cadáver fue abandonado en un rincón.
Incluso Doc estaba aterrorizado de la sanguinaria ferocidad de aquellos orientales.
Se prepararon siete lanchas veloces para hacerse a la mar. Doc dedujo, por lo que oía, que eran las únicas de su especie que quedaban en la flotilla pirata.
El resto componíase de juncos y sampans, unas cuantas goletas y algunas deterioradas balandras.
La flota corsaria se hallaba anclada en la bahía. Debido a la oscuridad, Doc no había visto aún los buques. Probablemente constituirían un espectáculo digno de ser recordado.
Las horas pasaban lentamente. Doc se mezcló a la banda de asesinos dejando caer aquí y allá alguna palabra juiciosa.
Se podía conseguir que aquellos desechos humanos barrieran a su jefe, lo demás sería muy sencillo.
Mindoro conseguiría reunir una fuerza capaz de contender con ellos aun hallándose sometido a la influencia nefasta de Tom Too una gran parte del ejército y la armada isleñas.
Doc pensó un momento en sus cinco hombres. No se había oído aterrizar al avión y el hecho era buena señal.
En realidad, los piratas habían armado tal alboroto que bastaba por sí solo a disimular la silenciosa llegada del avión a la bahía diminuta situada en el otro extremo de Cabeza del Tiburón.
El alba se anunció por medio de una claridad rojiza que invadió el Oriente.
Los negros nubarrones se empaparon de la súbita claridad. Las aves revolotearon, cantaron o silbaron en el bosque.
La voz de un vigía sonó limpia, distinta, en la quietud del amanecer.
—¡Tom Too! ¡Ahí viene su embarcación!