XV
Hacia un rescate

Treinta minutos después, un oficial de policía vestido de caqui abandonaba la vecindad de la tienda donde Mindoro había conducido a Ham, Renny y Doc Savage.

Balanceaba su bastón con aire indolente, como si no tuviera preocupaciones; sin embargo, ganaba terreno rápidamente hasta llegar a un sector de la población destinado enteramente a la implantación de comercios y moradas chinas.

Una vez en él se aproximó a un vehículo pequeño, conocido en el país con el nombre de «calesa». El cochero se hallaba recostado indolentemente en el lomo del caballo. El policía le habló en voz baja al oído.

—¿Sabes? He cambiado de idea —le dijo.

—No comprendo —replicó el calesero.

—A mí gustar mucho los pesos —continuó diciendo con impaciencia el oficial de policía—. Tom Too los tiene. Yo los quiero. Yo venir a verte. Tú decidirás.

El rostro inexpresivo del calesero no varió de expresión.

—Siéntate, señor, en mi humilde carricoche —le dijo.

EL oficial se subió con presteza al vehículo, cruzó sus piernas desnudas y se recostó en el respaldo del asiento.

La calesa pasó rodando ruidosamente por varias calles que no pasarían por decentes alleys americanos, donde hormigueaba numeroso público procedente en parte de la bahía, en parte dirigiéndose a ella.

Manila se asemeja a un caldero en el cual haya mezclada sangre de todas las razas; sus habitantes son de inconcebibles nacionalidades y no pocos de ellos un conglomerado de los otros.

Varias veces, agentes de policía u otros ciudadanos lanzaban burlonas miradas al oficial sentado en la calesa.

Evidentemente el calesero había corrompido a más de un hombre y el mero hecho de que fuera un oficial en la calesa, indicaba que se hallaba dispuesto a recibir dinero de Tom Too.

La calesa hizo alto ante un viejo edificio de piedra.

—¿Accederás a bajar, poderoso señor? —le dijo en chino el calesero.

El desdén que expresaban sus ojillos oblicuos desmentía la lisonja que contenían sus palabras.

El oficial se apeó y fue conducido a una sucia habitación, en cuyo suelo vio sentada una vieja que con un martillo partía nueces sobre un taco de madera.

Sólo un agudo observador hubiera reconocido una señal en los tres golpes espaciados con irregularidad que dio la vieja sobre una nuez.

Se abrió una puerta en el fondo de la habitación y el calesero precedió al agente por un pasillo que olía a ratones, incienso y opio.

Ambos llegaron a un aposento bajo de techo y lleno de humo, donde se hallaban tumbados perezosamente hasta una docena de orientales.

Amontonados en el suelo y esposados unos a otros por las muñecas y los tobillos, estaban Monk, Long Tom y Johnny.

El calesero se apartó para dejar paso al oficial.

—Entra, esplendente señor —le dijo con ligero acento de ironía—. Tom Too no está aquí, pero verás a sus lugartenientes.

Instantáneamente fue empujado contra la pared. Antes de chocar con ella había perdido el sentido.

Una fuerza invisible, extraordinaria, le había golpeado la mandíbula. Por suerte, aunque rota, no fue pulverizada.

Los orientales cloquearon como gallinas en el gallinero y el cloqueo se transformó gradualmente en aullidos de furor.

Dominando el escándalo producido por la acción del oficial de policía, sonó en la habitación el canto más extraño oído hasta entonces.

Era un sonido que desafiaba toda interpretación y al propio tiempo que parecía venir de todas partes como el canto de un ave de la selva. Era musical, pero no armonioso; inspirador, pero no terrorífico.

¡Era el grito de Doc!

El montón de carne formado por los tres prisioneros se enderezó.

—¡Doc! —exclamó Monk—. ¡Por fin ha dado con nosotros!

El cuerpo del oficial de policía creció de volumen, se dilató y extendió como si dijéramos hasta asumir las formas proporcionadas del gigante de bronce.

Enseguida escupió trozos de goma que había utilizado para desfigurarse el semblante. Se lanzó hacia adelante, moviéndose con tal rapidez que parecía una sombra proyectada a través del oscuro cubil.

El primer oriental con que tropezó en su camino se le escabulló rápidamente.

Aparentemente había salido bien librado, pues Doc le había tocado apenas con la punta de sus dedos acerados, teñidos ahora de marrón.

Sin embargo cayó al suelo como si le hubieran dado una puñalada en mitad del corazón.

Un mogol tiró del revólver que llevaba al cinto. Se le enredó con la camisa que llevaba por fuera de los calzones.

Mientras peleaba por desembarazarse de ella, sonó un ruido sordo, parecido al que hace el leñador con el hacha en el acto de desgajar un árbol, y cayó en tierra.

El pesado mango de madera del bastón llevado por el oficial le había dejado sin sentido.

Otro amarillo fue tocado por Doc con la punta de los dedos, luego dos más.

Apenas el trío había sido acariciado por él, cuando se convirtió en inerte montón de trapos.

—¡Su contacto produce la muerte! —chilló un mogol.

Esta suposición era un poco exagerada.

Doc llevaba únicamente dedales de metal en la punta de los dedos, dentro de los cuales iba una aguja hipodérmica, conteniendo una droga que adormecía al instante a un hombre y le tenía durmiendo por espacio de unas horas.

Ahora bien; tan admirablemente hechos estaban dichos dedales, que sólo un examen minucioso podía descubrir su presencia.

Otro oriental cayó al suelo al mágico contacto de la mano de Doc.

Llamearon los cañones de los revólveres y sus cargas de plomo hicieron añicos la lámpara de aceite, único medio de iluminación de que disponían los luchadores.

Apagar la luz en aquellos momentos era un gran error. Con la oscuridad nació el terror. Los amarillos imaginaban percibir las caricias de los terribles dedos metálicos y se volvieron locos.

Luchaban con furia y más de una vez se hirieron unos a otros. Por separado se luchaba en tres grupos distintos.

El estruendo de las armas transformó la habitación en un pandemónium.

El pánico aumentaba por momentos.

—¡El aire del exterior es más puro, hermanos! —chilló una voz en chino.

No se necesitó más para mover a los mogoles, que corrieron a la puerta como cohetes. AL llegar a la calle compitieron unos con otros en velocidad para alcanzar la primera esquina.

La vieja que se hallaba de centinela en el primer aposento fue derribada, de momento, por los que huían, pero se rehízo y corrió tras ellos.

Tal era la excitación de Monk, Long Tom y Johnny, que andaban a la rebatiña.

Las férreas manos de Doc se cerraron sobre las esposas de Johnny, las oprimieron, tiraron de ellas, forcejearon… y saltaron rotos sus eslabones.

A Johnny no le sorprendió el hecho. En otras ocasiones había vista hacer a Doc cosas parecidas.

Los brazaletes de Long Tom cedieron también a los esfuerzos hercúleos del hombre de bronce.

Mas los de Monk eran cosa distinta. Como poseía una fuerza poco común, la suficiente para romper sus ligaduras sin ayuda ajena (sus secuestradores descubrieron esto cuando las rompió para escribir un mensaje en el espejo), le habían cargado con unas esposas y grilletes muy pesados, cuyas cadenas eran gruesas como leños.

—¿Verdad que os trasladaron a diferentes camarotes para que yo no pudiera encontraros? —le preguntó Doc.

—Nos trasladaron, en efecto, una docena de veces —explicó Monk—. Doc, me sorprende que no te hayan matado durante la travesía, pues la tripulación entera figuraba en la nómina de Tom Too, por no decir nada del enjambre de piratas que había entre los pasajeros.

Doc procedió a forzar los candados que cerraban las esposas y grilletes de Monk. La tarea no era difícil. En el plazo de unos treinta segundos caían abiertas diestramente con una ganzúa.

—El lugar no es sano para nosotros —advirtió a sus camaradas—. Dentro de unos minutos estarán aquí los hombres de Tom Too, conque, ¡andando!

Buscando, hallaron una salida en la parte posterior de la casa.

—Esas dos habitaciones son como si dijéramos el cuartel general de la organización de Tom Too en Manila —dijo Johnny a su jefe.

Su cautiverio no le había afectado mucho, al parecer. Sólo había perdido los lentes de aumento, lo que no era en realidad muy sensible, puesto que veía perfectamente con el ojo derecho.

Un ojo morado y el labio hundido eran los recuerdos que guardaba de la refriega el mago de la electricidad.

El abrigado Monk tenía la ropa destrozada, hecha jirones. Su piel rubicunda ostentaba arañazos, moraduras, golpes; pegotes de sangre ya seca salpicaban los restos del abrigo de pieles.

—Para cogernos —explicó a Doc— se valieron de un ardid. Uno de los piratas penetró tambaleándose en el despacho, fingiendo que le habían dado de puñaladas. Iba todo cubierto de tinta roja. Bajamos a la calle para atrapar a su asesino y allí nos detuvieron sus compañeros.

Los transeúntes miraban con curiosa expresión a los cuatro hombres.

Algunos les siguieron, creyendo que el oficial de policía acababa de arrestar a los otros tres, pero pronto se quedaron atrás cuando Doc apretó el paso.

Él y sus camaradas regresaron al escondite de Mindoro, describiendo un circuito.

Con alegría indescriptible se reunieron los seis hombres en la secreta y almohadillada habitación. Renny abrazó con deleite a Long Tom y Johnny, murmurando:

—¡Ya os enseñaré yo, caballeritos, a dejaros coger tontamente, causándonos tanta desazón!

Monk se frotó las peludas manos y miró con una sonrisa burlona a su camarada Ham, antes de lanzarse a su encuentro.

Ham blandió en son de amenaza el estoque.

—¡Cómo me pongas las zarpas encima, oso encadenado —le advirtió, muy serio—, te rompo las muelas!

Mindoro permanecía discretamente apartado del grupo. Sonreía un poco, siendo aquélla la primera vez en varios días que su faz registraba algo más que melancolía.

Le confortaba volver a ver reunidos a los seis hombres.

—He tenido mucha suerte —Doc contó a Mindoro—, pues estaban encerrados en el lugar a donde fui en busca de Tom Too o de sus lugartenientes para venderme, aparentemente. Yo esperaba tener que luchar más de lo que he luchado para libertarlos.

El oficial de policía con quien Doc había cambiado de indumentaria estaba aún presente y Savage le devolvió el uniforme.

El entusiasmo suscitado por su llegada había ido cediendo y Doc interrogó a los tres exprisioneros:

—¿Habéis oído algo respecto a los planes de Tom Too?

Fue Johnny, el huesudo arqueólogo, quien replicó:

—Un poco. Por ejemplo, sabemos de qué manera piensa asumir el gobierno de la Unión.

Y su explicación coincidió exactamente con los informes obtenidos por Mindoro respecto al mismo hecho.

—Los secuaces peores y más ignorantes que posee Tom Too —dijo para concluir— serán los iniciadores del movimiento. Deben ser realmente de cuidado, porque no se ha atrevido a dejarles entrar en Manila. Están acampados en una pequeña isla situada al norte de ésta, aguardando la orden que les permita entrar aquí.

—No les permite el acceso a la población —observó Long Tom—, porque teme que comiencen la revolución antes de tiempo. Su influencia sobre los piratas acampados en la isla no me parece muy poderosa.

—¡No lo es! —dijo Monk—. Yo sorprendí una conversación de la cual deduzco que los piratas de la isla están hartos de aguardar y se hallan a punto de sublevarse. Se dice que piensan hacer una incursión por su cuenta sobre Manila a la antigua usanza pirata.

—¡Sí que son ignorantes! —exclamó Ham—. De otro modo se darían cuenta de que un plan así no puede resultar bien en esta época.

—Claro que lo son —replicó Renny, sonriendo—. Tom Too pensaba dirigirse a su isla apenas pisara tierra firme. Sabe que hay que calmarlos o de lo contrario echarán por tierra sus planes de conquista.

Mindoro inquirió con viveza: —¿Cómo es ese Tom Too?

—No le conocemos —respondió con tristeza Monk—. De modo que no podemos ilustrarle sobre este punto.

—¿Cómo irá a la isla? —interrogó Doc, con presteza.

—En una embarcación.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo.

—¡Magnífico!

—¿Eh? —gruñó Monk, asombradísimo.

—Digo que, si consiguiéramos un avión, podríamos presentarle allí la batalla —repuso Doc, sombríamente—. ¿Sabéis el nombre de la isla?