XIV
Persecución

Monk estaba agachado en el interior de un bote de salvamento imponente, cubierto aún de pieles desgarradas. Pesadas cadenas le ligaban de pies y manos.

Long Tom, pálido mago de la electricidad y el huesudo arqueólogo Johnny estaban sentados a popa, frente a Monk.

Iban esposados a la manera corriente. Otros botes de salvamento y algunas lanchas aparecían en enjambre sobre las olas, próximos a Doc unos y otros.

Iban abarrotadas de hombres de color; sus bordas aparecían erizadas de armas.

Todas las miradas estaban fijas en el lugar donde se había ido a pique el transatlántico. El mar hervía aún en dicho punto.

En revuelta confusión aparecían allí sobre las olas trozos de madera, hierro, algunas sillas de sobre cubierta, muebles del salón, una o dos escotillas y otros objetos menudos como pelotas del juego de ping-pong, piezas de ajedrez, etc.

Una nube de humo procedente de las calderas que habían estallado se cernía sobre la bahía de la isla.

Doc se sumergió y nadó entre dos aguas en dirección al barquichuelo que sustentaba a sus tres camaradas.

Mas apenas desapareció su cabeza de la superficie, sonó una espantosa explosión en el agua que le rodeaba.

Las olas chocaron con su cuerpo con una fuerza formidable.

Rápidamente dejó escapar aire de su capucha y se hundió en las profundidades del océano.

Sabía lo que había ocurrido. Había sido visto por algún corsario y éste le había arrojado una granada de mano.

Doc nadó con velocidad mecánica y pavorosa. Bajo el agua no podían alcanzarle las balas de rifle, pero las granadas estallaban como bombas y constituían una seria amenaza.

Otra vez se veía obligado a abandonar a sus tres amigos pues no sabía cómo llevarles a tierra firme.

¡Chung!

Le habían arrojado otra granada. No podía estar muy distante, pues los cristales de la capucha se le rompieron y unos puños gigantes le aporrearon sin compasión.

Por fortuna salió ileso de este segundo percance.

A sacudidas se desembarazó de los lentes rotos. Ahora tendría que molestarse en tener continuamente entre los labios la espita procedente del pulmón artificial hasta subir de nuevo a la superficie del mar.

Su notable habilidad para conservar el sentido de la orientación, le sirvió de mucho en aquellas circunstancias y gracias a él pudo hallar a los hombres que habían quedado en el fondo.

Bajo el agua continuaban estallando granadas, mas, tan distantes sonaban las explosiones, que ya no podían ocasionarle daño alguno.

Doblándose como en un principio, continuaron su camino los cuatro hombres.

Doc hizo alto en un lugar despejado y agachándose escribió con el dedo sobre la arena:

—¡Tiburones! Acababa de ver un pez piloto y como es sabido, éstos acompañan o preceden a tan terribles monstruos de los mares.

Tras de la advertencia, los cuatro hombres vigilaron con los sentidos aguzados mas, por suerte no fueron molestados.

El fondo ascendía gradualmente en declive; las aguas se tornaban transparentes. Se aproximaban a la playa.

Por encima de sus cabezas hubo una conmoción… Evidentemente era una canoa automóvil que pasaba.

De súbito surgieron del agua columnas de madera cargadas de moluscos, tan espesas como los árboles de un bosque: eran los pilares de un muelle.

Doc les condujo directamente a su encuentro y ascendieron con cautela.

Nadie reparó en ellos mientras se deslizaban por la sombría espesura de los pilares.

Sobre las aguas de la bahía pasaban y repasaban embarcaciones; unas impulsadas por un motor; otras movidas por remeros amarillos.

Doc se quitó el casco de la cabeza y sus compañeros le imitaron.

—Conozco un punto en tierra firme donde estaremos seguros —dijo Mindoro—. Es uno de los «rendez vous» utilizados por mi sociedad política secreta.

—Pues vayamos a él —ordenó Doc.

Pasando de uno a otro pilar, nuestros hombres llegaron a un extremo del muelle que estaba semiderruido. Tirando de él, halló Doc que continuaba sólida su parte superior y se encaramó con simiesca velocidad hasta lo alto del muelle. Este estaba allí atestado de balas de cáñamo.

Próxima a él se abría una calle estrecha.

Sus camaradas le imitaron y los cuatro se dirigieron a la entrada de la calle… para detenerse en seco al llegar junto a ella.

La guardaba un destacamento de policía con las armas en la mano.

—¡Bueno! —exclamó Mindoro, en español. ¡Ya estamos seguros!

Ham y Renny fruncieron el ceño dubitativamente. La policía no parecía estar allí por motivo pacíficos. Y realmente no lo estaba.

—¡Fuego! —ordenó el oficial que lo mandaba—. ¡Matad a esos perros!

El pelotón aprestó las armas y apuntó con ellas al corazón de Doc Savage y sus acompañantes.

Ham, Renny y Mindoro, se sintieron asidos y echados súbitamente a un lado por el vigoroso brazo diestro de su jefe y simultáneamente un pequeño cilindro que tenía en la mano izquierda vomitó un monstruoso pelote de humo negro.

El cilindro, de metal, había salido del paquete que llevaba Doc a la espalda.

La nube de humo se esparció por el aire con velocidad asombrosa.

Los revólveres de la policía atronaron el espacio. Sus balas arrancaron esquirlas de los cobertizos del muelle. Los traidores oficiales se lanzaron a la carrera sobre la nube negra, buscando desesperadamente a los extranjeros.

Algunos conservaron la suficiente presencia de ánimo para recorrer la calle de arriba abajo, hasta que se disiparon los sombríos vapores que la envolvían.

Suponían que aparecerían allí el gigante de bronce y sus compañeros.

Pero no aparecieron.

Hasta que no se hubo disipado el humo impulsado por una fresca brisa que se levantó diez minutos después, no repararon en la puerta abierta de uno de los edificios que componían la calle y por entonces les separaban varias manzanas de Doc, Ham, Renny y Mindoro.

Mindoro estaba pálido de rabia. De vez en cuando sacudía los puños a la expresiva manera latina.

—¡Ese grupo de agentes estaba compuesto por hombres de Tom Too! —decía entre dientes—. Ello explica su proceder. Ese demonio debe tener en el cuerpo de policía a muchos de sus hombres o quizás ha sobornado a éstos para disponer así de él, cuando quiera atacar.

Doc no replicó.

Ham y Renny cambiaron una mirada recelosa. Por lo visto habían salido de una celada para caer en otra.

El complot de Tom Too tenía un gran alcance y si la policía se hallaba a su servicio, ya podía Doc prepararse a luchar denodadamente.

En aquellos momentos penetraban los cuatro en las calles más concurridas de la población.

Lo sucedido en la bahía parecía atraer a todos los habitantes de Manila. Los más curiosos corrían hacia el puerto.

Uniéndose en compacto grupo, afrontaron Doc y sus camaradas la humana corriente, evitando encontrarse con los agentes de orden público.

Mindoro les condujo a una tienda pequeña, cuyo propietario, un chino de benévolo semblante, le acogió con una sonrisa.

Después ambos cambiaron unas palabras en chino.

—Volverte a ver —murmuró el celestial— es como presenciar la salida del sol después de una larga noche sin luna. Tu esclavo supone que deseas utilizar el pasadizo secreto, ¿no es eso?

—Justamente —replicó Mindoro.

En la trastienda había un gran batintín de latón, semejante por su forma a un platillo colosal.

Apartole el chino, se abrió un trozo de pared y Doc y sus compañeros bajaron por una escalera secreta.

Después de dar vueltas y revueltas, fueron a parar a un pasadizo tortuoso, que finalizó en otra escalera y de ella pasaron a una habitación sin ventanas.

Allí el aire estaba perfumado. Olía vagamente a incienso. Ricas tapicerías pendían de las paredes; gruesas alfombras cubrían el suelo; muebles confortables la adornaban.

Aneja vieron una despensa llena de alimentos curados y en conserva.

Adosada a la pared había una estantería repleta de libros.

Un moderno aparato de radio, equipado para la recepción de onda larga y corta, completaba la instalación.

—Este lugar es uno de los más retirados que posee nuestra asociación —explicó Mindoro a sus acompañantes.

Ham no había dejado de la mano ni un momento su estoque. Utilizolo en aquellos momentos para palpar el mullido de una butaca, como deseando apreciar su blandura y preguntó a Mindoro:

—¿Cómo se les ocurrió a ustedes organizar una sociedad secreta? No puede imaginarse lo que me preocupa el hecho. ¿Esperaban algo por el estilo de lo que está sucediendo?

—No, por cierto —replicó el interrogado—. Es una costumbre del Oriente.

Nosotros no hacemos las cosas como ustedes los americanos, por las calles y a son de bombo y platillos, aunque desde luego se guardó secreto respecto de nuestra asociación para mayor seguridad. Lo primero que hace todo aquél que sube al poder es, naturalmente, barrer a sus enemigos o contrincantes políticos. De todos modos, en el Oriente no se consideran las asociaciones secretas con la prevención que os inspiran a los «yankees».

—Yo desearía saber cómo marchan aquí las cosas actualmente —manifestó Doc Savage.

—Pronto lo sabrá, pues voy a salir ahora mismo —repuso Mindoro.

—¿No correrá peligro?

—No, tranquilícese. No iré muy lejos… sólo a despachar mensajeros a mis asociados.

Antes de partir Juan Mindoro, mostró a Doc tres salidas secretas que poseía la habitación, además de la que ya conocían, para que las usaran en caso necesario.

—Las paredes están acolchadas —advirtió por último—, de modo que pueden abrir la radio si gustan. Tenemos más de una emisora en Manila.

Uno de los ocultos pasadizos se lo engulló.

Doc enchufó la radio. Era un potente aparato que captaba el extranjero: China, Japón y Australia, inclusive. Doc buscó una de las estaciones locales.

En inglés hablaba precisamente en aquellos momentos el radiolocutor.

—Interrumpimos nuestro programa musical —decía— para leer el boletín impreso por orden del jefe de policía. En él se relata el hundimiento del «Malay Queen», ocurrido en la bahía hace unos minutos. Parece ser que un grupo de cuatro desesperados criminales, fue sorprendido a bordo del buque. Se trató de arrestarles, pero hicieron resistencia y a pesar de que muchos pasajeros se sumaron a la tarea de capturarlos, consiguieron refugiarse en la bodega. Allí hicieron estallar una bomba que hundió el buque.

—¡Por el toro sagrado! —exclamó Renny, sin poder contenerse—. ¡Vaya una sarta de mentiras con que explican esos bandidos lo ocurrido!

—¡Tom Too es un tío muy listo! —observó Ham, con la admiración sin reservas que siente un ágil pensador por otro que no lo es menos.

—Debido a la previsión del prudente capitán Hickman, los pasajeros fueron llevados a tierra antes de que los cuatro criminales hundieran el «Malay Queen» —siguió diciendo la voz desde la emisora—. Por desgracia, han hallado la muerte varios valerosos mogoles que prestaron generosamente su ayuda a la oficialidad del buque.

—¡Pues señor: ahora resulta que la banda de Tom Too está compuesta de héroes! —gimió Renny.

—¡Atención! —exclamó de pronto el locutor—. Se nos comunica que los cuatro criminales han tocado tierra sanos y salvos en un punto de la bahía, de modo que se hallan en Manila a estas horas. Se desconocen sus nombres, pero he aquí sus señas personales.

Y a continuación, el radiolocutor hizo una descripción detallada de Doc, Ham, Renny y Mindoro.

—Estos hombres son criminales empedernidos —dijo para terminar el locutor— y la policía tiene orden de hacer fuego sobre ellos apenas les eche la vista encima. Además, el capitán del «Malay Queen» ofrece diez mil dólares de recompensa por la captura de cada uno, sea vivo o muerto… Preferiblemente muerto.

La emisora tornó a radiar el programa musical y Doc buscó otra estación de las de onda corta: la particular de la jefatura de Policía.

Por lo visto, el servicio se hacía en Manila al estilo moderno, pues en la mencionada estación se repetía la descripción de Doc y de sus acompañantes, así como la orden de hacer fuego sobre ellos a simple vista.

—Son amabilísimos estos señores —observó Renny, secamente.

—Y muy duros —manifestó Ham, con un resoplido—. ¡Jamás me he visto metido en tan peligroso enredo!

Mindoro trajo una cara muy larga a su regreso.

—La situación es grave —dijo—. Mis asociados han conseguido apoderarse y hacer hablar con amenazas a uno de los mogoles de Tom Too y parece ser que éste está dispuesto a apoderarse del poder.

—¿De qué manera? —interrogó Doc.

—Los médicos que atienden al presidente de la República están sobornados —explicó Mindoro—, de modo que, cuando sea envenenado, certificarán que ha muerto de un ataque al corazón. En cuanto la noticia se difunda por la población, estallará el motín cuyos instigadores serán los hombres de Tom Too, en cumplimiento de sus órdenes.

»Éste asumirá el mando de la policía, pues muchos agentes están sobornados ya y el resto se hallan a su servicio desde antes de ingresar en el cuerpo, y con mano férrea dominará el motín provocado por él mismo. Los periódicos y la radio se encargarán de difundir sus alabanzas por todo el país.

Se hablará de él como de un hombre de firme voluntad, que se encarga de solucionar la crisis, y la buena fe del público le ayudará a escalar la cima del poder.

—¿Será posible que hoy en día se puedan llevar tales planes a cabo? —exclamó, indignado, Ham.

—¡Hum! Pues son los métodos de un pirata —observó Renny.

—Tom Too es su moderna edición —observó Doc, con acento seco—. Si penetrara en la bahía con sus buques de guerra, como hacían los antiguos corsarios, no alcanzaría la primera base. La barrerían probablemente el ejército y la armada de la Unión y, si ellos no lo hicieran, aniquilaría su escuadra una flota extranjera de buques de guerra. Tal sería su fin.

Un mensajero, vigilante del cuerpo de policía local en quien confiaba Mindoro, llegó en aquellos momentos, con un surtido completo de prendas de ropa para los cuatro refugiados.

Doc le estudió con interés. El uniforme de oficial consistía en unos pantalones caqui, que terminaban sobre sus rodillas, camisa y chaqueta del mismo tono y un salacof blanco. Iba desnudo de pie y pierna.

—¿Ha procurado sobornarle Tom Too? —le preguntó Doc.

—Más de una vez —replicó el oficial, en inglés chapurreado—. A mí no gustar y decírselo así.

—¿Para el caso de que variara de opinión, le dijeron a quién debía dirigirse? —siguió preguntando Savage.

—Me dijeron vendría un hombre a verme si quería tomar Tom Too dólares —replicó el oficial.

—Comprendo —murmuró Doc.

Sus pupilas doradas descansaron en sus compañeros.

—¡Tengo una idea, amigos! —les manifestó dulcemente.