XIII
La fuga por el mar

Un súbito silencio sucedió al fuego graneado sobre cubierta y al cabo sonaron voces cantarinas. Ham y Renny aplicaron, interesados, el oído.

Los jefes del grupo amarillo daban órdenes a sus hombres en los dialectos hablados en Mongolia, Indostán, Kuang-Tung, China y también en un inglés chapurrado.

—¡Caramba! ¡No parece sino que se ha volcado sobre nosotros el Asia entera!

—Lo que me sorprende es la variedad de gentes que hay aquí —repuso Ham—. En Nueva York tuvimos que contender solamente con mogoles o con mestizos de mogol.

—Los mogoles son los hombres de confianza de Tom Too —explicó Mindoro—, y por ello les llevó a Nueva York.

Mientras conversaban había hallado Doc sus baúles y abría uno de ellos.

Sobre la bandeja aparecieron instantáneamente dos cajas llenas de pequeños cartuchos de gran fuerza explosiva.

Con una mano asió Doc una por el borde y con la otra tiró de él. La madera cedió a la presión de sus dedos vigorosos, como sí fuera de cartón.

Mindoro, que le estaba observando, contuvo una exclamación de sorpresa.

La fuerza increíble que poseía Doc en las manos le dejaba mudo de estupor siempre que tenía ocasión de comprobarla.

—¡Ojo, Renny! —advirtió Savage—. Arriba están hablando de arrojar por la escotilla una granada de mano.

Esta vez tocole a Renny el turno de quedar sorprendido, pues no podía comprender cómo se las había compuesto el jefe para oír aquella orden dado el barullo que tornaba a imperar sobre cubierta.

Miró a lo alto, esforzando la vista hasta que le dolieron los ojos y en efecto: por el aire avanzó una granada en dirección de la escotilla.

Tronó el revólver ametralladora de Renny. Su bala tropezó con la granada antes de que cayera y la hizo estallar.

Renny era, probablemente, uno de los más expertos fusileros que hayan manejado el gatillo. En sus manos permanecían inmóviles incluso los revólveres ametralladoras inventados por Doc.

La granada estalló, conmoviendo las capas inferiores del aire, pero no causó daño alguno. Sólo un fragmento golpeó con tal fuerza en la cota de Renny, que le hizo toser.

Doc, Ham y Mindoro habían buscado protección entre los baúles y maletas del equipaje.

—También podemos tomar parte en ese juego —dijo Doc, secamente.

Abrió el segundo baúl, sacó de su interior granadas de mano del tamaño de un huevo de pava, aproximadamente, y con un movimiento rápido lanzó dos sobre cubierta.

Los dos estallidos simultáneos originaron un grito angustioso, un grito de agonía que escapó de los labios de los orientales. Se retiraron entonces a corta distancia y derramaron sobre la abierta escotilla una nube de balas.

La cosa continuó por espacio de unos minutos, al cabo de los cuales se cerró súbitamente la escotilla, con ruido de cadenas, empleadas, sin duda para asegurar su cubierta.

Una lámpara de bolsillo apareció en la diestra de Doc Savage y ella disipó en parte la oscuridad que reinaba en aquellos momentos en la bodega.

Rápidamente examinó todas sus escotillas.

—¡Nos han encerrado!

Mindoro lanzó una interjección. En su cólera alternaba palabras españolas con inglesas.

—¡Esto es increíble! —exclamaba—. ¡Es absurdo que suceda una cosa semejante en uno de los más suntuosos transatlánticos que recorren el Pacífico!

—Absurdo desde nuestro punto de vista —gruñó Renny—. Pero apostaría cualquier cosa a que los piratas lo encuentran muy natural. De igual modo proceden en las costas de China. Allí toman pasaje en un buque o se mezclan a su tripulación y lo toman por asalto en el momento oportuno.

Sobre el «Malay Queen» había descendido una calma relativa.

Sus fuegos no se habían apagado; su maquinaria moderna y potente continuaba sus latidos.

Arriba, sobre cubierta o en el interior de los camarotes apenas se oía. En la bodega sonaba más claramente.

—¿Qué vamos a hacer, Doc? —deseó saber Ham.

—Aguardar.

—¡Qué remedio! Como nos han encerrado…

—Afortunadamente para nosotros —concluyó Doc—. Repara en que solos los cuatro no podemos apoderarnos del buque, ni aun cuando consiguiéramos darle una tunda a la banda de Tom Too. Son demasiados, conque… aguardemos. Tal vez suceda algo imprevisto.

—Pero ¿qué será de Monk… y de Long Tom y Johnny?

Transcurrió más de un minuto antes de que respondiera Doc Savage.

—Confío en que no les matarán mientras yo viva… si es que no lo han hecho ya.

—Yo no lo creo —dijo, optimista, Ham—. Tom Too es inteligente. Sabe que los tres prisioneros serán el precio de su vida caso de que caiga en nuestras manos y no cometerá un disparate.

—Pienso lo mismo —admitió Doc.

El diálogo entablado movió a Mindoro a dirigir a Doc una pregunta delicada, que en otra ocasión hubiera disfrazado bajo palabras floridas, o no hubiera hecho.

—¿Pondría en libertad a Tom Too para salvar a sus amigos?

Doc replicó con inusitada viveza:

—¡Por ello iría al infierno de cabeza! —guardó silencio el tiempo que emplea en latir doce veces un corazón y después agregó—: Y esté seguro de que una vez en él vendrían a rescatarme.

Sus compañeros guardaban silencio. Mindoro hubiera dado cualquier cosa por no haber hablado.

Había algo terrible en la profunda ansiedad que inspiraba a Doc la seguridad de sus tres amigos: ansiedad que no demostraba su actitud, pero que era visible allí, en la oscuridad de la bodega, donde no se le podía ver, sólo oír su voz vibrante.

Transcurrieron los minutos primero muy aprisa, lentamente después y se convirtieron en horas.

Finalmente se detuvo la máquina del vapor y se oyó un ruido sordo y prolongado.

—¡Echan el ancla! —exclamó Doc.

—¿Te das idea del lugar donde estamos? —interrogó Ham.

—A estas horas teníamos que haber llegado ya al puerto de Manila —replicó Doc.

Los cuatro hombres se pusieron a escuchar. Un murmullo apenas perceptible había invadido la cubierta.

Ni Ham, Renny o Mindoro eran capaces de identificar aquellos vagos rumores.

Pero, el oído adiestrado de Doc, sus grandes poderes de concentración, le llevaron a deducir su significado.

—Están echando los botes al agua —explicó.

—Pero este buque debe estar amarrado al muelle de Manila —objetó Mindoro.

Profundo silencio sucedió a estas palabras y los cuatro hombres tornaron a aguzar el oído hasta que protestó zumbando.

Así transcurrió una media hora.

—El buque ha anclado con setenta pies de fondo —manifestó Doc, de pronto.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió estupefacto Ham.

—Por el número de eslabones que ha dejado caer la cadena del áncora. Si hubieses escuchado con atención hubieras notado que cada eslabón producía un chirrido al pasar por el escobén.

Ham se sonrió. Él no había pensado en esto. Después procedió a arreglar su lámpara de bolsillo.

Esta luz no necesitaba pila; se cargaba mediante una dinamo que le suministraba la corriente eléctrica tras de oprimir un botón que tenía en el mango.

—Parece que se ha aquietado algo la cosa —murmuró Renny, que estaba sentado con el oído pegado a un mamparo.

Ascendió por la escalera de metal hasta la escotilla y golpeó su cubierta con el puño. Al instante llovieron sobre ella balas sin cuento, a juzgar por el ruido que hacían. Unas pocas disparadas con rifle cayeron en la bodega.

Renny descendió precipitadamente.

—¡Pues no se han marchado! —exclamó con rabia.

—¿Qué deben planear contra nosotros, se te ocurre a ti? —le preguntó Ham.

—Estoy seguro de que no será nada bueno —observó Mindoro.

Se mantenía muy sereno, sin demostrar la nerviosidad rayana en histerismo que origina el terror. Ni siquiera su voz parecía forzada.

Sonidos apagados procedentes de la primera cubierta llegaron hasta ellos.

Pero ninguno comprendía, por más que aguzaban el oído, qué era lo que los originaba.

—¡Esos hombres hacen algo por fuerza! —exclamó Renny. Nada más cerca de la verdad que esta declaración.

—¿No podríamos también hacer algo para contrarrestar lo que ellos traman? —la ansiedad de Mindoro le movió a hablar así.

—Que sean ellos los que den el primer paso —dijo Doc—. Aquí abajo estamos en posición de contender con cualquiera emergencia.

Mindoro tenía sus dudas; le parecía haber caído en una trampa. Pero Ham y Renny comprendieron el significado de las palabras de Doc.

En su equipaje había probablemente lo necesario para hacer frente a cualquier acto hostil de los piratas.

—¡Esta espera tan prolongada acaba con mi paciencia! —tronó Renny—. Ojalá ocurriera algo. ¡Ojalá…!

¡Booom!

El casco del transatlántico saltó súbitamente, impelido por una monstruosa cortina de llamas y de gases dilatados.

¡Los orientales habían bajado dinamita por la borda y la habían hecho estallar a la altura de la línea de flotación!

Baúles y maletas fueron despedidos al lado opuesto de la bodega por la explosión. Por fortuna, el casco del transatlántico absorbió mucha de su fuerza.

En cuanto a Doc y sus tres compañeros salieron indemnes del montón de maletas, baúles, balas, cajas, etc., que llenaban la bodega.

Un chorro de agua penetraba por la brecha abierta en el casco del «Malay Queen», invadió el suelo de la bodega rápidamente y se elevó convertida en un remolino espumoso y amenazador.

El instinto llevó a Ham, Renny y Mindoro, junto a la escalerilla que conducía a la escotilla abierta sobre cubierta y la ascendieron.

—Probemos a abrir la escotilla con una granada de mano —propuso Ham.

—¡Eh! ¡No vayas tan deprisa! —chilló Doc, desde abajo—. Piensa que los piratas estarán al otro lado con las armas preparadas.

Una segunda explosión sucedió a sus palabras, procedente, esta vez, de popa. Ella sacudió el buque entero.

—¡Nos echan a pique! —exclamó Mindoro—. Y estamos encerrados. Era tal su turbación, que echó en olvido la advertencia de Doc y prosiguió subiendo por la escalerilla. Rápido como el pensamiento extendió Renny el brazo y le detuvo.

—Doc tiene un plan; conque… no perdamos la calma —observó.

Abajo, en la bodega, donde el agua le llegaba ya a la cintura, Doc vaciaba el contenido de otro baúl.

A continuación les iluminó con la luz de su lámpara y les arrojó un objeto… y otro… y otro.

Renny cogió el primero y se lo pasó a Mindoro, ordenando: —¡Póngaselo!

Los objetos eran unas capuchas de la forma de un casco que se adaptaban al cuello mediante unas tiras de cuero sin curtir.

Las tres estaban provistas de dos ventanillas de cristal, parecidas a un par de anteojos.

El aire para la respiración era suministrado por unos pulmones artificiales encerrados en unas cajas que iban pendientes de la espalda del buzo y de las cuales partía un tubo de goma flexible que moría en la boca del buzo, bajo el casco.

Completaba el equipo un par de ajorcas de plomo que los cuatro hombres sujetaron a sus tobillos y cuyo objeto era procurar que se mantuvieran en una posición vertical.

Renny ayudó a Mindoro a ponerse el casco y se colocó luego el suyo.

El delgado semblante de Ham, que le daba tan asombroso parecido con un halcón, desapareció dentro de otro casco; apoderose del estoque y aguardó.

Con la bronceada cabeza resguardada por el cuarto casco, removía Doc el contenido del baúl y hacía paquetes con unos objetos que no podían distinguir sus camaradas.

La dínamo de las lámparas de bolsillo estaba dentro de un recipiente impermeable, por lo cual continuó iluminando con una luz pálida el caudal de agua mugidora, oleosa, espumeante, que continuaba manando en la bodega.

El buque se hundía… Sus calderas estallaban con sordas explosiones. El agua originó un «maeltrom» en la bodega, derribando hombres y bultos.

Su presión aumentaba a medida que descendía el «Malay Queen» hasta el fondo del océano. Mas, una vez rebasados los siete pies de profundidad, ya no es peligrosa.

Al cabo se detuvo en el fondo del agua el «Malay Queen», con ligera sacudida realmente sorprendente.

Los cuatro hombres se reunieron, localizándose mediante las luces de sus lámparas.

Doc tenía preparados cuatro paquetes: uno para cada uno de sus hombres.

Gracias a las capuchas impermeables que llevaban, no era necesario mantener constantemente entre los labios el trozo de goma que les proveía de aire y uniendo sus cabezas podían, asimismo, conversar.

—Que cada uno de vosotros cargue con un paquete —les recomendó Doc—. Dejaremos el buque por el agujero que abrió la dinamita… siempre que el buque no descanse de modo que le haya cerrado la arena.

EL agujero estaba abierto y los cuatro amigos lo atravesaron, cuidando de que no desgarraran sus capuchas los bordes desiguales del desgarrado casco del buque.

Las aguas aparecían teñidas de color chocolate a causa del fango levantado por la inmersión del «Malay Queen», y los cuatro hombres se cogieron de la mano para no extraviarse.

Con Doc a la cabeza se alejaron del predestinado transatlántico, agitando el fango blandamente. Para avanzar se veían obligados a doblar la cintura como para resistir los embates del huracán.

De color chocolate transformose el agua, poco a poco, en un tono rojizo y finalmente adquirió el verde natural.

Cuando estuvo limpia de fango, detuvo Doc la procesión y uniendo estrechamente las cabezas, se celebró un conciliábulo.

—Aguardad aquí —les ordenó Doc—. Si al cabo de quince minutos no estuviera de vuelta, dirigíos a la playa.

—¿Y cómo sabremos dónde se halla? —preguntó Ham.

Doc sacó del bolsillo un pequeño compás impermeable que entregó al abogado.

—Suponiendo que los piratas hundieran el buque en la bahía de Manila, esta ciudad debe hallarse en dirección este. Nadad en dicha dirección.

Doc abrió una pequeña válvula del aparato que llevaba a la espalda y éste hinchó de aire la parte baja de la capucha, de modo que le prestara ligereza para contrarrestar el peso de las ajorcas de plomo.

Entonces se elevó lentamente en el agua, dejando al fondo el ansioso grupo compuesto por sus tres compañeros.

Al aproximarse a la superficie, abrió una segunda válvula en la capucha, hasta que su peso igualó el del agua que desplazaba.

Entonces nadó cautelosamente hacia la superficie del agua. Si no le engañaban sus conjeturas, los piratas debían estar revólver en mano, en los botes.

Doc deseaba que supieran que estaba vivo.

Esto era de una importancia vital, pues mientras Tom Too conociera que él le amenazaba, no se atrevería a matar a los tres camaradas de su enemigo, que retenía en su poder. ¿O quizá no vivían ya?

Sí, vivían. Doc vio a Monk, a Long Tom y Johnny en cuanto sacó la cabeza fuera del agua.