La requisa en busca de Long Tom, Monk y Johnny resultó infructuosa.
—Le aseguro que hemos registrado todos los camarotes que hay a bordo y asimismo las balas y cajas del cargamento —declaró el piloto de los ojos oblicuos.
—¡Yo no creo que estén aquí esos señores! —añadió el capitán Hickman.
En presencia de Doc se expresaba en voz baja. El hombre de bronce le aterrorizaba y así lo expresaba su actitud.
—¡Pues yo estoy convencido de que sí están! —gruñó Renny—. A menos que…
Se interrumpió para humedecerse los labios y sus puños colosales parecieron convertirse en dos bloques de granito.
Acababa de ocurrírsele que quizás estuviera alarmado Tom Too hasta el punto de haber asesinado a los cautivos. Mas ¿cómo se habría deshecho de sus cadáveres? Arrojándolos por la borda al mar, quizá.
Sus temores se disiparon al día siguiente, pues halló una tarjeta en el suelo, junto a la puerta de su camarote. Decía lo siguiente:
«La paja no ha quebrado el lomo del camello, supongo que os alegrará saberlo; pero ha estado a punto».
Tom Too.
—La serpiente se nos está volviendo gallina —observó con sorna Renny—. ¿Cómo habrá podido resultar infructuosa la búsqueda de nuestros compañeros… suponiendo que estén a bordo?
—Es muy sencillo: sobornando a más de cuatro —insinuó Doc.
El «Malay Queen» se detuvo unas horas en Honolulu.
Doc había dado instrucciones al cockney y al aventurero vagabundo, que eran Ham y Mindoro, como ya sabemos, y los dos sometieron a una estrecha vigilancia a los pasajeros que desembarcaron en dicho puerto.
Su labor no dio resultado, sin embargo.
Inmediatamente después de hacerse, otra vez, a la mar el transatlántico, Doc Savage emprendió, por su cuenta, la búsqueda de sus tres amigos, mas, debido al tamaño del «Malay Queen», la tarea era poco menos que imposible.
A bordo tenía que haber forzosamente un ciento de corsarios de Tom Too, sin que pudiese él, Doc, identificarlos.
Cada mogol, cada chino o japonés excitaba sus sospechas.
Comenzó sus pesquisas por la bodega, abriendo allí barricas, balas y cajones de embalaje. A continuación examinó los tanques del agua e incluso las máquinas, prosiguiendo por la cubierta designada con la letra D.
Sus propósitos eran ascender de ésta a los puentes, mas, de momento, no pudo ser porque en la cubierta D fue, precisamente, donde sus pesquisas dieron resultado.
En ella descubrió un camarote ocupado poco antes y del cual faltaba un espejo. En el suelo descubrió un objeto pizarroso que, visto de cerca, resultó ser un pedazo de clarión de los que él usaba para escribir sus mensajes.
Tales descubrimientos le llevaron a deducir lo siguiente: sus camaradas estaban a bordo. Habían permanecido encerrados, unos días, en aquel camarote, y en cierta ocasión Monk debió ser sorprendido tratando de comunicarse con Doc mediante el espejo que fue quitado y arrojado al mar inmediatamente.
El propio Monk o si no él, Long Tom o Johnny, destruirían el clarión pisoteándole. No fueran a estudiar su composición los hombres de Tom Too.
Una vez revisado el camarote, prosiguió Doc su tarea interminable, pues había más de cuatrocientos a bordo. No era imposible que mientras él buscaba por un lado se llevaran los prisioneros al otro y viceversa.
Desde luego, aquel día no pudo acabar su tarea y dos noches después de abandonar Honolulu, atentó Tom Too contra su vida.
Todos los días, él y Renny se hacían servir la comida en su cuarto, a fin de no inspirar sospechas a Tom Too, pero en realidad la lanzaban entera al mar.
O mejor, la lanzaba Renny mientras Doc vigilaba.
Bandadas de gaviotas seguían al «Malay Queen» y se dejaban caer a plomo sobre cualquier comestible que fuera lanzado por la borda, antes de que cayera al agua.
Aquella noche, las aves se disputaban la ración ordinaria que depositaba Renny sobre la misma borda.
Dos de ellas, sin embargo, apenas volaron unos metros cuando se les inmovilizaron las alas y cayeron, sin vida, al mar.
—¡Envenenadas! —gruñó Renny.
El cocinero que había hecho la cena y el camarero que la había servido pasaron una desagradable media hora en presencia de Doc, sometidos a un interrogatorio riguroso.
Mas, al cabo, consiguieron convencerle de que no habían intervenido en el conato de asesinato.
La noticia alarmó al capitán Hickman, quien se condujo como si se hubiera atentado contra su propia vida.
El piloto demostró una solicitud extremadamente cortés.
—¿Desean que efectúe un nuevo registro del buque? —interrogó.
—Gracias. Sería inútil —replicó Doc Savage.
Young adoptó perceptiblemente una actitud rígida.
—¿Supongo —dijo—, que no sospechará usted del personal?
—Necesariamente, no —repuso Doc.
Él y Renny redoblaron su vigilancia desde aquella noche.
AL otro día hallaron agujas envenenadas ocultas en la almohada.
Pocos minutos después, cuando Doc abrió el grifo del baño salió de la cañería del agua caliente una alimaña asquerosa, provista de muchas patas.
A Renny se le erizaron los cabellos, pues tenía el hábito de colocar sus grandes manos debajo del grifo cuando se bañaba.
—La conozco —dijo, señalando con un dedo tembloroso la alimaña—. Es una araña de la selva. Su mordedura es mortal.
—Sí, Tom Too ha debido de desembarcar en Honolulu y se ha traído estos instrumentos mortíferos —dijo secamente Doc—. Me parece que la cosa va adquiriendo mal cariz…
Poco después de medianoche, una bomba separó del resto del buque las regias habitaciones de Doc Savage. Las paredes fueron reducidas a polvo; demolidos los lechos; las ropas, rasgadas.
Dos pasajeros que ocupaban las habitaciones anejas resultaron con heridas leves.
La mente previsora de Doc les salvó de un desastre, pues en aquellos momentos él y Renny dormían en el camarote del cockney, es decir: de Ham.
Renny quiso volar al lugar donde había sonado la explosión. Doc le cogió por un brazo.
—Aguarda —dijo—. Ham irá a ver lo que ha sucedido.
Y fue, en efecto. Al poco rato estaba de regreso.
—Ha sido una explosión espantosa —les comunicó—. AL mar han caído las paredes y techo de vuestro camarote.
—Pues bien: invernaremos aquí. Así creerán que hemos sucumbido —dijo Doc—. Entretanto, Ham, abre bien los ojos.
Él y Mindoro los mantenían bien abiertos, mas así y todo, no descubrieron nada nuevo.
Entretanto, el «Malay Queen» se iba aproximando a Manila, capital de la Unión. Su arribada se había señalado para bien entrada la noche.
Doc abandonó el camarote de Ham, descendió a la cubierta inferior y allí buscó a Mindoro.
El acaudalado político de Luzón parecía más harapiento que nunca bajo su disfraz.
—¿Tiene usted influencia con el presidente y el Jefe de policía de la isla? —le preguntó.
—¡Ambos son hechura mía! —replicó orgullosamente Mindoro—; así como hombres honrados y excelentes amigos. Creo que sin vacilar darían la vida por mí.
—Entonces les enviaremos un mensaje por el radiotelégrafo —manifestó Doc.
—¿Desea usted que se registre el buque a su arribada a la isla de Luzón? —preguntole Mindoro.
—Deseo mucho más. Quiero que se someta a todos los pasajeros a un interrogatorio minucioso y que se meta en la cárcel a todos aquéllos que no puedan probar que se hallan ocupados en legítimas empresas. ¿Puede conseguir que se adopten medidas tan radicales?
—Puedo. Tanto más cuanto que ellas harán caer en la trampa a Tom Too.
—O por lo menos le harán tropezar —observó, sonriendo Doc.
Juntos se presentaron al capitán Hickman, cuyo asombro fue enorme al divisar a Doc Savage.
El piloto demostró una cómica sorpresa.
—Deseamos utilizar el aparato radiotelegráfico —explicó Doc—, y desearíamos que nos acompañase usted, capitán, a la cabina, no sea que el radiotelegrafista vaya a poner objeciones. Espero que colaborará con nosotros sin mayores problemas.
El capitán había roto a sudar súbitamente. La sola vista de Doc bastaba para originar en él tal fenómeno.
—Desde luego, desde luego —balbuceó.
El piloto abandonó el puente bruscamente.
—¡Un momento! —dijo el capitán—. Tengo que dar una orden y después ir a la oficina radiotelegráfica con ustedes.
Aproximose a uno de los guardias marinas que estaban constantemente en el puente y cambió con él unas palabras en voz baja.
Pasado un minuto, se reunió a Doc, murmurando unas frases de disculpa.
Y con ellos se dirigió a la oficina, cuya puerta estaba abierta de par en par.
Renny se sobresaltó visiblemente, pues de pronto había oído aquel sonido melodioso, de trino, que recorría toda la gama musical de aquel modo tan inarmónico.
Sonó sólo un breve instante, pero Renny comprendió.
Era el sonido que se escapaba inconscientemente de labios de su jefe en sus momentos de intensa concentración, ya cuando acababa de hacer un descubrimiento sensacional, ya cuando les amenazaba algún peligro.
Instintivamente miró en torno, buscando la razón de aquel grito de alarma, e instantáneamente dio con ella. Una columna de humo espeso, amarillento, salía de la central radiotelegráfica.
Doc voló en dirección a la puerta y penetró en la estación. A aquella hora del día solía haber dos radiotelegrafistas en ella.
Sí, allí, estaban, tendidos en tierra, en medio de un gran charco de sangre.
Los habían asesinados.
La instalación telefónica y telegráfica había sido destruida.
Quien quiera que fuese la persona autora de hecho tan punible, había desaparecido ya.
Renny penetró como una tromba en la central.
—¡Vaya un enredo! —exclamó, con voz ronca.
El capitán Hickman se había quedado fuera.
Doc se asomó a la puerta y le encañonaron con un revólver.
Rápidamente, más rápidamente que en otras ocasiones, esquivó el tiro.
De haber pretendido saltar hacia atrás, ni con toda su agilidad y ligereza hubiera evitado que le diera en la cabeza.
Pero la volvió ligeramente, y la bala sólo le chamuscó los cabellos.
Y antes de que el traidor capitán disparase otra vez, volvió a entrar en la central.
Renny había girado sobre sus talones al sonar el disparo.
—¿Qué ha sido eso, Doc? —preguntó.
—¡Una gracia del capitán Hickman! —replicó el gigante de bronce, ardiendo en ira, que se reflejaba en su voz—. ¡Debe estar a sueldo de Tom Too!
Renny se colocó de un salto en el umbral de la puerta. De cada una de sus manos sonó el tableteo de una ametralladora en miniatura.
Apuntó una de las dos en dirección al pasillo y la dejó que vomitara fuego.
Alguien exhaló un alarido; luego una maldición… su acento sonaba a kuantungués.
—¡Pues esta voz no es la del capitán! —rugió Renny.
Aplicó el oído. De ambas direcciones llegaba hasta él, procedente del corredor, el rumor de unos pasos precipitados que se acercaban. Sonaron más tiros.
—¡Los bandidos cargan contra nosotros, Doc!
Doc extrajo de uno de sus bolsillos un glóbulo de vidrio, pero no lo utilizó, recordando que Renny no sabía contener la respiración todo el tiempo que duraba el efecto del anestésico.
—¡Emplea las armas, Renny! —le aconsejó—. Hay que evitar que nos acorralen.
Renny se colocó de un salto junto a la pared del pasillo. Más allá se extendía la cubierta.
Alargó el brazo armado y apretó el gatillo al propio tiempo que imprimía al revólver un movimiento circular.
La terrible velocidad de los disparos originaba un gemido continuado y ensordecedor. Las balas llovían sobre la pared, trabajándola como sierra gigante.
De ella se desprendió un segmento tan voluminoso como la parte superior de una barrica.
Renny le asestó un puñetazo y voló en todas direcciones.
ÉL y Doc corrieron entonces hacia la cubierta. Unos cuantos pasajeros asomaban por ella en aquellos momentos.
Doc apretó el paso para alcanzar cuanto antes una escalerilla y de un salto prodigioso alcanzó la cubierta inferior. Renny le siguió, haciendo equilibrios con los brazos.
Tres brincos y una caída de cabeza necesitó para recorrer la distancia cubierta por Doc de uno solo.
Los pasajeros corrieron a esconderse en cuanto vieron las armas.
Por la gran escalera central ascendían hombro con hombro, revólver en mano, Ham y Mindoro. Ham llevaba además un estoque.
Una bala disparada desde el puente superior pasó silbando por encima de ellos. En el comedor se rompió algún objeto, quizá parte de la vajilla.
Después sonaron nuevos disparos.
—¡Cuidado, Doc! —chilló Ham—. ¡De abajo sube toda una banda de asesinos!
Apenas acababa de salir de sus labios la advertencia, cuando asomaron detrás de ellos burlones rostros amarillos.
El revólver de Ham entonó su canción de muerte y los rostros desaparecieron. Algunos de ellos manchados de sangre.
—Comienzan a faltarme las municiones —comunicó Renny a Savage, con voz tonante—. Se van como la arena por un embudo, por el cañón de estos revólveres.
—Mi equipaje se halla en la bodega —dijo vivamente Doc—. En él hay dos cajas llenas de cartuchos. Vamos a buscarlas.
Corrieron por un pasillo. Doc iba delante mas, de pronto, les interceptaron el paso más hombres de color. Eran ocho o diez y obstruían el pasillo.
Algo silbó en el aire. Un amarillo atacaba a Doc con una espada corta. Doc ladeó el cuerpo y el arma hirió el vacío.
La fuerza del golpe asestado hizo rodar por el suelo al amarillo y su espada se clavó en el suelo de la cubierta.
Doc le asió por el cuello y por una pierna y sirviéndose de él como de un martinete, le lanzó sobre el grupo.
Éste se desordenó, lanzando agudos gritos y empujándose. Llamearon las pistolas: automáticas pequeñas que tenían una milla de alcance.
Ham, Renny y Mindoro se sumaron entonces a la refriega. Sus armas potentísimas produjeron estragos.
Los hombres caían como moscas ante aquel fuego mortífero.
Aquello era demasiado para los corsarios y los que pudieron hacerlo, huyeron.
Doc y sus hombres continuaron avanzando y por una escalerilla descendieron a la cubierta. Allí Doc procedió primero a abrir violentamente una escotilla y por ella bajó a la bodega.
Los orientales les divisaron en el acto del descenso y les saludaron con una descarga. Saltaron astillas de la cubierta.
Las portas golpeaban levemente la escotilla de hierro. Una bala rozó con el bastón de Ham y le lanzó rodando al otro extremo de la cubierta.
Con una exclamación de enojo lanzose Ham detrás de él, sin cuidarse del riesgo que corría y bajó con él en la mano a la bodega. Puede decirse que salió ileso por un milagro.
—¡Hombre afortunado! —observó Renny, al verle.
—He aquí los resultados de una vida pura —replicó Ham, sonriendo.
Se encontraba, precisamente, en la parte de la bodega destinada a los equipajes, de modo que les rodeaban baúles y maletas a montones.
Doc se internó entre ellos y buscó su equipaje, que había sido trasladado a bordo en San Francisco.
Al propio tiempo vigilaba la escotilla.
Ham se despojó de su traje, haciendo gestos de repugnancia (ya había perdido el sombrero verde), se quitó los zapatos colorados y los arrojó por la escotilla.
—Prefiero ir descalzo a volver a ponérmelos —observó. Renny sufrió un ataque de risa, poco después, cuando, lanzados sin duda por algún oriental llegaron los zapatos volando por el aire y cayeron en la bodega.