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Hacia la isla de Luzón

La salida del «Malay Queen» del puerto de San Francisco constituyó un espectáculo impresionante. Muchas personas se detuvieron a admirar desde los muelles su porte majestuoso.

El buque medía setecientos pies de longitud de proa a popa y para hablar con propiedad desplazaba treinta mil toneladas.

Su casco era negro con una lista roja situada sobre la línea de flotación; su forro de un blanco deslumbrador. Habíase construido cuando todavía no escaseaba el dinero, por consiguiente era muy lujoso.

Poseía una piscina, tres comedores, dos salones, dos smoking-rooms, una biblioteca y dos bares. Incluso llevaba un pequeño Banco.

AL abandonar la ciudad de San Francisco, casi todos sus pasajeros se hallaban sobre cubierta despidiéndose mentalmente del Golden Gate.

Entre Fort Point y Fort Baker, las dos puntas de tierra firme más próximas al buque, distinguíase el nuevo puente en construcción de la Golden Gate, obra que cuando estuviera concluida alcanzaría casi seis mil pies y medio de longitud.

Entre los pasajeros había algunos extraños personajes. De aspecto exótico, misterioso como su país de origen, era el hindú que se mantenía de pie sobre el puente. Un voluminoso ropaje blanco le cubría de pies a cabeza.

De vez en cuando la brisa le hacía revolotear, poniendo de manifiesto las sandalias que llevaba. Una joya flameaba en su amplio turbante.

Los pocos cabellos que surgían debajo del turbante eran negros como la endrina. Su faz morena y carillena demostraba que estaba bien alimentado.

Una espantosa cicatriz la cruzaba, sin embargo, de oreja a oreja, pasando por la barbilla y produciendo la sensación de que se había intentado rebanarle el cuello.

Unas gafas negras protegían sus ojos de la luz solar.

Todavía más notable que él por su aspecto era el criado negro que le acompañaba. Este individuo gigantesco llevaba unos pantalones anchos y largos, vistosa faja de seda y sandalias de puntas retorcidas.

Cada una de éstas puntas estaba rematada por una diminuta campanilla de plata. De cintura para arriba iba enteramente desnudo. En la cabeza llevaba un turbante descomunal.

Tenía labios llenos y sensuales y se le dilataban las ventanillas de la nariz como si fuese un fogoso caballo de carreras.

Los pasajeros del transatlántico habían reparado ya en que eran inseparables.

—¡Vaya un par de esperpentos! —observó señalando con el dedo a la pareja, un cockney vestido elegantemente, que se expresaba en un mal inglés—. ¡Si me los encontrase en un sitio oscuro me darían miedo! ¡Querida, le aconsejo que no los mire con esos cristalitos que lleva pendientes de la cadena!

El cockney se dirigía de modo tan familiar a una soltera muy seca y muy tiesa, por cierto, que le obstruía el paso. En realidad, le era perfectamente desconocida.

—¡Caballero!

La solterona le dirigió una mirada fulminante capaz de hacer estremecer a un lapón y prosiguió su camino.

El cockney la miró alejarse sonriendo. Iba vestido con evidente mal gusto. Su traje era de cuadros grandes; su camisa y corbata de colores chillones.

Calzaba zapatos bajos de cuero rojo, su sombrero era verde oscuro.

Además, fumaba tabaco malo y no se cuidaba de dónde dejaba caer la ceniza. Su rostro tenía una palidez singular, como si hubiera salido recientemente de la cárcel.

Después del incidente con la solterona, no volvió a mirar en dirección del hindú y de su criado.

EL primero era Doc Savage; Renny, el negro gigantesco. En cuanto a Ham había asumido, él, tan elegante y atildado, el papel del cockney del traje de cuadros y los modales desenvueltos.

Tan perfectos disfraces hacían honor a Doc. No en vano se había dedicado a un estudio intensivo del arte del maquillaje.

Abajo, en la promenade, un camarero se encaraba, en aquel instante, con un pasajero de tercera que, paseando, había penetrado en el trozo de cubierta reservado a los pasajeros de primera clase.

—¡Vuélvase a tercera! —gruñó demostrando muy poca cortesía— ¡y no torne a salirse del lugar que le pertenece!

Pero ¿qué cortesía cabía dedicar a un tipo como el pasajero en cuestión?

Era un desarrapado, andrajoso, que aparentaba tener menos de treinta años.

Por su aspecto parecía un vagabundo espoleado por la fiebre de aventuras.

Su piel tenía un tono claro, sus cabellos desgreñados eran de un rubio encendido.

Un observador hubiera advertido que tenía los ojos extraordinariamente negros para ser tan pálido de color.

Este hombre era Juan Mindoro.

Poco después probó nuevamente a subir a la cubierta superior y lo consiguió esta vez. Furtivamente se dirigió a la serie mejor de camarotes que había a bordo, serie verdaderamente principesca, ocupada por Doc y Renny.

Es decir: por el hindú y el servidor.

Mindoro abrió la puerta del camarote, mediante una llave que le había proporcionado su jefe, penetró en su interior y, sobre el espejo del cuarto de baño, escribió, brevemente, con un pedazo de lápiz clarión que extrajo de uno de los bolsillos de la chaqueta.

El mensaje escrito quedaba en la parte alta del espejo.

Al regresar a su puesto en la parte de cubierta reservada para los pasajeros de tercera no tropezó con ningún camarero.

Quince minutos después de este incidente, penetró Ham en la regia serie de aposentos y dejó también un mensaje escrito en el espejo del cuarto de baño… solo que en su parte inferior.

El «Malay Queen» llevaba algún tiempo navegando cuando el hindú y su criado negro penetraron majestuosamente en su camarote y se encerraron en él.

Seguidamente Doc enfocó la lámpara de los rayos ultravioleta sobre el espejo.

El mensaje de Mindoro decía:

«En tercera viajan chinos, japoneses, malayos, mogoles y mestizos, en cantidad, pero no he visto nada que demuestre que se halla Tom Too a bordo».

El comunicado de Ham era más breve. Rezaba:

«No veo en parte alguna a Monk ni a Long Tom o Johnny… y ¡ya estoy harto del traje que llevo!».

Renny hizo una mueca burlona a la negra faz que aparecía reflejada en el espejo.

—Realmente debe estar hecho una visión —observó—. ¡Apostaría cualquier cosa a que para no verse acaba de romper el espejo de su cuarto!

Doc se había despojado del turbante. Sus cabellos estaban teñidos de un negro intenso.

—Y tú, Renny: ¿has visto a Tom Too o sus prisioneros? —interrogó.

—No he visto ni a su sombra —repuso el interrogado expeliendo por la nariz dos tubitos cilíndricos.

—Como sabes, se trasladaron de Nueva York a San Francisco en avión.

—Descubrimos los aviones en cuestión y sus pilotos nos dijeron que, en efecto, habían llevado a bordo tres prisioneros.

—Ya, pero lo importante es saber si se han embarcado o no en este vapor —observó Renny.

—No poseemos pruebas de que hayan embarcado, pero el mensaje de Monk indicaba que pensaban hacerlo.

Doc frunció el ceño a su imagen, que continuaba reflejada en el espejo, para ver qué aire le daba aquel gesto fiero.

El resultado no podía ser más satisfactorio, sobre todo al introducir nuevamente en la nariz los tubitos que se había quitado poco antes.

—¡Por el toro sagrado! —gruñó—. No me reconozco. Tampoco Tom Too nos reconocerá, ¿eh, Doc? Y por ellos trabajaremos sosegadamente unos días, lo cual no es poca fortuna.

—Días que necesitamos realmente para lograr algún reposo —observó Doc—, pues este Tom Too es el tunante más listo con que he tropezado hasta hoy.

Ni él ni Doc tardaron mucho en comprobar la verdad de estas palabras.

Ham fue el primero en enterar a Doc de una novedad sensacional y ello ocurrió al día siguiente.

Por cierto que Ham se valió de un recurso original para contarle lo que ocurría.

En aquel momento fumaba un cigarro, cómodamente sentado en un extremo del salón. En el otro, Doc leía ostensiblemente un libro.

Ham dejaba escapar de sus labios bocanadas de humo. Las más cortas eran puntos. Rayas las más largas. Pues bien; valiéndose de ellas dibujó Ham en el aire un mensaje:

«Se dice que en un camarote situado en la cubierta D, se hallan confinados tres maníacos. ¿Has oído hablar de ello?».

Aun cuando Tom Too o alguno de sus orientales se hubiera hallado en el salón en aquellos momentos, jamás hubiera podido sospechar que el cockney transmitía un mensaje al hindú.

Y Tom Too podía estar presente, pues entre los pasajeros de primera se contaban algunos orientales.

Doc meneó la cabeza, como si estuviera en desacuerdo con algún pasaje del libro que leía.

«Los tres locos están encerrados en la habitación 6 —siguió diciendo Ham—. Dos mogoles están siempre de guardia delante de la puerta. Esto es todo lo que sé acerca del hecho».

—Y es más que suficiente —murmuró Renny, que también había deletreado el comunicado gaseoso de Ham.

Poco tiempo después el hindú y su criado se retiraron a su regio departamento.

—¡Esto significa que tienen encerrados a nuestros camaradas en el camarote número seis —manifestó Renny— y se ha hecho correr la voz de que están locos para justificar su continua ausencia de la cubierta!

Doc afirmó, con un gesto sombrío.

—Precisamente, Renny —replicó—. Quédate en el cuarto mientras voy a explorar el terreno. Los pasajeros del transatlántico vieron, por vez primera durante la travesía pasear solo al exótico hindú y las miradas de unos cuantos le siguieron hasta que penetró en el ascensor.

—Déjeme en la cubierta D —ordenó en inglés al empleado, hablando lo más preciso, como todo aquél que no domina una lengua.

En la cubierta D, que era la más baja del buque, se abrían los camarotes más baratos y menos ventilados.

Sin embargo, sus ventanillas tenían que estar herméticamente cerradas casi todo el día, pues las olas penetraban, a veces, por ellas y lo estropeaban todo.

El aire allí era más pesado.

El camarote número seis se hallaba casi a la entrada de la cubierta.

Lo vigilaban, como había dicho Ham, dos individuos de ojos oblicuos.

Mas no eran mestizos. Eran mogoles de pura sangre y ambos parecían seres inteligentes.

Impasibles, vieron cómo se les aproximaba el hindú, cuyas ricas sandalias surgían, a cada paso, de debajo del blanco ropaje; observaron cómo se detenía a dos pasos de ellos y lo que sucedió después constituyó siempre un misterio para ambos.

De pronto sonaron dos ¡cracs! simultáneos y los mogoles cayeron al suelo. Doc les había asestado dos puñetazos tan bien aplicados y, sobre todo, tan rápidos, que ambos se hallaron en el suelo antes de comprender lo que intentaba hacer.

Pero lo más chocante fue que ni uno ni otro vieron moverse sus brazos.

La puerta del camarote estaba cerrada con llave. Doc hizo presión sobre ella y luego penetró cautelosamente por el hueco abierto.

¡El camarote estaba vacío!

A Doc no le dieron mucho tiempo para digerir su desilusionante descubrimiento, pues de súbito sonaron dos tiros en el pasillo que se extendía a uno y otro lado del camarote.

Los dos fueron disparados casi a un tiempo, ensordeciéndole.

Doc se aproximó rápidamente a la litera, tiró de su almohada y la lanzó sobre cubierta. Entonces sonaron más tiros.

Las balas levantaron una nube de plumas de la almohada.

Con un ademán tan rápido que se escapaba a la vista, lanzó el hombre de bronce al pasillo una de sus bolitas de anestésico.

Luego contuvo la respiración unos minutos, tal vez cuatro, tarea sencillísima para quien, como él, venía practicándola todos los días desde el instante en que tuvo uso de razón.

En el ínterin, oyó lanzar gritos de excitación, ruido de pasos precipitados, luego nada. Los gritos cesaron al caer las personas, al suelo, víctimas del gas.

Cuando comprendió que habían pasado ya sus efectos, Doc salió al pasillo.

En él yacían sin sentido camareros y oficiales del buque. Del hombre que había hecho los disparos no quedaba ni rastro.

En cambio, los mogoles tenían alojada una bala en el cerebro.

Doc se apresuró a pasar por entre los dormidos marinos (no había nadie a la vista) y regresó a su camarote.

Renny se desilusionó ostensiblemente al verle aparecer con las manos vacías.

—Y bien: ¿qué has descubierto? —le preguntó.

—Que Tom Too es más escurridizo que una anguila —replicó Doc, malhumorado.

—Pues, ¿qué ha pasado? —tornó a interrogar Renny.

—Tom Too ha hecho circular por el buque la historia falsa de que tres maníacos estaban encerrados en el camarote. Sin duda presumió que, de estar yo a bordo, iría a investigar el terreno. Cometí esa tontería, en efecto, y ahora sabe quién soy.

—Sí, ha sido un error lamentable —murmuró Renny.

—Además, ha asesinado a sangre fría a dos de sus hombres para que no cayeran en mis manos, probablemente. Sin duda temía que le traicionaran.

Renny escupió un molde de composición dental al cual debía la forma saliente de sus labios, diciendo al propio tiempo:

—Ya no hay necesidad de llevar por más tiempo nuestros disfraces.

—No —convino Doc—. Ellos harían que se diera con nosotros más fácilmente.

—Sin embargo, Ham y Mindoro estarán más seguros si continúan llevando los suyos.

Los dos hombres se ocuparon, pues, en borrar de su rostro y miembros la señal del «maquillaje» llevado hasta entonces, para lo cual emplearon los mismos ingredientes que usan los actores de teatro y Doc se arrancó del cuello la cicatriz pintada sobre una tira muy semejante al esparadrapo.

—Bueno, estamos lucidos —dijo Renny una vez que recobraron su aspecto normal—. Nuestros enemigos harán todo lo que puedan por quitarnos, ahora, de en medio y ¡sólo Dios sabe los que debe haber a bordo!

Era una pareja totalmente cambiada la que salió a poco del regio camarote del hindú y por ello no les reconoció el camarero que iba a llamar a su puerta.

—¿Está el señor indio? —interrogó a Doc—. Le traía esta misiva.

Doc se la arrancó de la mano y leyó:

«Una paja rompió en cierta ocasión el lomo de un camello, si no miente un antiguo proverbio. Su actuación en lo futuro puede ser la paja que acabe con mi paciencia».

»Entretanto, sus amigos están bien… y viven».

TOM TOO.

—¡Demonio de hombre! —exclamó Renny.

—¿De dónde ha sacado usted esta misiva? —preguntó Doc al camarero—. ¿Quién se la ha dado?

—No lo sé, caballero —replicó el hombre—. Cayó hace un instante a mis pies envuelta en un billete de cinco dólares. La acompañaba una nota en la que me suplicaban que la hiciera llegar a manos del señor indio.

Las pupilas doradas de Doc se clavaron en los ojos del camarero. Sí, el hombre decía la verdad. Convencido de ello, interrogó:

—¿Dónde sucedió eso?

—En esta misma cubierta, caballero —replicó el otro.