Ham no había abierto la boca durante la discusión. Su actitud continuaba siendo la de una intensa concentración.
En ocasiones como aquélla era un buen oyente. Su mente ágil y despierta poseía una capacidad notable para acumular detalles y formular posibles reglas de conducta.
—¿Ha hablado usted del caso con las naciones extranjeras más importantes? —preguntó a Mindoro.
Éste afirmó con un gesto.
—Fue lo primero que hice —respondió.
—Y, ¿qué consiguió?
—De momento, nada. Charlar inútilmente. Se me dijo sobre poca más o menos que exageraba la situación.
—Lo cual quiere decir que ninguna nación intervendrá en la política interior de Luzón aun cuando Tom Too lleve a cabo la revolución pacífica que pretende —observó Doc Savage.
Se recostó en la silla y puso al descubierto su muñeca izquierda.
Mindoro contempló con curiosa expresión el aparato, semejante a un reloj de pulsera, que llevaba en ella.
Ignoraba que era la lente del compacto receptor de televisión que poseía Doc y estuvo tentado de preguntarle qué era aquello, mas la gravedad de la situación en que voluntariamente se hallaba le disuadió de hacerlo, por entonces.
—Voy a hacerles una somera descripción de mi organización política secreta y de la lucha entablada contra Tom Too —manifestó a sus compañeros—. Componen el grupo secreto los hombres más eminentes de la Unión de Luzón, incluyendo a su presidente, el Gabinete de Ministros y otros altos funcionarios. Poseemos dinero y poder, gozamos de la confianza del pueblo y tenemos una intervención ilimitada sobre la prensa y otros medios de comunicación.
»Pero lo más importante no es esto: es nuestro número suficiente para levantarnos en armas contra Tom Too. Hace poco adquirimos ametralladoras y aparatos de aviación de los más modernos y estamos dispuestos a librar una batalla contra Tom Too en cuanto éste dé la señal.
»Él lo sabe. Esto sólo es lo que le obliga a demorar el golpe preparado; por ello busca el identificarnos. Fue él quien me capturó aquí, en Nueva York, y quien trató de obligarme a revelar los nombres de los compañeros que integran nuestra sociedad secreta. Pero, una vez en posesión de dichos nombres, se deshará de las personas que los llevan y se apoderará del poder.
Doc se llevó la mano a uno de los bolsillos de la americana, lugar donde guardaba el aparato receptor de televisión, sonó un ¡clic! apagado y se miró entonces la muñeca.
Un fulgor de enternecimiento, un singular, cálido brillo, se desprendió de sus pupilas doradas.
—¿Podría hacer usted algo para rescatar a sus compañeros? —interrogó Mindoro.
—Ya lo estoy haciendo —replicó Savage.
Mindoro le miró, perplejo.
—No comprendo… —dijo.
—Acérquese y contemple esta esfera —le propuso Doc, señalándole el reloj que llevaba en la muñeca.
Los otros se pusieron en pie al instante.
—¡Por el toro sagrado! —exclamó Renny—. ¡Veo a Monk, a Long Tom y Johnny!
En efecto: en el cristal de la lente parpadeaba la vaga imagen del interior de una oficina oscura, donde había un par de mesas de despacho, sillas de asiento gastado y varias estanterías.
Sentados, o mejor amordazados y atados sobre tres de las sillas del aposento, hallábanse Long Tom, Monk y Johnny.
—¡Yo conozco esa habitación! —exclamó Renny—. Es la oficina de la compañía «El Dragón», que se halla instalada en el Broadway, frente al rascacielos en construcción.
—Nuestros amigos han sido introducidos hace un instante en esa oficina —replicó Doc.
Mindoro hizo un gesto de sorpresa.
—Así, ¿es ése un aparato de televisión? —interrogó a Doc—. No creí que los hubiera tan pequeños.
—En efecto: de este tamaño no se construyen de ordinario, pero, aun siendo tan reducido exteriormente, por dentro es exactamente igual a los que se venden en las tiendas. Claro está que tiene menos alcance.
—Y ¿dónde está su transmisor? ¿En la oficina de «El Dragón», tal vez?
—En la inmediata —replicó Doc—. Yo mismo lo instalé allí al dejar a usted y Renny en el taxi. Otros transmisores de onda corta se hallan instalados en la tienda de objetos de radio y en el lugar donde Tom Too estuvo a punto de acabar con usted. Pero el de la oficina ha funcionado antes que los otros dos.
Ham corrió al laboratorio, para salir al poco rato llevando varias ametralladoras del tipo perfeccionado por Doc, así como granadas llenas de gases asfixiantes, máscaras contra los gases y cotas protectoras.
Mientras descendían en el ascensor exprés, Ham, Renny y Mindoro se pusieron las cotas, al cinto se ciñeron los revólveres-ametralladora y se llenaron los bolsillos de granadas.
Mindoro estaba tan poco familiarizado con los métodos de combate de Doc Savage que, sorprendido, quiso saber por qué no seguía su ejemplo.
—¿No va usted a llevar ni siquiera un revólver? —le preguntó.
Doc movió la cabeza.
—Apenas uso armas —replicó.
—Pero ¿por qué razón?
Doc tardó en contestar. No le agradaba hablar de sí mismo ni de su manera de proceder.
—Las razones que me mueven a no hacer uso constante de las armas —explicó al cabo—, son puramente psicológicas. Ponga usted un revólver en la mano de un hombre y hará uso de él. Permitidle que lo lleve encima y llegará a depender de él para defenderse. Quitádselo y estará perdido, pues se apoderará de él el sentimiento de su impotencia. Este sentimiento es precisamente el que procuro evitar no llevando armas.
—Pero, piense que es muy peligroso para usted ir sin ellas —objetó Mindoro.
Por toda respuesta, Doc se encogió de hombros y se apresuró a variar de conversación.
Ham y Renny se miraron sonriendo. «¿Doc indefenso? ¡Vamos, vamos!», jamás le habían visto así ante el peligro. Siempre había sabido salir por sí mismo de apuros.
Doc hizo el trayecto que les separaba del Broadway sobre el guardabarros del taxi que les llevaba a las oficinas de «El Dragón», sin cesar de lanzar todo el tiempo furtivas ojeadas a la lente del aparato de televisión.
Varios mogoles habían penetrado entonces en ellas y se paseaban conversando. La imagen ofrecida por la lente era un poco confusa para permitirle adivinar lo que decían por el movimiento de sus labios, ni tampoco distinguía sus rostros claramente.
Únicamente veía su tez amarilla y la forma de sus ojos.
Considerando la pequeñez del aparato, sin embargo, era bastante clara la imagen transmitida.
Un ingeniero electricista se hubiera extasiado ante el mecanismo del aparato construido con la precisión de un costoso reloj de pulsera.
Además le hubiera interesado doblemente a causa del drama interesante que se desarrollaba en aquellos momentos delante de la lente.
A fuerza de revolverse en la silla que ocupaba, Monk había conseguido ponerse en pie, no obstante sus ligaduras y, a saltos, como grotesco muñeco de carne, se acercó a la sucia ventana y se dejó caer a fondo sobre sus cristales.
Uno de ellos se rompió en mil pedazos, de los cuales unos cayeron a la calle y otros dentro de la habitación.
Un amarillo corrió junto a él y le descargó un golpe formidable. Monk cayó con silla y todo al suelo y precisamente sobre los fragmentos de cristal de la ventana.
Doc observó atentamente las manos de Monk después de su caída.
Los mogoles miraron con ansiosa expresión por la ventana. Satisfechos, empero, al ver que no había alarmado a nadie la rotura del cristal, se retiraron enseguida.
Entonces fue cuando se oscureció el campo de visión de Doc.
Un hombre de ojos oblicuos se colocó delante de la lente del oculto transmisor de la televisión y lo único visible a los ojos del hombre de bronce fue una parte de su espalda.
Doc aguardó sin que ni sus pupilas doradas ni su semblante traicionaran el menor indicio de impaciencia. Transcurrieron tres minutos… cuatro…
Sólo al cabo de éstos se quitó el amarillo de delante del aparato transmisor.
La situación continuaba siendo la misma, aparentemente, que poco antes.
Los tres cuerpos, atados en las sillas, permanecían inmóviles.
Doc meneó la cabeza, lentamente.
—No me agrada esto —dijo a sus compañeros—. Algo extraño sucede en la oficina.
Continuó observando la lente. Los tres hombres seguían inmóviles, como muertos, en las sillas. Doc no distinguía sus semblantes.
—Ya llegamos —le dijo Renny, desde el interior del «cab».
Doc ordenó al chofer que se detuviera y los cuatro hombres saltaron a la acera.
—¡Ea, ataquémosles! —sugirió Renny. Su voz resonó como el trueno en una barrica.
—Probablemente es lo que se espera que hagamos —repuso Doc, en un tono seco.
Renny dio un brinco.
—¿Sería esto una trampa? —dijo.
—Creo que Tom Too es hombre listo —repuso Doc Savage—, y que sabe que diste con la pista del mestizo en la oficina. Por consiguiente, nos supone enterados de su existencia y si se ha arriesgado a traer aquí a nuestros camaradas, debe ser por una razón poderosa.
—Pero…
—¡Aguardadme un momento! —Doc bajó por una calle lateral dejando plantados en la acera a sus compañeros. Dos o tres peatones se volvieron a mirarle, sorprendidos por su aspecto poco común y jamás visto hasta entonces.
A mitad de la calle por la cual avanzaba Doc había detenido un carrito de dos ruedas, lleno de fruta, manzanas y naranjas, sobre todo, en ostentosa pirámide y a su lado se mantenía, de pie, el vendedor.
Este hombre acababa de llegar de su país, en el Sur de Europa, y apenas hablaba inglés.
Por ello le sorprendió verse interpelado en su idioma. Verdaderamente impresionado quedó por el aspecto del hombre de bronce y de las pupilas doradas que se le aproximara.
Los dos hombres sostuvieron un breve diálogo, pasaron unas monedas de una mano a otra mano y luego el vendedor empujó el carretón y le llevó a un lugar apartado.
Poco tiempo después reapareció empujando su vehículo hacia el Broadway y no tardó mucho en llegar frente al edificio en cuyo piso décimo se hallaban instaladas las oficinas de «El Dragón».
La puerta del edificio estaba abierta. Audazmente se introdujo por ella el vendedor, empujando su carricoche.
El empleado que manejaba el montacargas se lanzó furioso contra él. Otro hombre trabajaba en el vestíbulo.
Su rostro de anchos pómulos y su carencia de barba le denunciaba a los ojos del observador. Por sus venas corría sangre mongólica.
Se unió al empleado y ambos procedieron a arrojar del vestíbulo, a viva fuerza, al atrevido vendedor de fruta.
Entre los dos le sacaron, no sin trabajo, a la acera y le plantaron en mitad del arroyo, volviendo seguidamente por el carretón.
Ni uno ni otro repararon en que el montón de fruta había bajado.
El vendedor partió chillando desaforadamente en su idioma y se perdió de vista.
Escondido bajo la fruta había estado Doc Savage. Nadie más que el vendedor sabía que en aquellos momentos estaba dentro del edificio, ni siquiera el mogol que trajinaba por el vestíbulo y que era, evidentemente, un pirata de la horda de Tom Too.
—¡Vaya un caso extlaño que acaba de sucedemos! —dijo al empleado del ascensor.
—Sí, tiene glacia —afirmó éste—. Mí cleel conveniente seguil al hombre de la fluta.
—Es lo mejol; quizá tlabaje pala el homble de blonce.
—Pues voy a coltadle el pescuezo —dijo, cloqueando, el mogol.
Sacó de su manga un cuchillo y se dirigió a la puerta del edificio.
¡Paff! EL sonido fue blando, suave. Procedía de junto a una de las hojas de la puerta. Diminutos fragmentos de vidrio se esparcieron por el umbral.
El mogol se quedó dormido de pie… y se desplomó sin ruido.
Doc había tirado una de sus botellitas de anestésico desde la escalera. No pretendía revelar su presencia en el edificio, pero era necesario que protegiera al inocente vendedor de fruta que le había ayudado.
El empleado del ascensor giró vivamente sobre sus talones, vio a Doc y sus labios dejaron escapar un alarido de terror.
Después corrió ciegamente a la puerta de la calle.
La nube del invisible, inodoro anestésico, no había perdido aún su eficacia.
El hombre se metió en ella sin saberlo. De pronto se le dobló el cuerpo y cayó en esta posición sobre la acera.
Doc se aproximó a la puerta.
Desde dos puntos diferentes situados uno arriba, otro abajo de la calle, invisibles ametralladoras vomitaron ruidosas descargas.
Doc esperaba que sucedería algo por el estilo. Aquello era una trampa y los hombres de Tom Too no eran tan bobos que fueran a aguardarle en los pisos superiores del edificio, donde pudiera cortarles la retirada.
Retrocedió velozmente.
Ya era tiempo. De la entrada de la portería se desprendió una nube de piedras que la llenó de polvo, al propio tiempo que caían en ella las balas como granizo.
Ruidosamente cayeron después trozos de cristal.
Doc ascendió la escalera y al llegar al segundo piso probó a abrir la puerta de un despacho, pero estaba cerrada con llave. La empujó… no muy fuerte, a lo que parecía, pero la cerradura saltó de su marco como si éste fuera de manteca.
Entrando en el despacho, Doc miró a la calle por una ventanilla.
En ella reinaba profundo silencio. Un sedán gris se acercaba velozmente.
Al llegar frente al edificio moderó la marcha el tiempo suficiente para que lo ocuparan los mogoles y después reanudó su carrera hacia el Norte, alcanzando la esquina más próxima.
Como notas discordantes de un contrabajo sonaron súbitamente una serie de sonidos espaciados.
Doc adivinó al instante de donde procedían. De las ametralladoras en miniatura que llevaban sus compañeros. Renny, Ham y Mindoro atacaban.
EL sedán gris patinó hacia la izquierda y penetró en la acera. El ruido de vidrios rotos y de madera astillada sucedió a su colisión con un escaparate por el cual pasó el coche.
Sus ruedas se partieron, sus guardabarros se encogieron y patinó en el suelo de la tienda con la capota destrozada.
Doc vio ascender sobre sus restos a los atacantes y hacer fuego sobre ellos varias veces con las mortíferas ametralladoras.
Después corrieron al edificio.
Doc les salió al encuentro.
—En el coche iban tres de esos demonios —le notificó Renny, con una sonrisa—. Todos han quedado en disposición de que los lleven al depósito de cadáveres.
—¿Y nuestros camaradas? —inquirió Ham. Se apoderó de la muñeca de Doc y miró la lente—. ¡Bueno! ¡Continúan sentados en las sillas!
Doc nada dijo. Sus pupilas doradas no demostraron alegría.
Ascendió, en el ascensor, al décimo piso, en unión de sus camaradas.
Renny se lanzó a la carrera por el corredor, llegó ante la puerta de la oficina y sin pararse a reflexionar si estaría o no cerrada con llave, asestó a la cerradura un puñetazo formidable.
El pestillo saltó, desprendiéndose blandamente de su marco.
Renny penetró impetuosamente por la abertura, arrancando el marco de sus goznes. Ham le siguió.
De un salto se colocó junto a los tres hombres atados en la silla y asió a uno de ellos por un brazo.
¡Horror! El miembro se desprendió instantáneamente de su sitio y Ham se quedó con él en la mano.
—Son muñecos, ¿no lo ves? —dijo Doc, con acento consolador—. Con papel de envolver se han rellenado los trajes de Monk, Johnny y Long Tom y se les ha colocado encima las cabezas de tres maniquíes.
Ham se estremeció visiblemente.
—¡Pero, yo les he visto en este mismo despacho! —observó—. Se movían y luchaban por desasirse de sus ligaduras.
—Así es, en efecto —admitió Doc—. Se les sacó de aquí y fueron reemplazados por estos muñecos mientras se colocaba y permanecía unos minutos ante el aparato de televisión, uno de los mogoles.
El sereno rostro de Renny se nubló.
—Entonces, ¿sabían que estaba aquí el aparato? —inquirió.
—Debieron hallarle —replicó su jefe—. Por ello trajeron a este despacho a los prisioneros. Confiaban en que les veríamos y en que vendríamos a rescatarles. A la salida pensaban acabar con nosotros, creían que sucumbiríamos bajo el fuego de sus ametralladoras. Por fortuna, no hemos caído del todo en el lazo que nos tendían.
—¡Vaya por Dios! —exclamó Ham, blandiendo el estoque—. Poco hemos conseguido. Doc se inclinó sin replicar sobre los fragmentos de cristal diseminados por el suelo.
Uno de ellos tendría un pie cuadrado de diámetro; los otros eran más pequeños. Los recogió cuidadosamente.
—¿Tienen algún valor esos trozos de vidrio? —interrogó curiosamente Mindoro.
Todavía temblaba un poco a causa de la excitación que en él había originado la pasada refriega.
—Después de romper el cristal de la ventana —explicó—, y mientras los mogoles miraban hacia la calle para ver si el estrépito producido por su rotura había llamado la atención, permaneció Monk unos segundos tendido en el suelo. Nadie le observaba. Claramente vi cómo sacaba un lápiz-clarión del bolsillo de su americana y escribía sobre un fragmento de la oficina.
Renny corrió a la puerta de la oficina.
—¡En ese caso volvamos a casa! —ordenó—. Tráete los cristales, Doc, y los examinaremos a la luz de los rayos ultravioleta.
Así se hizo. Los cuatro hombres abandonaron el rascacielos saliendo a la calle por una puerta trasera con objeto de evitar el inevitable retraso que traería consigo un interrogatorio policiaco y ya en el despacho de Doc Savage, expusieron los fragmentos de cristal a la luz de la lámpara.
El mensaje de Monk era breve, pero tenía suma importancia. Textualmente he aquí lo que decía:
«Tom Too tiene miedo. De aquí piensa dirigirse en avión a San Francisco de California, donde embarcará en el “Malay Queen” para la isla de Luzón. Nosotros le acompañamos. Necesita tenernos a su lado como garantía de que no le cortarás la cabeza. ¡Duro con él, Doc!».
—¡El bueno de Monk! —observó Ham, sonriendo—. De vez en cuando demuestra cierta inteligencia. Sin duda habrá oído hablar de nosotros a la banda. ¿Cómo iba ésta a sospechar que comprendía su idioma?
Mindoro había palidecido visiblemente. Sus dedos temblorosos mesaron maquinalmente sus cabellos.
—¡Esa acción de Tom Too originará un derramamiento de sangre! —balbuceó entre dientes—. Se ve que ha renunciado a la idea de apoderarse de mis compañeros. Dará el golpe proyectado y ellos lucharán contra él. Muchos morirán.
Doc Savage tomó el auricular telefónico y pidió un número: el del aeropuerto de Long Island.
—¡Mi avión! —ordenó con voz dura—. Deseo que esté listo dentro de una hora.
—¿Piensas alcanzarle por vía aérea? —inquirió Ham.
—No. Sería peligroso para nuestros tres camaradas —respondió Doc.
—¿Entonces…?
—¡Estaremos a bordo del «Malay Queen» cuando éste salga de San Francisco! —respondió Doc.