VIII
Un pirata moderno

Por aquella vez al menos se alteró la plácida expresión que animaba los semblantes de los mogoles y todos ellos abrieron extremadamente los ojos, como niños que ven por vez primera un león.

—¡Imbéciles! ¡Matad a ese demonio de bronce! —clamó su jefe.

Un amarillo echó mano a una de sus mangas y, veloz como un rayo, sacó de ella un kris cuya hoja delgada y flexible semejaba una serpentina.

Imprimiendo a su brazo un movimiento de rotación, lanzó el arma en dirección a Doc.

Lo que sucedió después fue como por arte de encantamiento.

El kris sobresalió súbitamente del pecho del hombre que lo había lanzado.

Era como si le hubiera atravesado…

Ninguno de los presentes osaba creer que el hombre de bronce hubiera cogido el kris al vuelo y lo hubiese lanzado, a su vez, tan acertadamente y con tan desconcertante celeridad.

Nadie había visto realizar a Doc tal hazaña, si se exceptúa a Renny. Sin embargo, era así.

Mientras el muerto caía de espaldas, al suelo, semejante a un árbol que se troncha, se apoderó de otro mogol. El hombre pareció perder súbitamente de peso y convertirse en una muñeca de trapo.

Su cuerpo se abatió como una maza sobre un quinto oriental.

Sólo tres quedaban indemnes. Uno de ellos sacó un revólver y lo descargó rápidamente… sobre uno de sus compañeros, que se le venía encima y quedó aplastado, perdiendo el conocimiento al dar de cabeza contra la pared.

El oriental restante huyó dando saltos grotescos, chillando desaforadamente a cada brinco.

Pasó una puerta y, por desgracia, tuvo presencia de ánimo suficiente para cerrarla con llave.

Doc la golpeó, vio que estaba forrada de acero y no perdió tiempo.

Retrocediendo, sacó un cuchillo y cortó las ligaduras de los prisioneros.

Renny se había puesto en pie apenas vio entrar a Doc por la chimenea.

En menos de lo que se cuenta ascendió Savage por la escala de acero y atravesó corriendo el tejado.

Abajo, en la calle, vio a los orientales que quedaban amontonarse en un sedán. EL coche subió por la calle, dobló la esquina más próxima y desapareció en un santiamén.

Doc no trató de seguirlos. Comprendió que sería inútil. Descendió, pues, del tejado y se reunió a sus compañeros.

—¿Cómo has dado con nosotros? —quiso saber Renny.

—Por medio de la policía —replicó—. Me telefoneó su jefe para relatarme un incidente sospechoso acaecido por estos barrios. Por él me he enterado de los gemidos y disparos de revólver que se habían oído en la tienda de objetos de radio y vine a investigar lo ocurrido. Oí que se daban órdenes a los conductores de los camiones para que le llevaran al jefe los prisioneros, los seguí… y no me ha sido difícil llegar hasta aquí.

Así diciendo, Doc cambió un apretón de manos con Juan Mindoro.

En cierta ocasión había visitado las islas del Pacífico, con objeto de estudiar las fiebres tropicales y su curación y en uno de esos viajes conoció a Juan Mindoro, en un dispensario mantenido a sus expensas.

Mindoro era riquísimo y gastaba sumas fabulosas en proyectos para el bien general de la humanidad.

El dispensario médico donde se prestaba gratuitamente a los pobres asistencia facultativa, era una de las muchas obras benéficas que patrocinaba.

A Doc le produjo su persona excelente impresión y ofreció espontáneamente sus servicios para cuanto fuera necesario.

—No sé cómo darle las gracias por su ayuda —le dijo Mindoro, con voz velada por la emoción—. Sin usted me hubieran asesinado esos infames mogoles.

Doc se volvió a Scott Osborne. Éste retrocedió como si le hubiera amenazado con un golpe.

—¡No lograréis hacerme daño! —gritó histéricamente—. ¡Tengo dinero y lucharé contra vosotros ante todos los tribunales de justicia del Estado!

Doc se volvió, sorprendido, a Juan Mindoro.

—¿Qué dice este hombre? —inquirió.

Mindoro dirigió a Osborne una mirada de desprecio.

—Me dirigí a este hombre —explicó— pensando que era un amigo. Él se ofreció a ocultarme y me llevó a su casa. Después me vendió a mis enemigos. Ellos le dieron dinero en cantidad.

—Pero le capturaron al mismo tiempo que a usted —observó Doc—. Y hace un instante iban a matarle también.

Juan Mindoro rió con una risa estridente.

—¡Bah! Fue un imbécil. Le engañaron. Él creía que podía confiar en ellos.

Osborne se enjugó los húmedos ojos. Sus labios temblorosos esbozaron una mueca burlona.

—¡Pero no puedes nada contra mí! —dijo estridentemente—. Tengo en mi poder cincuenta mil dólares, Mindoro, o sea el precio de mi traición, y gastaré hasta el último céntimo de esa suma en mi defensa.

Mindoro tomó arrebatadamente uno de los revólveres dejados por los mogoles en el suelo y encañonó con él a Osborne. Apretó el gatillo mirándole fijamente y dijo con acento glacial:

—Si fuera menos civilizado mataría a este perro…

Doc alargó la mano y le arrancó el arma. Mindoro no ofreció resistencia.

—Osborne ha sido ya castigado —observó Doc, sombríamente—. Su codicia le llevó a entrar en tratos con los mogoles y ellos asesinaron, anoche, a su hermano. Jamás se hubiera cometido el crimen de no haberse dirigido a esos amarillos.

El rostro grasiento de Osborne se tornó blanco como el papel.

—¿Qué… dice usted de… mi hermano? —interrogó a Doc.

—Que fue asesinado anoche —replicó el hombre de bronce.

Aquélla era, evidentemente, la primera noticia que tenía Osborne de la muerte de su hermano, y le hizo tal impresión, le dolió tanto, que se tornó blanco. Su cabeza semejó un mármol descolorido.

Las lágrimas se derramaron de sus ojos pequeños, se persiguieron a través de sus mofletudos carrillos, mancharon la pechera de su camisa y la corbata.

—¡Mi hermano… es como si yo mismo le hubiera matado! —dijo, ahogándose, en voz tan baja, que apenas se oyó.

Sin prestarle atención, Doc señaló a sus compañeros la entrada de la chimenea.

—Propongo que salgamos por ahí —dijo.

Él y Mindoro volvieron la espalda a la habitación. Un grito de Renny les hizo detenerse en seco.

Renny había acudido de un salto al lado de Osborne. Mas, ya era tarde.

Medio loco de dolor, el importador de azúcar se había lanzado ciegamente sobre la hoja de un kris que empuñaba todavía, con la punta hacia arriba, uno de los muertos.

El cuerpo grasiento del hombrecillo sufrió violentos estremecimientos antes de quedar exánime en el suelo, como esponjoso montón de trapos.

Mindoro le dirigió una mirada de respeto y dijo con acento solemne:

—Perdonadme, Señor, por haberle hablado con tanta dureza. Ignoraba que hubieran asesinado a su hermano.

—Él tocaba también a su fin —gruñó Renny.

Doc no hizo comentario alguno.

Subieron por la chimenea al tejado y de éste pasaron a la azotea, descendiendo a la calle por el mismo camino que había recorrido Renny en brazos de los orientales.

Seguidamente, Doc comunicó a la policía lo sucedido. Tras una breve explicación, acabó rogando:

—Sobre todo quisiera que se guardara silencio respecto a mi intervención en el caso.

—¡Naturalmente, señor Savage! —dijo el jefe de policía con quien comunicaba—. ¿Podría usted darnos la descripción detallada del jefe de esa banda de mogoles y mestizos?

Doc se volvió a Juan Mindoro.

—¿Quién es? ¿Lo sabe usted? —interrogó.

—Es un individuo a quien llaman Tom Too —replicó Mindoro.

—¿Podría describírmelo?

Mindoro hizo un gesto negativo.

—Jamás le he visto —manifestó—. Ni aun cuando era su prisionero se me puso delante una sola vez.

—Pues no puedo dársela —declaró Doc al jefe de policía.

En taxi se encaminó, con sus acompañantes, a la parte alta de la ciudad.

Hasta llegar a ella fue de pie sobre el guardabarros del vehículo, como de costumbre. Luego, como el tráfico hiciera detener al taxi, se apeó de un salto.

Renny y Mindoro se preparaban a dirigirle excitadas preguntas pero desapareció, perdiéndose entre la multitud que inundaba las aceras del Broadway.

Mindoro se enjugó la espaciosa frente perlada de sudor, murmurando, aturdido:

—¡Dios, qué hombre más extraordinario!

—¿Sí? Pues aún es decir poco —replicó Renny, sonriendo.

De pronto, recobró la seriedad.

—¡Por el toro sagrado! —exclamó—. Me he olvidado de contar a Doc un detalle muy importante; ahora lo recuerdo.

—¿Qué es ello?

—Cuando los mogoles se apoderaron de mí —continuó diciendo Renny—, dijeron que respetarían mi vida. Pensaban que con ello convencerían a Doc de que no se metiera con ellos. Luego, decidieron matarme súbitamente. Por lo visto había ocurrido algo extraordinario y ya no era necesario conservarme la vida. Entonces creí que se habían apoderado de Doc. Mas ya hemos visto que no era así.

—¿Y bien?

Renny respondió retorciéndose las manos:

—¡Quisiera saber qué fue lo que les obligó a variar de opinión!

Hasta pasada media hora no regresó Doc al piso ochenta y seis del rascacielos donde tenía instalada su base de operaciones.

Ham, Renny y Mindoro estaban ya aguardándole. Los tres parecían excitados y el sudor inundaba sus frentes.

Ham gritó al verle entrar, blandiendo su estoque:

—¡Doc! ¡Los mogoles se han apoderado de Monk, Johnny y Long Tom!

Doc no experimentó emoción alguna al recibir la noticia. Por lo menos así lo hubiera creído la persona que le hubiese observado en aquellos momentos, pues su rostro bronceado permaneció tan desprovisto de expresión como si verdaderamente fuera de metal.

Tampoco experimentaron cambio alguno sus pupilas, límpidos lagos de oro fundido.

—¿Cuándo ha sido eso? —preguntó. Su voz singular resonó como una campana, llenando los ámbitos de la habitación, no obstante no haberla elevado un ápice.

—Verás: los cinco debíamos reunirnos aquí al mediodía —explicó Ham—. A mí se me hizo tarde (había estado en la peluquería) y cuando llegué abajo me contaron que varios mogoles, con las armas en la mano, habían hecho salir delante de ellos a nuestros tres amigos y que todos habían partido en automóviles preparados al efecto. A nadie se le ocurrió mirar el número de cualquiera de ellos.

Renny juntó los puños con fuerza y produjo un sonido metálico.

—¡Soy un animal, Doc! —exclamó sentidamente—. Comprendí que algo malo pasaba cuando los mogoles decidieron súbitamente quitarme la vida y me olvidé de contártelo.

—No te apures: yo les oí también hablar de su cambio de parecer —repuso Doc.

A Renny se le quitó un gran peso de encima, pues había creído que su olvido había originado el retraso de una hora en las pesquisas que iba a iniciar Doc para dar con la pista de sus camaradas.

—¿Así, adivinaste que habían capturado a nuestros compañeros? —preguntó a su jefe.

—Lo sospeché, en efecto —admitió Doc—. Al apearme del taxi para hablar con el dueño de esta casa me cercioré del hecho.

—¿Así, has seguido su rastro? —interrogó Renny, sonriendo—. Y, ¿qué has averiguado?

—Nada.

El sereno semblante de Renny expresó amargo desconsuelo y con los otros siguió a Doc al despacho.

De un cajón sacó Savage una caja de cigarros tan caros y cuidados que cada uno era en sí un recipiente vacuo de nicotina.

Se la ofreció a sus compañeros y luego encendió un fósforo. Él no fumaba.

Había una tranquilidad tal en su actitud, una calma tan asombrosa, que tuvo la virtud de acallar los temores de Ham y de Renny e incluso Mindoro se serenó visiblemente.

En éste fueron a posarse las doradas pupilas de Doc.

El jefe de la banda mogol es un individuo llamado Tom Too y su propósito es disolver la sociedad política secreta que usted preside y que aspira a una Unión de la Isla de Luzón con sus hermanas —dijo—. Esto es todo lo que sé, en substancia, del asunto. ¿Podría usted proporcionarme más detalles?

—¡Pues ya lo creo! —dijo Juan Mindoro—. Ese Tom Too es un pirata…

—¿Un pirata?

—¡Exactamente! ¡Es un corsario junto al cual resultarían pequeños el capitán Kidd, Barbanegra y «Sir Enrique Morgan»!

Doc, Renny y Ham se quedaron pensativos, como digiriendo las palabras de Mindoro. Aun cuando fumaba en raras ocasiones, Renny había tomado un cigarrillo perdido en la inmensidad de su mano como un simple mondadientes.

En actitud reveladora de una intensa concentración, inclinaba Ham el cuerpo hacia delante. Tenía los codos apoyados sobre la mesa y el mentón sobre ambas manos y miraba fijamente a Mindoro.

—Tom Too comenzó su carrera por los mares de China —continuó diciendo Juan Mindoro—, en cuyas costas, como es sabido, florece todavía hasta cierto punto la piratería.

—Eso es mucha verdad —observó Renny, interrumpiéndole—. Por ello los barcos costeros y los que transitan por sus vías fluviales llevan a bordo soldados y cañones; pero así y todo, se calcula en unas doscientas o trescientas el número de embarcaciones que son saqueadas anualmente por los piratas.

—Pronto Tom Too llegó a ser persona influyente entre éstos —prosiguió Mindoro, reanudando su relato—, y después de dos años de saqueo y pillaje se retiró al interior del país. Su idea era fundar un Imperio en el interior de China. De momento se estableció en ella como el dios de la guerra, pero le echó de la comarca donde había fijado su residencia el ejército de la República. Entonces pasó a Manchuria y trató de conquistar ciudades y territorio. Los japoneses le salieron al paso y no pudo competir con ellos.

Abstraídamente, Renny daba vueltas al cigarro que tenía en la mano.

—La historia me parece un poco… fantástica —murmuró.

—No lo es. Ten presente que se trata de un país oriental —dijo Doc—. Allí hay muchos señores feudales que nada tienen que envidiarle a un pirata.

—¡Y Tom Too es el peor de todos ellos! —exclamó enfáticamente Juan Mindoro—. Aún en el Oriente, donde la vida de un hombre tiene ínfimo valor, se le considera un demonio encarnado en figura humana.

—Dijo usted que jamás le había visto. ¿Cómo sabe tantos detalles de su vida? —interrogó Doc.

—Es muy sencillo: lo que le cuento es la comidilla de todas las tertulias de café —repuso Mindoro—. Pertenece al dominio público. Él se mantiene a la sombra, pero sus secuaces se cuentan por miles.

—¿De veras? —inquirió, asombrado, Renny.

—Cómo ustedes lo oyen —dijo Mindoro—. ¡Ya les he advertido que los antiguos piratas de la América española eran niños de escuela comparados con Tom Too! Ahora pretende apoderarse de la Unión del Luzón.

—¿Ha hecho ya algo en este sentido? —inquirió vivamente Doc.

—Muchísimo. Miles de sus hombres se han introducido en la isla, de algún tiempo a esta parte.

—¡Pues los periódicos no han mencionado tal invasión! —observó Renny, con un gruñido de cólera.

—Porque no ha sido una invasión armada —repuso Mindoro, sombríamente—. Tom Too es muy listo y sabe que, de hacerlo así, hubiera colocado frente a él a las potencias extranjeras y éstas hubieran bloqueado la isla con sus buques de guerra.

»Su plan es más sutil. Consiste en ir introduciendo a una parte de sus hombres en el ejército y la armada, en el cuerpo de policía, etc. El resto trabaja en el campo o se dedica al comercio, aparentemente. Cuando sea el momento oportuno se apoderarán súbitamente del poder. Harán una revolución sin derramamiento de sangre, como dicen los periódicos.

»Tom Too establecerá entonces un gobierno legítimo… o por lo menos se lo parecerá así al resto del mundo. Pero sus hombres ocuparán todos los puestos elevados. Le sucederá un reparto sistemático de los bienes de la República, de sus bancos, de sus plantaciones de azúcar, etc.

—¿Y usted qué papel representa en todo eso? —quiso saber Renny.

Mindoro hizo un gesto salvaje.

—¡Oponerme con todas mis fuerzas al avance de Tom Too! —respondió—. ¡El único obstáculo que hasta ahora ha surgido en su camino es, precisamente, la sociedad política secreta que presido!