VII
La emboscada

Renny había trabajado medio día en la casa en construcción y manejaba el pistolete de remachar sentado sobre la armazón de acero, sobre la cual se colocaría, más adelante, el piso décimo del nuevo edificio.

En sus manos monstruosas era un juguete el martillo neumático.

Ni sus compañeros, ni siquiera el capataz de la cuadrilla, sabía por qué estaba allí.

Renny había llegado con tan inmejorables referencias que se le había dado trabajo al instante y en cuatro horas había llamado la atención la extraordinaria calidad de su labor.

EL capataz estaba orgulloso de su nueva adquisición.

—Permanece a nuestro lado, muchacho —dijo confidencialmente a Renny— y procuraré que te den mejor puesto a fin de semana. Me agradan los hombres fuertes y laboriosos como tú.

—Ya veremos —contestó Renny.

Ni un músculo de su rostro sereno se contrajo durante el breve diálogo.

En cuanto al capataz, se hubiera caído del andamio en que estaba en aquel momento, de haber sabido que Renny era un ingeniero de fama, por cuyos trabajos se pagaban sumas tan crecidas que, una vez concluido, hubiera podido adquirir el edificio que se estaba construyendo.

A las doce la cuadrilla fue a comer a un bar vecino. Renny se quedó donde estaba. Un sándwich fue suficiente para satisfacer su apetito.

Aun por poco tiempo, Renny no quería perder de vista las oficinas de la compañía El Dragón. Y fue precisamente a la hora de comer cuando tuvo buen resultado su vigilancia.

En dicha hora penetró en las oficinas un individuo de tez amarillenta, sacó un trapo del bolsillo y limpió minuciosamente, arrancándole un brillo deslumbrador, todos los objetos manejables del despacho.

—¡Ah, bribón! Eso lo haces para estar seguro de que no han quedado sobre ellos huellas dactilares. Yo te seguiré los pasos —se dijo Renny.

Arrojando lejos de sí el pedazo de papel que envolvía el sándwich, dijo a un compañero que fumaba cerca de él:

—Voy a beber un sorbo de café caliente.

Y descendió a la calle.

Transcurrieron diez minutos, pasados los cuales salió del portal el individuo que acababa de limpiar el despacho de El Dragón.

Visto de cerca comprobó Renny que era mestizo de mogol y otra raza cualquiera, no sabía cuál.

Una vez en la calle, el individuo en cuestión tomó un tranvía, una jardinera de las que transitan en verano por el Broadway y a las cuales es facilísimo subir o bajar en marcha.

Renny le siguió en un taxi, agazapándose en su interior para que el otro no le viera, aun cuando sus ropas manchadas y su gorra mugrienta no podían llamar la atención.

Por cierto que antes de acudir al trabajo había limpiado con ellas el motor de su automóvil, consiguiendo de este modo que aparecieran cubiertas de una capa muy conveniente de mugre.

Su presa descendió de la jardinera en el barrio chino y pasó por delante de un «hombre-sándwich» que anunciaba un restaurante económico.

Ni el hombre ni la presa de Renny cambiaron una sola mirada. Sin embargo, el primero miró fijamente a Renny sin que nuestro hombre lo advirtiera.

El mestizo bajó por una calle lateral y Renny le siguió sin haberse dado cuenta del incidente.

El mestizo penetró en un comercio de humilde apariencia, en el que había a la venta toda clase de objetos, desde raíces de bambú hasta búcaros esmaltados.

Compró en él algo contenido en un cucurucho que Renny no vio y salió comiendo a la calle.

Quizá transmitió un mensaje al propietario del establecimiento, o, acaso, se lo dieron. Renny lo ignoraba, pero continuó detrás de él.

De allí a poco, el mogol se metió en un establecimiento dedicado a la venta de útiles de radio.

Renny pasó varias veces por delante de la puerta sin divisar dentro a nadie: ni siquiera al propietario. Dudó un momento, decidiose al cabo a correr el albur y penetró en la tienda.

En su fondo se hallaba la puerta de la trastienda. Renny aplicó el oído.

No se oía nada. Permaneció un momento sin saber qué hacer, y finalmente sacó de debajo de una de sus axilas una pistola poco usual.

Era sólo poco mayor que una automática ordinaria, pero, al propio tiempo, el arma más eficaz que se ha inventado hasta el día.

Doc la había perfeccionado. Disparaba sesenta tiros a una velocidad tal que sonaban lo mismo que las notas de un contrabajo, y podía cargarse rápidamente.

Renny abrió la puerta de la trastienda. Más allá se abría un corredor sombrío.

El ingeniero penetró por él, resueltamente.

El pomo se le escurrió de la mano y la puerta se cerró de golpe, impulsada por unos muelles poderosos. Por dentro estaba forrada de una hoja de acero.

Veloz como el pensamiento, Renny apuntó al paño con la boca de su pistola-ametralladora y la hizo describir un círculo.

El arma produjo un estruendo ensordecedor; los cartuchos vacíos caían al suelo por docenas. Sus balas no traspasaban el forro de la puerta.

Entonces giró vivamente sobre sus talones y se internó en el corredor.

Ante él se extendían espesas tinieblas. Oprimió el gatillo de su arma y disparó repetidas veces. No había que dejar nada al azar.

Súbitamente tropezó con otra puerta que también estaba revestida de acero.

Aun cuando no fumaba, Renny llevaba siempre consigo un encendedor impermeabilizado.

Un encendedor es siempre más fácilmente manejable que una caja de fósforos. Lo encendió con ayuda del pulgar y lo mantuvo a la altura de su cabeza.

Las paredes y el suelo de su encierro eran de sólida plancha de madera.

El techo estaba lleno de resquicios de dos centímetros de longitud que corrían a lo largo del corredor.

A través de uno de aquellos resquicios le descargó un golpe terrible una varilla flexible, de hierro. Renny la esquivó por el ancho de un cabello, saltando de través.

Se acurrucó en un rincón, oyó descargar uno y otro golpe a la varilla y varió de postura, pensando rápidamente un plan. Entretanto, descargó su revólver en los intersticios del techo.

A través de éstos llegó a sus oídos una risa burlona.

—Pol más que dispales, no te liblalás de los azotes —cantó una voz oriental.

Con velocidad sin igual, se despojó Renny de la americana, se la lió a la muñeca derecha de modo que formara una almohadilla protectora y adivinando que la varilla de hierro volvería a azotar el vacío, extendió el puño cerrado para recibir en él el golpe.

Le falló el hecho por tres veces consecutivas y después, ¡zas!

EL choque fue formidable, tan terrible que su cuerpo fue lanzado a un extremo del corredor. Al propio tiempo, la almohadilla hecha con su chaqueta evitó que se le rompieran los huesos de la mano.

Una vez caído en el suelo, Renny permaneció totalmente inmóvil.

Una luz rojiza penetró por las rendijas del techo e iluminó el corredor.

—El tigle duelme —observó una voz cantarina—, apodelaos de él, hijos míos.

Se abrió, sin hacer más que un ligero ruido, la puerta del pasillo y por ella entró y se lanzó sobre Renny un grupo de mogoles.

El ingeniero se puso en pie rugiendo y la boca de su ametralladora trazó un círculo perfecto en torno de su persona. De su puño brotaban rojas llamaradas.

Gritos entrecortados, gemidos, alaridos, sonaban por doquier. Cuerpos amarillos yacían, diseminados, en el corredor.

Hombres heridos caían de cabeza, como si les hubieran cortado las alas…

Renny quiso salir del corredor y recibió un golpe en la cabeza, asestado por una de las varillas de hierro. Vaciló, como hombre sorprendido por un súbito desvanecimiento, y se le cayó el arma de la mano.

Entonces quedó materialmente enterrado bajo una avalancha de hombres de ojos oblicuos. Sus tobillos y muñecas recibieron las innumerables vueltas de una cuerda de seda, dura como el hierro; una esponja inmensa fue introducida entre sus mandíbulas y sujeta con una mordaza de hilo.

—¡El maldito tigle ha asesinado a tles de nuestlos helmanos! —exclamó un mogol, dándole un puntapié en las costillas—. Pol esto solo melece la muelte… pelo, una muelte lenta y dololosa. Quizás el tolmento de los mil tajos…

—¿Has olvidado, señor, que el jefe desea ver vivo a este hombre? —inquirió otro.

—No lo he olvidado. Pludente es nuestlo jefe —replicó el primer mogol—. Sabe que este individuo es amigo del homble de blonce, nuestlo glan enemigo y, pala que no le quitemos de en medio, tal vez acceda a no molestalnos más.

Estas palabras las cambiaron en su idioma, que Renny comprendía y sabía hablar… hasta cierto punto.

Júzguese si experimentaría alivio, pues había creído que iban a asesinarle en el acto, probablemente en medio de torturas atroces.

Una gran caja de embalaje fue llevada entonces al corredor.

Ostentaba la dirección de una emisora de radio e iba destinada, aparentemente, a una muy conocida.

Los amarillos metieron a Renny dentro de la caja rodeándole de virutas, de tal modo que apenas podía moverse. Luego clavaron la tapa.

Pequeñas hendiduras permitían una ligera circulación de aire dentro de la caja.

En aquel momento preciso, hubo una conmoción en la calle, delante de la tienda. Un vecino había oído los tiros y gritos de los moribundos y había llamado a un agente de policía.

—¡Cuánto lamento el incidente! —manifestó uno de los mogoles mestizos—. La ladio hace luidos a veces.

—Conque la radio, ¿eh? —gruñó el agente, a quien no satisfizo la explicación—. Permíteme que eche un vistazo por la tienda.

Los orientales trabajaban entretanto en la parte posterior de la trastienda.

Rápidamente recogieron a sus muertos y heridos, echaron alfombras sobre el suelo de madera del corredor y colgaron sendos cortinajes en las puertas revestidas de acero, que ostentaban la señal de las balas.

—Esa ladio hace luido —repetía el oriental—. De todos modos, entle a echal un vistazo.

Se condujo al agente a la trastienda. No notó nada de particular en el pasillo (las hendiduras del techo estaban cerradas).

Sólo vio sacar una gran caja de embalaje destinada a una emisora de radio, que dos hombres carillenos, blandos de aspecto, sacaban de la tienda y metían en un camión estacionado en la parte de atrás.

Dentro del camión había ya otras cajas de embalaje.

—Mí te enseñalá cómo ladio hace luido —dijo el mestizo al agente.

Y abrió varios aparatos de radio de la tienda. Evidentemente estaban algo estropeados, pues de ellos surgieron, en revuelto pandemónium, rugidos y detonaciones.

La voz de una mujer que leía recetas de cocina equivalía a una serie ensordecedora de estampidos.

El policía sintió que se disipaban sus recelos.

—Estoy seguro de que esto fue lo que oyó la persona que reclamó mi presencia en esta tienda —dijo—. De todos modos le aconsejo que no suba tanto la voz de sus aparatos, porque no estoy dispuesto a perder al tiempo acallando falsas alarmas.

Y partió.

Tras de asegurarse de que se había marchado en realidad, el dueño de la tienda volvió junto al camión.

—Llevad nuestlo plisionelo al jefe, hijos míos —ordenó.

El camión se puso en movimiento, mezclándose al tráfico que invadía las estrechas calles del barrio chino.

Los dos orientales ocupaban el pescante, impasibles. Ni por casualidad se volvieron a mirar atrás una sola vez.

Pasado algún tiempo, el camión se detuvo ante un almacén. Entonces se descargaron las cajas embaladas y se colocaron sobre un montacargas que se elevó a la altura de varios pisos.

Renny respiraba dificultosamente, pues las virutas habían ido ascendiendo hasta ponerse al nivel de su nariz y rozarle los párpados.

Después sintió que le depositaban en el suelo, que hacían rodar la caja en que iba metido y oyó hablar confusamente a sus apresadores.

—Ve y dile al amo que estamos aquí —dijo uno de ellos, expresándose en su idioma nativo.

Partió el oriental, para regresar al cabo de unos minutos.

Entonces se levantó la tapa de la caja que contenía a Renny, se le sacó fuera de ella y se le desembarazó de las virutas.

Se hallaba en un soberbio almacén. Unas cuantas cajas de embalaje aparecían diseminadas aquí y allá.

Por sus rótulos se veía que procedían de Oriente. Además del ascensor y de la puerta de la escalera abríase un hueco a la derecha.

Un hombre a quien el peso de Renny hizo gruñir de vez en cuando, se lo echó a cuestas, otro le cogió por los pies, y así, franquearon el umbral de la puerta.

Ascendieron un tramo de escalera cuyos peldaños crujían y rechinaban bajo el peso de los mogoles y por una trampa llegaron a una azotea. Un muro de elevación poco usual la ocultaba a las miradas indiscretas de los vecinos.

Renny fue transportado, siempre a hombros, de una a otra parte de dicha azotea; pasó por una hendidura de la pared a un tejado vecino y se le depositó junto a una gran chimenea.

Un oriental se empinó sobre el cañón y extrajo de él una cuerda que pasó bajo los brazos de Renny, a quien bajó por la chimenea.

El interior de ésta se hallaba muy limpio y Renny reparó en una escala de acero que corría a lo largo de una de sus paredes.

La chimenea tendría unos diez metros de longitud. Cuando Renny llegó a su extremo inferior, se apoderaron de él una docena de manos o mejor de garras afiladas y tiraron de él.

Salió de la chimenea por su campana y miró, sorprendido, a su alrededor.

Le rodeaba un ambiente de lujo. De las paredes pendían costosas tapicerías, y alfombras de un grueso desusado cubrían el suelo de la habitación.

Un taburete situado en un rincón sostenía un juego completo de té, una humeante tetera, recipientes llenos de pepitas de melón y otras golosinas orientales.

Mogoles y mestizos de mogol ocupaban, en pie, la estancia. Todos iban vestidos, y muy bien vestidos, por cierto, a la europea, de modo que sin reparar en sus rostros impasibles y en las llamaradas de odio que lanzaban sus pupilas, hubiera podido tomárseles fácilmente por hombres de negocios americanos. Renny contó siete.

De súbito apareció otro individuo.

—¡El amo ha lecibido impoltantes noticias! —anunció, con el tonillo cantarín propio de la raza—. Y ya no hay que abstenelse de alancal la vida a ese demonio de las manos cuatlo veces mayoles que las de cualquiela de nosotlos. Debe pagal calo el climen cometido en las pelsonas de nuestlos helmanos.

Renny experimentó una sensación singular, como si le hubieran metido, de pronto, en una nevera, pues la declaración del oriental equivalía a una sentencia de muerte.

Y, todavía más. Se decía que había debido suceder algo terrible. Los mogoles habían pensado, de momento, en retenerle en su poder para obligar a Doc Savage a que renunciara a su persecución.

Mas ya no le necesitaban. ¿Habrían asesinado a Doc?

—Este hombre se halla condenado a muerte —continuó diciendo el octavo individuo de los ojos oblicuos—. Pues bien: que muera. ¡Traed a los prisioneros!

Cuatro hombres salieron de la pieza y regresaron casi al instante trayendo a dos hombres atados y amordazados.

¡Eran Juan Mindoro y Scott S. Osborne!

Juan Mindoro poseía una esbeltez y un dinamismo que saltaban a la vista.

Su frente despejada y sus claras pupilas le daban un aire de suma distinción.

Sus cabellos oscuros aparecían salpicados de hebras de plata lo mismo que el bigote, que la mordaza dejaba al descubierto.

Scott Osborne, el importador de azúcar, era grueso y ordinario.

Habitualmente, llevaba el pelo planchado y aceitoso; en aquellos momentos le caía desordenado, en mechones, por su semblante.

Tenía lo que vulgarmente se denomina unos «ojos tiernos», que lagrimeaban constantemente.

El amarillo que llevaba la voz cantante dijo en buen inglés, cogiéndole por un brazo:

—¡Éste también lecibila la muelte de los múltiples tajos!

El grueso cuerpo de Osborne se estremeció convulsivamente. De sus ojillos ribeteados se escapó un diluvio de lágrimas que no se esforzó en retener.

Sus labios exhalaron un grito de terror semejante al mugido de un toro.

EL mogol giró sobre sus talones y se encaró con Mindoro.

—Tú lo contemplalás —sentenció—. Y mientlas le contemplas, ¡medita plofundamente!

Mindoro asaeteó a su enemigo con una mirada de desprecio.

—Has lehusado dalnos los nombles de los hombles que integlan la sociedad política secleta de la Unión de que eles tú el plesidente —continuó diciendo el mogol, sin salpicar apenas de eles los vocablos ingleses en erre— y queremos saber esos nombres.

Arrodillándose quitole la mordaza de la boca y concluyó:

—Quizá desees hablal ahora. En tal caso te prometo lespetal la vida de estos dos hombres.

—¡Sólo un tonto se fiaría de ti! —dijo enérgicamente Juan Mindoro, hablando en un rígido inglés americanizado—. ¿Para qué deseas saber los nombres de mis amigos sino para quitarles de en medio, asesinándolos?

—¡Oh, no! —protestó el mogol—. Sólo pala quitales de en medio. Quizá pala secuestlales.

—¡Para matarles, repito! —exclamó vivamente Mindoro—. Pero no os diré sus nombres. Ésta es mi última palabra. —Luego, mirando a Renny, añadió, como para explicar su conducta—. La información que desean arrancarme estos hombres acarrearía la muerte de muchos inocentes; por ello mi decisión es horrible, ya que ella provocará su muerte y la mía. ¿Me perdona?

Renny se encogió de hombros, única respuesta que podía dar.

El mogol dijo entonces, señalándole con un gesto a sus hombres:

—Pues bien: ¡comenzad por él! ¡Coltadle las pupilas!

Un amarillo, blandiendo un cuchillo fino como una aguja, cayó sobre Renny, le derribó en tierra, apoyó sobre su pecho una rodilla y le asió por los cabellos.

Después alzó el cuchillo. Todas las miradas convergían en él.

Uno de los mogoles que se hallaba en pie, junto a la chimenea, exhaló un chillido y rodó como bala de cañón por el aposento, yendo a chocar con tal fuerza con el hombre que tenía el cuchillo levantado, que ambos perdieron el sentido.

Todas las miradas se clavaron entonces en el centro de la chimenea.

¡De ella había surgido un hombre de bronce!