IV
La espada goteante

Doc Savage abandonó la lóbrega vecindad de la fuente y corrió unos pasos.

Su forma bronceada ascendió por el aire en un salto prodigioso y sus dedos se aferraron en el alféizar de una ventana que se hallaba entreabierta.

Alzose su bastidor y Doc se deslizó dentro de la habitación.

Había llevado a cabo tales operaciones en menos tiempo del que se emplea para contarlo.

Entretanto habíase abierto la puerta que daba sobre el puente levadizo y por ella, espada y puñal en mano, pronto a entrar en acción, penetró en el patio un grupo de mogoles.

Registró la maleza con sus armas y cuando se hubo convencido de que Doc no se hallaba oculto entre ellas empujó todas las puertas de la casa.

Pero todas seguían cerradas.

—¡El demonio de bronce se ha escapado! —cantó uno de los mogoles en su lengua nativa.

—Eso es imposible —repuso su jefe, moviendo la cabeza—. Nuestros ojos miserables acaban de verle gatear por el muro y saltar al patio. Lo que me extraña —agregó, contemplando la alta cerca con el ceño fruncido— es que no se haya desnucado.

—Pues si no está en el patio, OH poderoso Liang-Sun-Chi, debe hallarse en el interior de la finca.

El aludido contempló con mirada biliosa los dos cuerpos del edificio.

—¿El homble de blonce es un mago podeloso que penetla a través de pueltas y ventanas siendo así que las dejé, esta talde, helméticamente celadas? —observó.

—Recuerda, señor, que esto se hizo con las de la planta baja, solamente —replicó el otro mogol—. ¡Ah! ¡Mira! Hay abierta una ventana del segundo piso.

La abertura que el mogol señalaba era la misma ventana por la que había entrado Savage.

Y éste estaba, en aquellos momentos, a oscuras, dentro de la habitación que había detrás de ella, escuchando la conversación entablada en el patio.

Comprendía el idioma mogol y lo hablaba con tanta soltura como el inglés.

—Ni un canguro podlía llegal hasta ella; muchísimo menos un homble —replicó desdeñosamente Liang-Sun-Chi—, pelo legistialemos la finca. Se dice que los mayoles mistelios se explican del modo más sencillo. Quizá dejamos abielta una puelta esta talde.

Sacó un manojo de llaves del bolsillo, abrió una de las puertas del primer cuerpo de edificio e hizo seña a sus hombres.

Entonces penetraron sigilosamente en la planta baja y encendieron las lámparas del bolsillo.

Doc se retiró de la ventana y, sin hacer ruido, salió al corredor por la única puerta de la habitación. Allí quiso dar un paso y su pie tropezó con un obstáculo pesado.

Una linterna salió entonces de su bolsillo y esparció en torno un rayo de luz poco más grueso que un hilo.

El cuerpo de un hombre yacía en el suelo del pasillo. Tenía un puñal clavado en el corazón.

El rayo luminoso que emanaba de la linterna descubrió otros detalles.

El asesinado era un hombre de unos sesenta años, que llevaba calzón corto, color ciruela, media blanca, casaca de largos faldones y peluca blanca.

Su atavío lujoso le denunciaba. Sin duda había sido el mayordomo de la casa.

Doc le sometió a un segundo examen más detenido, del cual dedujo que llevaba muerto varias horas.

Abajo, los orientales hacían un ruido terrible, rasgando cortinajes y tirando los muebles al suelo encerado.

—Hijos míos: no desespeléis y legistlad el sótano —ordenó Liang-Sun Chi, que tenía sus ribetes de filósofo.

Pronta y ligeramente buscó Doc el piso alto y descubrió que contenía las habitaciones de la servidumbre, el gimnasio, una piscina, la sala de billar y unas cuantas habitaciones para los huéspedes.

Por una ventana de la parte trasera de la casa miró el patio. Debajo de ella había quedado un hombre de guardia.

Doc regresó entonces al pasillo del segundo piso, a cuyo extremo había una armadura, según había reparado en un principio.

Sus piezas metálicas eran soportadas por un pie de hierro y, bajo la visera, se había colocado un rostro de papel maché, cuyo color se asemejaba casualmente al de las tostadas facciones de Doc.

No se produjo el menor ruido al quitar Savage la armadura de su pedestal y elevarla junto a la abierta ventana. Pesaba lo menos cien libras.

La tiró sobre el mogol que vigilaba el patio. El hombre cayó al suelo. La armadura chocó estrepitosamente con las losas.

En el patio penetró una nube de mogoles. Lanzando gritos de excitación se lanzó sobre la armadura (creían que Doc estaba dentro), pero ninguno de ellos oyó levantarse una ventana al extremo opuesto del cuerpo de edificio ni vio flotar en silencio, como un gran murciélago, una figura bronceada que atravesó el patio de un salto y penetró en el segundo cuerpo de edificio del castillo.

Únicamente ocupaba su atención la armadura a través de cuyos resquicios insertaron las hojas de sus espadas y puñales.

Tantos y tan furiosos golpes dieron al propio tiempo sobre ella, que un mestizo hendió el yelmo. Entonces vieron que habían sido engañados.

—Somos pelos sin olfato —observó Liang-Sun-Chi con sarcasmo—. ¡Cómo deben avelgonzalse de nosotlos nuestlos antepasados…! ¡EA, seguid buscando!

Mientras los mogoles proseguían su pesquisa, Doc examinaba la otra parte de la mansión.

En ella no halló huellas de Juan Mindoro ni de Scott Osborne.

Sin embargo, en la biblioteca, descubrió los cordones de las cortinas rotos y tirados por el suelo que habían servido para atar a los prisioneros.

Doc estaba seguro de que los orientales habían visitado el castillo unas horas antes, de que habían dado muerte al mayordomo y de que, probablemente, tenían secuestrados a Juan Mindoro y Scott Osborne.

Terminado el registro del primer cuerpo de edificio, los mogoles pasaron al que ocupaba Doc a la sazón.

—Se dice que es difícil atlapal desplevenida a una mosca a causa de sus múltiples ojos, que milan en todas dilecciones —cantó Liang-Sun Chi—. Imitadla, hijos míos, pues, si se nos escapa el homble de blonce, es posible que alguno de nosotlos pielda la cabeza.

La florida fraseología de Liang-Sun aclaró un punto importante para Doc.

Aquellos mogoles y mestizos de mogol, servían, por lo visto, a un amo que tenía sobre ellos derecho de vida o muerte.

Y este amo podía ser muy bien uno de los dos individuos de ojos oblicuos que habían soltado la paloma posada sobre el alféizar de la ventana de su despacho y oído, mediante el micrófono, la conversación sostenida por él, Doc, y sus hombres… o, por lo menos, se la habían contado.

De todos modos, ella había atraído allí a los mogoles.

Dos de éstos subían por la escalera. Doc reparó en la luz encendida y la apagó. La habitación en que estaba quedó a oscuras.

La pareja venía cuchicheando.

—Fríos gusanos de terror se arrastran a lo largo del espinazo de tu esclavo —decía en son de queja uno de los mestizos—. Desde que tuvimos la suerte de saber que Juan Mindoro le había cursado un telegrama pidiéndole socorro, hemos tomado informes de Doc Savage y sabemos que es un luchador formidable, ¡ale!, pero nadie nos dijo que fuera un duende. Por fuerza debe andar escondido por aquí y ya lo ves ni se oye ruido alguno, ni se divisa al viviente.

—¡Majadero! ¡Ten la lengua! —gruñó el segundo mestizo—. ¡Sólo el cobarde habla de su miedo!

—Te engañas. Sólo el idiota se olvida del peligro…

Los orientales habían llegado a lo alto de la escalera. Uno de ellos se inclinó lentamente, como para mirarse los pies y, sin proferir una palabra, cayó al suelo, de bruces.

El otro se le quedó mirando, embobado. Sus labios se entreabrieron, mostrando los dientes manchados de negro, como si fuera a lanzar un grito; mas también él cayó al suelo, hecho un ovillo.

Una figura gigantesca y broncínea se irguió entonces junto a los dos cuerpos exánimes. Sus dedos les registraron las ropas, mas no hallaron nada en ellas que indicara quién podía ser su jefe.

Ambos hombres roncaban, como si estuvieran profundamente dormidos.

Doc se retiró en silencio, corredor abajo.

Liang-Sun continuaba dando órdenes abajo, en el primer piso y, después, llamó a la pareja, mas en vista de que no respondía, ascendió la escalera, protegido por cuatro de sus hombres, los cuales llevaban la espada desenvainada y uno una ametralladora pequeña.

Los gritos que exhalaron al descubrir a la pareja en tierra, sonaron como los cacareos con que saluda la aparición de un halcón una manada de pintadas.

Sucedió a las exclamaciones un breve conciliábulo sostenido en voz baja, y después los orientales se retiraron al piso bajo con objeto, sin duda, de deliberar.

—¿Qué selá lo que ha dolmido así a nuestlos helmanos? —repitió Liang-Sun una y otra vez.

De pronto sonaron terribles alaridos en el extremo opuesto de la casa. Los muebles caían al suelo con estrépito; los hombres gritaban.

—¡Aquí está el hombre de bronce! —se oyó gritar a distancia.

Y los mogoles, con Liang-Sun a la cabeza, corrieron hacia la voz.

Doc se quedó perplejo. Mas se le ofrecía una buena ocasión de escapar y no había que desperdiciarla.

Pensando en abandonar cuanto antes el castillo, bajó veloz por la escalera de servicio y ésta le dejó ante la biblioteca de la planta baja atestada de libros y alfombrada ricamente.

Mas en cuanto puso el pie en ella comprendió que acababa de cometer una tontería, porque al momento se le echó encima como una docena de hombres de rostro amarillo.

El ruido producido al otro extremo del cuerpo de edificio había sido una añagaza para hacerle bajar la escalera.

El primer mogol que saltó sobre él tropezó, a medio camino, con una barrera infranqueable.

Rechazado por ella cayó sobre la punta de la espada que empuñaba uno de sus compañeros y fue ensartado por ella.

Un segundo amarillo recibió una bofetada asestada de plano y tan recia que dio media vuelta en el aire como un volatinero. Otro se halló asido por la blusa, a la altura del pecho.

Lanzó un chillido y la penetrante cualidad chillona de su voz fue puntuada con el sordo ¡crac! De costillas que se rompen.

Los mogoles no esperaban que la lucha fuera un juego de niños, mas tampoco la habían soñado así.

El hombre de bronce se movía con una celeridad desconcertante y sus espadas herían el vacío con frecuencia.

Si por casualidad le ponían las manos encima parecía que tocaran un acero viviente.

—¡Este hombre no es un ser humano! —gimió el hombre de las costillas hundidas.

Más orientales acudieron entonces a tomar parte en la pelea. Se bloquearon las puertas. Salieron a relucir lámparas de bolsillo.

De vez en cuando herían sus rayos la persona del hombre de bronce, pero era sólo un instante. Enseguida desaparecía.

Una ametralladora comenzó a vomitar fuego por el cañón produciendo un estruendo ensordecedor a causa de lo reducido de la estancia.

—¡Idiota! —gritó Liang-Sun-Chi—. ¿Quieles matalnos a todos? ¡Alto el fuego!

Él mismo fue quien dio fin a la pelea, pues momentáneamente vislumbró a Doc. El hombre de bronce se hallaba de pie en el centro de una gran alfombra.

Agachándose, rápido como el pensamiento, asió Liang-Sun-Chi la alfombra y tiró de ella. Doc cayó al suelo.

Liang-Sun-Chi le echó encima el resto de la alfombra.

—¡Plonto! ¡Ayudadme a sujetalo! —dijo a sus hombres—. ¿Sois calacoles, pol ventula?

En veinte segundos de animación liaron a Doc en la alfombra como a una momia, sacaron del garaje tiras de goma y lo ataron fuertemente.

Liang-Sun estaba orgulloso de sí mismo y se golpeó el pecho con el puño cerrado.

—¡Yo solo he hecho, pelos, más que todos vosotlos! —exclamó.

Abrió un extremo de la alfombra y le dirigió los rayos de su lámpara.

La cara de Doc era perfectamente visible. Sus facciones tostadas carecían por completo de expresión, pero la fría energía de sus pupilas doradas movió a Liang-Sun a dejar precipitadamente la alfombra y a enderezar el busto.

—Que la mitad de vosotlos salga fuela, hijos míos —ordenó—. Si alguien se acelca a la casa, atraído pol el luido de la contienda, matadlo. Esta casa está aislada y plobablemente no se ha oído nada; mas si alguien viene demostladle que la culiosidad es mala consejela…

Una parte del grupo formado por los mogoles se apresuró a salir al patio iluminado por los rayos de la luna.

—¡Vosotlos vigilad estlechamente al plisionelo! —ordénó Liang-Sun al resto de sus hombres—. Si se escapa seléis empalados, os lo plometo. Yo voy a llamal al amo, pues deseo sabel lo que se ha de hacel con el homble de blonce.

Cruzó una serie de habitaciones, que registró a la luz de su lámpara de bolsillo, y por fin descubrió, en una de ellas, un aparato telefónico.

Con una reverencia descolgó el auricular y en buen inglés si se exceptúa las erres que convertía en eles, como todos los chinos, pidió a la telefonista:

—Señolita, haga el favol: deseo comunicación con el númelo 0117 Océano.

Pasado un minuto sonó una voz cantarina al otro extremo del hilo telefónico. Sin perder un instante dijo rápidamente Liang-Sun:

—Glan señol: obla en nuestlo podel la melcancía que nos enviaste a buscal.

Está liada dentlo de una alfombla y tu humilde selvidol desea sabel cómo quieles que se te entlegue.

—¡En dos mitades, torpe! —dijo la voz cantarina, en un tono estridente—. Corta la mercancía por la mitad y déjala donde se halle. Después he de encomendarte otro trabajo.

—Me atendelé a tus deseos. ¿Qué más quieles que haga?

—Escucha: el importador de azúcar Scott Osborne, tiene un hermano que habita en Park Avenue. Ve a verle. Tenemos unos géneros que quizá le interese adquirir.

—Complendo, glan señol, y no dudo de que quiela complal nuestlos génelos el helmano del señol Osbolne.

Los dos orientales se expresaban de un modo vago por vía de precaución, pero se entendían perfectamente.

Tenían en su poder a Scott Osborne y esperaban que su hermano le rescatara.

—La venta de dichos géneros carece de importancia —prosiguió diciendo la voz desde el otro lado de la línea—, pero puesto que están en venta, saquemos de ellos el mayor provecho posible.

—Complendo pelfectamente, glan señol. ¿Dónde vive exactamente el señol Osbolne?

—¡En el listín de teléfonos hallarás su dirección, cerebro obtuso!

—Bueno, bueno…

—Volviendo a nuestra mercancía, la que tienes envuelta en alfombra, tengo entendido que existen cinco más con idéntico dibujo, aunque menos finas, pero me convendría que las buscaras. En fin: ya hablaremos de eso. Corta en dos trozos la mercancía que posees y no pierdas tiempo.

Liang-Sun colgó el auricular, sacó su espada y entró en la biblioteca donde se había capturado a Doc Savage.

La enrollada alfombra no se había movido. Sus guardianes de los ojos oblicuos estaban diseminados por la habitación, perdidos en la oscuridad, pero sus antorchas eléctricas continuaban iluminando la alfombra.

Liang-Sun se plantó junto a ella de un salto.

—¡Milad, pelos! —exclamó, con la espada levantada—. ¡Voy a mostlalos cómo maneja un maestlo la espada!

El arma bajó silbando y la enrollada alfombra con el cuerpo que encerraba, fue limpiamente dividida en dos mitades.

Un río carmesí brotó de la alfombra y se extendió instantáneamente por el suelo.

Liang-Sun limpió, sin inmutarse, la hoja de su espada.

—Jamás, hijos míos, veléis coltal a un homble en dos mitades de modo tan limpio —observó, dirigiéndose a sus hombres.

No obtuvo respuesta.

Entonces miró en torno. De pronto pareció perder unos centímetros de estatura y se le desorbitaron los ojos y bajó los entornados párpados.

—¿Pol qué no lespondéis? —balbuceó—. ¿Acaso os han comido la lengua?

Se colocó de un salto junto a uno de los mogoles y le sacudió. El hombre se cayó de la silla que ocupaba. Liang-Sun corrió junto a otro y otro.

¡Todos estaban sumidos en un estado singular de inconsciencia!

Con una prisa loca sacudió Liang-Sun uno de los trozos de la alfombra, el que contenía la cabeza y hombros del hombre que había cortada en dos, y lanzó un chillido semejante al de un gato cuando le pisan la cola.

¡Los restos pertenecían a uno de sus hombres!

Un terror indescriptible, sin nombre, como nunca había experimentado, se apoderó de Liang-Sun, y se lanzó ciegamente al patio.

—¡El homble de blonce es el mismísimo demonio! —exclamó—. ¡Hijos míos, huyamos!

Los orientales que habían estado de vigilancia en el exterior, no aguardaron a que se lo dijeran dos veces.

Cada uno de ellos procuró ser el primero en llegar al puente levadizo y en meterse en los coches que les aguardaban. Estaban ya hartos de luchar con el gigante de bronce.

Partieron sin saber a qué se debía el estado letárgico en que estaban sumidos sus compañeros.

Un registro minucioso de la habitación en que aquéllos estaban dormidos, les hubiera hecho descubrir los restos de varias redomas diminutas de cristal.

Quizás hubieran adivinado que en principio contuvieron un anestésico gaseoso que sumía en la inconsciencia a aquéllos que lo aspiraban y, sin embargo, que se tornaba inofensivo tras de permanecer en el aire dos o tres minutos.

Estos glóbulos llenos de anestésico eran obra de Doc, quien llevaba siempre consigo una pequeña provisión.

Los coches que se llevaban a los amedrentados mogoles rodaban todavía cerca del castillo cuando salió Doc Savage de detrás de un diván situado muy cerca del teléfono empleado por Liang-Sun-Chi para hablar con su jefe.

Doc había oído la conversación.

Su evasión del interior de la alfombra, que tan incomprensible era a los ojos de Liang-Sun-Chi, no había sido difícil, realmente, Doc se había valido de un ardid usado por muchos artistas de circo.

Cuando le ataban dentro de la alfombra, había puesto en tensión todos sus músculos, de modo que, al recobrar, más tarde, su posición natural, las ligaduras le venían algo flojas, permitiéndole salirse de la alfombra una vez que hubo dormido a sus guardianes.

Se había librado de los efectos del anestésico aguantando la respiración un par de minutos, tiempo que tardaba, como ya hemos dicho, en volatilizarse.

Así, en cuanto partieron Liang-Sun y sus hombres, salió del castillo con idea de lanzarse en su seguimiento, pero descubrió que le habían robado el «Roadster».

Corrió entonces al boulevard más próximo, que distaba un cuarto de legua del castillo.

De haber medido el tiempo que invirtió en recorrer tal distancia los árbitros de una carrera pedestre, le habrían concedido el premio de velocidad, seguramente.

Mas allí no había otro observador de su avance que un perro vagabundo que intentó darle alcance.

Ya en el boulevard, Savage alquiló un taxi.