III
El peligro mogol

Todos los muelles de Nueva York estaban vigilados aquella noche por una nube de reporteros.

El regreso de un submarino que se había aventurado a recorrer los helados mares del Polo, constituía una noticia sensacional, cuyo interés acentuaba el hecho de que no desearan dar publicidad a la aventura las seis personas que venían a bordo.

Por ello cada periodista hubiera deseado ser el primero que pudiera comunicar a su periódico una historia emocionante y verídica de la expedición.

Sólo seis regresaban a Nueva York de los cuarenta hombres que habían salido en el «Helldiver» con rumbo a las regiones del Ártico. ¡Señores, qué barbaridad!

Desde las redacciones se transmitían órdenes sin descanso a los periodistas.

Una nube de fotógrafos se había lanzado a la calle, corría de aquí para allá en respuesta a un aviso dado por personas oficiosas que tomaban por el submarino a chalanas fangosas o viejos botes abandonados.

Todo el mundo perdía, gustoso, unas horas de sueño por aguardar al «Helldiver».

En un remoto rincón de la bahía se balanceaba, sujeto a su ancla, un vapor extraño, viejo y mohoso. Su capitán, que era al propio tiempo el propietario, era casualmente amigo de Doc Savage.

Poco después de medianoche este capitán hizo saltar de sus hamacas a la marinería, y mandó amarrar al costado del buque el submarino «Helldiver».

Nadie reparó en ello.

Una lancha se dirigió después, vertiginosamente, a la orilla, llevando en su fondo una pequeña fortuna en oro y diamantes, parte del tesoro que Doc había traído del Ártico.

Recibieron y se apoderaron del precioso cargamento un carro blindado y doce hombres con las armas amartilladas.

También pasó inadvertido este detalle a los ojos de los periodistas.

Doc y sus cinco hombres desembarcaron con la última carga.

Al día siguiente los reporteros descubrirían al submarino amarrado al costado del vapor, pero el capitán de este último procuraría mixtificar su labor informativa.

La expedición submarina al Ártico estaba destinada a ser un misterio que jamás solucionarían los extraños.

Un «taxicab» condujo a Doc y sus cinco ayudantes a la parte alta de la ciudad. Doc iba de pie en el estribo, con la cabeza descubierta.

Tal era su costumbre siempre que les amenazaba algún peligro, pues para sus ojos penetrantes no pasaba inadvertido el menor detalle y ni aun el ser más insignificante podía atacarle sin ser visto.

El «cab» se detuvo ante un edificio, el más impresionante de la ciudad.

Era un rascacielos fino y rígido como una aguja, una mole de ladrillo y acero de casi cien pisos.

A aquellas horas de la noche transitaba poquísima gente por la calle, pero aun siendo tan escasa, se detenía a contemplar a Doc con una cómica expresión de asombro en el semblante.

Adonde quiera que fuese Doc producía siempre idéntica sensación.

En un ascensor expreso ascendió, con sus cinco ayudantes, al piso ochenta y seis del rascacielos.

En él había instalado su cuartel general, consistente en un despacho amueblado lujosamente, en una biblioteca de las más completas del mundo en materia técnica y científica y en un laboratorio dotado de todos los adelantos modernos químico-eléctricos.

Poseía, además, un segundo departamento (en el que había también un laboratorio y una biblioteca inmejorables), pero éste estaba situado en un lugar denominado por Doc su Fortaleza de la Soledad.

Nadie había estado en él ni nadie sabía en qué punto del globo se encontraba.

Mas a este retiro iba Doc con frecuentes intervalos, siempre que deseaba entregarse al estudio intenso de una materia o problema.

Entonces desaparecía misteriosamente y en silencio, como si se lo hubiera tragado la tierra, y ninguno de sus hombres podía comunicarse con él.

A estas periódicas desapariciones debía, sobre todo, la fama de ser misterioso que gozaba.

Monk instaló su voluminosa persona, enfundada, en aquel instante, en un abrigo de pieles, sobre la mesa del despacho y lió un cigarrillo.

—¿Hiciste por radio la distribución del tesoro? —interrogó a Doc Savage—. ¿Saben allí qué les está destinado?

—Sí, todo está arreglado, tranquilízate —replicó Doc.

Todos sabían lo que quería decir Monk. El dinero hallado en las regiones polares estaba destinado a continuar la mejora y sostenimiento de una institución singular fundada por Doc en el Norte del Estado de Nueva York, lugar a donde eran enviados los criminales que capturaba.

Allí los infractores de la ley eran sometidos a un tratamiento especial por el cual, y tras de una delicadísima operación del cerebro, se borraba de sus mentes el recuerdo del pasado.

Una instrucción adecuada convertía después a todos ellos en dignísimos y útiles ciudadanos.

Institución poco común, se debía al saber e iniciativa extraordinarios de Doc Savage. El jamás enviaba a presidio a un semejante.

Este iba directamente a la institución benéfica y allí era operado por especialistas bajo la dirección de Doc Savage.

De ella salían totalmente reformados y sin recordar sus pasadas fechorías.

—¡Uf, qué calor hace aquí! ¡Se asfixia uno! —exclamó de pronto Ham.

Atravesó el despacho y abrió la ventana. El impresionante panorama de Nueva York, extendido a sus pies, le sedujo y permaneció contemplándolo un instante. Después volvió la espalda bruscamente.

Una paloma de color pizarroso ascendió por el aire y se posó en el alféizar.

Ni Doc ni sus hombres le prestaron atención. En torno a los rascacielos abundan estas aves, de modo que el hecho no tenía, en sí, nada de extraordinario.

—¿Qué hay que hacer ahora? —quiso saber Ham.

—De momento, nada —dijo Doc—. Hemos estado ausentes varias semanas, ignoramos lo que nos aguarda y si tardará en estallar la tormenta. Conque, dispersaos y atended a vuestros negocios, que debéis necesitarlo.

—Mi secretaria se cuida de mis negocios —sonrió Monk—. Permite, Doc, que permanezca a tu lado.

—No es necesario —replicó su jefe—. Para entrevistar a Juan Mindoro me basto yo solo.

La paloma no se había movido del alféizar de la ventana.

—¿Sabrás dar con él? —inquirió Monk.

—Su telegrama decía que estaba escondido en casa del hombre que le acompañaba la última vez que hablé con él —dijo Doc—. Esto fue en Manila, capital de la Unión, y el hombre que le acompañaba en aquellos momentos era Scott Osborne, hacendado e importador de azúcar de los más acaudalados de Luzón. Osborne posee una finca aquí, en el Norte de la ciudad, y a ella pienso dirigirme.

Johnny había estado mirando de soslayo, como las aves de rapiña, a través de sus gafas: estudiaba a la paloma.

—¡Vaya un ave singular! —exclamó, quitándoselas de pronto, pues sin ellas veía muy bien—. Se diría que duerme…

Doc miró a su vez al ave y se quedó extático.

De pronto, un sonido fantástico penetró las paredes del despacho, semejante a la suave y melodiosa canción de un ave exótica de la selva, o al rumor del viento cuando pasa a través de árboles sin hojas…

Una tensión nerviosa se apoderó instantáneamente de los cinco camaradas de Doc. Sabían lo que significaba aquel sonido.

¡Un peligro invisible les acechaba! Pues era Doc quien producía aquel sonido: era un grito inconsciente que emitía en los momentos de emoción, cuando hacía un descubrimiento sensacional o les amenazaba una muerte imprevista.

La paloma abandonó bruscamente el alféizar de la ventana.

Doc se llegó junto a ella con la velocidad del relámpago. El ave distaba entonces unos metros de la ventana y volaba pesadamente.

Doc la contempló hasta que se perdió de vista en la irradiación lunar.

—Ha estado situada en un punto —observó secamente— hasta el cual llegaba cuanto se ha dicho.

—¡Hombre! —exclamó Monk, burlonamente—. ¿Y transmitirá nuestras palabras?

—Sí, por cierto.

—¿Eh?

—No te extrañe; atado a las plumas de la cola llevaba un diminuto micrófono.

Monk miró en dirección de la ventana y abrió un palmo de boca.

—¡Demonio! —exclamó—. ¡Pero si ha volado como si no llevara pendientes de su cuerpo los alambres del aparato!

—Sin duda son muy finos, como hilos de seda —explicó Doc—. Por fuerza han de ser muy delgados o, de lo contrario, los hubiéramos visto. Un tirón los ha roto y ha dejado en libertad a la paloma.

Asomando la cabeza por la ventana y empinándose sobre la punta de los pies, recorrió Doc con la mirada la fachada del rascacielos.

Su vista tropezó sólo con ventanas cerradas, silenciosas y oscuras.

Entonces examinó el alféizar, reparando en las partículas de polvo gris que le salpicaban. En una hendidura descubrió la cáscara de un cañamón.

—¡Han dado de comer en este alféizar al ave! —declaró—. De la cual deduzco que, o bien se ha forzado la puerta del departamento, o el grano ha sido bajado desde un piso superior. De este modo ha aprendido el animalito a volar hasta aquí.

De un salto se apartó de la ventana y cruzó la habitación. Era sorprendente la celeridad con que se movía su cuerpo bronceado.

Penetró en el pasillo y, como deslizándose, llegó al ascensor. Una vez junto al camarín pulsó un botón escondido y se descorrieron las puertas.

Tan deprisa había actuado, que los cinco hombres permanecían aún en el despacho; Mas se le reunieron al punto, con Renny a la cabeza.

El ascensor les llevó a la planta baja. Había sido instalado especialmente para Doc Savage, y sólo le usaba y manejaba a una velocidad espantosa.

Tal fue la marcha a que descendieron los ochenta y cinco pisos que les separaban de la calle, que Monk, Johnny y Long Tom cayeron de rodillas por la sacudida de la parada.

—Ya os lo he dicho: su grandeza nos humilla —sonrió Monk poniéndose de pie.

Entusiasmado como un niño, Monk había estado a punto de estropear el mecanismo del ascensor a fuerza de usarlo, después que se le instaló en el rascacielos.

Un guardia paseaba por delante del edificio haciendo girar el bastón de mando que llevaba en la mano.

—¿Ha visto si alguien ha abandonado precipitadamente esta casa hace poco? —le preguntó Doc.

—No, señor —repuso el guardia—. Las únicas personas que he visto salir de ahí dentro han sido dos individuos de ojos oblicuos, pero no llevaban prisa, al parecer.

—¿Adónde se han dirigido?

—Tomaron un taxi.

Doc se volvió a mirar a sus ayudantes.

—Ellos son los que nos han enviado la paloma —manifestó—. Comprendieron que les habíamos descubierto y huyeron. Intentar perseguirles sería perder lastimosamente el tiempo.

Giró sobre sus talones y tornó a penetrar, como una tromba, en el edificio.

Sus cinco hombres permanecieron indecisos un momento y después corrieron en pos de él; pero el ascensor exprés había partido ya hacia lo alto.

Entonces penetraron en el ascensor, más lento, de la casa…, para descubrir al llegar al nido de Doc que éste había salido de él por la puerta del laboratorio.

El hogar de Scott S. Osborne, el importador de azúcar, era un edificio de piedra con aires de castillo feudal, enclavado en una colina frondosa de Pelhaur, uno de los barrios señoriales de las afueras, que se encuentran al Norte de la ciudad de Nueva York.

La construcción había sido erigida en el centro de un foso lleno de agua, que rodeaba sus muros.

Réplica adecuada del castillo medieval, era un puente levadizo, echado sobre el foso, cuya anchura era más que suficiente para que por él penetraran al interior de la casa automóviles más o menos pesados.

Doc Savage arribó solo, guiando un «Roadster» despojado, en aquellos momentos, de su capota.

Discreto en apariencia, de color gris, era, no obstante, un lujoso coche de dieciséis cilindros.

Puesto en una carretera, cubría, en línea recta, doscientos treinta y cinco kilómetros por hora.

Doc echó pie a tierra, atravesó el puente y llamó al timbre.

No obtuvo respuesta. Un reflector fijo sobre la puerta, inundaba el puente levadizo de una luz pálida. Doc tornó a pulsar el botón del timbre. Silencio.

El vasto castillo semejaba una tumba. Su puerta estaba cerrada con llave.

Doc tornó junto al «Roadster», extrajo de su interior un estuche negro poco mayor que un neceser de viaje y lo llevó al puente. Junto a éste había un matorral y lo ocultó en él.

El estuche tenía una lente parecida a la de una cámara fotográfica. Doc la dejó enfocada en dirección de la puerta de entrada del castillo y en silencio cubrió de ramas el estuche.

Las sombras proyectadas por el matorral se engulleron su bronceada figura.

Desapareció sin hacer el menor ruido, sin que se moviera una sola hoja del matorral.

Reapareció cerca de una de las paredes del castillo. Sus ladrillos ofrecían salientes desiguales, por los que se encaramó con la misma facilidad con que otro hombre cualquiera recorrerla una superficie lisa, a pesar de que los salientes eran tan estrechos que apenas le dejaban espacio a donde asirse.

Al llegar a lo alto de la cerca, se detuvo a reconocer el terreno. El mismo silencio de muerte envolvía la mansión.

A ambos lados de la cerca había dos cuerpos de edificio, prolongados, de dos pisos, cuyos muros formaban uno solo con el exterior del castillo.

En su centro había un lindo patio, una fuente, matorrales, flores. Ninguna de las ventanas estaba iluminada.

Entre los pies de Doc y el suelo del patio mediaba una distancia de varios metros. Pero saltó y tan poderosos eran los músculos de sus piernas que el gran salto apenas le conmocionó.

Avanzó ligeramente y empujó la puerta de entrada. Ésta no cedió.

Empujó otra y luego otra en rápida sucesión.

Todas las que daban al patio estaban cerradas a piedra y lodo.

Entonces, se dirigió, sin hacer el menor ruido, hacia la fuente y a su sombra tocaron sus dedos una caja que llevaba pendiente del costado. En ella y a su contacto sonó un ¡clic!

Doc se arremangó entonces el brazo izquierdo y puso al descubierto lo que parecía un enorme reloj de pulsera.

Un examen detenido hubiera revelado un hecho sorprendente respecto al cristal de este reloj: que reflejaba un cuadro animado.

La escena se desarrollaba en el puente levadizo o sea en el exterior de la morada del señor Osborne, amigo de Juan Mindoro.

En el centro se veía, de pie, una figura tenebrosa cuyos brazos se agitaban.

Esa figura daba órdenes a otras vagas formas.

¡El castillo iba a ser rodeado!

El aparato semejante a un reloj de pulsera y la caja que llevaba Doc guardada debajo de la americana, constituían un aparato receptor de televisión, sumamente reducido, y adaptado a la longitud de onda del transmisor, escondido en el matorral, junto al puente.

Doc continuó mirando en el cristal del aparato que llevaba ceñido a la muñeca. Unos hombres de ojos oblicuos se habían reunido a la figura tenebrosa, cargados con revólveres, espadas y cuchillos.

Dos de ellos llevaban también dos ametralladoras.

Una de las sombras introdujo una llave en el ojo de la cerradura y a los oídos suprasensibles de Doc llegó el rechinar de la puerta de entrada.

Los asaltantes sabían, pues, que él estaba dentro del castillo. Probablemente le habrían divisado cuando se encaramaba al muro. El caso era que entraba en el castillo la horda asesina, invadiendo el silencioso recinto donde él se hallaba.