Su presa se acercaba rápidamente. Ya se distinguían más detalles de la embarcación.
Los pilotos de color continuaban enfocándola con sus prismáticos.
Ladearon sus aparatos y descendieron, en zambullidas rápidas, sobre el buque.
Era éste un submarino semejante a una escuálida ballena de agudo espinazo, que midiera varios centenares de pies de longitud.
De popa a proa se extendían sobre él grandes correderas de acero y en su centro se alzaba una torre telescópica reversible.
«Helldiver» era el submarino de que había hablado el locutor de la emisora a sus radioyentes.
Con matemática precisión, los cuatro aviones se lanzaron, zumbando, sobre el sumergible. Los pilotos habían abandonado los prismáticos y sus ojos escudriñaban la abertura por donde iban a lanzar las granadas.
Manos amarillas las sostenían con los músculos en tensión.
Un perito naval hubiera jurado, dados los hechos, que el submarino no tenía la menor probabilidad de escapar al desastre que le amenazaba:
Inevitablemente debía ser destrozado en el agua por las granadas de mano.
Los pilotos mogoles habían perdido la impasibilidad. Sus rostros asumían una mueca burlona, sus ojos se inyectaban de sangre.
Por fin iban a llevar a cabo sus funestos designios: ocasionar la muerte de cada uno de los pasajeros del submarino.
Pero recibieron una sorpresa desagradable.
Desde una docena de puntos diversos e invisibles, el casco del submarino despidió un humo denso, negro como la pez, que se esparció rápidamente en todas direcciones, cubriendo la superficie del Sound en varios kilómetros a la redonda y borrando el sumergible del campo visual de los pilotos amarillos.
Con medrosa precipitación lanzaron granada tras granada en el centro de la nube de humo. Estas explosiones hicieron ascender a los espacios columnas altas como árboles del negro cuerpo de la masa nubosa.
Mas era difícil de calcular si habían alcanzado al sumergible.
Mientras, vigilantes, giraban los aviones en torno a la columna de humo, hubiera podido tomárseles, fácilmente, por furiosas abejas metálicas que zumbaran por encima de una extraña flor gigante.
Sus pilotos no desperdiciaron más municiones. La nube había cubierto más de media legua en todas direcciones y buscar el submarino en su centro era tan insensato como buscar una aguja en un pajar.
Transcurrieron varios minutos. Súbitamente, como un solo aparato, los aviones se dejaron caer, planeando, sobre el borde occidental de la espesa pantalla de humo.
Los ojos penetrantes de los mogoles habían descubierto una masa alargada, fina, que avanzaba por debajo de la superficie del agua, dejando en pos de sí una estela espumosa.
En rápida sucesión, los aviones de caza descendieron, vertiginosamente, sobre la masa. Cayeron cuatro granadas.
Las cuatro dieron en el blanco. Los mestizos mogoles sabían lo que se hacían.
El agua del mar se levantó en líquidas columnas verdosas y roció con su espuma los aeroplanos.
Describieron éstos un amplio círculo y después volvieron al lugar donde estaba el submarino. La conmoción de las aguas había pasado.
Los pilotos dejaron escapar de sus labios sibilantes exclamaciones de alborozo.
La masa alargada ya no se veía. Aceite en cantidad cubría la superficie del agua. Tal como si hubiera manado de las abiertas entrañas del sumergible.
Los aparatos de caza describieron perezosas espirales. Convencido de que había terminado, con éxito, su destructora tarea, el jefe del cuarteto se dirigió a la playa, distante tres o cuatro leguas.
Una vez sobre tierra firme se lanzó al espacio y abrió el paracaídas. El aparato se perdió dando vueltas sobre sí mismo en opuesta dirección.
Probablemente caería destrozado no lejos de allí.
Dos pilotos siguieron el ejemplo de su jefe.
El cuarto permaneció unos segundos más en el lugar en que había desaparecido el sumergible.
Examinaba el reguero de aceite que manchaba la superficie del Sound.
Por casualidad reparó en un pequeño objeto que se hallaba muy cerca de la nube de humo. Era una caja, nada más, que se balanceaba sobre las olas.
EL piloto la despreció. Parecía inofensiva, sin precio. Momentos después volaba en dirección a la playa y se lanzaba al espacio con el paracaídas, como sus compañeros.
De haberse tomado tiempo para examinar el pecio flotante, se hubiera ahorrado futuras molestias y trabajos.
Hubiera reparado en que la caja tenía en su parte superior y en los costados unas lentes semejantes a las de una cámara fotográfica.
En su interior había otras y también unos discos perforados con agujeros diminutos, células sensibles fotoeléctricas…
Era un aparato transmisor de televisión. De él salían y se hundían en el agua alambres eléctricos impermeabilizados.
El Sound no era muy profundo en aquel paraje. En su fondo descansaba el «Helldiver». En él penetraban los hilos eléctricos del aparato de televisión.
Ante el disco registrador del receptor estaban, de pie, seis hombres, seis seres extraordinarios como jamás se han visto reunidos. Cada uno de ellos, gozaba de una bien cimentada fama en la profesión que ejercía.
Allí estaba Renny, alto y pesado. En sus grandes puños se ocultaba casi todo el secreto de su fuerza. Renny tenía un semblante puritano, grave y sereno. El único entretenimiento que se permitía era derribar los paños de las puertas con sus puños colosales, en el momento oportuno.
Como coronel John Renwick, el ingeniero Renny era conocido en varias naciones y cuando trabajaba percibía un sueldo fabuloso.
Allí estaban también Long Tom o Mayor Roberts, paliducho, de aspecto poco sano, que había engañado a muchos… a su costa.
En calidad de sabio había cooperado en sus trabajos sobre electricidad con los hombres más eminentes de la nación…
Johnny (William Harper Littlejohn), era alto, flaco y llevaba lentes. Parecía estar siempre medio muerto de hambre y por sus hombros escuálidos se asemejaba a una percha.
En otro tiempo había dirigido la sección de Historia Natural de una Universidad famosa.
Sus conocimientos de geología y arqueología eran muy profundos; los libros que llevaba escritos sobre ambas materias se hallaban en todas las buenas librerías.
A ambos extremos del grupo se mantenían engallados dos individuos que se miraban como gato y perro. Eran Monk y Ham. Aparentemente, siempre estaban dispuestos a llegar a las manos.
A la menor ocasión se maltrataban de palabra. Sin embargo, Ham había arriesgado su vida varias veces para salvar a Monk y Monk había hecho lo mismo por Ham.
Eran completamente distintos uno de otro. Monk era un monstruo velludo, de gran corpulencia, cuyos brazos, no tan largos como sus cortas piernas, le hacían parecerse a un gorila.
No obstante su aspecto vulgar, era uno de los químicos más notables del mundo, en el que se le conocía como teniente coronel Andrew Blodget Mayfair. Pero parecía un oso.
Ham era esbelto, de talle elegante. Sus vestidos eran siempre una perfección. Más de un sastre le había seguido por la calle por el solo placer de verle llevar un traje como es debido.
Sus tarjetas de visita rezaban: «Brigadier General Theodore Marley Brooks» y era posiblemente el abogado más astuto que había salido de las aulas de Harvard.
Ham llevaba a todas partes un bastón negro, inofensivo en apariencia, que era, en realidad, un estoque. Jamás se le veía sin él.
En cuanto al sexto miembro del grupo, era un gigante de bronce: Doc Savage.
De hombre misterioso le había calificado el locutor de la radio emisora; de mago de la ciencia; de maravilla muscular.
Y no había exagerado. Doc Savage era todo esto. Su fuerza, sus dotes intelectuales, eran casi fantásticas, sobrenaturales.
Era el producto de una educación científica intensa comenzada desde el mismo instante en que nació.
Cada día de su vida había dedicado dos horas a un ejercicio físico mental poco corriente. Su capacidad podía parecer increíble, pero no tenía nada de mágica.
Una rígida observación de dichos ejercicios cotidianos unidos a un estudio constante, habían producido en él sorprendentes resultados.
Doc era hombre corpulento, pero su tamaño se olvidaba contemplando la perfecta simetría de su cuerpo increíblemente vigoroso.
El bronceado color de sus cabellos era poco más oscuro que el de sus facciones y semejaba un casco de metal que le ciñera estrechamente la cabeza.
Pero de su rostro, lo más sorprendente era, sin duda alguna, las pupilas, que chispeaban con dorado fulgor cuando las herían las lucecitas que se escapaban del disco registrador del aparato de televisión.
Ellas parecían ejercer una influencia hipnótica sobre el hombre que las observaba.
Los contornos de sus rasgos varoniles, la elevada frente, la boca, móvil, de labios no muy gruesos, las flacas mejillas, denotaban una fuerza de carácter poco común.
—¡Ahí va el último avión! —dijo a sus compañeros.
Aunque opaca, su voz tenía un poder singular de sonoridad vibrante.
Era una voz educada. Todos los días la ejercitaba Doc Savage como los miembros de su cuerpo.
—Nuestros enemigos han creído, sin duda, que nos han echado a pique —dijo sonriendo, Johnny, el huesudo arqueólogo. Y se caló las gafas. Uno de sus cristales, el izquierdo, era una lente de aumento potentísima.
En realidad, Johnny había perdido el uso del ojo izquierdo durante la guerra mundial y así llevaba la lente en la montura de sus gafas con objeto de tenerla más a mano.
—Sí, les ha engañado nuestro ardid —admitió Doc—. Quizá no hubiera producido el mismo efecto en pleno día. Entonces hubieran visto que el supuesto sumergible era una tira de lienzo pintada de gris y sostenida casi a flor de agua por unas barricas de aceite que impulsaba el mecanismo de un torpedo.
Monk dejó de mirar a Ham con el ceño fruncido para preguntar, sin moverse de su puesto:
—Hace dos días que fabricaste el artefacto. ¿Sabías entonces lo que iba a suceder?
Doc sonrió imperceptiblemente.
—No —dijo—, pero suponía que podíamos embarcarnos en una aventura inesperada; por consiguiente, tomé mis precauciones en contra.
—Las aventuras nos salen al paso, en efecto —observó sonriendo Monk—. A propósito: ¿quiénes eran esos caballeros que trataban de apedrearnos?
Por toda respuesta, Doc extrajo del bolsillo de su chaqueta dos radiogramas.
—Todos habéis leído, cuando llegó, el primero de estos dos mensajes, ¿no es eso?
Los cinco hombres asintieron con un gesto. Se hallaban en el corazón de las regiones polares, cuando les había alcanzado el primer radiograma. Era muy breve y decía así:
«Necesito desesperadamente de vuestra ayuda».
JUAN MINDORO.
Después de leerlo, Doc Savage había enfilado la proa del submarino hacia el Sur. De todos modos no había ya nada que hacer en el Ártico; así, urgía salir de él cuanto antes.
Él y sus cinco compañeros habían desempeñado ya la misión que les había llevado a las regiones polares, o sea la búsqueda intrépida, desesperada, del tesoro, por valor de cincuenta millones de dólares que se hallaba a bordo de un abandonado vapor de línea.
El tesoro reposaba en aquellos momentos a bordo del submarino. Riqueza amontonada que amenazaba con hacer verter tanta sangre como peso tenía.
Doc no había explicado a sus hombres el significado del radiograma misterioso ni ellos le habían dirigido pregunta alguna, sabiendo que a su hora se enterarían de lo que se trataba.
A veces era Doc tan misterioso con sus amigos como con el resto del mundo.
Sin embargo, los cinco hombres presentían un peligro próximo. Pocos días antes había hecho Doc detener un buque que se cruzó en su camino con el submarino y embarcó en él a los tres pasajeros que quedaban a bordo.
Dichos pasajeros (un violinista famoso, su esposa y su hija) eran, con Doc y los cinco ayudantes, los únicos supervivientes de las terribles aventuras porque acababan de atravesar en el Ártico.
EL locutor no los había mencionado porque ignoraba su existencia y continuaría ignorándola, ahora que se había dado fin al episodio polar como a las páginas de un libro.
El hecho de que Savage hubiera trasladado los tres pasajeros a un transatlántico demostraba que deseaba sacarlos de un peligro y daba a comprender a sus camaradas que les preparaba algo grande. No les importaba. Vivían para satisfacer su sed de aventuras.
Y por hallarlas estaban dispuestos a visitar los confines del globo.
En cambio, ignoraban que Doc hubiera recibido un segundo radiograma y que éste tuviera el mismo origen que el primero.
Doc extendió la misiva sobre la mesa.
—La copié yo mismo hace días. Leedla —ordenó.
Los cinco hombres se agruparon alrededor de la mesa, y leyeron:
«Me veo obligado a ocultarme en casa de la persona que me acompañaba cuando le vi a usted por última vez. Venga a verme a ella y prepárese a defenderse, pues se atentará contra su vida».
JUAN MINDORO.
—¡Hum! —exclamó Monk arrugando la aplastada nariz de mono—. Esto no nos explica gran cosa.
—Tienes razón —replicó Doc—. Ahora comprenderéis por qué no os he explicado, muchachos, lo que nos aguarda. Yo mismo lo ignoro. Sólo sé que tiene algo que ver con Oriente.
»Juan Mindoro es un político influyente, natural del grupo de islas del Pacífico conocido bajo el nombre de Cazón. Todos debéis conocer lo que ha sucedido allí últimamente.
—Sí. Se les ha dado la independencia —dijo Ham—. Ahora recuerdo que después de obtenerla se hablaba de Juan Mindoro como el futuro presidente de la República; pero ¿qué tenemos que ver con todo esto?
Doc se encogió de hombros.
—Es pronto aún para poderlo decir —replicó—. Los asesinos han dejado libre el campo —agregó, después de lanzar una ojeada al disco registrador del aparato de televisión—. Salgamos a flote.
El submarino ascendió a la superficie. Una capa ligera de humo flotaba todavía sobre las aguas del Sound.
Doc recogió el aparato transmisor de televisión que flotaba detrás del «Helldiver» y después el submarino aceleró la marcha.
Corría a ras del agua para no llamar la atención de las embarcaciones que se cruzaban en su camino.
Una vez se zambulló para pasar sin ser visto por delante de un cargamento de periodistas que iban en una lancha.