I
Los asesinos de color

Cierta noche de luna se detuvieron cerca del aeropuerto comercial de Nueva York tres camiones de transporte.

Los tres habían marchado sin hacer apenas ruido. Los tres ostentaban la marca de un conocido taller de lavado y planchado de Nueva York.

Sus conductores dirigieron furtivas miradas a uno y otro lado de la carretera y, tranquilizados, sin duda, al no divisar alma viviente, se apearon y miraron en todas direcciones con el oído alerta y los ojos bien abiertos.

Pertenecían a la raza amarilla, si no totalmente, por lo menos en parte, a juzgar por sus cuerpos rechonchos, sus ojos oblicuos y el color de su piel.

Además, tenían los pómulos salientes, la nariz aplastada y el cabello negro y lacio.

Satisfechos, cambiaron una mirada de inteligencia y luego uno de ellos alzó la diestra.

El ademán debía ser una señal convenida de antemano, pues, sin despegar los labios, cada mogol se acercó, rápidamente, al pescante de su coche y, a rastras, sacó de él un cuerpo inerte.

Los tres habían recibido certera puñalada en mitad del corazón y llevaban el blanco uniforme de los conductores del taller que ostentaba el camión en sus lados.

La cuneta del camino recibió los cadáveres.

Casi instantáneamente se abrió la puerta trasera de los camiones y salió por ellas como una docena de mogoles de pura raza, y de mestizos.

Sin que se moviera un solo músculo de su semblante, con la mirada fija y como perdida en lontananza, se agruparon en mitad de la carretera, semejantes a amarillas estatuas de plácida expresión.

Sus blusas se hinchaban de un modo sospechoso a la altura de la cadera, mas, al parecer, no llevaban armas.

A una segunda señal del conductor del camión, que parecía ser su jefe, bajaron, en silencio, por la carretera que finalizaba en el aeropuerto. Delante de ellos se extendía, ordenadamente, una hilera de gibas parduscas. Eran los hangares. De uno de ellos salían las notas musicales de un aparato de radio.

Una alta valla de alambre los separaba del camino. En su puerta se había colocado un vigilante, cuya única misión en aquellos momentos consistía, por lo visto, en espantar los mosquitos que le asediaban.

—¡Malditos insectos! —murmuraba, uniendo la acción a la palabra—. ¡Son tan grandes como burros! De seguro proceden de los pantanos de Jersey.

De pronto, escudriñó las tinieblas, dando al olvido los importunos mosquitos. Acababa de divisar a un desconocido que se aproximaba.

Distinguió sus facciones cuando le faltaban unos pasos para llegar junto a él.

—¡Toma, si es un amarillo! —exclamó, sonriendo—. Esto es una propiedad particular, mocito; Y está prohibido el paso. Vuélvete por donde has venido.

El mogol replicó, en un lenguaje incomprensible para el vigilante.

—No te entiendo: háblame en inglés —dijo éste.

El oriental se le acercó un poco más, gesticulando gravemente.

Distraído, el importunado guardián de la puerta no se dio cuenta del peligro que corría, ni oyó las pisadas de otra persona que se le acercaba por detrás.

La luz de la luna arrancó súbito destello al objeto que llevaba en la mano y que se abatió, de través, sobre el vigilante.

¡Zump! Hizo al penetrar violentamente en su carne. El hombre cayó al suelo, encogido.

Todo esto había sucedido en menos tiempo del que se emplea en narrarlo.

Los mogoles se unieron a sus dos compañeros, pasaron con indiferencia ante el cuerpo tendido junto a la puerta de la calle y se dirigieron a los hangares.

Ninguno de ellos había obedecido a una orden. Actuaban maquinalmente, como siguiendo un plan preconcebido.

Entretanto, los músicos atacaban un tiempo más vivo desde la emisora: tendían a alcanzar uno de esos finales efectistas y estrepitosos, propios de muchas piezas de jazz.

El aparato de radio era un «Midget Set» poco mayor que una caja de zapatos.

Lo tenía conectado a un portalámparas y colocado sobre una mesa de trabajo situada en un rincón del hangar, otro empleado del aeropuerto.

Él escuchaba la música radiada apoyado tranquilamente en el puesto de observación del piloto de un avión.

—Vamos, ¡aprisa, más aprisa! —exhortaba a la orquestina, golpeando a compás el duro fuselaje del aparato.

Él y el guardián de la puerta eran los únicos empleados que se quedaban, por las noches, en el aeropuerto, cuya vigilancia estaba algo descuidada.

La música cesó y el locutor anunció que había llegado la hora de radiar las noticias más salientes del día.

El empleado varió de postura, frunciendo el ceño. No le entusiasmaba aquella parte del programa, pues el locutor asumía un tonillo especial muy enfático y pesado cada vez que leía la emisión de noticias y era, además, muy calmoso.

«Buenas noches, señores radioyentes —dijo—. El submarino “Helldiver” se aproxima. A estas horas debe hallarse muy cerca del estuario de Long Island. Poco antes de anochecer ha sido visto por el piloto de un aeroplano y según él, la embarcación llevaba enfilada la proa en dirección a Nueva York».

»La llegada del “Helldiver” a la metrópoli pone un digno remate a una de las aventuras más fantásticas y escalofriantes de nuestra época. Hace varias semanas que abandonó los Estados Unidos y se perdió en el Ártico.

»Aproximadamente unas cuarenta personas emprendieron en él el viaje. Pues bien: esta noche llega trayendo únicamente seis a bordo. Los demás han perecido en las desoladas regiones polares».

El empleado del aeropuerto aguzó el oído. La noticia se salía de la rutina diaria de comentarios políticos nacionales y extranjeros.

Otro hecho acrecentó su interés: el oír hablar por vez primera del submarino «Helldiver» y de su expedición a las regiones árticas.

¡Cuarenta hombres habíanla emprendido para perecer, en su mayoría!

¡Valía la pena escuchar aquella noche al locutor! Lo que le extrañaba era que los periódicos no hubieran hablado de la expedición a la salida del «Helldiver» de Nueva York, pues, por lo general, a los exploradores les agrada verse retratados en la primera plana de un diario.

Aclararon el misterio las siguientes palabras del locutor:

—Esta expedición polar submarina se ha mantenido secreta desde sus comienzos. Ni un solo diario habló a sus lectores de que hubiera zarpado el «Helldiver», ni de los incidentes de la travesía. Es más: A estas horas, el mundo ignoraría todavía hecho tan sorprendente, de no haber declarado a los periodistas varios operadores de radio que se enviaban y recibían mensajes del «Helldiver» de los cuales se deducía que el submarino se hallaba muy cerca del Polo Norte. Esa noticia causó sensación entre «los chicos de la prensa», pues significaba que estaban perdiendo uno de los acontecimientos más extraordinarios del año y que ni siquiera sabían una palabra respecto a la expedición secreta.

»En estos días pasados, todos han trabajado desaforadamente para poder hablar de la expedición en sus diarios respectivos. Mas, al parecer, les detuvo un muro infranqueable. Los pasajeros del submarino les suplicaron, valiéndose de la radio, que no dieran publicidad a sus aventuras ni a la historia de su expedición.

»De ella sólo se conocen dos hechos principales. Primero: que de cuarenta regresan únicamente seis hombres a su país de origen; segundo: que dirige la expedición uno de los hombres más extraordinarios y al propio tiempo más impenetrables del siglo.

»¡Este hombre es Doc Savage!

El locutor hizo una pausa, como para dar cierto énfasis al nombre que acababa de pronunciar y su oyente se recostó sobre el borde del aeroplano, lleno de interés.

No distinguió encuadrada en el marco de la abierta puertecilla lateral del hangar, la máscara amarilla de un rostro asesino ni percibió unas manos sarmentosas que empuñaban un arma mortífera singular.

—¡Doc Savage! —murmuró—. No conozco a ese caballero…

La voz del locutor continuó diciendo desde la emisora:

—El nombre de Doc Savage es casi desconocido de nuestro público. Sin embargo, en los centros científicos goza de una fama envidiable… y muy merecida por cierto. En cualquiera de ellos se pronuncia su nombre como un conjuro.

»Uno de dichos centros dio, anoche, un banquete al que tuve ocasión de asistir y durante él oí hablar, varias veces, de los importantes descubrimientos llevados a cabo por Doc Savage en los amplios y diferentes campos de la electricidad, de la química y la cirugía y últimamente en el de la botánica con el de una especie rara de árbol maderable que fructifica y se desarrolla rápidamente.

»Con asombro creciente escuché, anoche, señores radioyentes, las calurosas palabras de encomio que le dedicaban nuestros sabios más eminentes. Parece imposible que pueda hablarse en tales términos de un simple ser humano, sin incurrir en exageración y, no obstante, así fue. Para que se hagan cargo de quién es el misterioso Doc Savage, casi desconocido en su propia patria, voy a describírselo a ustedes en pocas palabras:

»No obstante su labor sorprendente, es joven todavía: un gigante de bronce que atrae todas las miradas por donde quiera que pasa. Su fuerza física corre parejas, según dicen, con su agilidad mental y es una maravilla de desarrollo muscular. Un compañero de mesa me aseguraba, anoche, gravemente, que si Savage entrara en competición atlética, su nombre encabezaría todos los periódicos.

»Desde la cuna ha venido recibiendo una educación especial iniciada por su difunto padre que le eleva sobre el nivel de los demás hombres y le capacita para un objeto definido en la vida: el de viajar incesantemente de una punta a otra del globo en respuesta a una llamada angustiosa, el de prestar ayuda al necesitado y aplicar un castigo al que se lo merezca.

»Por los dobles lazos de la amistad y de la abnegación, se hallan unidos a él cinco hombres amantes de la aventura y de las emociones que se dedican, en cuerpo y alma, a la noble misión de hacer el bien.

»Extraño y misterioso grupo es el que componen los cinco hombres, y tan poco común, que los hechos verídicos, escuetos, que os estoy relatando, deben pareceros rebuscados e irreales. Mas no lo son. Yo os aseguro que he recurrido a fuentes de información dignas de crédito…

El radioyente del hangar guiñó un ojo.

—He dicho: ese Doc Savage es un caballero —observó, en voz alta.

El amarillo se hallaba cerca de él en aquellos momentos y el radioyente, sorprendido de improviso, como su compañero, el guardián de la puerta, cayó muerto… o desvanecido, su atacante no se cuidó de averiguarlo, bajo el golpe de una mano homicida.

Una avalancha de seres de ojos oblicuos se desparramó seguidamente por el hangar. En él no sonó orden alguna imperativa.

Los chinos continuaban actuando conforme a un plan elaborado de antemano.

Su eficiencia era terrible, fatal. El grupo entero procedía como un solo hombre, como una máquina formidable y destructora.

Dos individuos se destacaron de él y fueron a abrir las puertas del hangar.

El resto se ocupó en empujar y poner en marcha los aviones. Éstos pertenecían al tipo más moderno de aparatos voladores; sin embargo, los siniestros orientales parecían hallarse familiarizados con su manejo.

Tres amarillos raider se encaramaron a los aparatos, llevando en los brazos granadas y ametralladoras.

Éstas fueron rápidamente colocadas en la debida posición y las granadas fueron guardadas junto con los tambores de municiones.

Más hombres se posesionaron de cuatro paracaídas encerrados bajo llave en una habitación.

No se perdió tiempo en buscar los objetos necesarios por el aeropuerto.

Los amarillos sabían, exactamente, dónde se encontraba cada uno de ellos.

Después se condujo a los aviones fuera de los hangares. Cuatro orientales sacaron cascos y gafas de sus ropas.

Se ciñeron los paracaídas y se instalaron en los asientos delanteros de los aparatos. Sus cascos escarlata les hacían parecer un cuarteto de picamaderos de roja cabeza.

Un ruido semejante al de un trueno que se extingue galopó a través del aeropuerto al comenzar a funcionar los motores.

Los flotadores de ala de los aviones levantaron una nube de polvo de debajo de los aparatos y la impulsaron hacia delante en masas ondulantes.

Los aviones se deslizaron por el aeropuerto, despegaron con un ligero salto y ascendieron, en inclinado plano, por el espacio iluminado.

Los orientales que habían quedado en tierra no perdieron tiempo en abandonar el aeropuerto. Corrieron junto a los camiones, se subieron a ellos y partieron velozmente.

Tres o cuatro minutos después de haber despegado los aeroplanos, no quedaba alma viviente en el aeropuerto. Sus dos guardianes yacían, todavía inconscientes, en el sitio mismo en que habían caído.

En la cuneta del camino continuaban tendidos con los miembros inmóviles, los tres conductores de los camiones de transporte.

A su alrededor dormían plácidamente los habitantes de la isla. El zumbido de los cuatro aeroplanos que pasaban sobre ella no llamó la atención, ya que no era inusitado que despegaran de noche del aeropuerto.

Al cabo de diez minutos se extendía bajo su barquilla el Sound de Long Island. Su superficie cabrilleaba a la luz de la luna como inmensa bandeja de plata.

Los aviones se separaron unos de otros y descendieron sobre el Sound.

Cada piloto oriental miraba hacia abajo con unos potentes gemelos de campaña. Los tres escudriñaban las aguas del golfo con la misma atención maquinal con que habían actuado, de modo tan sanguinario, en el aeropuerto.

No transcurrió mucho tiempo sin que encontraran lo que buscaban: una estrecha embarcación que atravesaba el estrecho levantando un gran oleaje de espuma.

Los aviones se dirigieron deliberadamente a su encuentro.