Doc Savage cruzó la puerta y vio a la muchacha.
Era alta. Era lo único que podía decirse de su figura, pues vestía las ropas de las regiones árticas: mocasines que le llegaban a las rodillas, la parte superior decorada con el pelo largo del oso polar; pantalones de piel de liebre ártica, una especie de camisa de piel de pingüino y una parka, una chaqueta con una caperuza.
Pero su rostro era diferente. Vio lo bastante para decir que era una criatura de esplendorosa belleza.
Ojos seductores, una naricilla exquisita y empinada, labios atractivos como los pétalos de una rosa roja.
Doc enfocó la luz de su lámpara sobre la maravillosa criatura y observó algo que deseaba contemplar.
Tenía la joven el cabello blanco o mejor dicho, de un color semejante al marfil. La muchacha era una rubia perfecta.
Doc pensó al instante en Víctor Vail. El violinista tenía la misma clase de cabello; quizás algo más pálido.
—Me ha hecho usted un gran favor, señorita Vail —dijo Doc.
La joven, dando un respingo, se llevó las manos a la boca. No llevaba mitones. Sus manos eran largas y bien formadas, de cutis aterciopelado.
—¿Cómo…?
—¿Cómo supe que era Roxey Vail? —interrumpió Doc—. No puede negar el próximo parentesco. Es usted el vivo retrato de su padre.
—¡Mi padre! —exclamó la joven—. ¿Lo conoció usted? ¿Dónde está?
Doc recordó aquel charco escarlata en el hielo, cerca del lugar donde Víctor Vail desapareciera. Cambió de tema.
—¿Escapó alguien más, aparte de usted, de la matanza a bordo del Oceanic?
La muchacha titubeó.
Doc enfocó la luz sobre su propio rostro. Comprendía que la muchacha dudaba de sí podía confiar en él.
—Mi madre sobrevivió —respondió la muchacha, tranquilizada por el rostro noble y sereno de su interlocutor.
—¿Vive?
—Sí.
Los enfurecidos esquimales golpeaban la puerta del mamparo, gritando y aullando como fieras chasqueadas.
La hermosa Roxey Vail se acercó de repente a Doc Savage. Parecía imposible que en el rudo y horrible ambiente que fue criada, conservase unos gestos de tan exquisita delicadeza.
Temblorosa, preguntó:
—¿No dejará usted que me maten?
Doc Savage la rodeó con su brazo de bronce.
—¡Qué pregunta! —exclamó, sonriendo—. ¿No tiene usted fe en los hombres?
La muchacha se estremeció y repuso:
—No en los que he visto recientemente. Mi vida no ha sido nunca muy apacible, pero jamás presencié los horrores de estos últimos días.
—¿Qué quieres decir?
—¿Sabe por qué le atacaron esos esquimales? —replicó la joven.
—No —declaró Doc—. Me sorprendió; los esquimales no suelen ser muy guerreros. Tienen bastante con pelear contra el clima del Norte.
—Le atacaron porque…
Un golpe terrible en la puerta la interrumpió. Los innuitos estaban destrozando la puerta.
—Será mejor que nos alejemos de aquí —murmuró Doc.
Cogió a la muchacha por un brazo. La joven, alarmada por aquel gesto, intentó resistir, creyendo que Doc llevaba intenciones aviesas.
Mas al comprender que la llevaba para alejarse con mayor rapidez del lugar, cesó la resistencia.
Doc se dirigió hacia la popa.
—¿No ha visitado usted con frecuencia este buque de la muerte, durante los años pasados? —preguntó.
La muchacha meneó la cabeza en señal negativa.
—No, he venido aquí en escasas ocasiones.
Llegaron a un salón grande y vacío, situado en el centro del barco.
Doblando a la izquierda, descendieron por una escala y luego penetraron en un pasillo.
Hallaban se entonces ante la cámara acorazada del buque. El lugar donde se guardaban las cuantiosas riquezas que despertaron locas ambiciones.
Lanzó una mirada a la enorme cámara acorazada y dejó a la muchacha.
La muchacha se le acercó lentamente, mirándole extrañada.
—Lo siento —se excusó Doc, señalando hacia la cámara acorazada—. ¿Hace mucho que está vacío eso?
—Desde que tengo uso de razón. Jamás vi que contuviera nada.
—¿Quién se llevó el oro y los diamantes?
La joven estaba sorprendida.
—¿Qué oro y qué diamantes? —interrogó, recelosa, sintiendo que la duda nacía en su pecho, acerca del estado mental de su compañero.
Doc Savage sonrió con sequedad:
—No sé qué decirle. Pero en el fondo de toda esta aventura hay cincuenta millones de oro y diamantes. Si el buque llevaba ese cargamento, debería estar en la cámara acorazada. Pero no está ahí. Eso significa… ¡Hum!
Encogiéndose de hombros, añadió: —En verdad, no sé lo que esto significa.
Miró a su alrededor comprobando que el lugar, era tan seguro como cualquiera otro durante un rato. Los esquimales tardarían algunos minutos en encontrarlos.
—Comenzó usted a decirme por qué me atacaron los innuitos —indicó a la muchacha—. ¿Quiere explicarme el motivo?
—Le contaré a usted mi historia desde el principio —replicó Roxey, rápida—. Creo que hay tiempo. Mi madre y yo escapamos a la matanza a bordo del Oceanic, al huir descolgándonos por medio de una cuerda por el costado del buque. Nos habíamos separado de los otros pasajeros, pues buscábamos a mi padre, que desapareció de una manera misteriosa el día anterior.
»Nos escondimos en tierra. Observamos que los amotinados partieron, llevándose a un hombre en un trineo. Hasta que fue demasiado tarde no comprendimos que aquel hombre era mi padre.
La muchacha calló, mordiéndose los labios y secándose los húmedos ojos.
Doc Savage hizo un gesto de impaciencia.
—Oh —continuó la muchacha—. Me olvidaba decirle quienes cometieron aquella matanza. Los cabecillas de los amotinados se llamaban Ben O’Gard, Dinamita Smith y Keelhaul de Rosa…
—Conozco todo eso —interrumpió Doc—. Cuénteme su historia.
—Mi madre y yo —prosiguió la joven—, conseguimos víveres del buque, cuando los rebeldes se marcharon. Construimos una choza rústica en tierra. No podíamos permanecer en el buque, aunque estaba sólidamente embarrancado y no ofrecía peligro. Pero más que a las tormentas del mar, temíamos el regreso de aquellos miserables asesinos. Además, no podíamos soportar el espectáculo de todos aquellos cadáveres insepultos.
—¿Cuándo llegaron los esquimales? —preguntó Doc.
—Un mes después de la partida de los amotinados. Los esquimales vivían en esta región. Habían estado ausentes de caza.
La muchacha esbozó una sonrisa temblorosa:
—Los esquimales nos trataron de una manera maravillosa. Creyeron que éramos espíritus blancos buenos que les habían traído grandes provisiones de leña y hierro en la forma de un trasatlántico. Nos consideraron, a las dos, como diosas blancas, tratándonos como a tales. Pero rehusaron dejarnos marchar. En cierto sentido, éramos prisioneras. Luego, hace unos cuantos días, ¡los hombres blancos llegaron!
—¡Ah! —exclamó Doc—. Empiezo a comprender.
—Estos hombres eran supervivientes de la tripulación amotinada —explicó la muchacha—. Keelhaul de Rosa los capitaneaba. Llegaron en un aeroplano. Visitaron el trasatlántico embarrancado y, después, salieron furiosos, maldiciendo como demonios.
—Me imagino su mortificación —sonrió Doc Savage—, cuando entraron que el tesoro había desaparecido. Tantos contratiempos y dificultades para un fracaso tan rotundo.
—Dieron bebidas a los esquimales —continuó Roxey Vail—. Y luego les proporcionaron algo peor, algo que los enloqueció: unos polvos blancos.
—¡Estupefacientes! ¡Malditos ratas! —gruñó Doc.
Mi madre y yo nos asustamos —prosiguió la muchacha—. Nos retiramos a un pequeño escondite que teníamos preparado para un caso semejante. Ninguno de los esquimales conoce donde está situado.
»Hace cosa de una hora, vine al trasatlántico, pues necesitábamos alimentos. Hay todavía bastantes provisiones a bordo, conservadas por el frío intenso. Durante estos años, excepto las ofrendas de carne fresca, nuestro único alimento ha consistido en conservas de todas clases.
»Oí a los esquimales subir a bordo y los espié. Les acompañaba un prisionero de nuestra raza, un hombre blanco de cabellos como el algodón. Noté algo extraño en él, como si lo hubiese visto anteriormente.
—Era usted muy pequeña cuando quedó perdida aquí, ¿no es cierto? —preguntó Doc, en tono suave.
—Sí. Tenía muy pocos años. Los innuitos hablaron de matar al hombre de los cabellos blancos. No comprendo el motivo, pero me horroricé. Creí volverme loca. Grité y… vino usted.
—La oí gritar —murmuró Doc, contemplando a la muchacha. Luego añadió—: El hombre del cabello blanco era su padre.
Sin el menor sonido, Roxey Vail se desmayó. Doc Savage la cogió a tiempo, antes de caer al suelo.
Mientras sostenía en sus brazos el cuerpo desvanecido de la exquisita muchacha, Doc Savage pensó si sería el hecho de que Víctor Vail, el hombre de los cabellos blancos, hubiese sido asesinado lo que produjo su desmayo.
Por lo que sabía ella, no era el tipo de mujer que se desmayase con facilidad.
Oyó que los esquimales se aproximaban. Realizaban la búsqueda de una manera torpe y ruidosa. Seguros de su fuerza numérica, no empleaban la menor astucia.
Salió de la cámara acorazada llevando a la muchacha desvanecida en los brazos. Silencioso como una sombra, descendió por un pasillo.
Llegó a un canasto de ropa, que estaba en perfecto estado y aún contenía algunas prendas de vestir y juegos de cama.
Sacó las ropas y colocando dentro con suavidad a la muchacha, cerró luego la tapa. El canasto era lo bastante grande para ocultarla y permitirle respirar con desahogo.
Luego, avanzó al encuentro de los esquimales. Aquella situación indefinida no podía prolongarse.
Sacó de un bolsillo una cajita, con cuyo contenido hizo una operación.
Penetró en un camarote y esperó la primera oportunidad de poner en práctica su plan para desembarazarse de sus perseguidores.
Pasó el primer esquimal. La mano bronceada de Doc surgió con la rapidez de una serpiente de la puerta del camarote. Las puntas de sus dedos apenas tocaron la grasienta mejilla del innuito, que al instante cayó de bruces.
Doc Savage salió veloz del camarote. Sus dedos rozaron ligeramente el cutis de un segundo esquimal, luego otro… y otro.
Puso fuera de combate a cinco antes que pudieran defenderse.
Los cinco hombres que experimentaron el toque del hombre de bronce, parecieron dormirse de repente de pie.
Era la misma clase de magia que usó contra los gangsters, en la ciudad de Nueva York. Los innuitos vieron a sus compañeros desplomarse de una manera misteriosa y comprendieron que el sólo toque de aquel poderoso gigante de bronce, era desastroso.
Olvidaron la lucha y huyeron de una manera ignominiosa, amontonados sobre cubierta.
Tropezaron con las jarcias y a la manera de las almas supersticiosas, en cuanto volvieron la espalda al peligro, éste creció en proporciones gigantescas.
En su loco afán de escapar de aquel misterioso y desconocido poder, se lanzaron ciegamente, diseminándose sobre cubierta, resbalando y tropezando a cada paso. Dos perecieron al tirarse de la helada barandilla del trasatlántico al endurecido glaciar del fondo.
Durante unos segundos sus figuras grotescas y diminutas pusieron una nota de velocidad y rapidez, entre los útiles del abandonado trasatlántico.
Breves instantes después, el último innuito era devorado por la sibilante tempestad de nieve.