XIV
El buque fantasma

Doc Savage partió veloz, como galgo buscando una pista. Corrió en círculos cada vez más amplios.

Halló huellas débiles que conducían al interior de aquella tierra, que perdíanse a corta distancia.

Se puso a sotavento de un peñasco gigantesco, al abrigo de la tempestad de nieve.

Pensó que algún animal devoró a Víctor Vail. No encontró trozos de ropas, ni muchos charcos de sangre, como ciertamente habría visto de haber ocurrido tal cosa.

Pensó en otra cosa: en el repulsivo olor que fue lo primero que percibió su finísimo olfato.

Su cuerpo de bronce se estremeció. Aquel olor tenía una cualidad bestial, pero no parecía la de un animal ni tampoco era humano.

Poseía una cualidad repugnante, reminiscente de carroña.

Con tales características no podía tratarse del oso polar.

Encogiéndose de hombros, penetró en la sibilante tempestad de nieve y avanzó con dirección al interior.

El terreno ascendía. El glaciar se convertía en unos cuantos puntos de hielo dispersos. La misma nieve no permanecía en un sitio; tan grande era la velocidad del viento.

Cruzó un cerco. De allí en adelante, el camino formaba un declive descendente. La marcha era cuestión de desafiar a la fuerza del huracán.

La nieve hacía aquel lugar doblemente peligroso, constituyendo una amenaza, pues cubría las grietas y ello podía ocasionar una caída mortal.

Doc avanzó cauteloso.

Dentro de un día o dos, quizás dentro de una semana, cuando el viento huracanado cesase su violencia, también se dispersaría la niebla y el sol constante del verano ártico atacaría a la nieve, que se derretiría formando charcos y, en algunos lugares, lodazales.

Luego el frío le helaría y el glaciar engrosaría. Pues así se forman los glaciares.

De improviso percibió unos horribles crujidos y ruidos sordos. Aquella tierra inexplorada, sin marcar en los mapas, debía ser una estrecha cordillera proyectándose desde los mares polares.

Acercóse a la costa.

Un sonido espantoso le hizo pararse en seco. El ruido hendió el aullido de la tempestad de nieve. Le puso los pelos de punta.

¡Era el grito de una mujer!

Corrió con toda la rapidez posible hacia el lugar de donde surgiera el grito.

La nieve lo derribó de una manera inesperada.

Tan sólo un movimiento desesperado de su cuerpo hercúleo le salvó de una muerte cierta, pues estuvo a punto de caer en el abismo helado de la ancha grieta del fondo.

Continuó corriendo como si no se hubiese sacudido de encima las garras viscosas de la Muerte.

Ante sus dorados ojos surgió una masa blanca, semejante a un gigantesco iceberg arrojado sobre la costa. Pero tenía un aspecto extraño y fantasmal.

¡Era un buque!

¡El perdido Oceanic, cuyo casco recubría una gruesa costra de hielo!

Avanzó corriendo por el costado del casco, que se inclinaba lateralmente, pues sin duda se sostenía muy poco sobre su quilla. Corrió unos doscientos metros más.

Llegó a un objeto que pudiera haber sido un largo carámbano de nieve colgando de la baranda del trasatlántico.

Pero vio una cadena cubierta de hielo. Los eslabones parecían una hilera de escalones, que permitieron a Doc subir.

El ascenso no fue fácil. La tempestad de nieve gemía y aullaba intentando lanzarlo de la presa en la cadena.

La mujer ya no gritaba.

Doc Savage saltó la barandilla. Ante sus ojos se presentó una escena de indescriptible confusión. Las escotillas, los cabrestantes y las bitas, se convirtieron en trozos de hielo.

Las jarcias fueron destrozadas mucho antes por los terribles elementos polares. Los mástiles, los estays, y los botalones, formaban una maraña sobre cubierta.

El hielo se había acumulado sobre ellos, en el transcurso de los años.

Era la cubierta de popa, y presentaba un aspecto horrible y desolado. El huracán gemía como una horda de animales hambrientos.

Llegó a una escotilla que desafió a su fuerza terrible, los años la convirtieron en una especie de cemento. Viendo inútiles sus esfuerzos, se deslizó hacia la popa.

Una escala le atrajo y descendió a un camarote. La nieve invadió su interior, y las temperaturas glaciales se convirtieron en un bloque de hielo de brillantes y pulidos reflejos.

Probó otro camarote. La puerta permanecía cerrada y resistió su formidable empujón.

Con el puño cerrado golpeó con toda su fuerza la endurecida madera y, después de varios esfuerzos, la puerta se hundió.

Al penetrar en el interior, percibió un olor muy fuerte: el mismo olor de las cosas que les acecharon en el glaciar.

Reinaba una densa oscuridad en el interior del camarote donde se encontraba. Los muebles lujosos yacían destrozados por el suelo.

Algún monstruo fantástico debió destrozarlo, cual si intentase hacer un nido.

Distinguió unos huesos de oso y de foca sobre la medio derrumbada litera; algunos de ellos, todavía medio recubiertos de carne.

Otros eran pulidos esqueletos. Doc avanzó y empujó una puerta que se veía al otro lado de la habitación.

Percibió un movimiento furtivo y avanzó en dirección al sonido.

Oyó un ruido chillón, como de rata, y una puerta se cerró con estrépito.

Asestó un golpe a la puerta, que era metálica, intentó también arrancar la cerradura, pero tampoco tuvo éxito.

Buscó otra ruta para continuar la persecución. Una escala le condujo a una cubierta inferior.

Reinaba mayor oscuridad allí. Parecía como si la negrura de la noche ártica se hubiese refugiado en aquel reducido lugar.

Sacando una linterna del bolsillo, avanzó enfocando un destello de luz a su alrededor, deteniéndose a menudo para escuchar.

El buque abandonado parecía estar lleno de siniestros rumores, pisadas y cosas arrastrándose. Una vez resonó con estrépito la puerta de un mamparo.

Percibió de nuevo otro de los chillidos de rata.

No podía asegurar si aquel chillido era humano. Flotaba en el aire un ambiente de tragedia tan definido que, a pesar suyo, Doc se sentía impresionado. El extraño olor, parecido al de flores, era mucho más fuerte.

Llegó a un largo pasillo pintado de blanco y de allí pasó a un comedor de tercera.

Sus ojos contemplaron un espectáculo que hubiera hecho estremecer a cualquier otro hombre. Pues era la explicación de la pérdida del Oceanic.

El comedor estaba lleno de cadáveres de los pasajeros y de la tripulación del malhadado buque. Las balas realizaron la obra, y el frío del Norte mantuvo inviolada aquella escena de matanza.

Doc pensó en Víctor Vail. ¡Eso fue lo sucedido mientras el ciego estuvo inconsciente!

Los piratas, fieras humanas, se apoderaron del Oceanic. Hicieron una verdadera carnicería. Ni las mujeres ni los niños se libraron de la horrible suerte.

Keelhaul de Rosa, Ben O’Gard y Dinamita Smith, eran los criminales culpables de aquella terrible matanza.

Y, como verdaderos corsarios, disputaron sobre el botín. El suceso podría haberse sacado de las crónicas de otro siglo y trasplantarlo a nuestra época.

Doc Savage abandonó en silencio aquel cementerio, cuyo secreto tan celosamente guardaban los hielos inexplorables.

Por el perdido trasatlántico oíanse aún unos sobrenaturales cuchicheos y pisadas. Sin embargo, no vio nada.

Parecía que las almas atormentadas de los asesinos celebraban un cónclave espectral.

Pero se percibía el olor de cosas vivientes.

Penetró en otro salón del buque. Su linterna descubrió un movimiento furtivo, pero sin precisar lo que era.

La cosa se ocultó tras los muebles macizos antes que la luz del hombre de bronce pudiera revelarla.

Avanzó cauteloso arrimado a la pared. No le hacía frente ningún animal, pero la soledad y la visión de los cadáveres le hacían estremecerse como si presintiese un hálito de frío de pesadilla.

Lo que sucedió después llegó sin el menor ruido.

Algo, suave y cálido, le tocó el cuello bronceado. Luego le rodeó con fuerza el cuello.

Doc efectuó uno de los movimientos más rápidos de su carrera. Giró, veloz, esquivando, pero no pudo levantar a tiempo el destello de su luz. Sólo vio una puerta cerrada.

Intentó abrirla.

¡Chog! Un objeto duro le golpeó en la espalda con fuerza terrible.

Cayó al suelo, pero sin soltar la lámpara de bolsillo. Enfocando la luz sobre el lugar, distinguió una docena de figuras horribles saltando hacia él, con no muy buenas intenciones. Lanzó un suspiro de alivio, pues la aparición de aquellos hombres disipaba el aire siniestro de enemigos sobrenaturales cerniéndose sobre el trasatlántico.

Eran esquimales.

Al comprobarlo, apagó la luz. Se trataba de una situación que podía afrontar con facilidad.

Deslizóse hacia un lado al mismo tiempo que una avalancha de cuerpos se lanzaba sobre el lugar que acababa de dejar vacante.

Unas porras —pues una porra lanzada le golpeó la espalda— pegaban con fuerza. Un esquimal o dos chillaron de dolor al recibir los porrazos. Al parecer, emitían los penetrantes chillidos para expresar dolor o excitación.

Los esquimales estaban estupefactos. Su respiración, era violenta y jadeante. Sus atrasadas mentalidades no llegaban a concebir la ligereza de un cuerpo humano.

—¡Tarnuk! —gimió uno de los asustados esquimales.

Esto dio a Doc Savage la clave del dialecto que hablaban. La palabra «tarnuk», significaba el alma de un hombre.

¡Doc eludió con tanta rapidez la embestida, que uno de los esquimales, sobrecogido de espanto, murmuró que debía ser un fantasma!

—¡Chimo! —les dijo Doc en su lengua—. Bienvenidos. Sois mis amigos. Pero tenéis una manera extraña de recibirme.

Esta amistad era sin duda nueva para los esquimales, pero Doc pensó que no perdería nada con probar de presentarse de esta forma cordial. Hablaba varios dialectos esquimales, dominando a la perfección el innuito, el yuit y el aleuto, entre otras lenguas a las que dedicó años de estudio intenso.

Pero su intento fracasó.

Los esquimales, chillando en masa, se lanzaron sobre él asestando golpes furiosos en el vacío o los unos sobre los otros por accidente.

Desde una distancia de unos diez metros, enfocó la luz de su lámpara sobre la masa entremezclada de esquimales apaleándose.

Tenía a su lado un sillón muy grande y levantándolo arrojólo con todas sus fuerzas en medio de los combatientes, quienes cayeron en montón unos sobre otros.

Los que pudieron, levantaron un terrible griterío.

Llamaban pidiendo auxilio a otros esquimales que sin duda estarían dentro o cerca del buque.

Doc Savage comprendió que no le sacaría de ningún apuro luchar contra un ejército.

Era por completo innecesario: además, deseaba congraciarse con los grasientos individuos, procurando sacar algunos informes.

Se dirigió con rapidez hacia la escalera con el propósito de salir de aquel lugar. Pensó un instante en la cosa extraña que le tocara el cuello. No fue ninguno de aquellos esquimales de olor extraño. Olvidó este misterio enseguida.

La escalera hacia la cual se dirigía, se llenó de esquimales grasientos y hostiles que le cortaban la retirada.

Ya no había más remedio que luchar.

Cuatro de los esquimales llevaban unas lámparas. Doc extrañó de donde pudieron sacarlas.

—¡Estáis equivocados, hijos míos! —exclamó en su dialecto—. Vengo en son de paz.

—Tú eres un «tongak», un espíritu maligno enviado por el jefe de todos los seres malignos, con la intención de hacernos mal —cloqueó un individuo de aspecto repugnante.

Doc estornudó. No había olido nunca un esquimal tan aromático como aquellos individuos… y los esquimales son, en verdad, malolientes.

—Estáis equivocados —repitió—. Vengo sólo a haceros bien.

Los esquimales hablaban entre ellos sin dejar de acercarse al gigante de bronce. Le juzgaban un enemigo, pero el hecho de hablar su propia lengua les desconcertaba.

—¿De dónde vienes? —interrogó uno.

—De una tierra del Sur, donde siempre hace calor.

Vio que no le creían. Aquellos individuos no podían creer un hecho que desconocían por completo.

Uno agitó un brazo de una manera expresiva.

—No existe semejante tierra —afirmó, rotundo—. La única tierra aparte de ésta es Nakroom, el gran espacio más allá del cielo.

Doc comprendió que no habían oído hablar de Groenlandia ni de ningún país situado al Sur. Era una de las tribus más atrasadas que existía.

—Muy bien —insistió Doc—. Vengo de Nakroom. Y vengo a hacer bien.

—Hablas con una lengua maligna —le informaron—. Sólo los «tongaks», los malos espíritus vienen de Nakroom.

Doc Savage decidió abandonar el tema. No tenía tiempo de convertir sus creencias religiosas.

Observó sus armas. Llevaban arpones con correas de pelo de foca dobladas en sus puntas desmontables.

Algunos empuñaban oonapiks, lanzas de caza cortas. También se veían algunas bayonetas, evidentemente cogidas del Oceanic. No vio ningún arma de fuego.

También empuñaban látigos corrientes para los perros, armas no menos peligrosas. Doc Savage no ignoraba que un esquimal armado de uno de esos látigos podía cortar el cuello de un hombre a una distancia de cinco pasos.

Dar latigazos a objetos distantes con los látigos para perros, era uno de los deportes más apreciados de los esquimales.

—¡Matadlo! —instó el jefe de esquimales—. Es sólo un hombre. Será fácil.

El innuito cometía un grave error, el mismo error en que los enemigos de Doc solían recurrir.

El hombre de bronce cogió una mesa redonda que le serviría de escudo contra cualquier arma que sus enemigos tuviesen.

Cogió una silla y la arrojó sobre los esquimales. Tres de ellos, que no tuvieron tiempo de esquivar, fueron abatidos.

Una lluvia de arpones y lanzas se clavaron en la mesa.

Doc lanzó dos sillas más y retrocedió a un lugar lejos de la lámpara más cercana. Bajó la mesa para que pensaran que estaba detrás.

Luego, agachándose, se alejó sin ser observado.

Los esquimales se abalanzaron contra la mesa, dispuestos a terminar con su contrincante. Al no encontrarle, prorrumpieron en alaridos de furia.

Los aullidos se convirtieron en gritos de dolor cuando los cazadores empezaron a caer bajo los golpes de los puños de bronce.

Un innuito acometió con un arpón a Doc, quien, arrancando el arma de las manos del individuo, se lo rompió en la cabeza.

Un poderoso látigo le cortó la caperuza de su parka, cual si la cortaran con un cuchillo.

El gigante de bronce retrocedió. Las lanzas y las bayonetas lo respetaron por milagro. Su sobrenatural habilidad empezó a producir efecto.

Los esquimales se contemplaron asustados.

—En verdad, es un «tongak», un mal espíritu —murmuraron—. Ningún otro sería tan difícil de matar.

—¡Lo atacaremos todos a la vez! —ordenó el jefe, algo escéptico en cuestiones de religión.

Apenas pronunció estas palabras, cuando rodó inerte por el suelo frente a la silla que lo abatió.

El daño estaba hecho. Los innuitos acometieron en grupo.

Habían encontrado la única posibilidad de reducir a Doc. Eran alrededor de cincuenta hombres, bajos y gruesos, fuertes y feroces luchadores.

Profiriendo locos y espeluznantes alaridos, se abalanzaron contra el poderoso hombre de bronce.

Doc retrocedió paso a paso, sin perder de vista a los esquimales que iban acercándose. Con los músculos en tensión se preparó para el ataque supremo.

La situación hacíase desesperada.

En su lento retroceso, tocó por fin con la espalda un objeto sólido. Era un mamparo providencial que le evitaría ser rodeado de enemigos.

No prestó gran atención al hecho de que se hallaba cerca del lugar donde el objeto extraño, blando y cálido, se le posara sobre el cuello.

Comprendiendo que se les escapaba su presa, los horribles innuitos, lanzando gritos y aullidos espeluznantes, se dispusieron a atacar.

Una puerta se abrió junto al acorralado Doc. Una mano fuerte y suave surgió al exterior, asiéndole el brazo.

Era la mano inconfundible de una mujer blanca.