XIII
Fantasmas de los hielos

El motor había consumido la última gota de esencia.

Doc Savage lo comprendió y viose obligado a descender planeando, pues de otra forma se hubiera estrellado contra las agudas aristas de hielo.

El único lugar de aterrizaje era el que tragó los restos del aeroplano pilotado por sus amigos. Y tenía la anchura de una calle y unos cincuenta metros de largo.

Produciendo un enorme chapoteo, los flotadores se posaron sobre el agua helada y se hundieron tanto, que el fondo del aeroplano se llenó de agua.

Doc Savage conocía que el amaraje sería desastroso y no se equivocó. El aparato se deslizó hacia el paredón de hielo. Doc saltó con rapidez del aeroplano.

Transcurrieron fracciones de segundo entre el tiempo en que el aparato se deslizó en el agua y el instante en que se estrelló contra el paredón de pétrea dureza.

Doc saltó a tiempo cayendo sobre el hielo y resbalando una docena de metros como si se deslizara sobre patines.

El aeroplano chocó con violencia y ruido que hacía recordar un montón de latas arrojadas contra una acera de cemento. El metal quedó roto o retorcido y el aparato se hundió.

Cuando Doc Savage dejó de patinar y dio media vuelta, el avión había desaparecido. El agua repelente hervía como un caldero horrible.

Una cantidad de grandes burbujas surgieron a la superficie con unos «glo-glo» espeluznantes, como si una cosa viviente se estuviese ahogando en las profundidades heladas.

Doc Savage se alejó. La válvula del submarino se hundió con el aeroplano, así como también la ametralladora.

Hallábase en las regiones árticas, con la sola defensa de sus músculos de acero y su fértil cerebro. No tenía provisiones, ni tienda de campaña ni cama ni bote con que cruzar las aguas que de vez en cuando aparecían entre los hielos.

Comprendía perfectamente su situación. Hallábase en unos parajes tan desolados, que de las innumerables expediciones que viajaban sobre los hielos, equipadas de magníficos equipos de perros y alimentos en abundancia, pocas escapaban de un final desastroso.

Sin embargo, Doc Savage conservaba la serenidad, no se entregaba a la desesperación.

Registró por los alrededores de los aeroplanos destrozados cerca de una hora. No halló ninguna señal de que sus cinco amigos vivían.

Y en consecuencia, se dirigió al encuentro de Víctor Vail.

El violinista era un hombre extraordinario, físicamente.

Había recorrido una media milla, cuando Doc Savage le divisó desde el aeroplano. Avanzaba jadeante, sollozando, tambaleándose, loco de contento de ver al hombre de bronce.

Doc Savage recorrió una distancia tres metros mayor que la que recorriera Víctor Vail.

—¿Y sus amigos? —jadeó el violinista—. ¿Los encontró a salvo?

Doc Savage meneó la cabeza en señal negativa.

—Encontré el lugar donde su aeroplano se hundió por un agujero en el hielo —respondió.

Víctor Vail murmuró desconsolado:

—Oí cuando el aparato se estrellaba. Me dirigía hacia el lugar del desastre. No vi la caída, porque me lo impidió la neblina. Pero los pistoleros de Keelhaul lo derribaron. Fue un combate terrible.

Doc Savage permaneció silencioso.

Víctor Vail continuó:

—Sus amigos me obligaron a descender en paracaídas, para salvarme la vida. Algunos de ellos pudieron escapar, pero decidieron luchar juntos, hasta el fin. Eran hombres valerosos.

Doc Savage continuó sin pronunciar palabra.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Víctor Vail, al fin.

—Encontraremos al perdido trasatlántico, el Oceanic —repuso Doc—. Y daremos con Keelhaul de Rosa. Sus criminales fechorías no quedaran impunes.

La fría ferocidad de la voz del gigante de bronce estremeció al violinista.

Dirigiéndose hacia la tierra inexplorada. Era inútil permanecer allí lamentándose de lo irremediable.

Preguntó Víctor Vail.

—¿Y Ben O’Gard? ¿Debemos luchar todavía con él y su diabólica banda?

—El Helldiver —informó Doc—, se sumergió con todos los hombres a bordo. Tuve que llevarme la válvula.

Víctor hizo un gesto como si tirara algo y dijo:

—En ese caso nos hemos desembarazado de esa banda. El agua inundará al submarino por el agujero que dejó abierto la válvula.

La masa flotante de hielo se movió con estruendo. Observaron que empezaba a soplar un viento huracanado.

Tenían la sensación de que caminaban sobre la blanca y movible panza de un gigantesco monstruo helado.

Una grieta se abrió de improviso.

Víctor Vail se bamboleó en el borde de lo que sin duda hubiera sido su tumba, pero unos dedos de bronce le sujetaron a tiempo.

La grieta se cerró con igual rapidez como se abriera. Volaron en el aire unos trozos de hielo, al cerrarse la hendidura con estrépito.

—¡Qué región infernal! —murmuró Víctor Vail, temblando.

—Debe haber una fuerte tormenta por la parte Sur —comentó Doc Savage—. Esto produce un movimiento del campo de hielo. La marcha de la masa flotante fue increíblemente violenta. De vez en cuando surgían como por encanto unos bloques tremendos de hielo, semejantes a icebergs, algunos de varios metros de altura.

A veces se derrumbaban, amontonándose unos sobre otros, sin el menor aviso.

El gigante de bronce salvó dos veces la vida al violinista.

—Jamás podré pagarle mi deuda de gratitud —murmuró el músico, emocionado.

—Olvídelo —repuso Doc, lacónico.

Al acercarse a la tierra, sucedió lo que pareció imposible: la marcha de la masa flotante se hizo más dura. Las regiones árticas sufrían una tormenta.

Estaban en pleno verano; el sol había brillado continuamente durante dos meses. El calor debilitó al hielo lo suficiente para que se rompiera bajo un golpe rudo.

Doc Savage tuvo que llevar en peso a Víctor Vail.

De vez en cuando los pináculos de hielo se rompían bajo el lugar mismo donde se hallaban.

Pero, de una manera milagrosa, el gigante de bronce siempre lograba sortear el peligro y salvar al violinista.

El aire estaba lleno de un rugido y estruendo ensordecedor, semejante al horrísono fragor de una furiosa batalla.

—Podrá usted contar a sus nietos —dijo Doc— que pasó el peor peligro que la Naturaleza puede ofrecer. No hay nada tan amenazador, tan espeluznante, como una tormenta en los hielos árticos.

Víctor Vail no respondió.

Doc Savage le miró, sorprendido de no recibir ningún comentario.

Los ojos del músico estaban bañados de lágrimas.

Las palabras de Doc Savage acerca de sus nietos, hicieron al violinista pensar en su hijita perdida, la pequeña Roxey.

Se encontraron en un verdadero infierno los siguientes minutos: un infierno de hielo y viento.

La presión iba arrojando a la masa flotante de hielos sobre la costa de la tierra inexplorada. La muerte horrible acechaba por doquier.

Doc Savage atravesó aquel infierno llevando a Víctor Vail bajo un brazo.

Las rápidas y sucesivas emociones agotaron las fuerzas físicas del violinista.

—Nos salvamos de este peligro —dijo Doc, con sequedad—. La tormenta explica la espesa niebla que hemos tenido estos últimos días.

Se dirigieron presurosos hacia el interior. Iban pisando hielo todavía. De vez en cuando, de aquella desolada blancura surgían unas montañas de negra e impermeable piedra.

El viento aullaba y gemía a intervalos. A veces, una ráfaga furiosa derribaba a ambos hombres como si fueran plumas.

Siguieron ascendiendo. El glaciar se hacía más delgado. La piedra negra se elevaba en mayor profusión.

Doc Savage se detuvo de repente.

—¿Qué sucede? —preguntó Víctor Vail, en voz baja, ignorando qué clase de peligro podría acecharles.

—Hay algo que nos viene siguiendo —respondió Doc.

Y al instante colocó a su compañero en una grieta conveniente.

—Permanezca aquí —ordenó al violinista—. No abandone este lugar. Podría extraviarse. Suceda lo que suceda, no se aparte de este refugio. Después vendré a buscarle.

La figura broncínea de Doc se perdió en el viento huracanado. Dirigióse veloz hacia la derecha.

Empezaron a caer unos copos de nieve a través del vendaval. Cuando Doc se arrimó a una roca a escuchar, los copos de nieve, duros como el granizo, sonaban como arena en la piedra.

No oyó nada y siguió avanzando. La nieve le impedía la visión a pocos metros de distancia; se introducía en sus pantalones de piel de oso y sonaba como un tiroteo en su rostro metálico.

De repente un movimiento borroso en el abismo que se abría ante él.

Lanzóse sobre el objeto moviente con el ímpetu de un poderoso cazador excazado.

¡Se había lanzado sobre un oso polar!

El animal, torpe de aspecto y en su andar, saltó al encuentro de Doc Savage.

Pero su velocidad era tan tremenda como su tamaño.

¡Era el matador más terrible de las regiones árticas!

El hombre de bronce intentó esquivarlo, pero el suelo estaba demasiado resbaladizo. ¡Y, resbalando, patinó derecho hacia el abrazo del monstruo polar!

Algunos exploradores sostienen que el oso polar huye en presencia de un ser humano en lugar de atacarlo.

Otros citan casos de osos que atacaron a los hombres de una manera súbita e imprevista.

La verdad del asunto está probablemente contenida en las palabras de cierto famoso explorador.

—Depende del oso —dijo.

El plantígrado con que Doc se topó era del tipo agresivo.

Se empinó sobre sus patas traseras. Era mucho más alto que el hombre.

Alargó unos brazos monstruosos para abrazar el cuerpo de bronce de Doc.

Un golpe de una de aquellas garras habría aplastado a un búfalo.

Retorciéndose y esquivando, Doc Savage logró evadirse del abrazo mortal.

Sus dedos de bronce se hundieron en la piel del monstruo polar. Una sacudida y un salto relampagueante, lo llevaron al lomo del animal.

El puño de Doc descargó con fuerza explosiva, pareciendo hundirse unas seis pulgadas en la carne del animal.

Había asestado el golpe en un centro nervioso donde sus vastos conocimientos de jiu-jitsu le indicaron que tenía probabilidades de aturdir al animal.

El oso no estaba acostumbrado a esa clase de peleas. Aquella insignificancia humana, le pareció fácil presa.

El animal gruñó, mostrando unos colmillos terribles. Y luego, con una velocidad asombrosa, dio media vuelta.

Doc Savage permanecía agarrado a la espalda del animal. Se sostuvo allí gracias a la fuerza de los músculos de sus piernas. Tenía los brazos libres.

Golpeó al oso polar en la nuca. Lo golpeó de nuevo en un lugar más vulnerable, para abatirlo, pues de lo contrario no podría sostenerse mucho más en aquella violenta posición.

Gruñendo de una manera horrible, el terror de las heladas soledades del Norte cayó desplomado sobre el glaciar. El animal había encontrado un digno contrincante.

Doc pudo haber escapado con facilidad, pero no lo hizo. Necesitaban alimentos y ropas para dormir. En el oso tenían ambas cosas.

Sus puños metálicos descargaron una media docena más de golpes potentes.

El poderoso brazo derecho de Doc Savage se introdujo bajo la cabeza del oso, detrás mismo de las orejas.

Dio una sacudida. Oyóse un ruido sordo. El monstruo, grande y blanco, se estremeció de punta a punta.

El combate estaba terminado.

Sucedió un silencio absoluto, que sólo el gemido del viento huracanado interrumpía a intervalos.

¿Fue un sonido bajo y grave, gorgueante, que recordaba el canto de algún pájaro exótico, el que se mezcló con el gemido del viento?

¿O fue la nota melodiosa del huracán, atravesando los cercanos pináculos de roca y hielo?

Nadie hubiera podido decirlo.

El extraño ruido de Doc surgía a veces cuando acababa de realizar alguna hazaña prodigiosa. Sin duda alguna había entonces motivo para ello.

Ningún hombre, ningún ser humano, venció jamás a un enemigo más terrible.

Doc Savage llevó a rastras, deslizándolo, al enorme y peludo animal a un agujero de una roca cercana.

Encontró algunos peñascos para cubrir el agujero donde escondería al oso, que representaba el alimento y las ropas de cama tan necesarias en aquellos parajes desolados.

No quería que los congéneres de la víctima se lo robaran.

Fue luego presuroso en busca de Víctor Vail.

Llegó lleno de confianza al lugar que servía de refugio al violinista, a la profunda grieta entre los altos peñascos.

Su alegría se trocó en profunda sorpresa, y la sorpresa en horrenda angustia.

A diez pasos del lugar, una inmensa mancha roja se destacaba sobre la blancura de la nieve.

¡Sangre!

La fría temperatura endureció la sangre, coagulándola; los copos de nieve se veían salpicados de rojo.

Examinando el hielo, que la nieve iba tapando, descubrió que ante la grieta se desarrolló una lucha furiosa.

¡Y Víctor Vail había desaparecido, sin dejar el menor rastro!