XI
Peligro polar

Transcurrió una hora. En el cielo cubierto de espesa y opaca niebla pendía un punto negro emitiendo un fuerte zumbido que aumentaba poco a poco de volumen.

El punto se convirtió en un aeroplano. Era un aparato de dos motores, anticuado y de aspecto muy usado. Pero un ángel no sería mejor recibido por los cuatro hombres que lo observaban desde el iceberg.

El avión descendió a través de la niebla, describiendo círculos. Los flotadores trazaron una señal de espuma, larga y blanca, sobre las aguas heladas.

Luego el aparato se deslizó con celeridad hacia el borde de la montaña de hielo. Monk y Renny aparecieron en los flotadores. Su presencia fue acogida con una verdadera ovación.

Dando saltos acrobáticos, alcanzaron el hielo endurecido.

Probablemente no hubo jamás una reunión más alegre y emocionante en las sombras frías del Polo Norte.

Sin ser visto al principio, un hombre saltó afuera y se sentó en la cabina del aparato.

Doc Savage le divisó primero.

—¡Víctor Vail! —exclamó, sorprendido.

El famoso violinista sonrió. Intentó hablar, pero no encontró palabras con qué expresar la profunda emoción que le embargaba.

Por último, con un gesto simple, señaló a sus ojos.

Víctor Vail había recobrado por completo la vista. Era tan profunda su gratitud hacia el gigante de bronce, que no pudo expresar sus sentimientos.

Los discursos preparados durante sus horas de convalecencia, se esfumaron al encontrarse en su presencia.

—Seguramente me imaginé que no volvería a ver tu fea carota —dijo Ham a Monk—. ¿Qué sucedió, gorila?

—El maldito submarino —explicó Monk— se sumergió estando nosotros sobre cubierta. El agua nos barrió. Nadamos como dos osos polares. Seguramente nadamos unas diez millas. ¡Cielos, qué fría estaba el agua! Teníamos por casualidad un poco de aquella mezcla química que yo preparé para mantener a una persona caliente; de lo contrario, nos habríamos helado. Encontramos, al fin un iceberg lo bastante grande para descansar.

—Allí estuvimos hasta la llegada providencial de Víctor Vail —resonó la voz de Renny.

Doc Savage contempló al músico, que estaba solo en el aeroplano.

—¿No habrá usted venido solo a estas soledades árticas?

Víctor Vail comprendió su extrañeza.

—Alquilé el aeroplano y el piloto para que me trajera al lado de ustedes —explicó—. Quizá les sorprendiera mi interés por conocer la situación donde se encontraban y el rumbo que pensaban tomar. El motivo es que deseaba reunirme con ustedes. Tan pronto como estuve preparado, partí en su busca, y fui lo bastante afortunado para salvar a sus compañeros.

—Pero ¿por qué? —interrogó Doc—. Verdaderamente esto no será ningún viaje de placer.

—Por mi esposa y mi hijita Roxey —respondió el violinista—. ¿Quería comprobar su…, suerte?

Long Tom empezó a desmontar el aparato de radio. Les había prestado ya un invaluable servicio, pues guió a sus providenciales salvadores al iceberg.

—¿Dónde está el piloto contratado por Víctor Vail? —preguntó Doc.

—El desgraciado se espantó —sonrió Renny—. Mirando a estos icebergs se asustó y rehusó seguir adelante. No tuvimos más remedio que conducirlo a un poblado que hay en la costa sur de Groenlandia. Le compramos el aeroplano por el doble de lo que valía y lo dejamos.

—Eso explica que mis vuelos de exploración no dieran ningún resultado —comentó Doc.

Long Tom guardó la radio en su envoltorio.

—No os habéis dicho que estabais perdidos aquí —gruñó Monk—. ¿Dónde están el submarino y McCluskey?

—El capitán McCluskey es Ben O’Gard.

Víctor Vail hizo un gesto de aflicción.

—No podía describirles a ustedes las características de Ben O’Gard —murmuró—. Mi defecto me privaba de poder apreciar las características de ese hombre, y tampoco me atreví nunca a preguntarle por su aspecto físico.

El famoso violinista se sintió de nuevo presa de emoción. Y con frases entrecortadas intentó expresar su gratitud al gigante de bronce por la recuperación de la vista.

—Cualquier deuda de gratitud que me debiera, ya ha sido rescatada con creces —le aseguró Doc—. Nos salvó usted, a mí y a mis amigos, de una muerte cierta. En el invierno, cuando esta región está helada y endurecida, podríamos haber llegado a la civilización. Pero ahora nos encontrábamos en una trampa mortal.

—McCluskey y Ben O’Gard son la misma persona —murmuró Renny—. Me gustaría volver a enfrentarme con esa vaca marina. Apuesto a que no me vencería por segunda vez. ¡Con qué gusto le rompería las narices de un puñetazo!

—Lo mismo digo —agregó Monk—. Me las pagará cuando volvamos a encontrarnos.

Long Tom, que registraba el bulto de Doc, lanzó de pronto una exclamación de alegría.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Mostró un objeto metálico de forma extraña y bastantes libras de peso.

—Eso —explicó Doc— es algo que saqué del submarino antes de que desembarcáramos para cazar las vacas marinas. Es una válvula de uno de los tanques del sumergible.

Long Tom lanzó una carcajada. Con un jefe como aquél, la vida era un verdadero encanto.

—Además —continuó Doc Savage—, el preparado químico de Monk, que funde el hielo, está sacado de los recipientes que hay en el casco del submarino. Tienen más material de ése a bordo, pero la tripulación del Helldiver no sabe cómo prepararlo.

—¿Quieres decir que esa banda no puede sumergir al submarino sin esta válvula? —preguntó Long Tom.

—Exacto —repuso Doc—. Comprenderán que si lo hiciesen, no volverían a salir a la superficie. El buque se inundaría. Además, no disponen de este producto para fundir hielos, que sin duda les cerrarán el paso. El Helldiver no puede escapar de estas regiones sin sumergirse para deslizarse bajo la superficie helada.

—Entonces esa banda está en nuestro poder —rió Monk—. No se nos escapará.

Levantando su puño monstruoso, amenazó hacia el horizonte, diciendo:

—¡Hasta muy pronto, Ben O’Gard!

El grupo de aventureros se sentía optimista. Subieron al aeroplano, que era grande, aunque anticuado. Doc mismo lo pilotó.

Cabeceando de una manera fantástica, el decrépito aparato remontóse al fin.

Le exigían algo superior a sus posibilidades, pero la pericia del conductor logró elevarlo.

—El Helldiver no puede encontrarse muy lejos —observó Doc. Sus compañeros revisaban el cargamento del aparato, que consistía en zumos de frutas para combatir el escorbuto del Ártico, otras provisiones de boca, paracaídas, etc.

—Quizás sean muy útiles —sonrió Long Tom—. Por lo que he visto de esta región, uno puede a veces recorrer muchas millas sin encontrar agua donde amarrar sin peligro un hidroplano.

—Coged los anteojos y examinad lo que hay bajo nosotros —indicó Doc—. Resultará difícil encontrar al submarino en esta niebla.

—En efecto, nosotros mismos no os hubiéramos encontrado, de no ser por el radiogoniómetro, que señaló vuestra presencia. Si los del submarino se decidiesen a usar la radio, sería muy fácil encontrarlos.

Long Tom se sentó ante el cuadro de aparatos, procurando localizar al fugitivo submarino.

Al cabo de un rato murmuró, malhumorado:

—No usan la radio. Será muy difícil dar con ellos.

En las alturas hacía un frío terrible, y a pesar de sus ropas de abrigo, la humedad y el frío les hacían tiritar, y castañear los dientes.

La voz de Doc Savage retumbó de repente. Pronunció una sola palabra.

—¡Tierra!

Los compañeros miraron en la dirección indicada.

Parecía un iceberg colosal; sólo unos picos rocosos que se elevaban sobre la masa glacial lo identificaban.

—No hay ningún mapa que señale esa tierra —declaró Johnny—. No puede ser de grandes dimensiones.

—Lo que nos interesa —le informó Doc—, es que el trasatlántico Oceanic está embarrancado por alguna parte de esa tierra.

Víctor Vail asomó la cabeza con ansiedad por las ventanillas de la cabina.

Pasó unas semanas terribles en algún lugar de aquel territorio desolado que encerraba el secreto de la suerte de su esposa y de su hijita Roxey.

Sin embargo, aquélla era la primera vez que podía contemplarlo. Pareció deprimirle y se le vio estremecerse.

—Nadie podría vivir quince años en este lugar —murmuró. En el corazón de Víctor Vail latía la esperanza de que pudiera hallar a sus seres queridos, pero al contemplar aquella desolación, sintió desvanecerse toda confianza.

—¡Allí está el Helldiver! —exclamó Doc de pronto.

Los otros lo distinguieron un momento después.

—¡Cáspita! —estalló Renny—. El hielo está a punto de aplastar a ese cacharro.

¡Ben O’Gard y sus secuaces estaban encerrados en una trampa!

Enfilaron el Helldiver hacia un lugar abierto entre los hielos, cerca de la costa. La excitación que debieron sentir al hallarse a corta distancia de su objetivo, los indujo a cometer una imprudencia.

La masa de hielos flotantes se cerró tras el submarino y, poco a poco, de una manera inexorable, avanzaba tras ellos.

Los icebergs de azulados y amenazadores perfiles, avanzaban como fauces heladas de un monstruo gigantesco. A ambos lados del submarino tan sólo quedaban unos seis metros de agua.

Ben O’Gard y sus compinches salieron a cubierta y al divisar al aeroplano agitaron los brazos, frenéticos.

—Creo que se alegran de vernos —resopló Monk—. Debiéramos sobrevolar por ahí para observar cómo el hielo los tritura.

—Acaso fuese un placer —reconoció Doc—. Pero necesitamos el submarino para llevarnos el tesoro. No podríamos cargarlo todo en el aeroplano.

Monk se encogió de hombros.

—¿Cómo podemos socorrerlos? —murmuró—. No se ve suficiente agua para amarar. Esta vez no tienen salvación y les está bien empleado.

—Conduce tú —dijo Doc a Renny.

Éste protestó:

—¡Qué demonio!…

Pero al instante tomó el mando, pues Doc lo abandonó.

Como todos los amigos de Doc, Renny era un excelente piloto y el aparato empezó a volar, describiendo en el aire amplios círculos.

Doc cogió un paracaídas y la válvula que era de vital importancia para la seguridad del submarino. Antes que sus amigos pudieran objetar nada, abrió la ventanilla de la cabina y se lanzó.

La seda blanca del paracaídas abrióse y Doc descendió junto al sentenciado Helldiver.

Ben O’Gard y su tripulación empuñaban armas e hicieron unos gestos amenazadores. Aun en aquellos momentos de verdadero apuro, temían que les arrebatasen el tesoro que codiciaban.

Doc Savage mostró la válvula y aquello inquietó a los bandidos.

—Arrojad vuestras armas por la borda —ordenó.

Fue contestando con una lluvia de maldiciones. Ben O’Gard parecía el más elocuente, pues juraba en seis lenguas.

Pero lanzaron las armas por la borda.

Doc Savage avanzó corriendo.

El hielo iba rodeando al submarino, del que le separaban escasos metros.

La superficie de la masa de hielos flotantes estaba resbaladiza.

El salto al submarino fue prodigioso y dejó estupefactos a sus tripulantes.

Retrocedieron ante el gigante de bronce. Recordaban todavía que la vaca marina, su gigantesco jefe, fue un niño en aquellas manos bronceadas.

Un pistolero retrocedió con tal precipitación, que cayó por la borda. Chilló como una rata en el agua helada hasta que lo recogieron, subiéndolo a cubierta.

No podía perderse ni un instante. En cuanto Doc Savage saltó a cubierta se dirigió veloz al interior del submarino, donde colocó en el acto la válvula que le permitiría sumergirse.

Ben O’Gard y sus hombres lo rodearon como niños. Ya tenían las escotillas de cubierta cerradas.

Ben O’Gard se le acercó, para ayudarle en su trabajo. Pero Doc lo apartó a un lado.

—¡Listo! —dijo Doc, al fin—. ¡Llenad los tanques!

La tripulación corrió a sus puestos. Los motores Diesel se pusieron en marcha.

El Helldiver descendió, librándose de aquellas mortales mandíbulas de hielo.

Doc Savage observó un momento la válvula y, satisfecho al comprobar que funcionaba perfectamente, pretendió pasar a otro compartimiento.

En aquel instante, la puerta de acero se cerró con estrépito. Fue tan rápido, que involuntariamente dio un paso hacia atrás.

—¡Quedó aprisionado!