En fracciones de segundo, Doc llegó a la sala de mando, haciéndose cargo de la situación. Debía salvar a sus compañeros.
—¡Virar por avante!
Su poderosa voz retumbó por entre el ruido monótono de los motores Diesel. Penetró por todos los rincones del submarino, desde la popa a la proa.
Fue como una tremenda conmoción eléctrica, que descargase sobre los exploradores.
El timonel giró la rueda del timón.
—¡A toda velocidad avante! —gritó Doc en el tubo de la sala de máquinas—. ¡Los motores a su presión más alta!
El capitán McCluskey entró tambaleándose en la sala de la oficialidad.
Tenía los ojos medio cerrados de sueño.
—¿Qué pasa aquí? —rugió—. ¡Que se me oxide el ancla si entiendo esto! ¿Por qué viramos por avante?
—Mis dos hombres, Monk y Renny han desaparecido —le dijo Doc—. Retrocedemos para buscarlos. Aún es tiempo de poder salvarlos.
El capitán McCluskey subió a cubierta. Pero bajó casi al instante con sus manazas velludas, azules por el frío.
—Es inútil —murmuró—. Hay tormenta afuera. Si esos dos microbios no están a bordo, se despidieron de este mundo. No es preciso perder más tiempo inútilmente.
McCluskey cogió el tubo de comunicación con la sala de máquinas y gritó:
—¡Poned las máquinas a velocidad normal!
Luego, el timonel:
—¡Vira, desgraciado! Reanudamos nuestro derrotero.
Fríamente, imperturbable como una estatua de bronce, Doc Savage se plantó de pronto delante del capitán McCluskey. Doc Savage era corpulento.
La vaca marina era mayor. Pesaba unos cuarenta quilos más que Doc.
—¡Anule esa orden! —mandó Doc.
Su voz extraordinaria poseía tal cualidad de mando, que McCluskey hizo un gesto involuntario de obediencia. Pero de pronto se contuvo, rugiendo:
—¡Yo soy el capitán de este cacharro! No vamos a perder ningún tiempo buscando a esos dos desgraciados. Ya estarán muertos y convertidos en sorbetes.
—¡Revoque esa orden! —repitió Doc Savage—. Encontraremos a Monk y a Renny o sus cadáveres aunque debamos invernar en este campo de hielo.
El capitán McCluskey se enfureció. Poseía plena confianza en sus fuerzas.
Derrotó a Monk y a Renny sucesivamente y cualquiera de ellos tenía aspecto más peligroso que aquél que aquel extraño hombre de bronce.
Bramó:
—¡Le enseñaré a usted quién es el amo en esta cafetera! ¡Yo no recibo órdenes de microbios bronceados!
Se abalanzó a la garganta de Doc Savage. Era una de sus presas favoritas y jamás le había fallado.
Pero McCluskey sufrió la mayor sorpresa de su vida. Jamás, en todos los días de su vida, fue tratado de tal manera.
Su mano quedó sujeta en una presa en el aire por unos dedos bronceados de hierro. Durante un instante, el capitán creyó que le cortaba la mano, tanto le dolió la presa férrea y de tal manera se le paralizó el brazo.
Era un dolor insufrible, muy distinto al de un trompazo y un puntapié, sus defensas habituales.
Inició un golpe desesperado con su puño libre.
Apenas avanzó media pulgada. Luego aquella mano se cerró en una presa terrible.
El puño de McCluskey quedó triturado como si fuera pasta por entre los dedos martirizados empezó a salir la sangre a borbotones.
La vaca marina emitió el grito de un niño lastimado. Nunca en su vida padeció tanto como en aquellos momentos.
Se contempló, incrédulo, las manos; los ojos casi se le saltaron de la impresión. Sus dos monstruosas manos habían sido inmovilizadas con facilidad por una mano de bronce, implacable.
A pesar de sus esfuerzos desesperados, no lograba soltarse.
La vaca marina volvió a gritar de dolor. Creíase un poderoso e invencible luchador. Jamás encontró un hombre que pudiera resistirle.
Pero en las manos de aquel extraño hombre de bronce, semejaba una oveja bien cebada en las fauces de un tigre hambriento.
Luego pareció que en la cabeza del capitán disparó un cañón Berta.
Se desplomó inerte al suelo.
¡Doc Savage lo puso knockout de un solo golpe!
El submarino avanzó por entre los hielos, de un lado a otro, de derecha a izquierda.
Algunas veces, gruesos témpanos se acumulaban sobre cubierta y los compañeros veíanse obligados a descender con rapidez para evitar ser aplastados o lanzados por la borda.
Buscaron durante unas cinco horas sin encontrar señal de Monk ni de Renny. Aquella misteriosa desaparición, tenía intranquilos a los compañeros.
Soplaba un viento helado procedente de los lejanos desiertos de hielo de Groenlandia.
Los rieles ajustados al casco del submarino estaban cubiertos de hielo.
—El vendaval fue peor durante la noche —murmuró Johnny—. ¡Pobre Monk! ¡Pobre Renny!
Aunque Monk y Renny desaparecieron hacía unas horas, era de noche sólo según sus relojes. El sol resplandecía sobre el horizonte, casi perdido en una neblina pálida y desagradable.
Hacía un frío intenso, incapaz de resistirse sin estar bien preparado.
El hielo acumulado en la cubierta se deslizó, desapareciendo, de repente, con enorme estruendo.
Doc salió a cubierta llevando unos potentes anteojos. Pero un nuevo y detenido examen de aquel páramo de hielo no reveló el menor rastro de los dos desaparecidos.
El submarino cruzó un espacio relativamente libre de hielo.
—¡Estad listos para sacar el hidroplano! —ordenó.
La tripulación salió a cubierta, con aire ceñudo. Veíase en sus rostros una expresión siniestra.
Pero obedecieron las órdenes de Doc con celeridad. Algunos de ellos habían presenciado lo sucedido al capitán McCluskey.
Levantaron una plancha de cubierta y a continuación colocaron un botalón.
Los preparativos se realizaron con increíble rapidez.
Surgió un hidroplano metálico y desmontable, y Doc lo preparó para el vuelo.
El capitán McCluskey salió a cubierta mientras se efectuaban los preparativos.
Había pasado largo tiempo en la enfermería, cuidando sus manos y procurando reaccionar de la gran torpeza que sentía en su cerebro.
Los ojos dorados de Doc Savage se clavaron en los de la vaca marina.
Deseaba conocer sus intenciones.
McCluskey frunció el ceño unos segundos. Luego sonrió con aire resignado. —No me meteré con usted, amigo— murmuró, contemplándose las manos. Las llevaba vendadas y parecían el pie de un hombre afectado de gota.
Doc Savage llamó aparte a sus tres hombres.
—Mantened las manos sobre vuestras pistolas —les advirtió—. No creo que McCluskey se meta con nosotros ahora. Pero vigilad a la tripulación.
Parecía un milagro que el asiento de popa del diminuto aeroplano contuviera el corpulento cuerpo bronceado de Doc Savage.
El aparato se remontó en círculos cada vez mayores.
La neblina no pareció tan espesa desde la superficie. Pero entorpecía la visión desde el aire y la oscuridad aumentaba.
No descubrió ninguna señal de Monk ni de Renny.
—¡Regresó al fin a echar de menos al gorila! —dijo Ham, procurando disimular un sollozo con un fingido ataque de tos.
La tripulación izó el aeroplano a bordo y desmontándolo lo guardaron bajo las planchas de cubierta.
Si vivían Monk y Renny, quedaban abandonados en la soledad de los hielos, sin medio posible de librarse de una muerte horrible.
Dos horas más tarde, el capitán McCluskey apuntaba con un brazo musculoso.
—¡Que se oxide mi ancla si no… mirad! —tronó—. ¡A dos cabos de estribor!
Doc Savage apareció en cubierta, veloz como una exhalación. Pensó que habían divisado a sus dos compañeros.
Siempre existía la posibilidad de que una ola los hubiese arrebatado y se pusieran a salvo en uno de los muchos icebergs.
Pero se trataba solamente de una horda de vacas marinas dormidas en un enorme trozo de hielo.
—Necesitamos carne fresca —explicó el capitán—. Es extraordinario encontrar a esos animales por estos lugares. Voy a cazar algunos de esos bichos. ¿Quiere acompañarme, amigo?
Doc Savage asintió con la cabeza y aconsejó a sus compañeros que le acompañaran.
Les serviría de distracción y de ejercicio, después de tantos días encerrados entre las paredes metálicas del submarino.
También irían varios miembros de la tripulación, incluso Dinamita Smith.
El hombre parecía muy satisfecho de tal distinción, y se proponía realizar grandes proezas.
Doc se aseguró de que varios de los miembros sospechosos de conspiración se hallaban entre los cazadores.
Al parecer, no se perdía nada abandonando el submarino durante algún tiempo. Se montaron dos kayaks plegables, botes largos y estrechos con una cubierta de piel de foca. También montaron un «umiak», hermano mayor del «kayak».
Doc descendió al interior del submarino y estuvo ausente unos diez minutos, mientras toda la tripulación estaba sobre cubierta, presenciando la partida de los cazadores.
Cuando regresó, llevaba un bulto de regular tamaño envuelto en una seda impermeable.
—¿Qué es eso, compañero? —interrogó, el capitán McCluskey.
Doc Savage pareció no oír la pregunta, y se apresuró a ocupar el lugar destinado en su embarcación.
Partieron en el acto.
El borde del iceberg, cerca del lugar donde dormían las vacas marinas, se elevaba casi vertical. Era imposible desembarcar.
Los cazadores decidieron cazar a la espera. Remaron hasta la banca flotante de hielo y desembarcando, sacaron los botes plegables del agua helada. Ya todo sería cuestión de paciencia y astucia.
El capitán McCluskey y el resto de la tripulación del Helldiver iniciaron la caza a la espera. Procuraron acomodarse lo mejor posible tras las enormes grietas de los hielos, para que los animales no sospecharan su presencia.
Doc, con su extraño bulto, manteníase cauteloso a retaguardia.
Sus tres compañeros le seguían de cerca.
El frío les molestó al principio, pero se hizo más tolerable al cabo de unos minutos.
Vestían como los esquimales: mocasines que llegaban hasta las rodillas y forrados de piel de reno, pantalones de oso, camisas de pingüino con las plumas dentro y camisas de piel de foca con una capucha cubriéndoles las cabezas.
La superficie del trozo de hielo era áspera y rugosa. El avance era penoso; no podían caminar a más de media milla por hora y todavía eso significaba adelantar mucho.
El capitán McCluskey y sus hombres iban a la vanguardia, como si estuviesen impacientes por empezar la matanza de los pacíficos animales.
De repente, volviéndose, apuntaron con sus rifles a Doc Savage y a sus compañeros.
—¡Matad a esos microbios! —rugió el capitán McCluskey.
Doc Savage tuvo el presentimiento de que sucedería algo anormal y no le cogió desprevenido.
Apenas empezaron a mostrarse hostiles los hombres del Helldiver, cuando un poderoso brazo de bronce condujo a Johnny, a Long Tom y a Ham al abrigo de una mole de hielo.
El movimiento fue ejecutado con tal rapidez, que estuvieron al amparo del refugio antes que la primera descarga de los rifles retumbara con estruendo.
Las balas se enterraron en la mole, salpicando a Doc y a sus amigos de fragmentos de hielo, con un sonido parecido a diminutas campanillas.
—Retroceded —ordenó Doc Savage a sus compañeros—. Estamos situados entre esa banda y sus botes. Procuraremos evitar que lleguen a ellos.
Encontraron una pequeña grieta en el hielo y allí se puso Doc su bulto, que al instante cubrió con unos trozos de hielo.
La resonante voz del capitán McCluskey llegó a los oídos de los compañeros.
—¡Aniquiladlos a todos! —rugió la vaca marina.
—Al parecer no intentan llegar a los botes antes que nosotros —murmuró Doc sorprendido. No comprendía las intenciones de sus adversarios.
Una lluvia de plomo acribilló el hielo en torno a los compañeros. La banda del Helldiver los había divisado.
Ham dio media vuelta. Descubrió una cabeza cubierta con una piel que se arrastraba cautelosa en su dirección. Su rifle lanzó una rociada de balas.
Un hombre surgió de detrás de un pico helado, y se tumbó como si estuviera cansado.
Y de un charco escarlata como una flor inmensa, brotando sobre el hielo, donde el cuerpo se debatía en débiles convulsiones, surgió un tenue vapor.
—No he perdido la puntería —comentó Ham—. ¿Visteis a quien abatí?
—A Dinamita Smith, el engrasador —repuso Doc—. Doblemos a la derecha. Parece que por ahí se puede andar mejor.
Pasaron unos minutos horrorosos para cruzar el poco espacio que les separaba del lugar indicado.
Cuanto más frenético era el esfuerzo, tanto más difícil encontraban el resbaladizo hielo.
—El mar con sus olas, ha pulido tan maravillosamente este iceberg —explicó Doc—, que no es extraño sea imposible dar un paso.
Las balas de los atacantes excavaban el hielo como gubias invisibles; y al rebotar sobre la dura superficie, el plomo chillaba como un gato enfurecido.
Los compañeros, después de muchas fatigas, llegaron por fin al lugar donde podrían refugiarse.
Se trataba de una gran hendidura en el iceberg, llena de agua helada, formando una superficie lisa como un cristal.
Se deslizaron sobre ella a gran velocidad, lo que resultaba muy agradable después de la fatigosa jornada.
—Llegaremos primero nosotros a los botes —exclamó el huesudo Johnny.
—Lo extraño es que no corran más para cerrarnos el paso —comentó Long Tom—. No entiendo qué manejo se traen.
La explicación se les apareció clara y desoladora unos instantes más tarde.
Llegaron a la vista los botes, mejor dicho, al lugar donde dejaran las embarcaciones, pero éstas habían desaparecido.
Descargó un diluvio de balas, incrustándose en la mole de hielo y salpicando de fragmentos a Doc y a sus compañeros.
¡El submarino no estaba donde lo dejaron!
¡Esos ratas son muy astutos! —comentó Doc—. Los hombres que permanecieron a bordo, cogieron las embarcaciones dejadas sobre el hielo. Y ahora comprendo por qué banda de McCluskey no tenía interés en perseguirnos —añadió, apuntando con un brazo bronceado.
Los tres compañeros se miraron consternados.
El Helldiver se había acercado al borde del iceberg, y estaba recogiendo a los miembros de la banda.
Los camaradas de Doc Savage abrieron fuego con sus rifles. La distancia era considerable, pero gracias a su certera puntería, derribaron a dos tripulantes del Helldiver.
El resto de los marineros llegó a bordo sin novedad. El submarino partió veloz por una abertura de los hielos con dirección al Norte.
Se dirigía hacia el lugar donde, según el mapa, yacía el Oceanic. La densa niebla tragó por completo al submarino.
Lo último que distinguieron fue la gigantesca figura del capitán McCluskey, de pie sobre cubierta, agitando los puños en dirección adonde ellos estaban.
Aquel gesto demostraba quien fue el promotor de aquella traición.
—Hermanos —dijo Doc Savage—, hemos cometido una equivocación imperdonable.
—¿Qué es eso? —inquirió Ham.
No dimos la debida importancia a la inteligencia de nuestro capitán —replicó Doc—. Hace unos días, McCluskey comentó la conducta furtiva de su tripulación, dando la impresión de que temía algún incidente desagradable. El muy zorro debió darse cuenta de que yo también observé la actitud de los tripulantes y se expresó de esa manera, esperando disipar mis sospechas y despistar. Lo verdaderamente desagradable es que yo cayese en la trampa.
—Desde luego, tienen el mapa del tesoro en su poder —observó Ham—. Por lo visto, abrigan el propósito de apoderarse del tesoro.
—Y nos han dejado en una situación bastante seria —murmuró Johnny—. Perdido y aislado en estos hielos, equivale a una sentencia de muerte.
Las palabras de Johnny causaron profunda impresión. Todos conocían la suerte que les esperaba, pero no se atrevieron a expresarlo.
—Será mejor que nos demos cuenta de la gravedad de la situación —dijo Doc— y no hablemos más de ello.
—El tiroteo asustó a la vaca marina —gruñó Long Tom, escondiendo más sus facciones en la capucha de su piel, como la cabeza de una tortuga en su caperuza—. No tenemos provisiones, y sin ellas será imposible resistir tan bajas temperaturas.
Ham se golpeó con el estoque sus pantalones de piel de oso.
—He oído decir que los esquimales viven bastante tiempo comiendo sus ropas —dijo—. Probaremos nosotros también la substancia que dan nuestros elegantes trajes.
—No necesitamos empezar todavía con nuestro guardarropa —sonrió Doc—. Tenemos raciones concentradas para cerca de un mes.
—¿Dónde? —gritaron los otros, a coro.
—En el bulto que me traje —repuso Doc Savage.
El grupo volvió sobre sus pasos para recoger el importante bulto que Doc ocultó en una hendidura.
Gracias a su previsión, podrían resistir unos días y quizás hallasen durante ellos la manera de huir de su helada prisión.
Había tranquilidad y tenían tiempo para examinar todo el peligro de su grave situación.
La quietud de tumba de las soledades polares los envolvió.
De vez en cuando, el terrible silencio era interrumpido por un estampido semejante a un trueno.
Tales ruidos se iniciaban con una detonación brusca y fuerte como la de un cañonazo, seguidos de una creciente descarga, hasta que el hielo mismo, bajo sus pies, parecía estremecerse.
En el ruido eterno de las soledades heladas, el incesante movimiento de los hielos, abriendo hendiduras mortales en su blanca superficie.
—Bonita música —comentó Ham estremeciéndose.
Pensaron en la muerte que sus dos compañeros, los gigantescos Monk y Renny, debieron sufrir y se sintieron deprimidos.
Los intervalos de silencio eran horrorosos. Les parecía encontrarse en algún lugar irreal y fantástico donde habitaran unas almas perdidas.
Escucharon con cierta patética viveza el esporádico cañoneo del hielo; luego, al producirse el sonido, se estremecían.
Tan sólo Doc Savage no mostraba ninguna emoción. Avanzaba con firmeza; y con frecuencia esperaba que sus tres compañeros le alcanzaran.
El poderoso hombre de bronce parecía comprender que su presencia levantaba el ánimo de sus compañeros. Por lo tanto, no se alejaba demasiado de ellos, siempre dispuesto a ofrecer su ayuda física y moral. Recuperaron el bulto escondido por Savage. Doc dejó que sus hombres se sentaran alrededor de él. Empezaron a desenvolver los paquetes con dedos helados.
De pronto Ham dio un respingo, dejando de desatar los nudos.
Había llegado a sus oídos el sonido de gorjeo, bajo y suave, que formaba parte de Doc Savage.
Tan baja, casi tan irreal era la suave nota, que parecía perderse en los terribles silencios que les rodeaban. Pudo haber sido la voz de algún fantástico espíritu o alma en pena de aquel mundo helado.
Ham empuñó su estoque, Johnny y Long Tom se pusieron rígidos como las montañas de hielo que les rodeaban.
El gorjeo de Doc cesó como comenzara.
Sucedió un largo minuto de silencio; la misma quietud o apatía mortal del Ártico.
Percibieron de improviso un nuevo sonido que Doc oyera antes y que hizo brotar de él la nota de gorjeo.
Sus amigos lo percibieron con claridad, y un frío estremecimiento sacudió su espina dorsal.
¡Era un chirrido! Un sonido idéntico al ruido de unos dados agitándose en las palmas de las manos.
Aquel ruido había perseguido como una maldición a Víctor Vail, a través de los años. Su chirrido delataba la presencia de su implacable perseguidor, el hombre de Ben O’Gard.
—Eso, hermanos —murmuró Doc Savage, con suavidad—, es una de las últimas cosas que esperaba oír en este lugar.
Pronunciando la palabra final, Doc avanzó, deslizándose veloz. Los otros le siguieron, aunque sin poder sostener la velocidad de su compañero.
Doc Savage se perdió de vista.
Cuando lo alcanzaron, le vieron arrodillado junto a una figura humana que yacía sobre el hielo en medio de una inmensa mancha escarlata.
—¡Dinamita Smith! —exclamó Ham—. ¡El pájaro que yo tumbé!
Las mandíbulas del desgraciado sufrían de parálisis intermitente; entrechocaban produciendo el inconfundible chirrido.
Dinamita Smith era uno de los secuaces de Ben O’Gard que siguieron durante años el rastro de Víctor Vail.
—No lo entiendo —murmuró Long Tom—. Cuando aquella noche se inclinó sobre mí en mi litera, sus dientes chirriaron. Pero hemos hablado con él muchas veces desde entonces, a bordo del submarino, y sus dientes no producían ningún ruido.
—Veo la explicación de eso ahora —replicó Doc—. Dinamita Smith ha tomado estupefacientes durante todo el viaje del submarino.
—¿Qué quieres decir?…
—Que la droga aquieta sus mandíbulas —explicó Doc—. En otras palabras, todos los tomadores de estupefacientes padecen ese temblor de las mandíbulas cuando se les priva del narcótico. Cuando Dinamita Smith no lo toma, sus mandíbulas tiemblan. Cuando lo toma, no.
El herido volvió en sí en aquel momento, rodando los ojos.
Doc Savage examinó la herida del hombre. Ham le disparó un tiro certero.
—No tiene usted salvación —comunicó Doc Savage a Dinamita Smith, sin la menor emoción—. Es inútil auxiliarle: la herida es mortal.
Los labios del agonizante se movieron.
Doc se inclinó para descifrar las entrecortadas palabras del moribundo.
—Ben O’Gard y mis compañeros se marcharon, dejándome aquí, ¿eh? —preguntó.
La emoción se dibujaba raras veces en el hermoso rostro bronceado de Doc Savage, pero se mostraba con visible claridad en aquellos momentos.
—¿Estaba Ben O’Gard a bordo del Helldiver? —interrogó, dejando adivinar su gran sorpresa.
Dinamita Smith no respondió a la pregunta. Sus vidriosos ojos rodaron con lentitud hasta enfocar a Long Tom.
—Yo estaba buscando el mapa del tesoro cuando me arrebató la peluca de mi cabeza aquella noche —cuchicheó, casi sin aliento—. Después de que por poco me atraparon, Ben O’Gard mismo realizó la búsqueda. Él encontró el mapa y se lo substrajo. Ahora se quedará con todo el tesoro, dejándome morir como a un perro.
—¿Quién de la tripulación del Helldiver es Ben O’Gard? —inquirió Doc.
En los azules labios del moribundo se dibujó una sonrisa burlona y maligna. Su cuchicheo hacía un «glu-glu» en su garganta.
—Los engañamos a ustedes lindamente —dijo, con fatiga.
Al parecer no acabaría de pronunciar las siguientes palabras, pues los músculos de la garganta se le ponían rígidos.
—Ben O’Gard es el capitán McCluskey —tosió.
Doc y sus compañeros cruzaron una mirada de sobresalto. Cuando volvieron a mirar a Dinamita Smith, el hombre estaba muerto.
Murmuró Ham:
—¡Ben O’Gard y el capitán McCluskey son la misma persona! ¡Es como para reventar de risa! ¡El hombre ha sido más astuto que un zorro!
Dijo Doc Savage, con sequedad:
—Al parecer, hermanos, financiamos con excesiva generosidad la expedición de nuestros enemigos para apoderarse del tesoro. Sin duda Ben O’Gard, (lo llamaremos así de ahora en adelante, en vez de capitán McCluskey), sin duda Ben O’Gard cogió parte del tesoro del Oceanic cuando abandonó ese buque hace más de quince años. Empleó ese dinero para adquirir el Helldiver. Pero los fondos no eran suficientes e insertó un anuncio solicitando alguien que lo financiara. ¡Imaginaos su alegría cuando nos presentamos nosotros ofreciéndole dinero!
Ham gimió:
—Y yo os llamé la atención sobre la reseña del periódico respecto al submarino polar. ¡En qué lío os he metido!
Doc Savage se echó a reír. A pesar de la situación, el desolado rostro del abogado movía a risa.
—Olvídalo, Ham. La culpa es realmente mía. Volvamos atrás a abrir aquel bulto. Hemos cometido una serie de errores, pero ya nos desquitaremos en cuanto nos sea posible. Ahora al trabajo.
Volvieron sobre sus pasos para recuperar el bulto. Quitaron la cubierta impermeable.
—¡Ey! —exclamó Johnny, sorprendido—. Este envoltorio es una tienda de campaña de seda.
—Es algo más que una tienda —le informó Doc—. También el paquete contiene una armazón se convierte en un bote. Hay paletas ajustables a los cañones de nuestros rifles para poderlas utilizar como remos.
Todos bucearon con ansiedad para ver qué otras maravillas contenía el interior del bulto. Había desaparecido toda depresión de su ánimo.
Long Tom profirió un grito de alegría:
—¡Una radio! ¡Emisora y receptora, completa!
Sacó con rapidez el aparato de radio, procediendo a montarlo.
El aparato, de muy reducidas dimensiones, era un invento de Doc. No contenía ninguna batería voluminosa, factible de inutilizarse por la humedad o el frío o agotarse por el uso.
Un generador provisto de un potente dispositivo suministraba la corriente.
El aparato era de onda extra-corta.
Lo montó dispuesto a someterlo a prueba al cabo de unos quince minutos.
El mago de la electricidad aplicó con ansia un oído al pequeño altavoz y giró las esferas de afinación.
Súbitamente, surgió del minúsculo altavoz una voz bien conocida.
El asombro y la estupefacción de Doc y sus amigos, al reconocerla, fue ilimitado. Una voz de ultratumba no les hubiese producido extrañeza semejante.
Ham y Long Tom bailaban de alegría, gritando y golpeándose, presa de una tensión nerviosa rayana en el histerismo.
—¡Os repito que hemos establecido comunicación con el infierno! —gritó el abogado.
Se sentían infinitamente felices, y Ham recuperaba su forma.
¡Del aparato acababa de surgir, como por arte mágico, la voz inconfundible de Monk!