Habían transcurrido dos semanas.
—Este submarino parece borracho —gruñó Monk.
El buque navegaba rumbo al Norte, frente a la costa de Maine. Encontró un fuerte viento contrario. Y no hay nada tan molesto como el movimiento de un submarino en mar gruesa.
Cuando una ola gigantesca se acercaba a la embarcación semejante a un enorme cilindro de acero, danzaba de una manera diabólica por anticipado.
Cabeceaba y se bandeaba de un lado a otro.
Crujía de una manera espeluznante, como si estuviera destrozándose.
Luego se hundía en la ola, como si fuera a su muerte. No resultaba muy agradable un viaje en tales condiciones.
Tuvieron que cerrar las escotillas. Respirar el aire interior era algo parecido a estar encerrado en una lata de grasa.
—Es un buque infernal —murmuró Long Tom.
Doc Savage dirigió una mirada penetrante al mago de la electricidad. Long Tom tenía la costumbre de comunicar de esta manera alguna noticia de importancia.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó.
—Anoche tuve un sueño —empezó Long Tom.
—También yo, pero fue una pesadilla —gimió Monk, que se encontraba algo mareado—. Soñé que era Jonás y que la ballena me engullía.
—Cállate —dijo Long Tom—. En mí sueño, vi a alguien inclinado sobre mí cuando dormía. Oí una especie de chirrido, como si agitaran un par de dados en la mano de alguien. Naturalmente, me intrigó un sueño tan extraño.
Los bronceados ojos de Doc Savage, chispearon de manera singular.
—No bromeas, ¿verdad? —preguntó—. ¿Estás cierto de haber oído ese ruido singular e inconfundible?
—De ninguna manera. Alargué la mano hacia el hombre en mi sueño y cogí esto. —Long Tom sacó un objeto del bolsillo. Era una peluca negra.
—¿Le viste la cara? ¿Podrías conocerlo si lo vieses otra vez?
—Estaba demasiado oscuro. Y apareció antes que pudiera seguirle.
Doc Savage permaneció largo rato pensativo. Luego dijo:
—Esto es serio, hermanos. Ese asesino, Ben O’Gard, está a bordo de este submarino. Y no le conocemos de vista.
—Sería fácil encontrarlo ahora —resopló Monk, contemplando la peluca negra—. Sólo se trataría de averiguar quién es el sujeto que ha cambiado de color del cabello durante la noche.
Era asombroso cómo, entonces que amenazaba un peligro, el mareo de Monk había desaparecido. El sólo anuncio de una próxima aventura fue un remedio rápido y eficaz.
—Es inútil —repuso Long Tom—. Observé a todo el mundo esta mañana y ninguno había sufrido cambios en el color de su cabello. Eso significa que el hombre usaba peluca como disfraz para llevar a cabo sus aviesos propósitos.
—¿Sus aviesos propósitos? ¿Es que intentó alguna fechoría?
—Olvidé mencionar que el sujeto esgrimía un cuchillo —dijo Long Tom, con sequedad.
El mago de la electricidad, a pesar de su aspecto delicado y enfermizo, hombre entero aunque parecía ser el alfeñique del grupo, era muy capaz de zurrarle la badana a nueve de diez hombres corrientes.
Servía de radiotelegrafista. Instaló un aparato tan potente, que podía ponerse en contacto con los lugares más remotos del mundo, aunque se hallase en el fondo del mar.
También dotó al Helldiver de los instrumentos más sensitivos para medir distancias submarinas con ondas de sonidos.
Simplemente observando unos discos, precisaba la profundidad del mar, la distancia a que se hallaban del iceberg más cercano y sus dimensiones.
Un timbre de alarma avisaría al instante cuando se encontraran a distancia peligrosa de cualquier objeto flotante lo bastante grande para causar algún daño al submarino. Monk dejó a Doc Savage reflexionando sobre el nuevo peligro que les amenazaba. Tenía absoluta confianza en que su jefe y amigo hallaría la manera de atrapar al hombre de los dientes chirriantes.
Se retiró al cubículo donde guardaba sus productos químicos. Sus contribuciones a la expedición eran numerosas e importantes.
La más extraordinaria de todas era una combinación química que, al ser lanzada en cantidad desde el submarino, disolvería cualquier témpano que se encontrase encima.
Las diversas substancias, al ser mezcladas en proporciones ya estudiadas, provocarían la disgregación de los hielos.
Esto eliminaba cualquier peligro de que el Helldiver quedase aprisionado bajo el hielo traidor.
Un aparato especial para suministrar oxigeno dentro del submarino; alimentos concentrados compuestos simplemente de los elementos químicos necesarios para nutrirse en una forma de fácil asimilación… éstas y otras maravillas eran productos del genio de Monk.
Renny trabajaba en lo que su experiencia como ingeniero lo capacitaba.
Dirigía la navegación, en lo cual no tenía par. Además, levantaba mapas.
El viaje del Helldiver ser realizaría a través de regiones inexploradas y los mapas de Renny serían de incalculable valor para las generaciones futuras.
El arqueólogo y geólogo Johnny poseía una riqueza de conocimientos sobre la capa de los hielos polares y las regiones oceánicas, de valor inestimable.
Había muy pocas cosas en esa pelota de barro que llamamos tierra que Johnny desconociese.
En cuanto a Ham, se ocupó de la cuestión legal, como por ejemplo, obtener el permiso necesario para hacer escala en los puertos de Groenlandia.
Los daneses poseen la Groenlandia como un monopolio y para que un barco extranjero pueda hacer escala allí se requieren gran número de permisos.
Ham también daba a bordo del Helldiver un ejemplo de lo que un viajero elegante debe llevar bajo los hielos polares.
Sus ropas encerradas eran impecables. El hecho de que siempre llevaba un bastón negro de aspecto inocente producía risa a la tripulación de McCluskey.
Ignoraban que su alma de templado acero era un estoque. Si Ham se ahogaba alguna vez moriría con su arma favorita en la mano.
Alrededor del mediodía. Ham buscó a Doc Savage. Tenía noticias importantes que comunicarle.
Doc permanecía en cubierta. Parecía un milagro que las gigantescas olas no lo barriesen una vez.
Pero el agua no producía mayor efecto sobre Doc que sobre una estatua de bronce. Su piel poseía una extraña cualidad: parecía expeler agua como el lomo del pato, sin mojarse.
Ham se mostraba excitado.
—¡Buenas noticias! —gritó—. Un mensaje de Nueva York. Long Tom acaba de copiarlo.
—¿Qué es? —preguntó Doc.
—Víctor Vail salió del hospital esta mañana —respondió Ham—. Ya no está ciego. Ha recobrado la vista y goza de una visión perfecta.
Las olas que barrían la cubierta pronto hicieron refugiarse a Ham en el grasiento interior del submarino.
—He inhalado tanto aceite ya, que rezuma de mi piel —dijo a Monk.
Pero éste no le prestó mucha atención, pues preparaba un producto capaz de proporcionar calor durante varias horas, algo que sería muy útil introducirlo en las botas y guantes cuando diese un paseo por los hielos en el Polo Norte.
No quería que le molestasen.
—Vete a freír espárragos a otra parte —le dijo.
Ham se indignó y murmurando avanzó hacia la proa. Oyó un ruido semejante al que pudiera producir un toro furioso en una cacharrería.
Aceleró el paso. Parecía se trataba de una pelea. Y, curioso, penetró por una puerta del mamparo de acero.
Distinguió al entrar a un tripulante del Helldiver, tendido en el suelo emparrillado de la sala de máquinas. El individuo era un engrasador corpulento, tan corpulento como Monk.
Parecía fuerte. Daba la casualidad de que Ham había pensado algunas veces en hacer pelear a su amigo con aquel engrasador, para su propia diversión.
Pero el tripulante yacía tendido boca arriba, gimiendo. Tenía los labios destrozados y uno de sus ojos cerrado.
El desgraciado acababa de recibir una soberana paliza y no le quedaban fuerzas para levantarse. Sobre él se erguía como una torre el capitán McCluskey.
—Yo soy capaz de darle una paliza a cualquier microbio de a bordo de esta cafetera —tronó la vaca marina—. Y mucho ojo, porque te retorceré el pescuezo si te vuelvo a encontrar ganduleando. Levántate, gusano, y cuida de que esos motores estén bien engrasados.
Era evidente que el capitán McCluskey mandaba en su buque como los capitanes de antaño. Aquel rebaño de hombres le obedecía sólo por temor a sus contundentes procedimientos.
Ham borró mentalmente al engrasador como posible contrincante de Monk.
Dirigiéndose al capitán, le dijo en tono adulador:
—Me gustan sus métodos de disciplina. Veo que para usted no existen códigos de ninguna clase.
—Basta, guapo —rugió la vaca marina.
Ham se estremeció ante el calificativo de guapo. Pero conservó el aire de admiración en su rostro. En ocasiones el abogado se portaba como un héroe.
—Temo que tendrá algún incidente con uno que hay a bordo de este buque —dijo, como si diera un aviso al formidable luchador.
—¿Quién? —bramó el gigantesco capitán.
—El peludo gorila que llaman Monk —declaró Ham, con suavidad.
—Lo vigilaré —tronó con furia la vaca marina—. En cuanto vea que ese microbio me mira, le pegaré una trompada tan fuerte, que se le caerá el pelo. Con una lección tendrá bastante.
Ham regresó presuroso y entusiasmado al cubículo de Monk, quien lo recibió emitiendo un gruñido digno de un cerdo.
Ni cuando estaba ocupado se olvidaba de molestar a su amigo.
Ham pasó por alto el insulto.
—Escucha, gorila —le dijo—. El capitán dice que la próxima vez que le mires, te pegará una trompada tan fuerte, que se caerá ese pelo rojo.
—¿Eh? —Monk se incorporó—. ¿Sí? Muy bien. Ahora mismo voy a decirle que no me gustan los tipos que hablan de esa manera a mis espaldas.
Y acto seguido salió. Era tan corpulento, que con fatiga salió por la puerta de su cubículo. Ham le siguió. No habría perdido lo que iba a suceder ni por mil dólares. Además, era el responsable de aquella lucha que se avecindaba y quería vigilar al amigo.
Monk encontró al gigantesco capitán McCluskey en la cámara de los oficiales. Los dos gigantes se miraron furiosos al instante.
Los ojillos de Monk chispeaban ante la perspectiva de una pelea.
La vaca marina resoplaba de una manera rítmica y sonora por entre sus bigotes, cuyos pelos parecían una percha torcida.
—¡Oiga! —empezó Monk, en tono meloso—. No me gusta…
El capitán lanzó un golpe fulminante a Monk. Resonó como un cañonazo.
Fue algo capaz de sobrecoger el ánimo del más valiente.
Monk no lo esperaba tan pronto y fue cogido sin estar en guardia. El golpe le arrojó hacia atrás como si por casualidad se hubiese encontrado delante de un cañón de doce pulgadas.
Chocó con Ham, que le seguía, y esto evitó su caída.
Pero el elegante abogado rodó, chocando su cabeza con la rueda de una válvula; fue un choque tan tremendo, que perdió el conocimiento.
Desde el punto de vista de Ham, no pudo ocurrir nada peor. Durmió durante todo el combate. Le escamotearon gozar el fruto de su travesura.
Era la mayor decepción que el abogado sufriera en muchos años. Durante muchos días después, estuvo tan desconsolado, que se metía en un rincón, maldiciéndose por haber perdido la ocasión de presenciar aquel combate de gigantes.
Monk emitió una serie de sonidos profundos y gruñones, saltando como un gorila. Esto le despejó la cabeza.
Acometió a la vaca marina. Ésta se defendió propinándole un puntapié en el estómago.
Monk cayó doblado al suelo. El capitán dio un salto formidable y descendió chocando su rostro con los pies de su contrincante, usados a guisa de catapulta.
Se oyó un chillido estridente, seguido de unas maldiciones feroces. El capitán McCluskey dio un formidable salto mortal. Escupió tres dientes.
Se incorporó, rugiendo de una manera feroz. El agigantado químico lo volvió a derribar, haciéndole saltar dos dientes más. Monk empezaba a encontrar bella la vista.
La vaca marina, ciega de furor, intentó morder, con los dientes que le quedaban, la oreja izquierda de su adversario.
Monk paró el peligro agarrando con puños monstruosos grandes pliegues del amplio estómago de su adversario e intentando abrir al hombre en canal.
No hubiera desperdiciado la ocasión por nada del mundo. Permanecieron frente a frente, en un cuerpo a cuerpo apocalíptico, descargando formidables puñetazos y puntapiés. Era una verdadera batalla de titanes.
Un combate primitivo, de prístino salvajismo. Un combate sensacional que habría proporcionado un millón de dólares de taquilla.
Y el pobre Ham, causa primordial del encuentro, privado de conocimiento, hubiera dado un brazo para presenciarlo.
El capitán McCluskey asestó un golpe inopinado.
Monk fue lanzado hacia atrás, chocando su cabeza contra un mamparo de acero y cayendo desvanecido. No había fuerza humana capaz de resistir la violencia de un choque semejante.
La vaca marina retrocedió un paso para propinarle un puntapié.
En aquel momento Renny avanzó, asiendo el fornido brazo del capitán McCluskey.
—Lo venció usted —exclamó Renny—. No hace falta que lo deje inválido. No creo tenga especial interés en destrozarle.
Renny sólo quería evitar que Monk sufriera un daño grave. Trataba de apaciguar los ánimos. Pero recibió lo que todos los que se meten a poner paz.
La vaca marina lo tumbó de un soberbio puñetazo.
El combate se reanudó. Renny no tenía nada que envidiar a Monk en cuanto a potencia y dureza, pero le superaba como boxeador.
Y durante años estuve rompiendo mesas y puertas a puñetazo limpio.
Renny se incorporó y propinó un golpe con la izquierda a la nariz del capitán McCluskey. Éste no esperaba un ataque tan rápido y contundente.
La vaca marina emitió un sonido que semejaba una combinación del Vesubio y el Niágara. Gracias a una maravillosa acrobacia, saltó sobre Renny, asestándole unos puntapiés en el vientre.
Renny arrojó por la boca una cantidad asombrosa de aire. Se tiró al suelo para evitar otro puntapié en el vientre.
A pesar de su dureza, le tenía cierta simpatía a aquella parte de su persona y no permitía que la atacaran de aquella forma.
El capitán McCluskey acometió con la intención de matarlo.
Renny logró pegar un puñetazo en la oreja de su adversario, aplastándosela como si se la hubiesen planchado.
Sucedió entonces una cosa singular.
McCluskey se incorporó con igual calma que si se levantara de la mesa del comedor. Se dirigió vacilante y casi en círculo hacia la parte. Al parecer olvidó que estaba peleando.
Los golpes recibidos le dejaron aturdido.
No obstante, serenose antes de salir de la habitación. Revolviéndose, emitió un bramido y lanzóse sobre su adversario.
Renny propinó dos buenos golpes. El primero dobló McCluskey. El segundo le destrozó la otra oreja y le hizo girar como una peonza.
McCluskey retrocedió tambaleándose, y cayó sobre una litera. Pero un instante después se incorporó.
Aquella vaca marina era un hombre formidable.
Los dos hombres cambiaron golpes feroces. Renny paró uno con la mandíbula quedando, por el momento, aturdido.
Ese segundo de aturdimiento causó su derrota. Otro derechazo siguió fulminante al primero.
Renny se desplomó desvanecido, una de las pocas veces de su vida.
La mole gigantesca de McCluskey avanzó dos pasos vacilantes en dirección hacia la estrecha puerta del mamparo.
Luego lanzó un profundo suspiro y, dando un par de vueltas como un perro buscando un lugar donde echarse, se desplomó al suelo.
Ham fue el primero en recobrar el conocimiento. Aunque el golpe no fue directo pasó largo tiempo sin darse cuenta de lo que sucedía.
Atendieron a los combatientes y Ham estaba tan decepcionado que salió con fatiga a cubierta y cambió unas lágrimas salobres con el mar.
Doc Savage inauguró una campaña.
Empezó a fraternizar con la tripulación de una manera muy activa y siempre hallaba algo de interés que discutir con cada tripulante.
Buscaba al hombre de los dientes chirriantes y ésa era la única manera de hacerlo sin despertar las sospechas de la tripulación.
Descubrió una cosa extraordinaria. Ningún tripulante se mostraba dispuesto a hablarle con franqueza.
Al contrario, unos cuantos intentaron sonsacarle, de un modo algo torpe, los motivos de su viaje en la expedición polar.
El corpulento engrasador, a quien el capitán McCluskey castigó por haber descuidado las máquinas, le habló con mayor franqueza.
Se llamaba, no sin motivos, «Dinamita» Smith.
—¿Dónde está ese tesoro que busca usted? —preguntó Dinamita.
—¿Qué tesoro? —repuso Doc, con aire inocente. Era la mejor manera de averiguar las intenciones de aquellos hombres.
Dinamita Smith se movió, nervioso.
—Verá usted. A mí y a mis compañeros se nos ocurrió la idea de que usted buscaba algo en el infierno ártico —dijo—. ¿Tiene un mapa que señale dónde está? Porque es una tierra maldita, y sin una guía difícilmente lograrán su propósito.
—¿Quién les puso a ustedes esto en la cabeza? ¿Por qué se imaginan que andamos buscando un tesoro?
—Nadie nos ha dicho nada —murmuró Dinamita.
Luego, no pudiendo sostener la mirada penetrante de los ojos bronceados de Doc, el fornido engrasador, dando media vuelta, alejóse.
Era evidente que el hombre sabía más de lo que había divulgado. También era claro que entre la tripulación estaba indicándose una labor siniestra.
La ambición y el deseo de apoderarse de la riqueza les convertiría en una horda sedienta de sangre y poder.
A Doc Savage no le agradó el cariz que tomaban las cosas.
—Apuesto a que el sujeto de los dientes chirriantes está levantando a la tripulación —pensó—. Pero ¿quién puede ser de entre ellos?
Le asaltó una idea. Fue a asegurarse de que todavía tenía en su poder el mapa que copiara de la espalda de Víctor Vail.
¡El mapa había desaparición! ¡Alguien debió sustraerlo!
Pasaron varios días sin suceder nada. Una calma siniestra, precursora de un terrible estallido, reinaba a bordo.
El Helldiver navegaba por una región desierta del Norte de Groenlandia.
Veíanse en torno a ellos imponentes icebergs azules, asomando unos hocicos aviesos. El submarino avanzaba por entre la delgada capa de hielo.
En ocasiones, cuando la capa de hielo tomaba consistencia uniéndose a algún témpano descomunal, sumergíanse, pasando por debajo.
El submarino navegaba sin el menor contratiempo. El maravilloso aparato de Long Tom les apartaba del peligro, con la doble salvaguardia de los productos químicos especiales de Monk, caso de que se encontraban bloqueados entre los hielos polares.
Monk, Renny y el capitán McCluskey habían reanudado las relaciones amistosas. A decir verdad, se llevaban magníficamente. Se respetaban con toda cortesía, reconociendo las mutuas cualidades de luchadores.
Doc no encontró al hombre de los dientes chirriantes. Ello le intrigaba sobremanera. No podía imaginarse quién pudo sustraerle el mapa del tesoro, aunque no se preocupaba gran cosa.
Su memoria prodigiosa retenía todos los detalles esenciales y era capaz de reproducirlo cuando era necesario.
El único descubrimiento de importancia que hizo fue que Dinamita Smith, el corpulento engrasador, usaba narcóticos casi de una manera continua.
Consultó al capitán McCluskey al respecto.
Éste le respondió, sin darle mucha importancia al asunto:
—Seguro. Ya sabía que el desgraciado tomaba cocaína. Pero que se me oxide el áncora, si le hace daño. Toma drogas desde hace mucho tiempo, déjelo en paz, amigo. Los estupefacientes sirven para que sea inofensivo.
No abrigaba Doc tanta seguridad, pero tampoco ganaba nada si intentaba impedir que Dinamita siguiese con su nociva costumbre.
Cada día, a una hora determinada, Long Tom radiaba la situación del submarino a Víctor Vail. El violinista mostraba gran interés por conocer detalladamente el rumbo que se proponía seguir.
Doc extrañaba, a veces, el ávido deseo de Víctor Vail por saber con tanta exactitud, día a día, la posición del submarino.
Navegaban dentro del círculo ártico, donde el sol luce con todo su esplendor durante largos meses.
Los primeros días, el espectáculo les fascinaba, pero poco a poco la costumbre se les hizo pesada.
—¡Maldita región! —se quejaba Ham, quien sufría más que nadie las consecuencias de aquella luz seguida.
Había descubierto que los tres días anteriores, Monk se burló de él despertándolo a media noche y haciéndole creer que era el mediodía siguiente.
En consecuencia, había perdido muchas horas de sueño y no comprendía lo que le hacía sentirse tan débil.
En el Helldiver iba desarrollándose una extraña y siniestra tensión. La tripulación se congregaba en grupos, cuchicheando. Dispersábanse o empezaban a hablar en voz alta de cosas de trabajo cuando el capitán McCluskey, Doc o alguno de los cinco camaradas, se acercaba.
—Que se me oxide el ancla, si no huelo a zafarrancho —confió el capitán McCluskey a Doc.
El submarino avanzaba día tras día en dirección a las regiones polares. En dos ocasiones, navegó bajo el hielo durante más de tres horas.
Una vez, seguramente hubieran quedado aprisionados bajo un enorme campo de hielo de más de quince metros de espesor, de no ser por los productos químicos de Monk.
Arrojados por unos compartimientos de la cubierta del submarino, el producto permitió que el buque saliese a la superficie por un agujero.
Hallaban se a unas docenas de millas del lugar donde el mapa del tesoro indicaba la situación del perdido Oceanic.
Doc Savage observó un perceptible aumento de la siniestra tensión.
—Pronto habrá jarana —dijo a sus cinco hombres—. La tripulación de este submarino, a lo menos parte de ella, conoce lo que buscamos. Y es seguro que uno de esos hombres debe tener mi mapa.
Monk sonrió encantado, cerrando los puños. Le pesaba aquella larga espera que no alteraba el menor acontecimiento.
—Perfectamente. Pero no hemos visto ni señal de Keelhaul de Rosa ni de Ben O’Gard. Es un consuelo.
—En mi opinión, el compinche de Ben O’Gard, el sujeto de los dientes chirriantes, está detrás de todo ese malestar que se observa en la tripulación. Ha sido él quien les ha descubierto vuestros propósitos, despertando su codicia.
—No lo entiendo —declaró Ham—. El chirrido de los dientes debería delatar con facilidad al hombre. No ocurre todos los días encontrar un sujeto con un sello de identidad tan patente.
—Eso me figuraba —repuso Doc, haciendo una mueca—. Pero, hermanos, creo que los dientes de ese individuo dejaron de chirriar. Me he pasado entre los tripulantes día tras día y no he logrado oír el más leve chirrido.
—Quizá Long Tom soñó lo del hombre con los dientes chirriantes inclinado sobre él empuñando un cuchillo —sugirió Johnny.
—No soñé la peluca negra —replicó Long Tom.
Era posible refutar semejante argumento. El cónclave se dispersó.
Navegando a unas cinco millas por hora, el Helldiver aproximábase al trozo de tierra desconocida donde se suponía que el Oceanic yacía.
Avanzaban por una región por completo inexplorada. Era posible que un aviador hubiese volado por encima, pero hasta eso no era muy probable.
Doc Savage se retiró a descansar, confiado en que las siguientes veinticuatro horas aclararían la confusa situación.
Así resultó.
La entrada frenética de Johnny en el camarote de Doc despertó al gigante de bronce. Le faltaba el aliento. Llevaba gafas torcidas sobre la nariz.
Entró gritando:
—¡Renny! ¡Monk! ¡Han desaparecido los dos! ¡Se esfumaron mientras vigilaban sobre cubierta!