Ham se irguió, gimiendo fuerte. Se sentía molido, y unas sombras impenetrables le rodeaban.
—Si te quejas de la oscuridad —resonó la voz serena de Doc Savage—, es porque no ves nada. Es inútil que te esfuerces; aquí no entra el menor destello de luz.
—¿Dónde estamos?
—Encerrados entre unas paredes de acero. Parece que nuestros adversarios prefieren la tortura a un par de balas.
—¡Qué sueño más horroroso he tenido! —murmuró Ham—. ¡Ha sido una pesadilla horrible!
—La anestesia suele producir ese efecto. Juzgo que hemos estado inconscientes unas dos horas, que es lo que suele dejarle a uno sin conocimiento una dosis de ese anestésico.
Ham empezó a palparse el cuerpo, descubriendo algo extraordinario.
Alarmado gritó:
—¡Ey! ¡Estoy en ropas menores! ¿Cómo ha sido eso?
—También yo —repuso Doc—. Nos quitaron el traje. Y hasta nos peinaron, a juzgar por la sensación que noto. Limpiaron el interior de esta especie de bodega.
No hay estantes ni otra alguna, excepto una vela y tres cerillas que tuvieron la amabilidad de dejarnos.
—Enciende la vela —sugirió Ham—. Este lugar está más oscuro que el infierno. La luz nos dará una sensación de seguridad.
—No —respondió Doc—. Dejaron la vela, esperando que la encendiéramos. Esta vez no haremos su juego, y veremos al fin quien vence.
Ham no comprendía.
—¿Eh? —murmuró.
—Una llama agotaría el oxígeno que hay en este lugar, acelerando, por tanto, nuestra muerte por sofocación. Procura evitar todo movimiento inútil.
—¿Quieres decir que este lugar es hermético al aire?
—Sí. Y está además acolchado para silenciar todo ruido.
Ham escuchó. Comprobó que no podía oír ningún sonido excepto las palpitaciones de su corazón. Se estremeció. Le pareció sentir un fuerte peso en el pecho.
—El aire parece estar bastante viciado ya —murmuró.
—En defecto —asintió Doc—. He estado pensando, Ham. Recordarás que hace unos meses una larga serie de sucursales de un Banco de Nueva York cerró las puertas. Es probable que nos hallemos en los sótanos de uno de esos Bancos. Y no creo necesario mencionar que las cámaras acorazadas resisten a cualquier tentativa de evasión.
—¡Cáspita! —murmuró Ham—. ¿No puedes pensar en alguna cosa alegre?
Una carcajada de Doc Savage vibró por el horrible aposento de acero.
Cosa extraña, pues raras veces reía.
—¿Qué te parece? ¿Te alegra mi risa? —inquirió—. En realidad, he estado esperando que volvieras en ti antes de salir de esta prisión.
Ham emitió un grito de alborozo que semejaba un gemido. Se puso en pie de un salto. Como por encanto desapareció de su espíritu toda sensación pesimista.
Eran dos hombres semidesnudos encerrados entre gruesas paredes de acero.
Sus voces no podían llegar al exterior, así como tampoco podía penetrar ningún sonido de afuera.
La situación parecía desesperada. Hombre de menos temple hubieran esperado resignados aquella muerte horrorosa.
Pero Doc Savage tenía un medio de salvación. Jamás bromeaba sobre asuntos tan serios como aquél.
—¿Qué hacemos? —inquirió Ham. Confiaba en su amigo, pero quería verse pronto en la calle; tenía verdadera ansiedad de aire puro.
Doc explicó:
—Es probable que nuestros aprehensores nos examinaran la boca. Pero olvidaron contarnos los dientes. No observaron que en mi mandíbula superior hay una muela del juicio suplementaria en cada lado. Son postizas y contienen dos compuestos químicos preparados por sí mismo. AL mezclarse esos dos productos, forman uno de los explosivos más potentes.
Tras esta explicación, se puso a trabajar en la puerta de la cámara, a oscuras, guiado únicamente por las puntas de sus sensitivos dedos.
—Fueron realmente muy amables al dejarnos la vela —dijo.
Utilizó la cera de la bujía para introducir el explosivo en una ranura de la puerta de la cámara, cerca de la cerradura.
—Ponte en un rincón —ordenó Ham—. Haré saltar el cerrojo.
—¿Cómo provocarás la explosión? —inquirió éste.
—Estalla automáticamente, debido a las reacciones químicas, unos cuatro minutos después de mezclarse los dos elementos.
Acto seguido se acurrucaron en el rincón más lejano de la puerta. Era la única manera de atenuar los efectos de la explosión.
Doc se colocó delante de Ham para protegerlo, aunque éste no se dio cuenta de ello en aquel momento, tanta era su tensión nerviosa.
—Está a punto de estallar —avisó Doc—. Abre la boca todo lo que puedas para nivelar la presión que sentirás en ambos oídos; así no será tan fácil que revienten.
Ham apenas tuvo tiempo de obedecer las instrucciones. Un estruendo ensordecedor retumbó en el reducido espacio de acero.
¡Ju-a-m!
El aire comprimido los arrojó con fuerza terrible contra la pared metálica.
Pareció que les arrancaban la carne de los huesos.
Tan terrible fue la explosión, que Ham quedó desvanecido. A pesar de las precauciones, no pudo resistir la conmoción nerviosa.
Doc Savage, que al parecer no fue afectado por la explosión, corrió hacia la pesada puerta de acero. Continuaba cerrada. Pero el duro metal estaba agrietado en torno a la cerradura.
Dio un fuerte empujón y la puerta se abrió un palmo. Fue suficiente.
Llevó al exterior a su desvanecido compañero, atravesando dos cámaras vacías.
Ham recobró el sentido unos minutos después, en una habitación grande y vacía, el vestíbulo de un Banco.
Los transeúntes pasaban por la calle frente a los ventanales. Uno de ellos miró por casualidad al interior. Era un caballero elegante, que fumaba un puro. Sin duda oyó la explosión.
Doc Savage llevó a Ham a una puerta lateral. La encontró cerrada con llave.
La cerradura saltó cuando Doc Savage usó un poco de su extraordinaria fuerza. Al parecer, sólo hizo un ligero esfuerzo, pero fue suficiente para abrirse paso.
Un chofer que tenía el taxi estacionado en la calle, oyó el ruido de la cerradura al romperse y miró a su alrededor, a tiempo de ver a los dos hombres subir a su coche.
El chofer llamó a gritos a un guardia, pidiendo auxilio, pues los dos pasajeros en ropa interior no le merecían su confianza.
El agente no conocía de vista a Doc Savage y detuvo a los dos amigos, sin que éstos opusieran la menor resistencia ni diesen explicaciones de ningún género.
Precisamente el agente les facilitaba la oportunidad de entrevistarse con la jefatura de policía y también era la forma más rápida de conseguir ropas.
El agente era un individuo brusco y profirió unas cuantas maldiciones.
Al llegar a la comisaría, el oficial de guardia buscó al instante unos trajes que entregó a los dos compañeros.
El asombrado policía recibió una severa reprimenda de su jefe y es seguro que recordaría el resto de su vida al gigante de bronce.
Lo habrían también suspendido un mes de empleo y sueldo si Doc no hubiese intercedido.
—Y será mejor que empiece a conocer de vista a las personalidades de esta ciudad —advirtió el oficial a su aturdido subordinado.
Veinte minutos más tarde, Doc Savage se encontraba en el muelle observando al submarino polar del capitán Chauncey McCluskey.
La embarcación parecía un enorme puro de acero. El casco estaba provisto de unos rieles semejantes a los de ferrocarril.
Y, en efecto, se instalaron con propósito de permitir que el submarino pudiera deslizarse como sobre rieles bajo los hielos.
Tenía una estación de radiotelegrafía. En la popa se distinguía una columna de acero del tamaño de un poste de telégrafos.
La hélice y los propulsores estaban protegidos por una jaula de acero para apartar los trozos de hielo.
A Doc Savage le agradó de manera extraordinaria el aspecto de aquel último modelo de submarino construido a propósito para explorar las regiones polares.
Subió a bordo.
Un hombre asomó la cabeza por una de las escotillas del centro de la embarcación. El hombre parecía una vaca marina; tan sólo le faltaban un par de colmillos. Su rostro negruzco y grasiento, se adornaba de unos bigotes ralos y cerdosos.
Doc pensó que el hombre competía ventajosamente con Monk en cuanto a fealdad. Hasta su mismo aspecto resultaba repulsivo.
El hombre salió con fatiga de la escotilla. Pesaría muy cerca de los ciento cuarenta kilos.
—¿Qué demonios busca usted a bordo, amigo? —preguntó el hombre, con voz estentórea—. ¿No sabe que está prohibida la entrada?
—Busco al capitán Chauncey McCluskey —anunció Doc, sin hacer caso de aquel desabrido recibimiento.
—¡Lo tiene usted delante! —rugió la vaca marina—. Y si es usted un gandul, que sólo quiere echar un vistazo a este barco, puede largarse en el acto, antes que le rompa las costillas. No me dejan vivir en paz desde que salió esa noticia en los periódicos de la mañana.
Doc no parpadeó. En realidad, le agradaba tratar con gente que entraba en el acto en el asunto y decía lo que pensaba.
—Permítame examinar su embarcación —sugirió—. Prometo no molestarle y puede ser muy interesante para usted.
La vaca marina resopló sonoramente por entre sus bigotes.
—¿Quiere decir que está interesado en comprar una parte en esta expedición? —interrogó con firmeza.
—Exacto; si su embarcación responde a mis necesidades. Pero antes necesito recorrer el submarino con todo detalle.
—Venga abajo, amigazo —invitó el capitán McCluskey—. Le mostraré a usted el interior del barco.
Inspeccionaron el interior durante hora y media. Luego regresaron a cubierta. Todos los aparatos fueron examinados con detención, repasada la maquinaria y comprobado a conciencia hasta el menor detalle.
Doc Savage estaba satisfecho.
—Necesitaría usted unos doscientos cincuenta mil dólares para llevar a cabo su proyectada expedición —dijo—. Pondré esa cantidad, con una condición.
El capitán McCluskey tornó a resoplar por entre sus bigotes de vaca marina, contemplando a Doc Savage como si dudara de que el hombre de bronce tuviese tanto dinero.
Era la suma que necesitaba y le sorprendía aquella rápida oferta.
La vaca marina se habría sentido más que convencido de haber conocido la riqueza fabulosa de Doc Savage. Pues el hombre de bronce tenía a su disposición uno de los tesoros más fabulosos del mundo: una enorme caverna conteniendo las grandes riquezas de la antigua nación maya.
Los restos de dicha raza vivían en un cañón perdido, el Valle de los Desaparecidos, en uno de los lugares más inaccesibles de Centro América.
Los sobrevivientes de la antiquísima civilización maya, viviendo aislados del resto del mundo, suministraban a Doc Savage caravanas de mulos cargados de oro cuando lo necesitaba. En previsión de cualquier contingencia, hacía poco tiempo había recibido una remesa, que guardaba en las cámaras acorazadas del banco.
—¿Qué condición es ésta? —interrogó McCluskey.
—La siguiente: la expedición debe estar por completo en mis manos los dos primeros meses —explicó Doc—. Durante ese tiempo yo visitaré cierto lugar remoto de las regiones árticas, para conseguir lo que busco.
El capitán McCluskey estaba sorprendido. Hubiera esperado cualquier condición excepto aquélla, que parecía obedecer a un plan preconcebido.
—Lo que usted busca… ¿qué quiere usted decir, amigo? —preguntó.
—Siento no poder satisfacer su curiosidad acerca de ese punto, capitán —repuso Doc Savage—. El objeto de nuestra búsqueda se lo revelaré cuando lleguemos, no antes. Sin embargo, puedo asegurarle que no se trata de violar la ley bajo ningún concepto. Todos nuestros actos se realizarán dentro de una legalidad perfecta.
La vaca marina reflexionó profundamente.
—De acuerdo, amigo. Navegaré dos meses bajo sus órdenes. Pero le advierto que si comete alguna infracción de la ley, lo meteré en el calabozo tan pronto como me entere. A pesar de sus condiciones, yo continuaré mandando en el barco.
—Conforme.
—El capitán McCluskey —rugió aquel ejemplar de la fauna marina—, es un marino honrado por los cuatro costados. He estado ahorrando dinero durante muchos años para construir este submarino. Los muchachos de la tripulación han hecho otro tanto. Deseamos realizar alguna hazaña que inmortalice nuestros nombres, una vez nos despidamos de este mundo. Todos nuestros esfuerzos van encaminados a este fin y no cejaremos hasta conseguirlo.
—Magnífico —murmuró Doc.
—Este viaje de exploración está proyectado para conquistar la fama, compañero. Van en esta expedición todos nuestros sueños de gloria y nuestras esperanzas. Y no queremos que a última hora suceda alguna cosa que desbarate nuestros planes. Quizá no comprenda usted nuestros sentimientos, pero la cosa es así.
—Espléndido —comentó Doc—. Lo comprendo perfectamente. Desde luego, mi proyecto no será de ninguna manera obstáculo a sus planes —añadió el gigante bronceado.
—Por si acaso, le advierto que no lo intente —gruñó el capitán.
—Tenga la seguridad de que no intentaremos compartir la gloria de sus hazañas. No permitiré que se mencione mi nombre, ni como socio capitalista ni como compañero de viaje.
El capitán parecía estar muy emocionado por aquellas inesperadas muestras de desinterés.
—Es usted un hombre generoso, amigo —murmuró el capitán—. Pero deseo aclarar otro punto. Es preciso que antes de cerrar el trato le ponga al corriente de todos los asuntos; no diga después que traté de engañarle.
—¿Qué es ello?
—Me refiero a los muchachos de la tripulación —rió el capitán—. Son buenos marineros. Son hombres de pelo en pecho. Han navegado en submarino muchas veces. Pero tienen uno modales algo rudos. Dijo usted que traería cinco de sus compañeros. Muy bien. Pero si no tienen pelo en pecho, es probable que mi tripulación les haga pasar malos ratos.
Doc sonrió ligeramente ante la manera de expresarse del lobo marino.
—No sé nada de lo del pelo en pecho —repuso—, pero creo que mis compañeros sabrán defenderse. No será la primera vez que se encuentran apurados.
—Estupendo —rió el capitán—. Entonces nos llevaremos muy bien.
—Quiero hacer unos cuantos cambios en esta embarcación —declaró Doc—. Yo los pagaré, desde luego. No debe preocuparse por este detalle.
El capitán frunció el ceño.
—¿Qué clase de cambios? —inquirió.
—Quiero instalar una radio especial. Un aparato eléctrico para sondear y localizar los témpanos de hielo. Un aeroplano. Mejores equipos de buzo de los que ustedes tienen. Y otras cosas por el estilo.
El capitán McCluskey sonrió:
—Magnífico. Veo que usted sabe lo que se trae entre manos. ¿Cuánto tiempo invertirá en todo eso?
—Dos semanas. Habrá tiempo suficiente para llevar a cabo las modificaciones que deseo.
—Perfectamente.