VII
El mapa

Amanecía. Por encima de los inmensos rascacielos neoyorquinos, los primeros rayos de sol se reflejaban en los cristales de las elevadas cúpulas, arrancando destellos de luz.

Los extraordinarios compañeros de Doc Savage aguardaban, todavía en la oficina que les servía de cuartel general.

Ni la menor señal en sus rostros delataba que pasaran una noche en blanco.

Ham, el abogado, asentaba la hoja de su estoque dirigiendo una mirada amenazadora cada vez que probaba el filo.

Monk, su eterno rival, leía un manual de bolsillo sobre la cría de cerdos.

Procuraba sostener el libro de manera que su título quedase bien visible.

Monk aseguraba con frecuencia, especialmente si Ham podía oírle, que algún día se retiraría para criar cerdos, haciendo sociedad con cierto elegante abogado conocido suyo.

Johnny, el arqueólogo, redactaba un capítulo que estaba escribiendo sobre la antigua civilización maya.

Long Tom, de rostro pálido y enfermizo, permanecía en el laboratorio, examinando, encorvado, sobre un aparato tan complicado que hubiera dado dolor de cabeza a Edison.

Aquellos hombres constituían, en verdad, un asombroso grupo de aventureros.

Poco después entró Doc Savage, y la escena recobró nuevo interés.

Le seguía Víctor Vail.

A la zaga iba Renny, avanzando con sus enormes zancadas, de las que se enorgullecía.

El cuello del ciego estaba hinchado donde la cuerda por poco lo estrangulara. Doc llegó a tiempo de salvarle la vida.

Explicó en breves palabras la situación de su protegido, el violinista ciego.

—El dentista no sabe ni pizca de la banda que lo asaltó —dijo Doc—. Llamaron a la puerta y al abrir le dieron un portazo en la cabeza.

—¡Fue Ben O’Gard! —exclamó Víctor Vail, ahogándose de emoción—. ¡Oh, señor Savage, cuán equivocado estaba yo respecto a ese hombre! Creí que era mi amigo. Tenía depositada una confianza ciega en ese hombre. Cuando me telefoneó aquí…

—¿De manera que fue Ben O’Gard quien le mandó el mensaje? —interrumpió Monk.

Al oír la voz suave de Monk, el violinista mostró gran pesadumbre. Era evidente que estaba profundamente arrepentido del testarazo que dio a Monk con el pesado pisapapeles metálico.

—No sé cómo redimiré jamás mi horrible equivocación —gimió el ciego—. Ben O’Gard me contó una historia espeluznante de que ustedes me tenían secuestrado para que él no pudiera verme. Tenía ciega confianza en Ben O’Gard. Ahora comprendo que obré como un necio al hacerlo, pero entonces consideraba a Ben O’Gard como un amigo que me salvó la vida dos veces. Me dijo que escapara de aquí y fuese a verle. Por eso le asesté a usted aquel golpe.

—Olvídelo —rió Monk, jovialmente. Sin embargo, su cabeza lucía todavía un enorme y rojizo chichón.

Renny habló: —Lo que me intriga es porque Ben O’Gard lo llevó a casa del dentista. Desde que lo encontramos allí, estoy devanándome los sesos buscando el motivo.

Doc sonrió:

—Muy sencillo. Ben O’Gard quería usar los rayos X del dentista.

Los compañeros contemplaron sorprendidos a su jefe y amigo.

Renny gruñó:

—¡Rayos X! ¿Para qué habría de querer los rayos X?

—Te lo explicaré en seguida —replicó Doc—. Pero antes deseo conocer lo que Ham averiguó respecto al Trasatlántico Oceanic.

Ham expuso los informes que pudo obtener enviando varios cablegramas a Inglaterra.

—En los registros de Lloyd’s, el trasatlántico Oceanic está anotado como perdido en alta mar, perdido sin rastro —dijo—. No hay ninguna indicación de que quedara aprisionado entre los hielos.

—No me sorprende —observó Doc Savage, con sequedad.

—Tengo, además, una noticia que te sorprenderá —sonrió Ham—. El Oceanic llevaba un cargamento de cincuenta millones en oro y diamantes.

Pareció que descargaba una corriente eléctrica por la habitación.

—¡Cincuenta millones! —exclamó Monk—. ¿Quieres hacer el favor de repetirlo?

¡Me parece que no he oído bien la cantidad!

—Cincuenta millones en oro y diamantes —repitió Ham, con voz impresionante—. ¡Una bonita suma para quien pueda conseguirla!

—Eso explica el misterio —declaró Doc.

—¿Qué misterio? —preguntó Renny.

—Lo que le sucede al señor Vail, y esta serie de incidentes incomprensibles hasta ahora —replicó Doc—. Vamos al laboratorio. Quiero enseñaros algo, hermanos. Ahora sabremos si son ciertas mis sospechas.

El grupo de aventureros se dirigió presa de excitación al amplio laboratorio experimental. Sabían que su jefe rara vez se equivocaba en sus presentimientos.

Doc cogió de una mesa varias impresiones fotográficas. Se trataba de varias radiografías que tomó de Víctor Vail al examinarle la vista.

Hasta entonces no había tenido tiempo de examinar los clichés radiográficos.

Levantó uno en alto.

—¡Caramba! —exclamó Renny, estupefacto, al darse cuenta de la fotografía.

—Hace unos quince años —dijo Doc—, mientras Víctor Vail estaba anestesiado, alguien tatuó un mapa en su espalda con cierto producto químico. Y el tatuaje sólo podía descubrirse utilizando los rayos X.

—¿Quiere decir que he llevado el mapa en la espalda muchos años sin saberlo? —preguntó, extrañado, Víctor Vail.

—Ciertamente. ¿Recuerda al hombre de los dientes chirriantes que le siguió los pasos durante muchos años? Pues bien, le seguía para no perder de vista el mapa. Paso a paso y en todos los momentos de su vida, ese hombre ha sido como su sombra.

—Pero ¿de qué mapa se trata? ¿Qué interés puede tener para ellos?

—Ese mapa indica donde el trasatlántico Oceanic embarrancó en unas tierras situadas muy al interior de las regiones árticas. Y dentro del trasatlántico existe una fortuna capaz de despertar la ambición de cualquier hombre de la tierra.

Emplearon varios minutos examinando el mapa. Con una precisión admirable, fueron trazados los contornos del lugar donde el Oceanic guardaba su tesoro.

Víctor Vail murmuró:

—No acierto a comprender por qué he llevado ese mapa sin ser molestado durante tantos años.

—Posiblemente puedo reconstruir una historia que lo explique —respondió Doc Savage—. Los cincuenta millones de dólares en oro y piedras preciosas que constituían el principal cargamento del Oceanic, provocaron la rebelión de Ben O’Gard, Keelhaul de Rosa y los otros miembros de la tripulación. Y es probable que asesinaran a todos los que se negaron a unírseles. Lo principal para ellos era que no trascendiese el secreto.

—¡Infames! —exclamó Víctor Vail, cubriéndose el rostro con las manos—. ¡Pobre esposa mía! ¡Pobre hijita mía! Ese demonio, Ben O’Gard, las mató. ¡Y yo creía que era un amigo!

—Se trata de una mera conjetura, en lo que atañe el asesinato —observó Doc, con rapidez—. Dije eso simplemente a causa del gran interés que Ben O’Gard y Keelhaul de Rosa tienen en conseguir ese mapa, demostrando que piensan que el Oceanic está donde lo abandonaron. Ello indica que no hubo otros sobrevivientes, aparte de ellos.

Víctor Vail se tranquilizó.

—Cuando Keelhaul de Rosa intentó arrebatarme de las manos de Ben O’Gard, en realidad trataba de robar el mapa del tesoro.

—Desde luego —asintió Doc—. Eso explica por qué riñeron los dos grupos. Sin duda han estado guerreando entre sí desde aquel día, intentando destruir al grupo contrario para apoderarse del mapa y de los cincuenta millones. Seguramente ha sido una lucha a muerte, y quizás sólo los jefes sean los únicos supervivientes de la primitiva banda.

—Me sorprende que lo dejaran escapar —observó Monk.

—Escapamos por milagro —le aseguró Víctor Vail—. Sólo era posible llevar provisiones sobre aquellos hielos.

Ham hizo un movimiento rápido con su estoque y Monk esquivó involuntariamente. Era tanta la costumbre que tenían de hacer, que inconscientemente se entregaban al peligroso juego.

—Ben O’Gard y Keelhaul de Rosa tienen ahora en su poder copias de ese mapa —observó Ham, pensativo.

Doc Savage giró sus profundos ojos bronceados sobre cada uno de sus amigos.

Los ojos dorados parecían formular una pregunta y recibir una respuesta satisfactoria. No necesitaban más para comprenderse.

Luego dijo, con voz suave:

—Hermanos, esos malhechores que tratan de apoderarse de ese colosal tesoro, no tienen ningún derecho sobre él. —¿Qué os parecería que nos adelantásemos a ellos? Podríamos utilizar el dinero para ampliar el Sanatorio donde reformamos a los criminales convirtiéndoles en ciudadanos útiles. El lugar está algo congestionado. Una ampliación va resultando imprescindible, especialmente después de esta última remesa.

Al instante pareció que una ráfaga de locura penetrase en el cuartel general de los seis mosqueteros. La proposición tuvo la virtud de trastornarles el juicio.

Renny, acercándose a una mesa, asestó un puñetazo formidable. La mesa quedó hecha astillas.

—¡No se te ocurra acercarte a la puerta! —advirtió Doc, conociendo su predilección por tan útiles objetos.

Renny brincaba de contento. Gracias a la oportuna advertencia de su amigo, las oficinas no quedaron por aquella vez abiertas a cualquier intruso.

Monk corrió frenético de un lado a otro de la habitación, saltando como un gigantesco gorila, esquivando los sonoros golpes de plano del estoque con que Ham le perseguía.

Long Tom y Johnny iniciaron un simulacro de pelea y pronto derrumbaron con gran estrépito una vitrina llena de aparatos, haciendo un destrozo.

Estas bromas demostraban que a su juicio el plan de la búsqueda del tesoro era la idea más espléndida que oyeran recientemente.

Antes de terminar el día, y después de los preparativos necesarios, Doc hizo una operación en la vista de Víctor Vail. EL ciego confió a sus expertas manos, convencido del éxito.

Ésta se efectuó en uno de los mejores hospitales de Nueva York.

Presenciaron la maravillosa operación los cirujanos más eminentes de la especialidad, venidos de todas partes de Norteamérica en aeroplano y otros medios de transporte de suficiente rapidez.

Deseaban presenciar la operación, pues Doc Savage intentaba realizar algo que, al parecer, constituía un verdadero milagro y que hasta la fecha no se hizo jamás, pues sostenían que era un absoluto imposible.

Y lo que los congregados especialistas presenciaron en la sala de operaciones de aquel famoso hospital, imprimió nuevos derroteros a la cirugía ocular.

La operación, ejecutada de manera maravillosa, los dejó asombrados y estupefactos, mucho tiempo después de abandonar Doc el hospital.

Desde su observatorio, los cirujanos siguieron en su menor detalle todas las fases de aquella operación realizada con tanta audacia como serenidad.

¡Víctor Vail recuperaba la vista!

La operación constituyó un éxito sin precedentes. Desde aquel momento una nueva esperanza empezó a nacer en el pecho de muchos desgraciados privados del bello don de la vista.

A la mañana siguiente, cuando Ham entró en las oficinas de Doc, le encontró practicando sus habituales ejercicios de gimnasia.

Ham se sentó, esperando que su compañero terminara su cotidiano entrenamiento.

—¿En qué piensas? —interrogó Doc, de repente.

Ham sacó un periódico de un bolsillo. Su aire preocupado le reveló al instante que llevaban noticias de importancia.

—¿Qué opinas de esto? —respondió, mostrándole unas líneas del periódico.

Decían:

¿QUIERE USTED PARTICIPAR EN UNA EXPEDICIÓN POLAR, CON UN SUBMARINO?

El capitán Chauncey McCluskey anunció esta mañana que busca comprador para una participación del proyectado viaje del submarino Helldiver bajo los hielos polares.

El capitán McCluskey tiene el submarino equipado y listo para zarpar. Pero, al parecer, necesita ayuda financiera, pues de le han acabado los fondos…

Había otras cuantas líneas sin importancia. Anunciaba que el submarino Helldiver seguía amarrado en un muelle del Oeste y que el capitán McCluskey estaba a bordo, en espera de los posibles capitalistas.

Inquirió Ham:

—¿Quién es el capitán McCluskey?

Doc meneó lentamente la cabeza.

—Lo ignoro —declaró—. No he oído nunca ese nombre ni tampoco hablar de ningún proyecto de expedición al Polo con un submarino.

—Ese submarino quizás sea lo que necesitamos —observó Ham—. Pero me intriga una cosa. Es muy extraño que esa noticia aparezca precisamente en el momento en que estamos interesados en una cosa parecida.

Doc sonrió:

—No perderemos nada averiguando de qué se trata. Tenemos el deber de facilitarles todas las oportunidades que nos ofrezcan.

—Exacto —apoyó Renny.

—Vamos allá, pues —dijo Long Tom—. Quizás sea una cosa interesante y que nos convenga.

Descendieron, utilizando un ascensor del edificio.

Luego tomaron el primer taxi que vieron. Deseaban llegar cuanto antes a su destino.

Doc dio al chofer las señas del muelle donde el submarino Helldiver estaba amarrado. Era la hora de mayor tráfico, pues se iniciaba la apertura de los establecimientos y oficinas comerciales.

Los oficinistas marchaban presurosos a sus tareas. Las calles estaban atestadas de gente. Las estaciones de los «metros» vomitaban un gentío.

El taxi entró en un distrito más pobre, donde los tenderos estaban colocando sus mercancías en las aceras.

Ham jugueteaba con su estoque, pensando qué clase de embarcación sería el Helldiver. Antes había comentado con qué extraña oportunidad apareciera el anuncio; no obstante, sin vacilaciones, decidieron averiguarlo.

De súbito, Ham se puso rígido.

En el taxi se oyó el suave y bajo sonido de gorjeo de Doc. La nota extraña y exótica se elevaba triunfal.

Mirando los labios de su amigo, Ham no podía decir si el sonido brotaba de ellos. En realidad, el mismo Doc no se daba perfecta cuenta de que lo producía.

Era un acto inconsciente, que surgía en los momentos de peligro o de intensa concentración mental.

El sonido podía tener un solo significado en aquel momento.

¡Era un aviso de peligro!

—¿Qué sucede? —preguntó Ham.

—Escucha —le dijo Doc, cogiéndole suavemente del brazo.

Siguió un silencio de cerca de un minuto.

Luego, la frente ancha e inteligente de Ham se arrugó intrigada.

—Oigo como un chirrido, a intervalos —advirtió—. Suena como si alguien agitara un par de dados.

—¿Recuerdas el extraño chirrido que Víctor Vail dijo haber oído con frecuencia durante muchos años?

Ham no tuvo tiempo de contestar si lo recordaba o no.

El chofer acababa de arrojar varios objetos diminutos en el interior del taxi, cuidando de no le vieran el rostro.

Los objetos que lanzara eran bombillas semejantes a granos de uva, conteniendo unos gases anestésicos, como los que Doc utilizó para reducir a los gangsters de Ben O’Gard.

Sin duda provenían del lugar de aquella escena, puesto que Doc quizás dejara alguna olvidada de las que no se rompieron.

Las bombillas reventaron.

Doc y Ham fueron cazados. Sin apenas estremecerse, ambos se desplomaron desvanecidos sobre los asientos. Su astuto enemigo acababa de emplear sus mismos procedimientos con idénticos resultados.