VI
Hombres colgando

Preguntó Doc Savage, vivamente:

—¿Qué sucedió?

Ham intentó responder dos veces, pero le ahogaba la risa.

—¿Qué sucede? —insistió Doc—. ¿Dónde está Víctor Vail?

Al fin, riendo, contestó Ham:

—Creí por un momento que reventaría de risa. El ciego dijo que deseaba palpar lo que Monk llama su cabeza. Nuestro gorila le dejó…

—Recibió una llamada telefónica primero —terció Monk, malhumorado.

En verdad, no eran bromas muy agradables.

—¿Quién? —inquirió Doc.

—Víctor Vail —gruñó Monk—. Sonó el teléfono. Alguien pidió hablar con él. Lo conduje al aparato y recibió la comunicación.

—¿Qué habló? ¿Pudiste enterarte de lo que decían?

—No le dijo gran cosa al sujeto que llamó. Pero escuchó bastante rato. Luego colgó el receptor, con aire preocupado, como si le molestase seguir las indicaciones.

—¿No explicó lo que habló ni quién le llamó?

—No. Permaneció unos minutos silencioso.

—¿Qué hizo después?

—Al cabo de un rato empezamos a adivinar el porvenir palpando la cabeza de las personas. Adujo que conocía esa ciencia y ofreció palparme la cabeza para profetizarme el futuro.

—¡Y caíste en la trampa! —gritó Ham, regocijado—. Y te palpó la cabezota con ese pisapapeles. Luego tomó las de Villadiego.

—¿No estabas tú aquí? —preguntó Doc a Ham—. ¿Cómo permitiste que se marchara, sin decir nada?

—No —respondió éste, riendo—. Entré en el momento en que Monk se despertaba, hablando consigo mismo.

—¿Y cómo iba a saber yo que el ciego tenía el propósito de asestarme un testarazo? —protestó Monk, pretendiendo defenderse de las acusaciones del abogado.

—¿No tienes idea de por qué lo hizo? —interrogó Doc.

—En absoluto —declaró Monk—. A menos que se lo inspirara esa conversación telefónica. Desde que habló estuvo inquieto y preocupado.

—¿De veras no sabes quién telefoneó?

—El sujeto dijo llamarse Smith. Pero sin duda se trata de un nombre falso.

Monk se quitó las manos de la cabeza, mostrando un descomunal chichón, hinchado y rojizo de sangre coagulada.

Con ese chichón basta para profetizar tu porvenir —se burló Ham—. Demuestra que eres un papanatas y que hasta un ciego es capaz de suprimirte con un pisapapeles. Así, pues, no te las des de valiente.

Doc Savage penetró en el laboratorio. Los prisioneros permanecían alineados hasta que se les administrara una droga que los volviese en sí.

No se entretuvo con ellos. Cogió un aparato parecido a uno de esos gigantescos pulverizadores utilizados para tratar los árboles frutales y lo llevó a la oficina exterior.

Monk y Ham contemplaron con sorpresa el aparato, que era nuevo para ellos, pues ignoraban a qué uso estaba destinado.

Preguntó el primero:

—¿Qué es…?

No terminó la pregunta.

Llegaron en aquel momento a sus oídos los sonidos de unos disparos lejanos.

El ruido provenía de la calle. Las detonaciones llegaron claras a la oficina, determinando el lugar de donde partieron.

Doc, corriendo hacia la ventana, se asomó.

Divisó un coche de carreras, tumbando junto a la acera y, tras del mismo, dos hombres parapetados defendían sus vidas.

Dos pistolas ametralladoras escupían fuego, sembrando de balas todo el espacio que medía el arroyo central.

Al otro lado de la calle, otras pistolas respondían con igual violencia e intensidad.

—¡Son Long Tom y Renny! —exclamó Doc.

El gigante de bronce salió como una exhalación al pasillo, pronunciando la última palabra. Los otros ya comprenderían que acudía en socorro de sus amigos.

Johnny, Monk y Ham le siguieron sin vacilar un solo instante.

Monk olvidó su chichón como si jamás lo hubiese recibido. La sed de acción se había apoderado de él.

El ascensor superveloz los condujo abajo con increíble rapidez.

Johnny y Ham, no pudiendo resistir la fuerza con que el ascensor paró, cayeron al suelo de bruces.

—¡Cáspita! —rió Monk—. Siempre me pasa lo mismo con este ascensor.

Doc y sus hombres salieron a la calle con suicida temeridad.

Una lluvia de plomo destrozó los cristales de una puerta, no lejos del lugar donde estaban.

Monk, Johnny y Ham empuñaron las extraordinarias pistolas ametralladoras inventadas por Doc. Las armas descargaron una serie de disparos resonando con imponente tableteo.

Doc retrocedió, regresando al interior del rascacielos. Salió por la puerta de la entrada de mercancías a pasos furtivos, antes de que sus amigos se diesen cuenta de su desaparición. Penetrando en la travesía contigua, avanzó por entre las sombras más espesas.

Al llegar a la calle donde se desarrollaba la encarnizada y estruendosa batalla, distinguió que Renny y Long hacían fuego parapetados tras el coche de carreras perteneciente a Long Tom.

Sus adversarios estaban atrincherados tras la esquina de un edificio situado en la acera opuesta. Y por la cantidad de disparos, parecía que se trataba de varios hombres. Alguien había apagado a tiros los faroles eléctricos a ambos extremos de la calle. La oscuridad que reinaba en aquel pedazo de calle explicaba la ausencia de bajas.

La figura bronceada de Doc cruzó con la rapidez de una centella el arroyo central, aprovechando un instante de respiro. Le rozó una bala.

Era casi imposible hacer blanco en aquella oscuridad. Sin embargo, alguien pudo reconocerle o tuvo el presentimiento de su presencia.

—¡Es el hombre de bronce! —gritó uno de los pistoleros.

Fue lo bastante para terminar la batalla. Los gangsters huyeron. Tenían un coche estacionado a la vuelta de la esquina y subiendo precipitadamente, el automóvil partió veloz, llevándoselos.

De detrás del coche de carreras surgió una figura diminuta corriendo furiosa tras los fugitivos. Su pistola ametralladora disparó una serie de tiros.

El hombre no se resignaba a terminar la lucha.

—¡Eh! —llamó Doc—. Estás perdiendo el tiempo, Long Tom.

El aludido regresó corriendo. Además de bajo, era delgado. Tenía cabello claro y ojos pálidos y su cutis no parecía muy sano.

Sólo su cabeza, extraordinariamente grande, indicaba que no era un hombre vulgar. Era un verdadero mago de la electricidad y había trabajado con los hombres más eminentes de dicha ciencia.

Tampoco era el alfeñique que parecía. Estaba dotado de un sorprendente vigor físico, que desmentía su aspecto.

—¡Esos ratas me acribillaron del coche! —bramó, indignado.

El lujoso coche de carreras constituía el orgullo de Long Tom. Lo había dotado de toda clase de mecanismos eléctricos, desde un aparato de televisión hasta un dispositivo de unos rayos de onda corta, mortíferos para los mosquitos y otros insectos que pudieran atar a su conductor.

Este último aparato construido con la colaboración de Doc Savage, estaba destinado a subir a Long Tom al pináculo de la fama.

Los granjeros podrían utilizarlo para descubrir las plagas de insectos que arruinaban los campos. Salvaba millones de dólares de pérdidas a los cultivadores de algodón, solamente.

Al aproximarse al coche de Long Tom, surgió ante ellos una mole.

Esa mole humana era Renny.

Tenía una estatura gigantesca, bastante más de dos metros. El hecho de que parecía igualmente ancho era en parte una ilusión óptica. Tan solo pesaba unos cien kilos y pico.

En los extremos de sus brazos, del grosor de postes de telégrafo, ostentaba unas enormes deformidades de hueso y carne que él llamaba manos. Renny era notable por dos cosas. En primer lugar, muchos países le conocían por un ingeniero genial. En segundo lugar, no había puerta en el mundo que resistiese a sus puños monstruosos.

—¿Cómo demonio empezasteis esa batalla? —interrogó Doc. Renny y Long Tom cruzaron unas miradas de chiquillos cogidos en alguna fechoría.

No podían alabarse de haber vencido y se consideraban fracasados en su empeño de ayudar a su jefe y amigo.

—Llegamos aquí con las mejores intenciones del mundo —protestó Renny, con una voz muy semejante a la de una rata encerrada en un barril—. Esos granujas nos salieron al paso encañonándonos con una pistola ametralladora. Es evidente que no éramos los pájaros que andaban buscando, pues descendieron sus armas y retrocedieron. Pero decidimos que si buscaban camorra les daríamos satisfacción. En consecuencia, empezamos a disparar con la mejor intención del mundo.

Doc Savage sonrió ligeramente.

—Si la batalla no condujo a nada, a lo menos me ha aclarado ciertas cosas que me intrigaban —dijo.

—¿Eh? —preguntaron Renny y Long Tom, a coro. Si no fue inútil del todo ya podían darse por satisfechos.

Los otros compañeros se acercaron a escuchar. Ninguno del grupo resultó herido, lo que podía considerarse un milagro, dada la cantidad de municiones que se malgastaron por ambas partes.

Explicó Doc:

—Hasta hace un momento era un enigma para mí por qué Keelhaul de Rosa dejó en libertad a Víctor Vail. Ahora veo el motivo. Keelhaul de Rosa y Ben O’Gard se combaten. El motivo de ello es un misterio todavía. Ambos quieren apoderarse de Víctor Vail. La causa de esto es otro misterio. Pero Keelhaul secuestró al violinista y consiguió de él lo que buscaba: algo que exigía se le desnudase la parte superior del cuerpo. Luego soltaron al ciego como cebo con el objeto de atraer a Ben O’Gard para que cayera en las manos de los pistoleros de Keelhaul de Rosa. Con esta banda sostuvimos la reciente escaramuza porque Keelhaul estaba entre ellos. Se imaginaron que pertenecíais a la banda de su adversario.

Una vez terminado de hablar, Doc hizo unas señas a Renny. Los dos entraron en el rascacielos. A Doc se le ocurrió una idea.

Los otros, Monk, Ham, Long Tom y Johnny, permanecieron fuera.

Deberían explicar el tiroteo a la policía. Ya se oían las sirenas de los coches de la policía por todas las direcciones.

Sería fácil dar una explicación. Todos los hombres de Doc tenían el rango de capitán honorario de las fuerzas de la policía de Nueva York.

Entrando en la oficina del piso ochenta y seis, Doc cogió el pulverizador que dejó al iniciarse la refriega en la calle.

—¿Qué diablo es eso? —inquirió Renny, quien tampoco había visto nunca semejante instrumento.

—Te lo enseñaré —respondió Doc, indicando un material pegajoso que se veía en el suelo del pasillo, delante de la puerta de la oficina. Era de un color parecido al de los mosaicos para que no fuese muy visible—. ¿Ves eso?

—Seguro —replicó Renny—. Pero no me habría fijado en ello, de no habérmelo enseñado. ¿Para qué sirve?

—Tuve la precaución de esparcir ese material delante de la puerta cuando dejé a Monk guardando a Víctor Vail —explicó Doc—. Temía que sucedería algo parecido y tomé mis precauciones.

—¿Qué es?

—Te lo estoy enseñando. Descálzate.

Intrigado, Renny se sacó los zapatos. No comprendía la utilidad de semejante acto, pero obedeció al instante.

Doc le imitó. Luego proyectó la boca del pulverizador por el pasillo, distante del material viscoso. Al punto se oyó una especie de zumbido y una nube de vapor pálido salió por la boca del instrumento.

—¿Hueles algo?

—Nada en absoluto —declaró Renny, después de olfatear unos instantes.

Doc enfocó entonces el vapor sobre el material pegajoso.

—¿Hueles algo ahora?

—¡Uf! —exclamó Renny, ahogándose—. ¡Demonio! Un regimiento de mofetas no olería peor…

Doc condujo a Renny al ascensor. La prueba dio el resultado que esperaba.

De aquella manera no sería difícil seguir la pista de los fugitivos.

—El material del pulverizador y el producto viscoso del suelo forman, cuando se mezclan, aunque sea en pequeñas cantidades, un olor insoportable —explicó Doc, mientras el ascensor descendía como una exhalación—. Esos productos químicos son tan potentes, que cualquiera que pise ese material delante de la puerta, dejará un rastro que puede seguirse durante algunas horas. Por ese motivo nos quitamos los zapatos.

—Pero no veo…

—Vamos a seguir el rastro de Víctor Vail —continuó Doc—. Espero que no haya tomado un taxi. En tal caso, tendríamos que pensar en otra manera de dar con su paradero.

Pero Víctor Vail no tomó ningún vehículo de esta clase. Se dirigió caminando hacia el «metro» más cercano y entró, por el lado de los trenes que iban a la parte alta de la ciudad, palpando las paredes.

—Perdimos el rastro —murmuró Renny, algo decepcionado, pues le interesaba el procedimiento inventado por su amigo.

—De ninguna manera —replicó Doc—. Simplemente nos dirigiremos hacia la parte alta de la ciudad y arrojaremos nuestro vapor en cada salida de estación de «metro» hasta encontrar el olor resultante de su contacto con las huellas de Víctor Vail.

Renny, reanimado, lanzó una sonora carcajada:

—¡Somos unos sabuesos estupendos!

Probaron las salidas de siete estaciones. En la octava, el extraordinario vapor de Doc, un producto químico de su invención, combinado con el otro producto dejado por los zapatos de Víctor Vail, les dio el nauseabundo olor.

—Desciende por esta callejuela —indicó Renny.

Había pocos peatones a esa hora en aquella travesía. Pero los contados transeúntes se detuvieron a contemplar estupefactos a Doc y a Renny al verlos descalzos, ocupados en lo que parecía la tarea estúpida de rociar un perfume repulsivo por la acera.

Observó Renny:

—Lo que me intriga es cómo el ciego recorrió todo este trayecto. Comprende que ande con relativa soltura en una habitación, pero aquí…

Replicó Doc:

—No le sería difícil solicitando ayuda de los transeúntes. Todo el mundo presta gustoso auxilio a un ciego.

Renny se cansó de la multitud de curiosos que le seguían incansables.

Gritó con violencia a los más cercanos:

—¡Largo de aquí! ¿No tienen dónde ir?

Renny tenía un rostro enérgico y severo. Sumisa, atemorizada, la multitud desapareció. En verdad, aquel tono de voz no se prestaba a bromas de ninguna clase.

Cinco minutos después, los dos amigos se detenían ante una puerta, en la cual se veía una placa con la siguiente inscripción:

DENTISTA

Penetraron al instante en las sombras del portal.

Aquel distrito era habitado por gente de regular posición. Los edificios eran medianos, aunque algo viejos.

Después de examinar con detención el lugar. Doc dijo a su amigo:

—Espera aquí. Creo que regresaré en seguida. Quiero hacer una pequeña inspección preliminar.

Tenía siempre la costumbre de dejar a sus hombres atrás, mientras él se dirigía solo al peligro. Sus compañeros se resignaban, aunque en muchas ocasiones sufrían porque lo le acompañaban en un momento en que parecía inminente la aventura.

Pues literalmente los cinco hombres de Doc vivían para las emociones y los peligros.

Pero nadie era capaz de enfrentarse con lo desconocido de la manera como lo hacía Doc Savage. Tenía el don sobrenatural de evitar o escapar de lo que para otro hombre representaría una trampa mortal.

Se deslizó silencioso hacia la parte trasera del edificio. Encontró que ésta no estaba cerrada con llave, pero sí con unas fuertes barras de hierro cruzadas.

Dando un salto formidable, se cogió a unas rejas y escaló una ventana superior. En pocos minutos llegaba a su destino.

La habitación estaba a oscuras. Permaneció unos minutos inmóvil y silencioso, para cerciorarse de que no existía ningún peligro oculto.

Sacó algunas cosas de un bolsillo. Pegó un poco de masilla a los cristales.

Luego se oyó un leve chirrido.

Había cortado el cristal de la ventana. Y gracias a la masilla, evitó que cayera con el consiguiente estrépito.

Se deslizó al interior. Reinaba un silencio de tumba dentro de aquella casa, como si todos sus habitantes hubiesen desaparecido, para dejarle libre el campo.

Empezó a investigar en un completo silencio. Tan sólo en una habitación había luz. La puerta estaba cerrada con llave.

Escuchó unos instantes, pero no llegó a sus oídos ni el más leve rumor.

Renny entró a una señal y ambos se dirigieron a la puerta cerrada con llave.

Era la única que presentaba tal particularidad y les intrigaba conocer lo que guardaba.

Murmuró Doc:

—Sería preferible que entrásemos de sopetón. Si hay alguien, podremos sorprenderle sin darle tiempo a que se defienda.

—Muy bien —respondió Renny.

Tomando empuje, los dos hombres se precipitaron sobre la puerta, que saltó hecha astillas. Acto seguido sacaron las barras de hierro.

Saltaron al interior de la habitación, donde también reinaba una intensa oscuridad.

Renny empuñaba una de las excelentes pistolas ametralladoras.

Las poderosas manos bronceadas de Doc Savage iban vacías.

Los dos amigos se detuvieron en seco, paralizados de horror. Por el resplandor que penetraba por la puerta destrozada, vislumbraron una escena de espanto.

Había dos hombres en aquella habitación.

Uno era Víctor Vail.

El otro, a juzgar por la bata blanca que llevaba puesta, era evidentemente el dentista que tenía su consultorio en aquella casa.

Ambos hombres colgaban de un sólido candelabro, suspendidos de cuerdas atadas en torno a sus cuellos.

Sus rostros congestionados, y la blanca espuma que se veía en sus labios delataban que hacía largo rato sufrían el espantoso suplicio de la estrangulación.

Sólo un verdadero milagro les conservaba en vida, gracias a la escasa pericia de aquellos desalmados verdugos.

Con la rapidez de una centella, Doc libró a los desgraciados, depositándolos en el suelo, mientras su amigo Renny, procuraba volverlos en sí.