III
Hombres luchando

Doc Savage avanzó conociendo la presencia de un peligro. Por lo tanto, estaba alerta y apartándose a un lado, esquivó el primer torrente de balazos.

Pero no había en la biblioteca nada que pudiera ofrecerle un refugio.

Retrocedió con la celeridad de una centella, penetrando en el laboratorio antes que el pistolero corrigiese la puntería.

El gangster masculló una maldición y avanzando veloz, pistola en mano, entró de un salto en el laboratorio.

Giró la vista por el aposento y estupefacto comprobó que no había ningún hombre en el interior.

Corrió hacia una ventana y abriéndola se asomó al exterior.

No había nadie a la vista. La pared era lisa; no podía por allí realizar la menor hazaña ningún hombre mosca. No se veía ninguna cuerda, arriba ni abajo.

El pistolero retrocedió jadeante y pálido. La superstición y la incultura trabajaban en su mente, haciéndole vislumbrar escenas de pesadilla.

¡El hombre de bronce había desaparecido!

Temeroso, el gangster se deslizó sobre las losas del suelo del laboratorio.

Dos semicírculos de esos mosaicos se levantaron de repente, semejantes a una monstruosa trampa para osos. El pistolero quedó fuertemente aprisionado, incapaz de moverse un milímetro.

Su pistola ametralladora escupió fuego un breve instante. Luego el dolor le obligó a soltar el arma. Frenético, intentó zafarse de la trampa terrible que le inmovilizaba. Fue en vano. Los mosaicos que se levantaron tan de improviso eran en realidad de acero, pintado para semejarse a la mampostería.

Ante los ojos borrosos del pistolero, abrióse en silencio una parte de la pared del laboratorio.

Y el gigante de bronce surgió de un escondite bien disimulado en los muros del aposento.

La figura metálica se aproximó al cautivo, quien no pudo ocultar un ligero estremecimiento.

—Déjeme salir de esta trampa, por favor. Me está rompiendo los huesos.

Doc Savage levantó una mano delgada y de forma perfecta, al mismo tiempo que el prisionero hacía un nuevo y desesperado esfuerzo para escapar.

La mano rozó con suavidad el rostro del pistolero, quien al instante se desplomó, inconsciente, como fulminado por un rayo.

Cayó al suelo cuando el hombre de bronce soltó la trampa que recobró su primitiva posición, convirtiéndose en una parte igual a la de los otros mosaicos.

Luego Doc Savage corrió veloz hacia la oficina exterior.

El pistolero permaneció inmóvil después de caer al suelo, sin embargo su pecho se levantaba en rítmica respiración como si estuviese dormido.

¡Víctor Vail, no estaba ya en el despacho contiguo!

Un hilillo de líquido húmedo y viscoso, indicaba que el único disparo que sonó hirió a alguien. Doc Savage siguió la pista que le condujo hasta la puerta de un ascensor. La jaula había descendido.

Se dirigió corriendo hacia las puertas de los ascensores. El último entrepaño se veía cerrado. Oprimió un botón secreto y abriéndose unas puertas, apareció a la vista una cabina.

Era el ascensor especial para Doc y sus amigos, que siempre estaba dispuesto para su uso particular. Funcionaba a una velocidad increíble.

Entró descendiendo con rapidez y al salir veloz del vestíbulo en busca de los raptores de Víctor Vail, se encontró con una escena asombrosa.

Delante mismo de la puerta del ascensor, había un individuo fácil de confundir con un gorila gigantesco.

Pesaría bastante más de cien kilos, tenía los brazos más largos que las piernas, y era peludo como un oso.

No obstante sería difícil encontrar rostro más simpático que el de aquel semiantropoide; sus diminutos ojillos brillaban como estrellas.

El individuo gigantesco sujetaba a tres individuos de aspecto siniestro en presa de sus brazos enormes. El terceto debatía impotente.

Las tres pistolas que sin duda empuñaron poco antes, yacían por el suelo.

El hombre gorila vio a Doc. Lanzó una carcajada. Luego, con voz singularmente suave para monstruo semejante, dijo:

—¡Escucha Doc!

Sus brazos enormes oprimieron a los tres prisioneros. Los tres, al unísono, aullaron de dolor. Una presa de acero no les hubiera sujetado con mayor violencia, y sus huesos crujieron por la terrible opresión.

—¿No te parece que cantan muy bien? —rió el antropoide.

Estrechó un poco más sus brazos alrededor de los tres sujetos y escuchó sus aullidos de terror como si fuese un maestro de canto.

Dos individuos más, aterrados, hallaban se en un rincón del vestíbulo.

Cubríanse el rostro con ambas manos. Intentaban esconderse el uno tras el otro.

La causa de su terror era un hombre delgado que danzaba con agilidad delante de ellos. Este hombre, vestido de manera irreprochable, amenazaba con un bastón-estoque a la pareja del rincón.

El hombre era Ham, uno de los abogados más eminentes de Norteamérica.

En comparación de sus amigos, su fuerza física no era mucha, en cambio infundía pánico con su arma favorita en la mano.

Pero no se veía ninguna señal del violinista ciego.

Doc Savage interrogó sonriente al hombre gorila:

—¿Qué sucedió, Monk?

Monk, o Gorila, como le llamaban a veces sus amigos, era el nombre que mejor cuadraba al hombre. Al parecer, no había tras su frente estrecha espacio para un cerebro mayor que el que podría caber en un papel de fumar.

Pero en realidad, se trataba de un ilustre químico a quien consultaban con frecuencia sus colegas de otros países.

—Llegábamos a la puerta cuando nos topamos con nuestros amigos —Monk dio a los tres cautivos un fuerte estrujón para oírlos aullar—. Llevaban pistolas. No nos gustaron sus caras y en consecuencia los atrapamos. En verdad, no pensaba divertirme tanto.

Avanzando, Doc Savage aplicó su mano derecha ligeramente en el rostro de cada uno de los pistoleros, rozando apenas el cutis.

No obstante los tres perdieron al instante el conocimiento.

Acto seguido, tocó también al par que Ham amenazaba con su estoque.

Ambos quedaron privados de conocimiento. Para un profano, aquello era sencillamente un acto de magia, pues las víctimas quedaban dormidas al instante.

Ham envainó el estoque, inútil ya después de la acción de su compañero.

Preguntó Doc: —¿No viste a otros ratas que se llevaban secuestrado a un ciego de cabellos blancos?

—Sólo vimos a estos cinco —respondió Ham, con su voz penetrante.

Ham y Monk eran dos de los cinco hombres de Doc Savage, que formaban un imbatible grupo de aventureros que iban de un lado al otro del mundo, socorriendo a los necesitados y castigando a los malvados.

Doc salió de repente a la calle. Era imposible que no encontrase rastro de los raptores, pues descendió con más velocidad que ellos.

Sospechaba que Víctor Vail se hallaba todavía en el rascacielos o se lo llevaron por el lado de los montacargas.

Apenas puso los pies en la calle, cuando una bala escupió un aire helado en su rostro broncíneo.

Cerca de la entrada de la puerta de servicio del gigantesco rascacielos, veíanse dos automóviles estacionados.

Uno de los coches se puso en marcha, partiendo luego a gran velocidad.

Doc no tuvo tiempo de comprobar si el violinista iba dentro. Dirigióse rápido a refugiarse tras de un extintor de incendios que disponía de varias mangueras y tenía el tamaño de un barril.

Más abajo de la calle, el chofer saltó del coche estacionado. Era un hombre corpulento. Llevaba sobre el rostro un pañuelo blanco, a guisa de máscara.

—¡Daos prisa! —gritó, dirigiéndose a sus compañeros.

El aviso iba sin duda dirigido a algunos de sus compinches que permanecían todavía en el rascacielos.

Monk y Ham salieron a la calle. Un disparo les advirtió que empezaba una nueva lucha, y ellos no podían faltar a tan agradable diversión.

Atraídos por el disparo, Monk y Ham salieron, avanzando presurosos en dirección a donde sonó el tiro.

Monk empuñaba una pistola que en su mano velluda parecía de juguete.

El chofer levantó un revólver para disparar de nuevo. Presentía la proximidad del peligro y fue el primero en atacar.

Pero Monk disparó antes.

El chofer empezó a danzar frenético, como un pollo decapitado. Sus movimientos espasmódicos le condujeron a la calle. Finalmente cayó rodando bajo el sedán.

Tres o cuatro rostros siniestros asomaron por la puerta de entrada de mercancías. Prudentemente ocultos aguardaban el resultado de la pelea.

De la pistola de Monk volvió a surgir una chispa, y esta vez en su dirección.

Las cabezas retrocedieron, desapareciendo del portal.

La voz de Doc Savage llegó de repente a los oídos de Monk. Tras una media docena de palabras, sucedió un profundo silencio.

Cuando, un instante después, Monk, dirigió la mirada al extintor de incendios, Doc Savage ya había desaparecido.

Varias pistolas retumbaron durante breves instantes en la callejuela oscura.

El chofer del sedán apareció de improviso. La bala de Monk sólo le rozó ligeramente, haciéndole perder el sentido.

El individuo llevaba aún su máscara. Enderezándose con fatiga, logró abrir la portezuela, cayendo luego al interior del coche.

Su presencia envalentonó a los individuos situados en la entrada de mercancías. Dispararon una descarga sobre Monk y Ham, quienes se vieron obligados a guarecerse en un portal próximo.

Los pistoleros corrieron en grupo hacia el automóvil y subieron, pisoteando la figura tendida y enmascarada del chofer.

—¡Tirad ese cadáver fuera! —gruñó un hombre, al verlo.

El conductor hizo presa en el hombre que fue a cogerlo. Conocía los sentimientos de sus compinches y no dudaba de que le abandonarían.

—¡No estoy muerto todavía! —gritó—. Estoy perdido nada más.

—Es una infamia marcharnos dejando a nuestros compañeros en ese edificio —gruñó un gangster, con un ligero sentimiento de compañerismo.

—¿Qué otra cosa podíamos hacer? —replicó otro—. Fueron unos estúpidos al intentar salir empuñando pistolas. De no haberlos oído, también nos hubieran atrapado a nosotros.

—¡Callaos, desgraciados! —bramó el hombre que conducía el coche de una manera verdaderamente suicida.

Pero en aquel momento sólo les importaba escapar. El automóvil partió calle abajo y luego viró a la derecha, penetrando en una travesía de aspecto miserable.

La callejuela era sucia y olía a pescado. Pululaban unos cuantos marineros, las tabernas y las peleas callejeras.

—Los otros llegaron aquí primero —gruñó un pistolero—. Ahí está el coche que conducían. Hicimos bien en alejarnos de aquel infierno.

El coche que el hombre indicaba fue el primero que se alejó del rascacielos de la parte alta de la ciudad.

Los pistoleros dejaron los dos coches estacionados uno al lado del otro. El primer conductor descendió tambaleándose y por poco cayó al suelo.

—Ayudadle —ordenó el sujeto que parecía capitanearlos.

El chofer fue transportado a la acera. No se molestaron en quitarle la máscara blanca que aún llevaba. Le socorrían, no por compasión, sino por el temor de ser descubiertos si le abandonaban.

—¡Cielos, pesa una barbaridad! —se quejó uno que ayudaba a transportar al conductor—. ¡Nunca me figuré que fuese tan corpulento!

Subieron por una escalera desvencijada y oscura.

—El grupo penetró en una habitación iluminada. Había otros hombres esperando, con evidente impaciencia.

No se veían todavía señales de Víctor Vail. Si eran ellos los raptores, lo escondieron en alguna otra habitación.

—Ponedlo en la cama de la habitación contigua —ordenó el que parecía capitanear a la banda—. Después le curaremos la herida.

Los dos pistoleros condujeron al chofer al cuarto de al lado, pobremente amueblado y bastante sucio.

El par se dispuso a colocarlo en la cama.

En aquel momento, las manos del chofer se alzaron, al parecer sin objetivo.

Las puntas de los dedos tocaron el rostro de cada uno de los gangsters.

En lugar de caer el chofer sobre la cama, ambos gangsters se desplomaron encima de ella, sin hacer el menor ruido.

El chofer se dirigió hacia la otra habitación. Parecía restablecido por completo del desfallecimiento que le atacara al descender del coche.

La banda reunida allí lo contempló con sorpresa.

—Será mejor que te acuestes —gruñó el que estuvo dando órdenes—. Si haces el valiente, será peor para tu herida.

—Bah, no me encuentro tan mal como todo eso —murmuró el chofer.

—Bien, sácate esa máscara estúpida.

—En seguida —respondió el chofer—. Tan pronto como encuentre una silla. La cabeza me da vueltas y no me siento seguro sobre mis piernas.

Se metió, tambaleándose, entre los gangsters. Para mantenerse en pie, se agarró a las personas a cuyo lado pasaba y al rozar las puntas de sus dedos tocaron alguna porción del cutis.

Entró en contacto con seis hombres al cruzar la habitación. Los seis quedaron sentados en sus sillas con una extraña rigidez.

El gangster que servía de capitán observaba curioso. De pronto sintió sospechas y sacando dos pistolas encañonó al bamboleante chofer, antes de permitirle que se aproximara.

—¡Manos arriba! —ordenó.

El chofer no tuvo más remedio que obedecer, la orden fue perentoria y además respaldada por las armas.

Simultáneamente, los seis gangsters que él tocara cayeron de sus asientos, desplomándose inconscientes al suelo.

—¡Cáspita! —gruñó el pistolero—. ¡Sigue con las manos arriba!

Avanzando cauteloso, con un rápido movimiento de una mano arrancó la máscara del chofer.

—¡Lo suponía! —silbó entre dientes.

Las facciones reveladas no eran las del chofer de los pistoleros.

¡Eran las facciones broncíneas de Doc Savage!