II
El peligro chirriante

Mientras el roadster gris lo conducía por las calles de Nueva York, a Víctor Vail se le ocurrió que no sabía nada acerca de su salvador. Ni sabía por qué súbito impulso siguió al hombre extraño.

A causa de su ceguera, el violinista otorgaba su confianza a contadas personas; sin embargo, en aquel momento se sentía tranquilo y confiado cerca de su desconocido amigo.

—¿Es usted un mensajero que viene a llevarme al lado de mi amigo Ben O’Gard? —preguntó de pronto.

—No —fue la respuesta—. Ni siquiera conozco a nadie por ese nombre.

Víctor Vail se sentía tan intrigado por la belleza de los tonos vocales de su extraordinario compañero, que permaneció mudo un momento.

—¿Puedo preguntarle quién es usted? —inquirió.

—Doc Savage —respondió el hombre de bronce.

—Doc Savage —murmuró el ciego, decepcionado, pues el nombre le era por completo desconocido—. Lo siento, pero su nombre no me aclara nada.

En los labios del insigne aventurero brotó una leve sonrisa.

—Es posible —dijo. Así es cómo acostumbran a llamarme mis amigos. Quizás debiera haberle dicho mi nombre de una manera más clara. Me llamo Clark Savage, júnior.

Al oír el nombre, el violinista dio un respingo.

—¡Clark Savage! —exclamó en tono de admiración y respeto—. ¡Pues si entre las selecciones para violín ejecutadas esta noche en el concierto, había una de Clark Savage, júnior! Es mi humilde opinión, y según otros artistas, esa composición es una de las obras maestras de todos los tiempos. ¿Seguramente no es usted el compositor?

—Confieso mi delito —sonrió Doc—. Y no lo tome como una adulación si le digo que la partitura no fue jamás ejecutada con mayor belleza que por su mano esta noche. En realidad, su maravillosa ejecución fue una de las dos cosas que me condujo a la parte trasera del teatro. Deseaba felicitarle. Observé los movimientos furtivos del hombre que le conducía al exterior y quise averiguar dónde le llevaba. Así sucedió que me encontré sobre el terreno.

—¿Cuál fue la segunda cosa que le impulsó a buscarme? —preguntó el músico, lleno de curiosidad.

—Eso es algo que le explicaré más tarde —replicó Doc—. Espero que no tenga inconveniente en acompañarme.

—¡Ni el más mínimo! —rió Víctor Vail—. Es, en verdad, un honor que no esperaba conseguir en mi vida. El virtuoso violín lo consideraba así.

En muchas ocasiones le intrigó el misterioso Clark Savage, júnior, el compositor de aquella grandiosa pieza para violín.

Y, cosa extraña, su autor estaba clasificado como «desconocido», pues jamás se presentó a reclamar los derechos de aquella maravillosa obra musical conocida en el mundo entero.

Esto era quizás lo más asombroso de su misteriosa personalidad, dado que hubiera conseguido no sólo la fama, sino una fortuna explotando aquella selección, que todos los concertistas célebres incluían en sus repertorios.

Y Víctor Vail se maravillaba de estar junto al hombre que tanto deseó conocer y cuyas facultades físicas acababan de rescatarle de sus atacantes.

Mientras el roadster sorteaba su camino por entre el enorme tráfico del distrito teatral, nadie, ni siquiera Doc, observó determinado coche que les seguía.

El marino, alma de la frustrada tentativa de rapto del célebre músico, conducía el automóvil, pero casi nadie sería capaz de reconocerle, con las mejillas hinchadas de chicles, unas gafas oscuras, un bigote postizo, un cigarro puro en los labios, y otro abrigo, con distinta gorra.

—¡Rayos y centellas! —gruñía repetidamente—. Tengo que apoderarme de ese Víctor Vail. ¡No debo permitir que otros se queden con él!

El roadster de Doc Savage se detuvo por fin delante de uno de los edificios mayores de Nueva York.

Se trataba de un gigantesco rascacielos de más de cien pisos. Era como una gigantesca espina blanca, de ladrillo y acero, elevándose a más de trescientos metros.

Doc condujo al violinista ciego al interior de la enorme mole. Penetraron en un ascensor, que les elevó como una exhalación, lanzando un leve gemido, hasta el piso ochenta y seis. Las puertas se abrieron en silencio.

Entraron en una oficina amueblada lujosamente. Contenía una mesa regia, de gran valor, una caja de caudales, de proporciones descomunales, y muchos cómodos sillones.

Una ventana de amplias dimensiones permitía contemplar el imponente espectáculo de los múltiples rascacielos neoyorquinos.

Doc Savage acomodó a Víctor Vail en uno de los tapizados sillones. Luego le ofreció un habano legítimo, de precio fantástico. Doc no fumaba.

—Si no tiene inconveniente en decírmelo, me agradaría saber lo que había tras ese ataque a usted esta noche —dijo.

La voz extraordinaria del hombre de bronce poseía una extraña cualidad de mando. Víctor Vail se encontró que respondía sin la menor vacilación.

—Estoy por completo a oscuras del motivo —declaró—. No tengo enemigos. Ignoro por qué intentaron secuestrarme.

—Sus atacantes tenían todas las trazas de pistoleros. Pero había un hombre en el auto, un marinero, que daba órdenes a los otros. ¿Reconoció usted su voz?

Víctor Vail meneó lentamente la cabeza:

—No le oí. Me dejaron aturdido al primer golpe. Sólo el instinto de conservación me dio fuerzas para luchar contra los asaltantes.

Sucedió un silencio momentáneo.

Luego de pronto, resonó en la oficina la voz bronca del marinero.

—¡Tumbadlo! ¡Achicharradlo! ¡Abrasadlo!

Víctor Vail se puso en pie, lanzando un grito de sobresalto. Reconocía la voz de su peor enemigo.

—¡Es Keelhaul de Rosa! —gritó—. ¡Vigílelo, señor Savage! ¡Ese demonio intentó matarme una vez!

—Keelhaul no está aquí —aseguró Doc, en tono suave, obligándole de nuevo a sentarse.

—¡Pero si acaba de oír su voz!

—Cálmese. Lo que usted oyó fue una imitación de la voz del marinero del taxi —explicó Doc—. Repetí sus palabras. Es evidente que el hombre era Keelhaul, como usted le llama.

Víctor Vail, se recostó en su sillón, secándose el sudor de su frente.

—Hubiera jurado que hablaba Keelhaul de Rosa —murmuró como para sí.

¡Cielos! ¿Qué clase de hombre es usted?

Doc Savage, para evitar enojosas explicaciones, fingió no oír la pregunta.

—Haga el favor de revelarme lo que sepa de ese individuo. Me interesa cuanto con él se relacione.

El ciego se pasó sus largos dedos por su cabello blanco, al parecer presa de viva excitación.

—¡Dios santo! ¿Es posible que este misterio se relacione con la destrucción del Oceanic? ¡Si, no cabe duda!

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Víctor Vail serenose y empezó a hablar con rapidez.

—La historia se remonta a unos quince años atrás —explicó—. Sucedió durante la guerra europea. Mi esposa, mi hijita y yo salimos de África en el vapor Oceanic, con rumbo a Inglaterra. Pero un submarino alemán nos persiguió en dirección al Norte. El barco enemigo no pudo darnos alcance, pero nos fue acosando durante varios días. Cambiamos de rumbo y llegamos cerca del mar Ártico, antes de lograr escapar. Nuestro buque quedó aprisionado en el hielo. Navegó a la deriva durante varios meses, hasta encontrarnos al fin en el interior de las regiones polares.

Víctor Vail hizo una pausa para dar una chupada a su habano.

—Cuando los víveres empezaron a escasear, la tripulación se rebeló —continuó—. Un disparo del submarino inutilizó nuestro aparato de radio. No podíamos avisar nuestra situación al mundo. La tripulación pretendía desertar del trasatlántico aunque el capitán les aseguró que el mar de hielo era impasible.

Víctor Vail se tocó los ojos:

—Comprenderá usted que le digo esto tal como lo oí. Yo, desde luego, no vi nada. Tan sólo oí. Los cabecillas de la tripulación eran dos hombres. Ben O’Gard era uno. Keelhaul era el otro. Se les persuadió de que no desertaran del buque.

El violinista se cubrió de repente la cara con las manos.

—Luego sobrevino el desastre —continuó—. El trasatlántico fue triturado por el hielo. Sólo Ben O’Gard, Keelhaul de Rosa y unos treinta de la tripulación del Oceanic escaparon con vida. Yo estaba entre los sobrevivientes, aunque eso es un misterio que todavía no comprendo.

—¿Qué quiere decir?

—Varios miembros de la tripulación se apoderaron de mí dos días antes del desastre, privándome de conocimiento con un anestésico. No reviví hasta el día siguiente a la destrucción del Oceanic. Entonces recuperé el sentido, torturándome un extraño dolor en la espalda.

—Describa el dolor —sugirió Doc Savage.

—Fue una especie de escozor, como si me hubiesen quemado.

—¿Conserva algunas cicatrices en la espalda?

—No. Eso es lo que no he llegado jamás a comprender.

—¿Quién le salvó, cuando se perdió el Oceanic?

—Ben O’Gard —dijo el violinista—. Me llevaba por el hielo en un trineo cuando volvía en mí. Debo la vida a aquel hombre. No sólo por ese hecho, sino porque algunos días más tarde. Keelhaul de Rosa intentó apoderarse de mí y llevarme consigo a la fuerza. Él y Ben O’Gard sostuvieron una lucha terrible, rescatándome al final Ben O’Gard. Después de eso, Keelhaul de Rosa huyó con varios de sus secuaces. No volvimos a encontrar rastro de ellos.

—Hasta esta noche —sugirió Doc.

—Exacto, hasta esta noche —asintió Víctor Vail—. Keelhaul de Rosa intentó secuestrarme.

El violinista ciego volvió a cubrirse el rostro con las manos. Sus hombros se estremecían convulsos. Sollozaba.

—¡Mi pobre esposa! —gimió—. ¡Y mi querida hijita, Roxey! Ben O’Gard me dijo que intentó salvarlas, ¡pero perecieron!

Doc Savage permaneció silencioso, comprendiendo los dolorosos recuerdos que el relato despertaría en la mente de Víctor Vail.

—Mi pequeña se llamaba Roxey —murmuró el músico, en un apagado sollozo.

Durante unos minutos, Doc respetó el silencio, después le preguntó:

—Encuentro muy extraño que la historia que me cuenta del relato del trasatlántico Oceanic no apareciese en los periódicos. El relato hubiese sido muy emocionante, llenando muchas páginas de literatura sensacional.

El violinista dirigió hacia Doc Savage sus ojos muertos, preguntando con verdadera sorpresa.

—Pero… ¿no apareció?

—No. Nadie supo nada.

—¡Es extraño! Ben O’Gard me aseguró que todos los periódicos hablaban de ello. Personalmente jamás mencionó el incidente. Su recuerdo es muy triste.

El rostro de Víctor Vail reflejaba una expresión de inquietud.

—No comprendo, por qué razón Ben O’Gard mintió diciendo que todos conocían el desastre del Oceanic.

Quizás quería mantener secreta la suerte de ese buque —sugirió Doc Savage—. ¿Le indicó a usted que no mencionase nada a nadie?

—Recuerdo que él hablaba del asunto. Y le dije que no quería oír hablar más del terrible accidente.

La voz de Doc Savage adquirió de pronto un tono de interés.

—Me gustaría muchísimo saber lo que en realidad ocurrió durante el período de su extraña inconsciencia —dijo.

Víctor Vail se puso rígido.

—¡Me niego a escuchar ningún cargo contra Ben O’Gard! —exclamó—. Ese hombre me salvó la vida. Intentó salvar también a mi esposa y a mi hijita.

—No pienso acusarle de nada —prometió Doc—. No juzgo a nadie sin pruebas.

El ciego se frotó la mandíbula, perplejo.

—Quizás deba mencionarle otra cosa extraña que tal vez esté relacionada con esto —dijo—. El misterio que yo llamo el «Peligro Chirriante».

—Sin duda —instó Doc Savage—. No omita nada en absoluta en su relato.

—Hace cerca de quince años que vi por última vez a Ben O’Gard —murmuró el violinista—. Entre los que le acompañaban había un marinero que padecía una afección nerviosa en las mandíbulas. Esta enfermedad hacía que sus dientes chocaran a intervalos, produciendo un chirrido fantástico. El sonido solía ponerme los nervios de punta.

El ciego hizo una pausa y Doc Savage dijo:

—Continúe.

—Éste es el misterio —prosiguió el violinista—. Durante los últimos quince años, he oído a intervalos ese sonido desagradable. Y he adquirido la costumbre de llamarle en broma el «Peligro Chirriante». Que yo sepa, no sucedió nunca nada anormal después de oír ese chirrido. En realidad, me imaginé que era una cosa imaginaria, en vez del marinero. ¿Por qué razón habría de seguirme durante quince años, por todo el mundo, ese hombre?

—Es posible que a Ben O’Gard le interesase seguir su pista —replicó Doc.

El maestro del violín reflexionó esto en silencio, con aire ofendido.

Doc Savage estudió atento los ojos de Víctor Vail. Al poco rato acercóse al músico y lo condujo a una habitación contigua, una enorme biblioteca conteniendo miles de volúmenes concernientes a todas las ramas de la ciencia.

Era probablemente la segunda biblioteca científica más completa del mundo.

La única colección de tales libros mayor que aquélla, era desconocida del mundo. Sólo Doc Savage conocía su existencia.

Pues esa biblioteca sin igual se encontraba en un lugar que él llamaba Fortaleza de la Soledad, un retiro en un rincón del globo, tan remoto e inaccesible, que tan sólo Doc Savage conocía su paradero.

El gigante de bronce solía retirarse periódicamente a su Fortaleza de la Soledad. En tales ocasiones, al parecer, desaparecía por completo de la tierra, pues ningún ser humano podía dar con él.

Trabajaba y estudiaba aislado por completo del resto de la humanidad.

En esos períodos de terrible concentración y estudio, Doc Savage realizaba muchas de las cosas maravillosas que tanta fama le proporcionaban.

Al lado de la biblioteca había otro aposento: un enorme laboratorio experimental, tan completo, que no tenía par en el mundo, a excepción del que Doc Savage poseía en la Fortaleza de la Soledad.

Preguntó Víctor Vail, lleno de curiosidad.

—¿Qué piensa hacer?

—Fui esta noche a verle al teatro por dos razones —replicó Doc—. La primera para expresarle mi sincera felicitación por su maravillosa ejecución de mi trozo musical. La segunda con el objeto de examinar sus ojos.

—Quiere usted decir…

—Quiero decir que un artista tan grande como usted, Víctor Vail, debe gozar del más bello de los sentidos. Deseo examinar sus ojos para ver si existe la posibilidad de devolverle la visión.

Víctor Vail se emocionó. Sus órbitas insensibles a la belleza visual se llenaron de lágrimas. Pareció un instante que estallaría en sollozos.

—¡Es imposible! —exclamó—. He visitado a los más grandes especialistas del mundo. Dicen que tan sólo un milagro puede curarme.

—Entonces intentaremos un milagro —sonrió Doc Savage.

—¡Por favor, no alimente falsas esperanzas! —gimió el ciego.

—Jamás me permitiría tal crueldad —replicó Doc, con firmeza—. Tengo la seguridad de poder hacer algo para que vea un poco. Y si las condiciones son como creo, le proporcionaré una visión perfecta. Por este motivo deseo examinarlo.

Víctor Vail, presa de profunda emoción, no pudo pronunciar palabra y se desplomó en un sillón.

No se le ocurrió dudar de la habilidad del ser poderoso que tenía a su lado.

Había en la voz del hombre de bronce algo que impulsaba a tener fe en él.

—¿Qué clase de hombre es éste? —pensó el violinista.

Lo mismo se había preguntado mucha gente, que también recibió ayuda y favores en los momentos más críticos de su vida.

Doc tomó con rapidez varias radiografías de Víctor Vail. Hizo también unas radiografías especiales utilizando unos rayos menos conocidos por los médicos.

Continuó su examen con unos aparatos corrientes, así como también usando otros inventados por el propio Doc.

—Ahora espero en la oficina exterior mientras yo examino estas radiografías —indicó, guiándole al despacho contiguo.

Víctor Vail se acomodó en un amplio sillón. No comprendía por qué, pero ya tenía tanta confianza en la habilidad del hombre de bronce, que se imaginaba ver las maravillas de un mundo del que jamás pudo gozar.

Pues Víctor Vail era ciego de nacimiento.

Pero el violinista habría aumentado más aún su confianza, de haber conocido hasta donde llegaba la habilidad de Doc Savage, pues era el cirujano más eficiente del mundo.

La composición para violín de Doc le señalaba como uno de los más grandes compositores de ese género.

Durante su vida realizó cosas igualmente maravillosas en electricidad, en química, en botánica y en otros campos del saber humano.

No obstante, todo ese conjunto era un juego de niños comparado con su experiencia en el terreno de la medicina y de la cirugía. Pues precisamente se especializó en medicina.

Pocas personas comprendían con exactitud el verdadero alcance de los enciclopédicos conocimientos de Doc Savage.

Doc examinaba con detención las radiografías cuando, de repente, Víctor Vail emitió un grito penetrante.

Retumbó ensordecedor un disparo. Oyéronse golpes y maldiciones.

La figura bronceada de Doc Savage cruzó el laboratorio y la biblioteca como una exhalación.

Una pistola ametralladora descargó una lluvia de plomo en su rostro, desde la puerta de la biblioteca.