I
El némesis de bronce

La proximidad de algo terrible y desconocido flotaba en el aire como un presagio de tenebrosas realidades.

La inminencia del peligro descubríase en las maneras furtivas del hombrecillo de pecho plano que, en las sombras, se estremecía con el súbito temblor de una tímida gacela, a cada ruido extraño.

Hacía un momento un agente de policía pasó por la callejuela; sus reforzadas botas resonaban sobre el endurecido asfalto, en la mano derecha remolineaba su porra y de sus labios surgía el estribillo de una canción muy popular.

El merodeador se ocultó bajo un automóvil estacionado allí, permaneciendo escondido hasta que el alegre y satisfecho agente se perdió en las sombras de la próxima esquina.

No lejos de allí, en la cercana calle, se destacaba el edificio del Concert Hall de Nueva York.

Por las puertas del teatro llegaba hasta la calle la melodía de una música tan bella que cada nota parecía llegar a lo más íntimo de cada espectador, elevando su espíritu a las regiones de lo inefable.

¡Un violín!

Era un Stradivarius, uno de los ejemplares más perfectos que se conocían en el mundo y cuya adquisición costó a su actual dueño la enorme suma de sesenta mil dólares.

El ejecutante realizaba verdaderos prodigios y sin embargo carecía del más bello de los sentidos. Víctor Vail, el mago del violín era ciego.

Muchos aficionados y casi la totalidad de los críticos estaban de acuerdo en afirmar que era el mejor violinista del mundo. De ordinario, un concierto le reportaba una suma cuantiosa sólo por unas horas de tocar ante el público.

Aquella noche, su violín ejecutaba lo más selecto de su repertorio, a beneficio de los Establecimientos públicos de Caridad y no cobraba nada.

El espantado hombrecillo de pecho plano conocía muy poco a Víctor Vail, casi podía decirse que ignoraba su existencia hasta hacía pocas horas; no obstante, su música le afectaba de manera sorprendente.

Una dulcísima canción de cuna le recordó a su pobre madre estallando en sollozos al oír la sentencia que le condenaba a muchos años de presidio. El hombrecillo no pudo retener un amargo sollozo, ni ocultar una lágrima.

—¡Te estás volviendo muy sentimental! —se burló de sí mismo cuando logró dominar su emoción—. Dejémonos de tonterías. Debo realizar mi cometido cuanto antes.

Breves instantes después, un taxi penetró en la callejuela. En nada se diferenciaba de cualquier otro taxi de Nueva York.

Pero el chofer llevaba vuelto el cuello de su chaqueta y la gorra encasquetada hasta las orejas. Su rostro era apenas visible.

El coche se detuvo a escasa distancia de donde se apostaba el hombrecillo.

Éste se aproximó diciendo:

—¿Estás dispuesto?

—Todo está preparado —replicó el chofer, con voz bronca—. Date prisa en cumplir la parte que te corresponde, compañero.

El hombrecillo murmuró, ansioso de conocer el alcance de su intervención:

—¿Se liquidará a ese fulano?

—No te preocupes de lo que no te importa —gruñó el conductor—. Nosotros nos encargaremos del asunto. ¡No faltaba más!

—Lo sé… pero no tengo mucho interés en mezclarme en un asesinato…

El chofer emitió un gruñido cargado de amenazas:

—¡Basta de tonterías! Ya estás demasiado complicado con la banda. ¡Manos a la obra y a cumplir el cometido que te han asignado!

Cuando el conductor elevó la voz hablando excitado, se notó con mayor claridad una peculiaridad de su lenguaje.

El hombre no podía ocultar su antigua condición de marinero; sus palabras se mezclaban con una jerigonza marina.

El hombre, sin añadir palabra, se alejó del taxi, dirigiéndose hacia Concert Hall, entrando por la puerta principal.

Víctor Vail terminó su última pieza con una nota dulcísima que tembló en el aire como un cristal. El auditorio permanecía silencioso, como encantado y, de pronto, reaccionando, estalló en una ovación ensordecedora.

El diminuto personaje se dirigió hacia la parte trasera del escenario. Los aplausos y las aclamaciones del público, delirante de entusiasmo, continuaron durante varios minutos, acongojando al hombrecillo que deseaba terminar de una vez.

Al fin, Víctor Vail se dirigió a su camerino, rodeado de un grupo de admiradores y celebridades del canto.

A codazos y empujones, el hombre se abrió paso entre los que rodeaban al gran violinista. Sus manos, no muy limpias, ensuciaron lujosos vestidos de riquísimos géneros, pero nada le importaba si lograba acercarse al músico eminente.

—¡Víctor Vail! —gritó de pronto—. ¡Le traigo un mensaje de Ben O’Gard!

Estas palabras produjeron un singular efecto en el violinista. En sus finas y aristocráticas facciones se dibujó una agradable sonrisa.

Víctor Vail era alto y de aire distinguido, sus blancos cabellos encuadraban un rostro enérgico y dulce a la vez.

Vestía de manera irreprochable. Sus ojos no parecían los de un ciego, y sólo un observador muy sagaz lograría descubrir el defecto.

—¿Sí? —exclamó con visibles muestras de alegría—. Diga, ¿qué mensaje trae de Ben O’Gard?

—Se trata de un asunto particular —replicó el hombrecillo, dirigiendo una mirada a las personas que le rodeaban.

—Venga, por favor; hablaremos a solas —dijo el violinista—. Señores, sírvanse excusarme unos minutos. Se trata de un asunto particular.

Y abriéndose paso entre sus admiradores, condujo al mensajero hacia su camerino, extendiendo un brazo con ademán característico de un ciego.

El misterioso mensajero entró primero.

Víctor Vail le siguió, cerrando la puerta tras sí. Permaneció un momento pensativo, de espaldas a la puerta.

—¡Ben O’Gard! —murmuró con alegría—. No he oído este nombre desde hace más de quince años. He tratado muchas veces de dar con su paradero. Le debo la vida y cuanto soy, y ahora que he triunfado desearía mostrar mi inmensa gratitud a mi bienhechor. Dígame, ¿dónde está Ben O’Gard?

El hombrecillo siguió con labios temblorosos el relato del ciego y se apresuró a contestar:

—Fuera, en la calle. Desea hablarle un momento.

—¿Por qué espera en la calle? ¡Aprisa, lléveme a donde está mi amigo! ¡En seguida! —ordenó, abriendo de par en par la puerta del camerino.

Con sus sucias y temblorosas manos, el hombrecillo guió al ciego hacia la puerta de entrada de la sala de conciertos.

Pero antes de llegar, sucedió algo que le dejó paralizado de espanto. Su cuerpo se estremeció y los dientes le castañetearon de pánico. ¡Vio al hombre de bronce!

A simple vista, el hombre bronceado no presentaba un aspecto sorprendente, hasta que se le comparaba con hombres de regular corpulencia.

Su elevada figura, constituida por su cuerpo de suave simetría, no daba la impresión de tamaño sino de poder.

Vestía de una manera impecable, pero discreta.

Los cabellos lisos y bronceados de aquel hombre extraordinario tenían un tono más oscuro, pero que armonizaba con el color de sus facciones. Parecía una bella estatua moldeada en bronce.

Pero lo que más destacaba de su personalidad eran sus ojos, brillando como chispas doradas, cuando las luces jugueteaban sobre ellos.

Daban la sensación de ejercer una influencia hipnótica capaz de hacer titubear al individuo más temerario.

A su pesar, el hombrecillo miró atrás, nervioso, y vio aquellos ojos elevados en los suyos y un sudor frío humedeció su frente.

—¿Dónde está Ben O’Gard? —preguntó Víctor Vail a su tembloroso acompañante.

—Tenga paciencia —gruñó el hombrecillo—. En seguida llegaremos.

De repente sintió honda preocupación por el desconocido cuyos ojos le hicieron estremecer. ¿Quién podía ser aquel gigante?

Desde luego no pertenecía a la policía, pues vestía impecablemente, y sus maneras eran las de un caballero. Miró hacia atrás para asegurarse de que no le seguía.

—¡Diablo! —gimió—. Esos malditos ojos han introducido el terror en mi alma. ¿Qué me sucede?

El violinista interrumpió sus pensamientos, preguntando ansioso:

—¿Está todavía muy lejos? ¿Por qué no vino hasta el teatro?

—No se apure. Ya estamos cerca.

Llegaron delante de un portal a oscuras. Un taxi conducido por el siniestro marinero les había seguido casi sin producir el menor ruido.

El hombrecillo miró al oscuro portal, asegurándose de que había varios hombres aguardando. Entonces asiendo el brazo de Víctor Vail, exclamó:

—¡Eh, ya estamos aquí!

Y sin otro aviso, asestó un puñetazo en la mandíbula del ciego, quien se desplomó al suelo vencido por la traición.

Salieron varios hombres de entre las sombras del oscuro portal y se lanzaron sobre el ciego para apresarle.

Pero el músico, reaccionando de la brutal acometida se dispuso a defenderse y de un puntapié afortunado aplastó la nariz de uno de los asaltantes.

Su oído finísimo suplía, en lo posible, el defecto de sus ojos, y guiado por el ruido, hizo presa en la muñeca de otro adversario, retorciéndola con todas sus fuerzas. La víctima profirió un grito horrible y angustioso de dolor.

La oscuridad era una desventaja para los asaltantes, pero favorecía al músico, que resistía la lluvia de golpes, devolviéndolos con creces.

Los gangsters estaban desmoralizados, y a pesar de su superioridad numérica, no tardarían en verse vencidos.

—¡Sujetadlo! —gritó el hombre del taxi—. ¡Atadlo con una cuerda! Pegadle un tiro si es necesario, pero que no escape. ¡Aprisa traedlo al coche!

No fue necesario matarlo de un balazo, la culata de una pistola redujo a Víctor Vail a la impotencia.

—¡Subidlo a bordo! —gritó el chofer marinero.

La banda entera se arrojó sobre el desvanecido violinista para conducirlo al taxi y en aquel momento se dieron cuenta de que alguien acudía en auxilio de su prisionero.

Con la velocidad del rayo apareció una gigantesca figura de bronce, y antes de poder hacer algún movimiento defensivo, ya probaron los efectos de su fuerza terrible.

El Némesis de bronce descargó golpes a diestro y siniestro, con tanta rapidez, que los acorralados gangster pensaron se trataba de varias personas.

Gritaban y maldecían procurando defenderse de aquella lluvia de puñetazos que les aturdía: dos de ellos salieron despedidos contra la pared, quedando desvanecidos.

Otro dejó escapar unos aullidos de terror al sentirse cogido por los tobillos: su cráneo, al chocar contra el de un compañero, produjo un ruido sordo y escalofriante.

—¡Derribadlo! —gritó el chofer—. ¡Coged las pistolas ametralladoras! Matadlo antes de que sea tarde…

Un grito espeluznante de uno de los atacantes ahogó la apremiante voz que ordenaba matar sin piedad. El desgraciado acababa de fallecer desnucado de un poderoso puñetazo.

Sólo dos de los atacantes de Víctor Vail continuaba ilesos: el chofer que no dejó el coche y otro de los hombres que se mantuvo apartado de la lucha.

Pero éste, de pronto, se sintió despedido de un violento empujón, y su cabeza rompió los cristales del auto.

—¡Esto se pone feo! —murmuró el marino, asustado del giro que tomaban los acontecimientos y, sin esperar más pisó el acelerador y el taxi arrancó veloz.

Al volver la vista, se vio perseguido por un hombre extraordinario, y perdiendo el dominio de sus nervios, sacó una pistola automática y disparó.

La bala, disparada con frenesí y nerviosidad, no dio en el blanco, pues en aquella fracción de segundo, el gigante de bronce se escudó tras un automóvil estacionado en la calle.

El marinero siguió haciendo fuego, para evitar que su perseguidor subiera al coche.

La lluvia de plomo acribilló al auto tras del cual se parapetaba el hombre de bronce, destrozó los cristales del escaparate de una librería, rompió las puertas de un café cercano y casi mató del susto a un pobre hombre que, saliendo de una calle próxima, pretendió cruzar el arroyo.

El taxi viró y entrando por otra calle desapareció con rapidez.

Víctor Vail, el músico ciego, se encontró de pronto levantado en peso por unas manos poderosas, y sin embargo diestras y suaves.

Notó un tirón en las cuerdas que sujetaban sus muñecas.

Sucedía algo que juzgaba imposible. Unos dedos de fuerza increíble rompían las cuerdas que le sujetaban, con tan poco esfuerzo, que parecían delgados hilos.

El violinista sentíase todavía aturdido por la lucha sostenida; no obstante, sus agudos oídos le indicaron la presencia de un desconocido protector.

En un tiempo increíblemente corto había reducido a la impotencia a todos sus atacantes, obligó a huir al chofer, quien se defendió a tiros, y por fin, le libraba de sus ataduras.

Debía tratarse de un hombre de fuerza hercúlea. Un poderoso luchador de potencia física casi sobrenatural.

—Muchas gracias —murmuró Víctor Vail.

—Espero que no estará gravemente lesionado —replicó su salvador.

Al oír la voz de aquel hombre, le pareció al músico que le hablaba un gran cantante. Poseía volumen de fuerza y tono muy raras veces alcanzado por las grandes estrellas de la ópera.

Era una voz que merecía ser conocida por todo el mundo musical; sin embargo, el famoso violinista que se preciaba de conocerlos a todos, jamás la había oído.

—Tengo unas ligeras contusiones —contestó—. Pero ¿quién?…

Interrumpió su pregunta un ruido de pasos precipitados.

La policía llegaba atraída por las detonaciones. Un sargento y dos agentes se aproximaron jadeantes. Un coche de la brigada móvil penetró como una exhalación en la callejuela, con la sirena gimiendo de una manera atronadora.

Los agentes, revólver en mano, se acercaron al grupo formado por el violinista ciego y su desconocido protector.

No podían ver bien sus rostros a causa de la densa oscuridad que envolvía aquel rincón de calle.

—¡Arriba las manos! —tronó el sargento al tiempo que su lámpara eléctrica enfocaba al hombre de bronce.

Entonces sucedió una cosa sorprendente.

El policía descendió su pistola con tanta precipitación, que casi se le cayó de la mano. Palideció y pretendió murmurar unas palabras de disculpa.

No hubiese aparecido más arrepentido si por equivocación hubiese encañonado al alcalde de la ciudad.

—Perdone —exclamó al fin—. No pude conocerlo en esta oscuridad, señor.

Los labios del gigantesco individuo esbozaron una sonrisa cordial.

El sargento comprendió su significado y a su vez sonrió, como si acabasen de ascenderlo a capitán.

No lejos de allí, veíase un roadster gris con la capota bajada, poderoso y veloz. Cogiéndole por el brazo, el hombre de bronce acompañó a Víctor Vail hasta su automóvil, que arrancó unos instantes después.

El policía se apartó con respecto, siguiendo con la mirada al coche hasta que desapareció.

—Conducid al calabozo a estos individuos, por alteración del orden público e intento de atraco —ordenó el sargento. Después, mirando con mayor atención a los prisioneros, agregó, sonriendo—: Será mejor que se les conduzca al hospital. ¡Jamás en mi vida vi una pandilla liquidada con tanta rapidez!

—Pero ¿no haremos la denuncia correspondiente? —preguntó uno de los agentes recién ingresado en el cuerpo.

El sargento frunció el ceño y mirando con severidad a su subordinado, le preguntó:

—¿No vio usted a ese «Hércules» de bronce?

—Sí, señor.

—Entonces, cállese y obedezca. Si ese gigante de bronce hubiese querido hacer detener a estos granujas por algún cargo específico, lo habría dicho.

—¡Cáspita! ¿Quién era entonces ese individuo? —no pudo menos de preguntar el atónito policía.

El sargento le miró con aire compasivo y, al fin, con una sonrisa misteriosa, se dignó a contestar al intrigado agente:

—Muchacho, ¿usted sabe lo que dicen de nuestro alcalde? ¿Qué nadie tiene influencia con él?

—Sí, sargento. Todo el mundo conoce que nuestro alcalde es el mejor que jamás ha tenido Nueva York y que nadie puede influir sobre él. Pero ¿qué tiene de común con ese sujeto gigantesco?

—Casi nada —sonrió el sargento—. ¡Excepto que nuestro nuevo alcalde haría cualquier cosa a una sola palabra de ese hombre de bronce!