VI
Muerte al final del sendero

El amanecer de un espléndido se enseñoreaba de Nueva Orleans. La multitud acudía, afanosa, al trabajo. Canal Street hallábase convertido en un hervidero.

Los ferry-boats, transportaban por cargas los pasajeros de una a otra ribera del Missisippi.

Era la hora de comenzar los negocios.

Doc había llevado a sus amigos y prisioneros a la ciudad. Dejando a estos últimos en las habitaciones del hotel con los otros dos capturados de antemano, tornó a ocupar su asiento junto al volante y continuó su camino.

Recorrió la avenida de San Carlos, al llegar a Tulia ascendió por ella, se detuvo ante el edificio de la Danielsen y Kaas y allí se apearon todos del Roadster.

En dicho edificio, de una gran belleza, deslumbrante de blancura, con ornamentos ejecutados sobre piedra negra, conforme al gusto moderno, más que un simple rascacielos de diez pisos semejaba la concepción material de un artista que soñara con futuras viviendas.

De él salía y entraba una nube de empleados.

—¡Diantre! ¿Y eres tú el general en jefe de toda esa fuerza? —insinuó Ham.

—Jamás ha habido en la casa tantos empleados como ahora —replicó, con orgullo, Eric el Gordo—. Bien es verdad que soy el único patrono que no se ha aprovechado de las circunstancias para reducir los salarios.

Al entrar en las oficinas les salió al encuentro un escribiente.

—He aquí una nota para Doc Savage —dijo—. La han echado durante la noche, por debajo de la puerta, según dice el vigilante.

Doc tomó y abrió el sobre. Dentro había un pliego de papel blanco y liso.

En él aparecía la huella de un pulgar. Era colosal, casi tan amplia como la vía de un ferrocarril de juguete.

Doc tuvo una sonrisa leve. Reconocía la impresión, su mismo tamaño la delataba. Dudaba de que otro hombre pudiera dejar una huella tan grande como aquella sobre el papel.

Pertenecía al coronel John Renwick (o Renny, como se le llamaba familiarmente), famoso ingeniero conocido en el mundo entero por su hábito de derribar, a puñetazos, los entrepaños de las puertas más macizas.

El singular mensaje significaba que Renny, Monk, Long Tom y Johnny, sus cuatro amigos y auxiliares habían derribado a Nueva Orleans durante la noche. Tal vez viajaron en un aeroplano poco veloz.

El Gordo Eric pasó delante para mostrarles el camino y les condujo a su despacho particular.

En marcado contraste con el resto del señorial edificio, no estaba su sanctum mejor amueblado y decorado que el de cualquier capataz del aserradero.

La alfombra estaba agujereada, de modo que para no meter un tacón y caer al suelo, había que andar sobre ella levantando mucho los pies.

La mesa de trabajo era viejísima y raída, además, aparecía desgastada en los bordes, como si se hubiera dejado arder descuidadamente sobre ellos un cigarro.

—Así estaba hace treinta años cuando me instalé en él —explicó Eric a sus amigos—, y así continuará. Yo no sé trabajar en una pieza adornada como perro de feria.

Inmediata a ella venía otra, totalmente distinta. Ricas alfombras orientales cubrían suelo; la mesa escritorio era una maravilla de primor y de riqueza, que había costado el equivalente al sueldo anual de un empleado de la Compañía; un bar completo, con su nevera, coctelera y demás adminículos, ocupaba uno de sus ángulos.

Diseminadas por las paredes se veían fotografías de mujeres… coristas probablemente.

—Pertenece a mi socio, Horacio Haas —explicó Danielsen, agregando, como si se diera cuenta, de pronto, del aspecto poco serio de la pieza—: No es un hombre de negocios de primer orden, pero debo mis primeros pasos en la vida a su apoyo material… y no lo olvido.

En aquel preciso momento le interrumpió una voz chillona y desagradable al oído.

—Con permiso, mister Danielsen.

Eric volvió la cabeza.

—¡Hola, Silas! Es Bunnywell, uno de mis tenedores de libros —explicó a los presentes.

El individuo en cuestión tenía el tipo característico de la especie… por lo menos tal como nos lo presentan en las películas.

Su estatura era buena, pero se encorvaba ligeramente, como si hubiera pasado años y más años sentado en el taburete profesional.

El rostro era pequeño y magro; una barriga algo voluminosa contrastaba con la delgadez exagerada del resto del cuerpo; el cabello, blanco como la nieve, hacia su cabeza semejante a una bola de algodón.

Vestía de azul; por cierto que su traje había sacado lustre en las partes que rozaban la mesa y la silla. Sus ojos estaban resguardados por unas gafas semejantes a las que Edna supuso, en un principio, que debía llevar Doc.

Cristales gruesos y ordinarios las caracterizaban.

—Desearía decirles dos palabras, mister Danielsen.

—Diga, diga.

Bunnywell entrelazó con un gesto nervioso ambas manos. Parecía reacio.

—Es que —balbuceó— se trata de un caso particular. Si pudiera hablarle a solas…

—Pues dígalo sin reparo. Para estos amigos no tengo secretos.

—Preferiría que me oyera en privado.

—¡Vamos, vamos, Bunnywell! —tronó el presidente de la Compañía maderera—. Repito que hable.

—Se trata del señor Haas —explicó el tenedor con su chillona voz—. Hace algún tiempo ya le presté quinientos dólares, cantidad que se comprometió a devolverme en el plazo de diez días. Pero no lo ha hecho. Cada vez que le hablo de este asunto se echa a reír y no me responde. Desearía… que le hablara usted, mister Danielsen. Quinientos dólares no es una suma crecida… par usted, pongo por caso; mas si lo es para mí, que he trabajado sin duelo para ahorrarla.

Eric carraspeó con brío. Había fruncido el ceño. El proceder de su socio le disgustaba visiblemente; sin embargo, no hizo ningún comentario.

Del bolsillo interior de su americana extrajo una abultada cartera, y de ésta varios billetes, que entregó a Bunnywell.

—He aquí sus quinientos dólares —dijo—. ¡Mister Haas me reembolsará de esta pérdida!

El viejo tenedor se emocionó hasta el punto de verter lágrimas.

—¡Oh, gracias, gracias, mister Danielsen! —exclamó en un transporte de alegría.

—Olvide este pequeño acto de justicia —observó Eric, con voz atronadora—. En mi casa todos son igualmente responsables de sus actos y me agrada que mis empleados formulen cualquier queja que puedan tener en contra uno de sus jefes don la misma libertad que lo harían si se tratara de un compañero de oficina o de un subordinado.

Silas salió del despacho estrujando contra su pecho los billetes. Al andar no producía el más ligero ruido.

—¡Ese Horacio!… Voy a tener que darle una tunda —rezongó Eric—. Es cosa que he de hacer, por lo menos, una vez al año.

—Aquí le tienes, papá —dijo Edna, interrumpiéndole.

Y, en efecto, el socio penetró en el despacho. Llevaba un chaleco amarillo claro, tan llamativo, que atrajo sobre sí todas las miradas. Después, éstas se posaron en el enorme diamante que fulguraba en uno de sus dedos.

Tan notables como estos aditamentos eran sus pantalones, su corbata flamante y los zapatos charolados con exceso.

Lo menos llamativo del conjunto era, realmente, su persona y, por ello, ocupaba un segundo lugar. Su aspecto era poco distinguido.

No había nada de extraordinario en el semblante rubicundo, la pequeña barbilla, los ojos acuosos o la exagerada gordura de Horacio Haas. Quizás lo más saliente de su persona fuera su cabello, muy oscuro, casi negro.

Entró excitadísimo, blandiendo un papel.

—Gordo Eric: mira lo que traigo aquí —dijo a voz en cuello—. ¡Una carta! ¿Adivinas de quién es? ¿No? Pues, de Topper Beed.

Eric se la arrebató de la mano, pasó la vista por ella y se la entregó a Doc Savage.

—Lea esto —ordenó.

Las doradas pupilas de Doc, tradujeron:

«Si desean apoderarse del Araña Gris, les diré dónde se halla actualmente. “Topper Beed”».

—¡Pronto! ¡Deme usted sus señas! —pidió Savage.

Haas dio la dirección exacta, agregando, para mayor claridad:

—Suyos son el almacén de instrumentos para aserrar madera, nuevos y de segunda mano, y el taller de reparaciones que hay al otro lado del Canal Street.

Reparó entonces en el hombre de bronce. Sus débiles mandíbulas se abrieron lentamente. Sus ojos giraron en las órbitas acuosas. Le aterraba la figura metálica y gigantesca que tenía delante.

—¿Conque éste es el mismo Doc Savage de que me hablabas? —observó, dirigiéndose a Eric el Gordo.

El aludido se aproximó, en silencio, a la puerta.

—¡Voy a interviuvar a Topper Beed! —anunció, con acento sombrío.

El taller de reparaciones de Topper Beed estaba situado muy cerca de la antigua Barriada de los Franceses.

Junto a él, en un sitio fácilmente accesible, veíase un gran montón de hierros viejos, algunos en buen estado todavía, puesto allí en espera, sin duda de ser transportado a uno de los muelles de Missisippi.

Ni en torno ni en el interior del viejo edificio, construido con planchas metálicas, que cobijaba el taller, se descubrían signos de vida.

Su puerta estaba asegurada con una pesada cadena, cerrada con un candado.

Los dedos musculosos de Doc Savage manipularon en él por medio de un instrumento de acero, muy semejante a un ganchillo de hacer crochet.

Era éste parecido a un hangar, no era muy grande. En uno de sus ángulos distinguió Doc un taladro o barrena para metales, de gran tamaño y, en el otro, una enorme fragua y un yunque.

Los lubricantes y las escorias del metal formaban una pasta pegajosa, que se adhería a los pies.

El agua derramada pocas horas antes espejeaba sobre el suelo grasiento.

Cerca del agua había una vasija o recipiente de madera, antigua barrica aserrada por la mitad, llena de líquido hasta el borde.

En su superficie flotaba una capa de aceite. Evidentemente estaba destinada a templar el metal después de ser trabajado en la fragua y sobre el yunque.

Doc introdujo en ella un par de tenazas de herrero y extrajo… ¡el cuerpo de un hombre!

Su figura era rechoncha y musculosa, con la piel curtida y atezada y las palmas callosas del que ha trabajado largo tiempo con metal y calor.

Debía haber sido atontado por un golpe en la cabeza y metido en el tanque, hasta que se ahogó.

En el bolsillo interior de la americana llevaba varias cartas, cuyas direcciones eran todavía legibles. Todas iban dirigidas a Toppy Beed.

¡El pobre pagaba bien caras sus actividades en contra del Araña Gris!

Doc Savage abandonó pronto el taller. Muy hábiles, o, tal vez, muy afortunados, los asesinos del comerciante no habían dejado rastro. ¿Para qué permanecer, pues, en él, más tiempo de lo que era necesario?

Al salir a la calle se tendieron prontamente en sus asientos los ocupantes de un coche parado junto a la acera, unos pasos más abajo.

—¡Cuidado, Lefty! —dijo uno de ellos—. Vigilemos.

—Sí, vigilemos —repuso el otro—; pero no le mires como si fuera Santa Claus. Podría darse cuenta.

Eran Lefty y Bugs, los dos detectives puestos al servicio de la Compañía Danielsen que pertenecían a la banda del Araña Gris: los mismos que, a traición, habían puesto fuera de combate al gordo Eric.

Pocos minutos antes habían recibido instrucciones del Araña Gris. Por ello estaban allí; para vigilar y seguir los pasos de Doc Savage.

—¡Si tenemos ocasión, lo acogotaremos! —murmuró Lefty—. ¿Lo hacemos ahora mismo?

—Sería arriesgado —replicó prontamente Bugs—. He visto un poli en la manzana próxima.

La pareja presenció cómo penetraba Doc en su Roadster y después, Lefty rezongó, tras de lanzar en torno una ojeada inquieta, como para asegurarse de que no le escuchaban:

—¿Habrá descubierto que fuimos nosotros los que despachamos al viejo Toppy?

—No lo creo —respondió Bugs—. Recuerda que no hemos dejado prueba alguna de nuestro paso por el taller.

Doc Savage no se había dado cuenta de la presencia en la calle de los asesinos de Toppy, porque el sol matinal arrancaba cegadores reflejos de cristal de su parabrisas y, por consiguiente, no distinguió si el coche estaba o no ocupado.

El Roadster le condujo, por Canal Street, hacia la parte baja de la ciudad, pero antes de llegar a ésta, hizo alto un instante, ante un establecimiento determinado.

Lefty y Bugs, que le seguían a una distancia prudencial le vieron entrar en el comercio.

—Deseo unas placas de dictáfono —explicó al dependiente que acudió, solícito, a ponerse a sus órdenes— y, si me lo permite, utilizaré el aparato. Es cosa de unos minutos.

La petición no era corriente, pero se accedió a ella.

Doc acomodose entonces ante uno de los dictáfonos empleados para la prueba de placas y puso en él una de los que acababa de adquirir.

Después dictó un largo mensaje.

Nadie oyó ni una palabra de éste. El aparato registraba con facilidad sus órdenes y así transmitió, una tras otra, junto con instrucciones detalladas de cómo debían llevarse a cabo.

Aquellas instrucciones eran para sus hombres e intentaban enviarles las placas mediante un mensajero.

—Tened en cuenta —les dijo para terminar— que si una sola palabra de mi mensaje llegara a oídos del Araña Gris, acarrearía la inmediata muerte y destrucción de todos nosotros.

Terminada la impresión de la placa, hizo de ellas un paquete y lo llevó a la Central de Telégrafos, situada unas puertas más abajo.

Allí buscó a un mensajero, escribió en un papel el nombre de un hotel y el número de una habitación y se lo dio con el paquete al pequeño.

El hotel era el mismo donde se hospedaban sus cuatro amigos, conforme a las instrucciones, escritas con tinta invisible, que les dejara en las oficinas de la Compañía maderera de Danielsen y Haas.

Y en él estarían, con seguridad, en aquellos momentos, Monk, Renny, Long Tom y Johnny.

El mensajero se detuvo en la acera y vio partir el Roadster, en dirección de las oficinas de la Compañía.

Cuando lo hubo perdido de vista montó en su bicicleta. En el bolsillo llevaba, con tiento, el paquete, pues le habían recomendado que no lo dejara caer al suelo.

Leyó la dirección del hotel en el papel que le había entregado Doc, se lo metió también en el bolsillo del pantalón y pedaleó con brío.

A causa del tráfico, la circulación era lenta en Canal Street. El mensajero creyó conveniente torcer en dirección de la Avenida Clairborne, a su izquierda (aquél sería el camino más corto, indudablemente), y tomó por ella sin vacilar.

Un automóvil se le atravesó, de repente, en el camino.

Fue en vano que pusiera el pie en el freno. La bicicleta chocó con el automóvil y se le encogió la rueda trasera, como fuelle de un acordeón.

La sacudida originada por el encuentro de los dos vehículos despidió del asiento al mensajero, que voló por encima del manillar y, a modo de ariete, su cabeza golpeó un costado del coche.

Mas, como no estaba hecha del mismo material, se comprenderá fácilmente que el chico cayera desmayado al arroyo y quedara allí inerte.

—¡Buen golpe, Bugs! —cloqueó uno de los ocupantes del auto.

—¡Excelente, Lefty! —replicó el otro—. Cuida un momento del volante. Voy a coger el paquete que lleva ese mocoso.

—¡Apodérate también del papel que se metió en el bolsillo!

Los dos tunantes habían aprovechado, gozosos, la ocasión que se les ofrecía de abandonar la vigilancia de Doc para transferirla al indefenso mensajero.

Recordaban demasiado bien lo que el gigante de bronce había hecho con los cuatro hombres-mono que trataron de asesinarle. En el fondo no les era agradable su espionaje, y, por ello, dejaron marchar a Doc Savage para ir en pos del mensajero.

Juzgaban que lo que éste llevaba era de suficiente importancia para disculpar su abandono de Doc, una buena disculpa que dar al Araña Gris.

Bugs extrajo el papel del bolsillo del mensajero y recogió el paquete. Saltó luego al coche, y éste partió a la carrera.

—¡Eh! ¡Mira esto! —exclamó Bugs al contemplar el contenido del paquete—. ¡Son placas de dictáfono!

—¿Están impresionadas?

—Eso creo.

Lefty aproximó el coche a la acera y lo detuvo. Acababa de divisar un dictáfono en el escaparate de un comercio.

—El hombre de bronce debió alquilar un aparato de ésos —observó—. ¿Y si hiciéramos lo mismo?

—Eso es usar bien del aparato pensante —aprobó Bugs.

Entraron en la tienda, llamaron con una seña a un dependiente y le explicaron el motivo de su visita. Un momento después se inclinaban sobre un dictáfono, en el cual habían colocado previamente una placa.

La caja del aparato tenía dos receptores. Lefty se apoderó de uno, Bugs tomó el otro y ambos contuvieron el aliento.

El disco giró haciendo un ruidillo sibilante y después sonó una voz.

Una cómica expresión de aturdimiento se pintó en el semblante de los dos detectives. Parecía que acabaran de asestarles un martillazo en la cabeza.

Su asombro era natural. ¡Ellos no entendían ni una sílaba de las palabras que oían!

Doc Savage dictaba sus mensajes en un idioma desconocido perteneciente a una vieja civilización en decadencia.

Lo mismo él que sus hombres habíanla aprendido de labios de los supervivientes de la raza maya perdidos en un valle de la América Central, que eran también, los que le suministraban el oro necesario para sus fines benéficos y humanitarios.

—¿Qué hacemos ahora? —gruñó Bugs.

—Entregar estas placas al Araña Gris —determinó Lefty.

Y la digna pareja se dirigió, sin pérdida de tiempo, al Barrio de los Franceses, llevando Lefty el paquete bajo el brazo.

El distrito o Barrio de los Franceses, es el más antiguo de Nueva Orleans, y aun cuando se halla a unos pasos de distancia del barrio de los negocios, que se caracteriza por sus rascacielos, es, probablemente, uno de los que mayor sabor local tienen de todas las ciudades estadounidenses. Es todavía más notable que el barrio chino de San Francisco.

Habitarles es lo mismo que habitar la parte antigua de París. Viejos edificios y callejuelas estrechas le caracterizan. Todo él está lleno de balcones.

Lefty y Bugs tomaron por una travesía y penetraron, furtivamente, en un edificio de los más deteriorados, bajaron por un largo pasillo y llamaron a una puerta. Ésta se abrió, después de haber murmurado Lefty su nombre.

La habitación ostentosa y mal oliente en que penetraron, hacía las veces de bar. En ella había, diseminadas, varias mesas y sillas de metal.

Quizá hubiera hasta una docena de concurrentes desarrapados; todos eran hombres.

Ante una mesa estaba sentado un hombre-mono, de terrosa tez. A él se dirigieron los dos detectives y le entregaron el paquete que llevaban.

—Entrega esto al Araña Gris —le encargó Lefty—. Dile que lo consideramos de importancia y que para apoderarnos de ello tuvimos que abandonar la vigilancia del hombre de bronce… Pregúntale qué desea que hagamos ahora.

Sin abrir los labios, el habitante de las marismas partió, llevándose el papel y el paquete.

—Me gustaría seguir a esa serpiente acuática —dijo, con ironía Lefty—, y ver en qué parte de la ciudad tiene su escondrijo el Araña Gris.

—¡Hum! Tanta curiosidad podría acarrearte funestas consecuencias. Ya has visto lo que le ha sucedido Toppy.

—¡Querrás decir lo que le hemos hecho! —corrigió Lefty, con la mayor sangre fría—. Pero le ha sucedido por charlatán.

—¿Cómo llegó a saber quién es el Araña Gris? ¿Cómo pudo descubrir su identidad? —inquirió Bugs.

—Es muy sencillo: Topper Beed pensaba adquirir el material de los aserraderos robados que vendían los agentes del Araña y entró en tratos con uno de éstos. Pronto, sin embargo, concibió sospechas respecto a su procedencia, le espió y fue con el cuento de su descubrimiento a la Compañía Danielsen. Tanto descubrió al final…

—… que así acabó —concluyó Bugs, con sorna.

Varios cigarrillos consumieron la pareja en la espera.

Por fin apareció el hombre-mono.

—El Araña está loco de rabia —dijo—. Dice que sois un par de imbéciles y que no le sirve de nada el paquete que le habéis traído.

Lefty y Bugs recibieron la noticia en silencio. Después de todo, salían bien librados, pues acababan de desobedecer abiertamente las órdenes del Araña Gris y éstas eran severísimas. Su deber era matar al hombre de bronce.

Además, eran los causantes de la cólera del jefe que, por lo visto, tampoco había sabido descifrar el mensaje, redactado en un misterioso idioma.

En aquellos momentos penetró en el bar otro hombre-mono llevando, en la mano un maletín nuevecito, de piel negra, que colocó sobre la mesa.

—¿Qué es esto? —preguntó Lefty.

—No seas preguntón —gruñó el recién llegado—. Toda la fuerza se te va por la boca. OUI. Mejor será que desempeñes la gestión que voy a encomendarte, a satisfacción del jefe.

Prosiguió hablando. Su lenguaje era casi incomprensible y se expresaba con tal volubilidad y ligereza, que los dos detectives maldijeron varias veces, con objeto de que fuera más despacio.

Mas, a medida que iban comprendiendo el significado de las órdenes del Araña Gris palidecían visiblemente. El sudor bañaba sus frentes.

—¡Demonio! ¡No me agrada esto! —gimió Bugs.

—Ni a mí tampoco —gruñó Lefty.

—El Araña lo manda. ¿Debo decirle que le enviáis a paseo?

—¡No, no! —dijo apresuradamente Lefty—. Obedeceremos.

—Pues, ¡andando, que es tarde! —dijo el hombre-mono.

Lefty y Bugs se escabulleron. En un santiamén estuvieron en la calle, estrecha y pintoresca, en que estaba situado el bar.

El flamante maletín que llevaban contrastada notablemente con el ambiente de otra época que les rodeaba.

—Una cosa me disgusta desde que trabajo a las órdenes del Araña Gris —rezongó Lefty, cuando nadie pudo oírles—. Que me transmita sus deseos por medio de esos groseros habitantes de la marisma.

Con el egoísmo característico del criminal de baja estofa, Lefty pasaba por alto un hecho: el que era él un ser todavía más vil que los primitivos hombres-mono.

Tan ignorantes eran éstos, que no sabían distinguir el bien del mal, por consiguiente, el Araña Gris les inspiraba supersticioso temor y veneración. Lefty y Bugs eran educados hasta cierto punto no tenían disculpa.

—Esas sabandijas son los mensajeros del jefe —observó, resignadamente, Bugs—. Tengamos paciencia. Para ello se nos paga espléndidamente; mucho más que cuando servíamos de detectives a la Compañía… y nos embolsábamos las propinas de sus enemigos.

—Sí… tienes razón —admitió Lefty.