Un silencio siniestro invadió la habitación en que yacían, exánimes, los tres seres. Al otro lado de la puerta sonaba un reloj de madera, con acompasado «tic-tac». Diríase que marcaba los pasos de la muerte.
En las apartadas regiones de la cocina zumbaba el motor de un refrigerador eléctrico…
Del Missisippi llegaba, en alas del viento, el mugido persistente de la sirena de un paquebote. De la ventana abierta de una casa vecina surgían las alegres notas de un bailable, radiado, y confundidos con él chocar de copas y gozosas carcajadas.
Una voz dijo dentro de la habitación:
—¡La costa ha quedado libre!
Y dos seres de extraño aspecto salieron del interior de un armario.
Eran de corta estatura. Su piel tenía un color poco usual, amarillo terroso.
Sus facciones eran rudas y desdibujadas semejando dos grandes cuadrúmanos, pelados, a quienes se hubiera arrancado el rabo.
Vestían sencillamente. Unos dungarees cortos les azotaban las piernas a la altura de la rodilla; sucias camisas harapientas les cubrían el pecho.
Los dos iban descalzos. Los dos llevaban en la mano unos tubos delgados.
Se inclinaron sobre los cuerpos de los inconscientes Ham, Edna y Danielsen y sus dedos ágiles arrancaron a cada uno de ellos una flecha diminuta que guardaron en saquitos de cuero.
Eran aquellas flechas disparadas hábilmente por medio de una cerbatana a través de la cerradura de la puerta del armario, las que habían producido el desastre de que habían sido víctimas nuestros tres amigos.
Luego se aproximaron a la puerta y lanzaron al viento una nota parecida al silbido de una serpiente.
Varios hombres se aproximaron corriendo, al oír la señal. Se parecían como hermanos a los que estaban dentro del cuarto.
Era como si se reunieran en asamblea grandes monos de largos pelos y rabos enrollados.
Eric el Gordo hizo un leve movimiento: ¡revivía!
Los hombres-mono le sujetaron apresuradamente por medio de ligaduras y lo mismo hicieron con Edna y Ham.
Hablaban un inglés pintoresco por regla general, mas en ocasiones se valían para cambiar impresiones de una lengua extraña, irreconocible mezcla de francés, español, inglés y africano de la manigua.
Por su raza parecían tan políglotas como por su idioma.
De hallarse allí un perito en la materia hubiera reconocido en ellos al espécimen de una raza poco conocida, constituida por cierta clase de seres que habitan en el corazón de las marismas americanas del Sur. En su mayoría son descendientes de criminales que se refugiaron en aquellas regiones inhospitalarias para escapar al castigo y se pasaron en ellas la vida.
Por su origen no pueden ser más que unos seres degenerados.
Como clase son rechazados por los seres superiores que cohabitan con ellos la marisma.
Era entre este pueblo vicioso e ignorante donde se practicaba el rito siniestro y sanguinario, en ocasiones, del vuduismo. En la extensión desierta de la marisma sucedían continuamente hechos espantosos, se decía.
Pero jamás volvieron de las laberínticas ciénagas de la región los ejecutores de la justicia enviados allí para averiguar la verdad con pruebas palpables, evidentes, de que lo que se murmuraba fuera otra cosa que un cuento debido a la imaginación de un poeta que hubiera pasado de noche junto al cementerio.
Con todo, se sabía que existía el vuduismo.
El jefe de los hombres-mono se aproximó al piloto del aeroplano y su acompañante el del pelo planchado.
—¿Qué os sucede? —preguntó en su tosca lengua.
Los dos hombres explicaron en una jerigonza desprovista de sentido.
Sus palabras no expresaban una idea coherente.
—¡Sacré! ¡Responded! —exclamó el jefe.
Les abofeteó en las mejillas y los dos oscilaron en sus asientos, pero no retrocedieron. Tampoco trataron de defenderse. Los ojillos del jefe comenzaron a desorbitarse.
—¿Qué quiere decir esto? —balbuceó.
—Les habrán hecho mal de ojo… —insinuó un hombre-mono.
Todos rodearon, entonces, a los dos desdichados. Un sudor semejante a la parafina brotaba de sus frentes mientras descansando, ora sobre un pie, ora sobre otro, contemplaban al piloto y su compañero como si éstos fueran dos aparecidos.
—¿Qué vas a hacer con ellos? —inquirió otro hombre-mono.
El jefe reflexionó. Una sonrisa feroz dilató sus labios. Su cerebro primitivo acababa de concebir una idea que le complació en extremo.
—¡Mataré a los dos! —dijo—. Es un medio excelente para deshacer el sortilegio de que los ha hecho víctimas.
—¿Le agradará esto al Araña Gris? —preguntó, caviloso, un tercer hombre-mono.
—Seguro —gruñó el jefe—. Ni uno ni otro han desempeñado satisfactoriamente la tarea que les ha sido encomendada… y sabéis lo que esto significa.
—¿La muerte?
—Esto es.
—En tal caso saquémosles de aquí…
—¡Non, non! —repuso el jefe con una mueca burlona—. Sería un trabajo excesivo. ¡Yo les despacharé!
Introdujo la mano en el espacio comprendido entre el pecho y la camisa que lo cubría y sacó una navaja.
Bastaron dos golpes. El piloto y su compinche cayeron, exánimes, al suelo.
Un chillido penetrante entreabrió los labios de la hermosa Edna. Salía de su desmayo para darse cuenta, una vez repuesta del todo, del crimen horrendo que se cometía ante sus ojos.
El jefe de los hombres-mono la golpeó brutalmente. Tornó a perder el sentido.
Al ver abatirse sobre ella aquel puño despiadado se apoderó de Eric el Gordo una exaltación violeta.
La rabia le enloqueció y le prestó la energía irresistible de un maníaco.
Era un hombre vigoroso, producto de la antigua escuela de los negociantes de madera, la profesión que exigía de ellos una inteligencia despierta, prontitud de acción y la fuerza necesaria para tumbar a cualquier aserrador que trabajase a sus órdenes.
Hizo un esfuerzo y saltaron las ligaduras de sus muñecas; un segundo le bastó para desatarse los pies y se enderezó de un salto.
El jefe de los hombres-mono echó la mano hacia atrás por encima del hombro y tiró el cuchillo.
Eric paró el golpe de la misma manera que hubiera recibido sus antepasados las flechas disparadas por el enemigo durante un combate: asiendo una silla y escudándose con ella.
El arma fue a clavarse en la parte posterior del asiento. El millonario la arrancó y corrió a cortar las ligaduras de Ham. No le dieron tiempo. El enemigo en masa se interpuso entre los dos.
Entonces blandió el pesado asiento. Los bretones no hubieran rechazado con mayor denuedo a las victoriosas hordas de los vikingos.
El arma improvisada cascó un cráneo con la misma facilidad que si se tratara de un huevo. Sonó un tiro.
No dio en el blanco. Antes de que sonara otro, Eric había derribado al hombre que lo había disparado.
—Lucha como una fiera ¡Sacré! —gimió un hombre-mono.
Eric había abandonado el cuchillo. Ham saltó de puntillas, y trató de apoderarse de él. En el acto se le echó encima una nube de hombres-mono.
Aquellos demonios eran duros en extremo. No había manera de vencerlos.
Le derribaron y paralizaron sus movimientos.
La cosa se ponía fea. Comprendiéndolo así, Ham gritó con voz potente:
—¡Sacúdeles el polvo, Eric, y llévate a Edna cuanto antes!
Muchísimo repugnaba al millonario la idea de abandonar a su suerte al brigadier, pero adivinó que le daban un buen consejo.
¡Todo por la salvación de Edna! Dadas las circunstancias, no cabía soñar en alcanzar la victoria sobre los contrarios.
Corriendo uno de estos juntos al inanimado cuerpo de la muchacha, hubiera clavado en él su navaja de no habérselo impedido su jefe.
—¡Non, non! —exclamó—. El Araña Gris no quiere que muera. No hay que tocar al padre ni a la hija. Antes deben firmar un documento.
El millonario captó la frase mientras luchaba. Demostraba lo que había supuesto, que el Araña Gris andaba tras de la Danielsen y Haas.
Y fuesen los que quisieran sus ignorados proyectos sobre la compañía, era evidente que la presentación de un papel avalado con la firma de su hija y la suya apoyaría sus pretensiones.
Al fin llegó, junto a Edna. Con el brazo derecho levantó su cuerpo exánime y con el izquierdo sacudió la silla.
Dos hombres cayeron a tierra. Pero, ni uno ni otro recibieron grave daño.
Eric se situó de espaldas delante de una puerta y buscó el pomo a tientas.
Éste giró, pero la puerta tenía echada la llave.
Obra había sido ésta de uno de los hombres-mono que confiaba en retenerle así en la habitación.
La silla se alzó impulsada por los brazos musculosos del millonario y cedió un paño de la puerta. Era como si una mula hubiera dado una coz a un cuévano lleno de bananas.
Eric atravesó el hueco abierto y de nuevo oreó su rostro inflamado a la fresca brisa del Golfo. Recorrió a paso de carga la avenida. Pronto dejó atrás a sus perseguidores.
Se acercaba a la calle.
De entre los setos que adornaban el borde de la acera salieron, de súbito, dos hombres armados de revólveres.
Eric empuñó lo que había quedado de la silla, la alzó amenazadoramente y no descargó el golpe. De sus labios brotó un grito de júbilo.
¡Aquellos hombres trabajaban para él! Eran «Lefty» Shea y «Bugs» Ballard, detectives consagrados al exclusivo servicio de la compañía cuyo deber consistía en dar caza a los ladrones y denunciar a los extremistas que pudieran originar disturbios en los aserraderos y bosques de tala.
Era muy extraño que estuvieran allí a aquella hora, mas Eric el Gordo no se paró en pensar. Eran sus empleados, estaban allí. Con aquello bastaba.
—¡Lefty! ¡Bugs! ¡Los hombres del Araña Gris han asaltado la casa! —chilló con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Carguemos contra ellos!
—¡Carguemos! —repitió Lefty con voz tonante.
Los dos detectives eran hombres corpulentos. Sus facciones eran duras, pronunciadas; sus modales… bruscos.
Eric giró en redondo. Su idea de colocarse a la cabeza del grupo.
En cuando volvió la espalda, Lefty le asestó un golpe con el cañón del revólver.
El arma rompió la banda de blondos cabellos que protegía la cabeza de Eric quien cayó, pesadamente, al suelo sin soltar el cuerpo inconsciente de su hija.
¡Le había derribado uno de sus empleados!
Los malvados hombres-mono corrieron a su encuentro y les dispensaron una acogida amistosa.
—Los habéis atrapado, ¿eh? ¡Bien! —celebró el jefe de la banda.
—Los cogimos. Afortunadamente para vosotros, becardones del pantano, pues el gordo Eric pensaba haceros picadillo —repuso Lefty.
El hombre-mono mostró un rictus que puso al descubierto sus dientes de hurón. Le desagradaba la acusación que encubría las palabras del detective, mas no podía detenerse a discutirlas.
—Bueno, ¡manos a la obra! —rezongó—. Aguarda aquí el regreso del hombre de bronce y apodérate de él. Mi te deja cuatro hombres.
—Te agradezco la atención —replicó Lefty con acento de ironía—, pero ¡llévatelos! Para acogotar a un hombre ni Bugs ni yo necesitamos ayuda.
Una irónica sonrisa entreabrió los labios del jefe. Había visto a Doc Savage y por mucha que fuera su ignorancia reconocía en él ciertas cualidades extraordinarias.
Aquel hombre era un Hércules y sonaría la última hora de Bugs y Lefty si le atacaban solos.
Al hombre-mono le agradaba imaginar la catástrofe que se avecindaba.
Por su gusto hubiera abandonado los dos detectives a su suerte, mas temía la cólera del Araña Gris si les dejaba indefensos, y la cólera del Araña Gris era espantosa.
—Mi te deja cuatro hombres —repitió.
—Como quieras —cloqueó Lefty— con tal de que no se mezclen en la contienda. Con eso verán cómo se portan dos valientes.
Se pasó por alto el insulto y se recogieron del suelo los cuerpos de Eric, Edna y Ham.
Los cuerpos de los dos hombres asesinados se dejaron indiferentemente dentro de la mansión de los Danielsen.
La boca en uno de ellos, abierta desmesuradamente, mostraba el mocasín tatuado en su paladar.
Cuando todos, excepto los cuatro hombres-mono, hubieron partido llevándose a los prisioneros, Lefty y Bugs tomaron posición tras de los arbustos que rodeaban la casa.
—Mientras se hallen aquí esos becardones de pantano —cuchicheó Lefty al oído de Bugs—, ¿para qué arriesgarnos? Dejémosles que ataquen primero al hombre de bronce y si él les viese ¡allá ellos! Su piel no es nuestra piel.
—¡Excelente idea, camarada! —aprobó Bugs—. Hay que ponerla en práctica.
Aguardaron fuera de la casa y dentro colocaron a los cuatro hombres, de modo que pudieran disparar sus flechas sobre Doc Savage en el mismo instante en que descubriera los cadáveres del piloto y de su compinche.
El tiro disparado durante la lucha de la banda con Danielsen había pasado evidentemente como la explosión de un neumático de automóvil y también había pasado inadvertido el chillido de Edna, probablemente porque la mansión de Eric Danielsen se hallaba enclavada en el centro de poblados jardines cuya extensión era, sobre poco más o menos, la de un parque público.
Pasado algún tiempo se detuvo un coche delante de la casa. No penetró en los jardines. Tras de hacer alto un momento como para dar tiempo a que se apeara de él su ocupante reanudó la marcha.
—¡Ahí está! —murmuró Lefty.
Aguardaron. ¡Qué extraño! No se oía el más leve rumor, contuvieron el aliento. Nada. Ningún pie hería la avenida enarenada que conducía a la puerta principal de la mansión.
No se movía una rama; ni siquiera una hoja de los arbustos que la bordeaban.
Era como si del coche se hubiera apeado un ser incorpóreo. Lefty y Bugs estaban perplejos.
Después se les erizó el cabello.
En la habitación ocupada por los cadáveres acababa de aparecer un hombre extraordinario.
Pero su entrada había sido silenciosa, como proyectada por una invisible cámara cinematográfica.
Sus ojos dorados apreciaron la escena de una sola ojeada. Junto a sus sillas yacían el piloto y el hombre del pelo planchado. Habían caído al suelo después de ser asesinados con arma blanca y no se movían.
También en el suelo reposaba, un poco más lejos, el único hombre-mono muerto por Eric el Gordo durante la refriega.
Tenía la boca abierta y en su paladar se campeaba la asquerosa serpiente de agua.
Incluso Lefty y Bugs, agachados fuera, distinguieron las chispas de cólera que despidieron las doradas pupilas del gigante al presenciar aquel triste espectáculo.
Su fulgor sobrecogió a los dos miserables. Con sólo mirarlas se debilitaba el valor que animaba su espíritu desaprensivo.
No se atrevían ni a respirar. Un terror sin límites se posesionaba de ellos.
Una cerbatana asomó entonces por el ojo de la llave de una cerradura. Lefty y Bugs la vieron y se alegraron de que se hallara detrás del hombre de bronce.
¡Con tal de que él no se volviera!… Pero, no tenía intención de hacerlo, al parecer.
Un segundo… dos… y la muerte le sorprendería por la espalda.
Inesperadamente, no obstante, se acercó al piloto, saliéndose así del radio de acción de la cerbatana, y se inclinó sobre él.
Respiraba todavía. ¡La puñalada no había sido mortal!
Rápidamente le aplicó la inyección número dos o sea la que anulaba el efecto de la droga inventada por él.
Al otro lado de la ventana Lefty y Bugs estaban en un dilema.
Deseaban disparar sobre el hombre de bronce y no se atrevían por miedo a llamar la atención. No es lo mismo disparar un tiro a puerta cerrada que en mitad de la calle.
Y también temían ser ellos los primeros en comenzar una contienda, de modo que aguardaron a que la cerbatana llevara a cabo su siniestra tarea.
En aquellos momentos contenía en su interior una flecha envenenada.
¡Ella ocasionaría la muerte instantánea a Doc Savage!
El piloto del monoplano se agitó débilmente. Recuperaba el dominio de sus facultades.
—¡Demonios! —exclamó con firme acento—. ¡Falsos, engañosos becardones de pantano!
Recordaba lo sucedido mientras él había permanecido en un estado singular de pasividad.
Sabía que su propia banda había tratado de asesinarle… que lo había conseguido, quizás pues la vida se le escapaba por la herida abierta.
—¿Dónde están Eric el Gordo… y Edna y Ham? —La voz potente de Doc llenó los ámbitos de la habitación e hizo estremecer a Lefty y Bugs al otro lado de la ventana.
Un ataque de tos sacudió al piloto en el momento mismo en que iba a replicar. Sus labios se tiñeron de rojo.
Doc le prestó un rápido alivio. Consiguió esto hundiendo los dedos en ciertos centros nerviosos del herido y paralizándolo mediante un masaje que calmaba sus dolores. Era en el campo de la cirugía donde se mostraba más competente y de su educación formaban también parte la osteología, la osteopatía, la quiropráctica y otras ciencias afines.
Cuando hubo concluido pudo hablar con el piloto.
—Vigile la puerta: ésa que hay al otro lado de la habitación —dijo—. Hay gente escondida detrás de ella, con una cerbatana.
Así prevenía a Doc.
Éste contestó en voz tan baja, que sus palabras llegaron únicamente al oído del moribundo piloto (Doc sabía que no podía vivir).
—Lo presumía.
—¿Por qué? No comprendo…
—Es muy sencillo: tus compañeros necesitan darse un baño. Despiden un olor acre y los he olfateado. También he visto salir la cerbatana, por el ojo de la llave. Pero aquí mi hallo fuera del alcance de sus flechas.
Lo que Doc no sabía era que dos demonios (Lefty y Bugs) le acechaban, revólver en mano, al otro lado de la ventana y que él les inspiraba un sentimiento singular, mezcla de espanto y de sed de sangre.
El piloto no sentía olor ninguno. Era increíble que no sólo hubieran impresionado el olfato del gigante los efluvios exhalados por el cuerpo de sus compañeros sino que además les hubiera localizado en el acto… sin que lo pareciese.
No sabía, claro es, que Doc Savage ejercitaba diariamente sus cinco sentidos. Ignoraba que se entregara, todas las mañanas, a penosos ejercicios de dos horas de duración gracias a los cuales se había convertido, poco a poco, en un superhombre. Pero así era.
—El culto del Mocasín dispuso de los otros —suspiró el piloto—. A mí me dejaron por muerto.
—¿Sabes dónde les han llevado? —inquirió ansiosamente Doc Savage.
Lefty y Bugs temblaban de excitación. ¿Qué hacían los hombres-mono que no entraban en acción? Gradualmente fueron alzando los cañones de sus revólveres.
—Sí —replicó el piloto—. Están en un lugar donde permanecerán encerrados algún tiempo. A él llegarán otros miembros de la banda y les trasladarán al Castillo del Mocasín. Dicho castillo se encuentra en una región ignorada. Sólo el Araña Gris y unos cuantos…
—¡Más tarde me dirás lo que falta! —dijo Doc interrumpiéndole—. ¿Dónde los encontraré?
El piloto cobró aliento. Intentaba responder. No le dieron tiempo.
Del cuarto adyacente salieron los hombres-mono y se lanzaron al ataque.
Uno de ellos se llevó la cerbatana a los labios. Luego sopló por ella.
Pero el hombre de bronce tenía los movimientos muy rápidos. De momento se desvaneció para reaparecer unos pasos más allá.
La flecha perdió el blanco por un metro escaso, penetró en la pared y quedó adherida a ella por la punta, semejante a la de una aguja.
Entonces y antes de que los hombres-mono se dieran cuenta de lo que sucedía, cayó sobre ellos la venganza de Némesis.
Los cuatro empuñaron las afiladas navajas. No eran cobardes. Lucharían hasta morir.
Y en efecto: les sobrevino la muerte con una rapidez mayor de la que imaginaban.
Un hombre-mono asestó a Doc un navajazo destinado a poner fin a la contienda. Iba dirigido en línea recta a su corazón.
Mas, antes de que llegara a él una parálisis repentina detuvo el brazo del que empuñaba el arma contra él y antes de que se diera cuenta de lo que iba a suceder, la tenía clavada en mitad del pecho.
El piloto hizo un esfuerzo terrible y se arrastró por el suelo refugiándose dentro de un armario cuya puerta cerró cuidadosamente tras de sí.
En aquel instante otro hombre-mono atacaba a Doc con un estilete afilado como una navaja de afeitar.
También él confiaba despachar a Doc, pero éste se ladeó ligeramente y el arma le rasgó la chaqueta y la camisa a la altura del corazón.
—¡Sacré!… —exclamó el hombre.
Ésta era la última palabra que debía pronunciar en este mundo. Al pretender asestar un nuevo golpe sonó un estallido y se vino al suelo, en una pieza.
Unas manos grandes le acababan de romper el cuello.
Lefty y Bugs se habían alejado un poco de la ventana. Temían que se les obligara a tomar parte en la lucha y al propio tiempo esperaban que los hombres-mono acabarían con Doc Savage.
De pronto, el hombre de bronce cruzó a grandes pasos la habitación.
Sostenía en cada mano a los dos supervivientes de la refriega. Los dos chillaban como ratas de cloaca; los dos trataron de acuchillarle, mas en vano.
El dolor provocado por la presión que ejercían sobre sus cuellos los dedos de Doc era intolerable y no podían defenderse.
Un par de brazos robustos les impulsó. Sus cuerpos por el aire atravesaron, girando, el cristal de la ventana, rompiéndole en mil pedazos y cayeron a los pies de Lefty y Bugs.
Este hecho indujo a los dos detectives a creer que habían sido descubiertos.
Eran dos cobardes. Un terror indescriptible se apoderó de ellos y huyeron en lugar de atacar a Doc con sus revólveres.
El fragor de la caída y el ruido de cristales rotos que acompañó la salida por la ventana de los dos hombres-mono, apagaron el sonido de sus pasos.
Doc Savage corrió al lado del piloto. Era importantísimo que éste respondiera a su pregunta: ¿qué había sido de Edna, de Ham y de Eric el Gordo? ¿Adónde les habían llevado los adoradores del Mocasín?
Pero el piloto estaba muerto.
¡De sus labios helados jamás saldría ya una palabra!