Capítulo XIX
El jefe supremo de bronce

Doc Savage se dirigió con rapidez hacia la ciudad de piedra, situada a corta distancia. Atravesando la vegetación tropical, llegó a la primera calle pavimentada; luego se deslizó por entre los edificios.

Avanzó tan silencioso, que los pájaros tropicales que se posaban por los salientes de las azoteas no se asustaron de su presencia.

Se dirigía hacia la casa que fue su cuartel general, donde guardaban pistolas, ametralladoras, rifles y el gas inventado por Monk.

Quería apoderarse de las armas. Con ellas, derrotarían con facilidad a los cincuenta guerreros.

Con idéntico armamento, los satélites de Kayab no podrían hacer frente a Doc y a sus cinco veteranos luchadores.

La casa parecía desierta. La puerta estaba entreabierta.

Se detuvo y escuchó.

Oyó una docena de disparos por el lado de la pirámide. Después siguió un silencio.

Empujó la cortina y penetró en la casa. No había enemigos allí.

Cruzó la habitación como si se deslizara sobre hielo, sin el menor esfuerzo.

Probó la puerta de la habitación donde dejaran las armas.

Percibió de repente que el timbre eléctrico de alarma que Long Tom instaló estaba inutilizado.

¡Ningún maya sabía hacer semejante operación!

«El hombre de la piel de serpiente —pensó—. No se detiene ante nada».

La puerta cedió a un empujón del poderoso brazo bronceado. Lo que vio al escudriñar el interior ya lo esperaba. ¡Las armas habían desaparecido!

Oyendo un leve ruido en la calle, giró sobre sus talones. Y cruzó la habitación, no en dirección de la puerta, sino de la ventana.

Sus agudos sentidos le advertían que prepararon una emboscada.

Antes de llegar a la ventana, un objeto lanzado desde el exterior cayó, rompiéndose contra la pared.

Era una botella conteniendo un líquido de aspecto repugnante, que se pulverizó por toda la habitación.

¡Comprendió que era el gas inventado por Monk!

Con aire resuelto continuó avanzando en dirección a la ventana. Pero el cañón de una pistola asomándose disparó una lengua de fuego.

Los gases inundaban la habitación.

Era imposible escapar por allí. Dio media vuelta, encontrándose frente a los cañones de dos pistolas automáticas que él inventó.

Conocía la rapidez con que fulminaban la muerte.

Luego, poco a poco, se desplomó.

Parecía una enorme estatua de bronce yacente sobre el suelo de piedra.

—¡Los gases terminaron con él! —gritó el hombre enmascarado, apareciendo tras la protección de varios guerreros.

Luego, comprendiendo que habló en lengua desconocida de los mayas, tradujo:

—El poderoso aliento del Hijo de la Serpiente Emplumada venció al jefe de nuestros enemigos.

—¡Tu magia es poderosa! —murmuraron los guerreros, con gran temor.

—Retiraos de la puerta y de la ventana hasta que el aire se lleve mi magia —ordenó el hombre enmascarado.

Soplaba una brisa suave y al cabo de diez minutos el hombre misterioso decidió que los gases habían perdido ya su eficacia.

—Entrad —ordenó—. Coged al diablo bronceado y sacadlo a la calle.

Las órdenes se obedecieron con rapidez. Los guerreros pusieron sus manos temblorosas sobre la magnífica figura bronceada de Doc Savage.

Le temían, aun viéndole quieto e inerte.

Al llegar a la calle soltaron en seguida al gigante de bronce.

—¡Cobardes! —apostrofó el hombre-serpiente, lleno de valor ahora—. ¿No veis que sucumbió a mi magia? ¡Jamás volverá a desafiar al Hijo de Kukulcan, la Serpiente Emplumada!

Los guerreros no parecían muy seguros. Recordaban una ocasión en que Doc resucitó a tres de sus compañeros.

«Es muy capaz de resucitar él también», pensaron.

—Traed las cuerdas —ordenó el hombre enmascarado—. Atadlo dándole no una, sino muchas vueltas, hasta que no sea más que un bulto de cuerdas.

Los guerreros se apresuraron a obedecer, regresando poco después con unos rollos de cuerdas de piel de tapir.

—No le tengáis miedo —dijo el hombre misterioso—. Mi magia lo fulminó y tardará dos horas en volver en sí.

El individuo había interrogado a las víctimas de los gases de Monk y sabía la duración de sus efectos.

—¡Ahora voy a mandar el aliento de mi magia al interior de la pirámide! —rugió—. Seis de vosotros os quedaréis aquí para atar al demonio blanco. ¡Atadlo bien! ¡Moriréis todos, si escapa! Ha de ser sacrificado a la Serpiente Emplumada.

Tras la advertencia, el individuo se alejó, arrastrando tras sí la larga cola de serpiente incrustada de plumas.

Tenía un aspecto más siniestro todavía que el monstruoso reptil.

Los seis guerreros mayas cogieron los extremos de las cuerdas de piel de tapir y al inclinarse para atar a Doc Savage, recibieron la mayor sorpresa de su vida.

Unas garras de acero hicieron presa en las gargantas de dos guerreros.

Otros dos salieron despedidos, lanzados por un par de piernas de bronce.

Doc Savage no perdió ni un instante el conocimiento.

Los extraordinarios gases de Monk eran fatales cuando se los inhalaba; de lo contrario, eran ineficaces.

Contuvo el aliento mientras el hombre enmascarado esperaba que los gases se disipasen de la casa.

Gracias a esta estratagema se libró de ser muerto a tiros.

Sacudió a los dos mayas a quienes tenía cogidos por la garganta. Golpeando una cabeza contra otra, les dejó desvanecidos.

Los otros dos estaban enredados en las cuerdas e intentaban sacar sus cuchillos de obsidiana.

Utilizando a los dos hombres como porras humanas, derribó a los otros.

Los dos a quienes sus poderosas piernas derribaron, se desplomaron en el mismo lugar del ataque.

Un guerrero logró emitir un solo grito penetrante de agonía. Luego los seis hombres quedaron privados de conocimiento, tendidos en el suelo rocoso.

Doc se enderezó de un salto. Aquel grito del guerrero extendería la alarma.

La caja metálica conteniendo los productos químicos de Monk no estaba detrás del banco de piedra donde la dejó.

Sufrió una decepción, pues esperaba obtener suficientes ingredientes para fabricar una máscara eficaz contra los gases de Monk.

Era evidente que el hombre misterioso se había apoderado de los materiales.

Salió corriendo del edificio. Una ametralladora hizo una descarga cuando descendía por la calle, pero las balas parecían respetarle. Antes de que el hombre enmascarado, pues él disparaba, rectificase la puntería, la figura metálica de Doc desapareció con el humo, flotando luego en la azotea de un edificio.

Saltando de azotea en azotea, descendió, por fin, a la calle.

Dejó que los guerreros le percibiesen, desapareciendo con velocidad relampagueante antes que pudieran disparar.

Le persiguieron aullando como una manada de lobos.

Un grupo numeroso abandonó el sitio de la pirámide para unirse a la persecución.

Eso pretendía Doc. Era imperativo que regresase a la pirámide para trazar algún plan defensivo contra los gases que entonces poseía la diabólica secta guerrera.

Llegó a la pirámide sin ser visto y tan silencioso, que ya escalaba los peldaños antes de que se dieran cuenta de su presencia.

Una ametralladora empezó a disparar, rebotando las balas en los escalones y esparciéndose como gotas de lluvia.

Pero ya se encontraba en la cima y penetró en el interior de la pirámide donde se refugiaban sus compañeros.

Éstos se sobresaltaron al verle aparecer de repente. Era increíble que hubiera podido salir y entrar habiendo cuatro ametralladoras emplazadas alrededor de la enorme mole.

—Se apoderaron de los gases de Monk —explicó—. Intentarán arrojar algunas botellas por la puerta secreta haciendo inclinar el ídolo.

—Entonces le volveremos a colocar en su sitio —gruñó Monk.

Al instante utilizando sus fuerzas enormes, colocó debidamente la maciza imagen de piedra de Kukulcan.

Un maya encendió una mecha hundida en un cuenco de aceite.

—Tapen las grietas con barro —ordenó Doc—. Romperán las botellas de líquido con el fin de que los gases penetren en el interior.

—Pero ¿y las aberturas de observación? —objetó Renny—. No podremos verlos, si suben los escalones.

En respuesta, Doc tomó los lentes de Johnny.

—No uses el cristal de aumento —le advirtió—. Pon barro alrededor y tendrás el mejor puesto de observación. No dejará entrar al gas.

—¡Doc encuentra solución a todo! —sonrió su compañero.

Los mayas rebullían en el interior de la pirámide.

«Serán unos centenares —pensó Doc—. Debe existir algún pasaje subterráneo».

—Si arrojan las botellas de gases —dijo Doc a Renny—, no subirán por los escalones hasta que éstos se disipen. De manera que cuando avancen, pueden estar seguros de que no será peligroso abrir la puerta secreta y lanzar rocas escalera abajo. Advierte a los mayas que os den rocas.

—¿Adónde vas? —preguntó Renny.

—A explorar. Siento mucha curiosidad por este lugar.