Capítulo XVII
La batalla contra la muerte roja

Doc pasó parte de la mañana conversando con el rey Chaac.

A pesar de que el soberano no había oído hablar de una universidad moderna, poseía conocimientos extraordinarios respecto del universo.

La bella princesa Atacopa, también descubrió Doc, pasaría en cualquier sociedad por una joven bien educada.

—Llevamos una vida ociosa en el Valle de los Desaparecidos —explicó el soberano—. Disponemos de mucho tiempo para pensar.

Poco después el rey Chaac hizo una revelación inesperada y agradable.

—Seguramente se extrañó usted de que le dijese que antes de descubrirle el tesoro debían pasar treinta días. ¿No? —preguntó el soberano.

Doc asintió con la cabeza.

—Se trata de un acuerdo convenido con su padre —sonrió el soberano—. Yo debía quedar convencido de que era usted un hombre de suficiente carácter para utilizar su fabulosa riqueza de una manera digna.

—No fue mala idea —declaró Doc.

—Estoy satisfecho —declaró el anciano rey—. Mañana le mostraré el oro. Pero, primero, por la mañana será usted adoptado por nuestra raza maya. Usted y sus hombres. Eso es necesario. Durante siglos se nos ha transmitido la palabra de que sólo un maya obtenga esa riqueza. Al ser adoptado hijo de nuestra tribu se cumplirá ese mandato.

Doc asintió, agradecido.

La conversación giró en torno al modo de transportar el oro a la civilización.

Savage indicó:

—No es posible transportarlo en aeroplano, a causa de las corrientes de aire.

El anciano rey sonrió.

—Poseemos borricos en el Valle de los Desaparecidos. Cargaré de oro a una reata de ellos y los despacharé consignados a su banquero en Blanco Grande.

Doc se sorprendió al escuchar tan sencillo plan.

—Pero las tribus guerreras de las montañas vecinas no lo dejarán pasar.

—Se equivoca —rio el soberano—. Los nativos son de raza maya. Saben que estamos aquí y el motivo. Y durante siglos, sus armas evitaron la invasión de los hombres blancos. Sí, dejarán pasar la caravana de borricos y ningún hombre blanco sabrá jamás de dónde salieron. Y dejarán paso libre a tantas caravanas como sean necesarias durante el transcurso de los años.

—¿Existe tanto oro? —inquirió Doc.

El rey Chaac sonrió sin pronunciar otra palabra.

La Muerte Roja hirió al mediar la tarde.

Un grupo de excitados mayas que rodeaban una casa de piedra, llamó la atención de Monk. Miró en el interior.

Un maya yacía tendido en un banco de piedra. Tenía la piel salpicada de manchas rojas; estaba febril y pedía agua.

—¡La Muerte Roja! —murmuró Monk, con voz llena de terror.

Corrió en busca de Doc y lo encontró escuchando cortésmente a la atractiva princesa.

La joven logró, por fin, pillar a solas a Doc.

Al oír la noticia, el joven Savage se dirigió, con la rapidez de una centella, al aeroplano, de donde sacó su caja de instrumentos.

Al entrar en la morada de piedra del maya, se convirtió al instante en lo que era ante todo: un gran médico y cirujano.

Estudió en las principales universidades y hospitales de América y Europa, y con los cirujanos más famosos en sus clínicas particulares.

Y había practicado infinidad de experimentos por su propia cuenta.

Con sus instrumentos, su agudo oído y sus hábiles dedos, examinó con detención al maya.

Monk preguntó:

—¿Qué tiene el maya?

—Lo ignoro todavía —contestó Doc—. Pero es evidente se trata de la misma enfermedad que mató a mi padre. Eso significa que fue administrada a este hombre, de alguna manera, por ese demonio culpable de tantas atrocidades. Esto significa que debe de encontrarse en el valle ahora; probablemente el aeroplano lo dejó aterrizar en un paracaídas ayer por la noche.

Long Tom llegó corriendo en aquel instante.

—¡La Muerte Roja! —jadeó—. Son innumerables las víctimas que van cayendo por todo el pueblo.

Doc administró un calmante al primer atacado para aliviar en parte sus dolores; luego visitó un segundo paciente, que presentaba los mismos síntomas que el anterior.

Interrogó con detención dónde estuvo y lo que comió.

Idéntico interrogatorio sufrieron cuatro mayas más.

Por un simple proceso de deducción descubrió cómo se producía la Muerte Roja.

—¡El abastecimiento de aguas! —exclamó.

Enseñó a sus compañeros la manera de administrar los calmantes para aliviar los agudos sufrimientos de las víctimas.

—Monk, necesitaré tus conocimientos de química. Ven conmigo.

Cogiendo unos tubos de ensayo para tomar unas muestras del agua, se dirigieron corriendo hacia la pirámide dorada.

Aunque la epidemia de la Muerte Roja empezara hacía menos de una hora, los guerreros de los dedos rojos aprovechaban el pánico engendrado.

Extendían la versión de que la enfermedad era un castigo infligido sobre los mayas por permitir que Doc y sus amigos permaneciesen en el Valle de los Desaparecidos.

Se levantaban murmullos amenazadores. Los hombres de cintos azules arengaban, frenéticos, por todas partes, procurando avivar las llamas del odio.

—¡Precisamente cuando las cosas iban viento en popa! —murmuró Monk.

Doc y Monk llegaron a la pirámide reluciente y empezaron a subir.

Al instante, los mayas que les siguieron, lanzaron un imponente aullido de furia.

La mitad del grupo estaba compuesto de guerreros de dedos rojos.

Hicieron unos gestos amenazadores, indicando que los blancos no podían tomar el camino del templo.

Era un altar, inviolable para sus dioses, gritaron. Sólo los mayas podían ascender sin provocar la mala suerte.

Los guerreros gritaban más fuerte, procurando excitar los ánimos de los nativos.

—Tendremos que pelear si intentamos subir —cuchicheó Monk.

Doc resolvió la delicada situación.

Llamó a la atractiva princesita y entregándole los tubos de ensayo, le indicó los llenara del agua de la alberca o depósito situado en la cima de la pirámide.

La confianza demostrada por la joven contribuyó a apaciguar la furia de los mayas.

Doc se puso a trabajar en la parte trasera del edificio que tenían designado para vivienda.

Habían traído en el aeroplano una gran cantidad de aparatos, y Monk trabajaba en un laboratorio químico de una eficiencia maravillosa.

Doc se puso a analizar el agua.

Tuvo un incidente con los mayas antes de hacer los primeros experimentos.

Dos de los guerreros más feos se acercaron lanzando gritos. Se habían frotado con alguna loción apestosa y el olor enojó a Doc que dependía de su sentido del olfato para su análisis. Arrojó fuera a los dos guerreros.

Pareció por el momento que la casa sería sitiada. Centenares de mayas aullaban agitando los brazos y las armas ante ella.

Era asombrosa la cantidad de armas contundentes que habían desenterrado.

Pero el recuerdo de lo sucedido a la banda de guerreros que atacaron a Doc les hizo vacilar, conteniendo sus ímpetus.

—Monk —preguntó éste—, ¿trajiste el gas fabricado en mi laboratorio de Nueva York? Me refiero al preparado que paraliza, sin perjudicar.

—Lo llevé conmigo —aseguró Monk—. Iré a buscarlo.

Doc cerró la puerta de piedra y continuó el análisis.

Poco después empezaron a caer pedruscos contra las paredes de la casa y la azotea. Un par de piedras penetraron por la ventana.

El griterío era ensordecedor. De pronto se convirtió de rabia en terror, disminuyendo poco a poco de intensidad, hasta apagarse en un débil murmullo.

Doc miró por la ventana.

Monk vació una botella de su gas, que el viento llevó a los mayas sitiadores de la casa.

Más de la mitad de los indios se desplomaron rígidos e impotentes en el suelo. Permanecerían en tal estado unas dos horas; luego desaparecerían los efectos.

Este nuevo terror calmó la tensión durante un tiempo, permitiendo a Doc continuar su análisis sin ser molestado.

Practicó varias pruebas del agua. Aisló una pequeña cantidad de un líquido rojo y viscoso que confirmó era una especie de cultivo de gérmenes.

La cuestión era averiguar qué clase de microbios eran.

No tenía mucho tiempo: su padre sucumbió a los tres días de declararse la enfermedad.

Era probable que éste fuese el tiempo necesario para que la horrible dolencia tuviera fatales consecuencias.

Transcurrió una hora. Luego otra. Siguió trabajando infatigable, concentrando toda su atención.

Los mayas, presas de pánico e impacientes, se enfurecían por minutos.

Johnny, Ham y Renny, fueron perseguidos hasta la casa donde el hombre de bronce trabajaba.

Se les reunió el anciano rey Chaac y la encantadora princesa Atacopa.

La fe de estos dos mayas en el joven permanecía inalterable.

No obstante, otros mayas permanecían apartados del tumulto, gente que, con toda probabilidad, se pondrían al lado de Doc cuando llegara el momento decisivo.

Éste siguió trabajando sin apenas levantar la cabeza en toda la tarde.

Continuó su experimento durante la noche, a la luz de una bombilla eléctrica que Long Tom le instaló.

Amaneció antes que Doc se enderezase del banco de piedra donde colocó su aparato.

—¡Long Tom! —llamó.

El aludido se acercó de un salto al lado de Doc y escuchó las explicaciones detalladas de sus deseos.

Long Tom debía instalar un aparato para crear uno de los rayos curativos más maravillosos conocidos en la ciencia médica.

Long Tom, el mago de la electricidad, conocía cómo debían hacerse y Doc le suministró algunas modificaciones dictadas por su experiencia.

Luego, Doc abandonó el edificio.

Los sitiados le vieron, con profundo asombro, pasar entre la multitud, sin ser molestado. Ni un guerrero se atrevió a ponerle la mano encima, tanta era la fuerza hipnótica que se desprendía de los dorados ojos del aventurero.

Este supersticioso terror provenía, sin duda, de la fama ganada en su batalla contra los guerreros de los dedos rojos.

Unos cincuenta mayas le siguieron. Temían atacarle, pero le seguían tenaces, aunque no durante mucho tiempo.

Pues al llegar al extremo inferior del valle, dando un salto formidable, Doc se agarró a la rama de un árbol y, como un mono gigantesco, fue saltando de rama en rama, con una velocidad vertiginosa.

Desapareció silencioso como una sombra por la jungla.

Los mayas intentaron seguirle, pero desistieron ante la imposibilidad de sostener su rapidez, y regresaron a la ciudad.

Encontraron otro grupo de guerreros que los apostrofó con vehemencia por dejar que se les escapara de entre las manos.

El hombre blanco, gritaron, debía ser muerto.

Alguien libertó a Kayab de su encierro y éste levantaba los ánimos de los guerreros contra Doc y sus compañeros.

Los condujo a la casa de piedra donde los amigos se fortificaron.

Ejerciendo todas sus facultades de persuasión, los lanzó al ataque.

Monk gastó pronto su gas sobre los asaltantes que, rechazados, huyeron.

Pero rehiciéronse a corta distancia, y allí Kayab los arengó.

De vez en cuando, un maya, atacado de la enfermedad de la Muerte Roja, se dirigía vacilante a su casa de piedra.

Quizás una cuarta parte de los habitantes sufría ya la terrible plaga.

Doc regresó antes de mediodía. Volvió por las azoteas de las casas, cruzando las calles estrechas de saltos formidables, que él solo era capaz de dar.

Penetró en la casa de piedra, donde se hallaban sus amigos, antes que los mayas se dieran cuenta.

Los nativos rugieron de rabia, pero no avanzaron.

Doc traía una gavilla de muchas clases de hierbas medicinales.

Poniéndolas a hervir, las trató con algunos ácidos y luego refinó poco a poco el producto.

Llegó al mediodía. A medida que el número de los atacados por la epidemia aumentaba, los sitiadores iban enardeciéndose más.

Los guerreros de los dedos rojos les aseguraban que la muerte de los hombres blancos resolvería el problema, venciendo a la enfermedad.

—Creo que ya he descubierto el remedio —anunció Doc, al fin.

—Se me acabó el gas —murmuró Monk—. ¿Cómo saldremos de aquí para tratar a los enfermos?

En respuesta, Doc se guardó los franquitos de líquido fluido y pálido que preparó.

—Aguardad aquí —ordenó.

Abriendo de repente la puerta de piedra, salió al exterior. Los mayas, al verle prorrumpieron en ensordecedores gritos.

Un par de lanzas hendió el aire. Pero antes que las armas de obsidiana chocaran con la pared de piedra, Doc, saltando a una azotea, desapareció veloz.

Recorrió con paso furtivo la antigua ciudad. Encontró a un maya enfermo y le administró, a la fuerza, un poco de la medicina pálida.

En otra casa repitió la misma operación con toda la familia.

Cuando los mayas armados le molestaban, los eludía simplemente.

Su figura de bronce desaparecía como un relámpago tras una esquina sin dejar rastro cuando los mayas llegaban al lugar.

Una vez, a media tarde, hubo de defenderse de tres guerreros que lo sorprendieron tratando a una familia maya compuesta de cinco individuos.

Cuando se alejó de la vecindad, los tres atacantes estaban desvanecidos por los golpes recibidos.

De esta manera furtiva, como si fuera un criminal en vez de un apóstol caritativo, se vio obligado a ocultarse y administrar a viva fuerza el tratamiento que preparara.

No obstante, al anochecer, su persistencia empezó a dejarse sentir.

¡Se extendió la noticia de que el dios de bronce estaba curando la Muerte Roja!

El remedio, gracias a los extraordinarios conocimientos de medicina que poseía Doc, daba un resultado rápido y eficaz.

A las nueve de la noche, Long Tom pudo aventurarse a salir sin peligro a tratar con su aparato de rayos curativos a los desgraciados enfermos.

El aparato poseía notables propiedades curativas del tejido quemado por los estragos de la Muerte Roja.

—Doc dice que la Muerte Roja es una fiebre tropical rara —explicó Long Tom a la princesa Atacopa, que estaba muy interesada—. Parece que el origen debió ser una enfermedad de algún pájaro de la selva. Es probable que sea similar a una epidemia conocida con el nombre de «fiebre del loro», que invadió a los Estados Unidos hace uno o dos años.

—El señor Savage es un hombre extraordinario —murmuró la joven princesa.

Long Tom hizo un gesto afirmativo.

—No hay nada imposible para él —murmuró.