Capítulo IX
El silbido de Doc Savage

Después de acondicionar el aparato, Doc dio algunas instrucciones a sus compañeros.

El trabajo preliminar tocó a Ham, cuyos conocimientos legales le capacitaban para ello.

—Ham, visita al ministro de Estado y comprueba los derechos de nuestra concesión —indicó Doc.

—Quizá sea mejor que le acompañe alguien, no sea que sustraiga algunos jamones u otra cosa por el estilo —observó Monk.

El abogado se erizó al instante.

—¿Por qué he de necesitar un jamón, si estoy asociado a unos cuantos de ellos? —preguntó.

—Monk, será preferible que acompañes a Ham, a guisa de escolta —sugirió Doc—. ¡Os apreciáis tanto!

En realidad, a pesar de las bromas que solían gastarse mutuamente, Monk y Ham formaban un buen equipo de cerebro y músculo, y se llevaban perfectamente, aunque al oírles hablar, uno les creyese dispuestos a pelearse constantemente.

Ham se afeitó y se puso un traje de franela blanca antes de partir.

Era la elegancia personificada, con sus zapatos blancos, sombrero panamá y bastón de estoque de aspecto pacífico.

Monk, con la maligna intención de enojarle, ni siquiera se lavó la cara.

Se tocó con un sombrero viejo y maltratado y, con unos pantalones que parecían caérsele, se contoneaba tras su amigo.

Atardecía cuando fueron introducidos a presencia de don Rubio Peláez, ministro de Estado de Hidalgo.

Don Rubio era bajito. Tenía el rostro demasiado hermoso para un hombre.

Era de cutis aceitunado, labios delgados, nariz recta, ojos oscuros y transparentes como los de una señorita.

Sus orejas eran muy puntiagudas, exactamente iguales a las que los artistas dibujan en los retratos del diablo.

Recibió a Ham con extrema cortesía. Monk permaneció discretamente en la penumbra; no creía que don Rubio fuese tan tremendo.

Y don Rubio respondió a la impresión que hizo sobre Monk, tan pronto como el abogado le comunicó el motivo de su visita.

—Pero, mi querido señor Brooks —dijo don Rubio, con suavidad—, nuestros archivos no contienen nada referente a ninguna concesión hecha a una persona llamada Clark Savage, júnior. Ni una hectárea de tierra de Hidalgo, y mucho menos varios centenares de millas cuadradas. Lo siento mucho, pero el hecho es éste.

Ham agitó su bastón.

—¿Estaba el presente gobierno en el poder hace veinte años? —inquirió.

—No. Este gobierno asumió el mando hace dos años.

—La pandilla anterior a ustedes es probable que hiciese esa concesión.

Don Rubio se sonrojó ligeramente al oír la sutil insinuación de que formaba parte de una pandilla.

—¡En tal caso —replicó, lacónico—, no tenemos nada que ver con eso! Tiene usted mala suerte.

—¿Quiere decir que nos niega el derecho a esa tierra?

—¡Ciertamente!

El bastón de Brooks apuntó de pronto a un lugar entre las orejas de don Rubio Peláez.

—¡Piénselo otra vez, amigo! —le dijo.

Don Rubio empezó: No tengo nada que…

—¡Oh, sí! —atajó Ham, hurgándole con el bastón, prestando mayor énfasis a sus palabras—. ¡Cuando este gobierno asumió el poder, los Estados Unidos lo reconocieron con la condición de que el nuevo régimen respetase los derechos de propiedad de los ciudadanos americanos de Hidalgo! ¿Eso es verdad?

—Le diré…

—Es verdad. No discutamos. ¿Y sabe lo que le sucederá si no cumple ese acuerdo? El gobierno de los Estados Unidos cortará las relaciones y los clasificará como una simple pandilla de bandoleros. No podrán obtener ningún crédito para comprar armas ni maquinaria ni ninguna otra cosa necesaria para dominar a sus enemigos políticos. Su comercio de exportación sufrirá. Ustedes…Pero ya sabe lo que les sucederá, tan bien como yo. Dentro de seis meses, su gobierno dimitirá y le sucederá otro nuevo. Eso es lo que significa negarse a respetar la propiedad norteamericana. Y si esta concesión de terreno no es propiedad americana, que venga Pedro y lo vea.

El rostro aceitunado de don Rubio se encendió de cólera. Las manos le temblaban. Sabía a cuánto se exponía de no acatar aquellas órdenes.

El tío Sam no era persona con quien se pudiese jugar.

—No podemos reconocer su derecho porque no está registrado en nuestros archivos —dijo, frenético.

Ham puso los documentos en la mesa.

—Estos documentos bastan —afirmó—. Alguien destruyó los otros. Le diré una cosa: hay algunas personas dispuestas a emplear toda clase de recursos para despojarnos de esos terrenos. Nos atacaron; y sin duda fueron ellos quienes destruyeron los papeles.

Al pronunciar estas palabras, Ham observaba con atención a don Rubio.

Tenía la impresión de que había algo sospechoso tras la actitud del ministro.

No tenía la seguridad de si pertenecía a la banda que intentaba arrebatar la herencia a Doc o si estaba sobornado.

La agitación de don Rubio tendía a corroborar aquella sospecha.

—Le costará muy caro al que intente molestarnos —continuó—. Le cazaremos al final.

En el moreno rostro del ministro de Estado se dibujaron diversas emociones.

Estaba preocupado y asustado. Pero al final resolvió adoptar una determinación desesperada.

—Es innecesario hablar más —dijo—. No tienen ustedes ningún derecho a esos terrenos. Esto es definitivo.

Ham sonrió de manera amenazadora.

—Tardaré una hora en radiar un mensaje a Washington —prometió con sequedad—. Entonces, amigo mío, le ajustaremos las cuentas.

Saliendo del ministerio, Ham y Monk preguntaron dónde estaba la estación de radio y se dirigieron a ella.

Oscureció mientras se entrevistaban con el ministro. La ciudad, quieta durante el calor de la tarde, empezaba a despertar.

—Hablaste con demasiada energía a ese don Rubio, ¿no es verdad? —inquirió Monk—. Me imaginaba que tratabas siempre con cortesía a estos centroamericanos. Quizá si lo hubieras hecho con diplomacia, hubieras conseguido algo.

—¡Bah! —dijo Ham—. ¡Sé cómo tratar a los hombres! Ese don Rubio no tiene educación. Soy cortés cuando es necesario. ¡Nunca con un granuja!

—¡Hablas como los propios ángeles! —murmuró Monk.

Pronto hallaron que las calles de Blanco Grande era un verdadero laberinto.

Le indicaron que las oficinas de la radio estaban situadas a unos centenares de metros de distancia. Pero cuando recorrieron ese espacio, no vieron señal de la estación de radio.

—¡Nos hemos perdido! —gruñó Monk. Distinguieron a un solo hombre en la calle que, al parecer, pertenecía a una parte sospechosa de Blanco Grande.

El único peatón iba delante de ellos, caminando como si no tuviera adónde ir y le sobrara tiempo.

Era un individuo de anchas espaldas y cabeza muy grande. Iba descalzo.

Llevaba las manos en los bolsillos.

Ham y Monk alcanzaron al indolente paseante.

—¿Puede indicarnos dónde está la estación de radio? —preguntó el abogado.

—Sí, señor —respondió el individuo—. Por medio peso le llevaré allí.

Brooks, desorientado por las calles irregulares, creyó era baratísimo.

Alquiló al nativo en el acto.

El hombre achaparrado no se sacó las manos de los bolsillos.

Los dos amigos no sospecharon nada, atribuyéndolo a la pereza natural del país. Las calles que cruzaron eran peor todavía que las que recorrieran antes.

—Es un distrito muy extraño para situar la estación de radio —murmuró Monk, empezando a sospechar de la buena fe de su guía.

—Falta muy poco, señor —indicó éste, como si comprendiese.

Estudiando el porte del hombre, su nariz curva, sus labios gruesos, Monk encontró en él algo familiar, aun cuando no podía definirlo exactamente. Se devanó los sesos intentando recordar dónde vio antes al individuo.

De pronto lo comprendió todo:

El hombre se detuvo de repente y sacó las manos de los bolsillos.

¡Tenía las puntas de los dedos rojas!

El individuo profirió un fuerte grito y al instante surgieron formas oscuras de todos los portales y rincones cercanos.

¡Les habían tendido un lazo!

Monk emitió un aullido terrible, que desconcertó por el momento a sus atacantes.

Las batallas del teniente coronel Andrew Blodgett Mayfair eran siempre ruidosas, a menos que hubiera motivo para permanecer silencioso.

Como un gladiador antiguo, Monk luchaba mejor cuando el tumulto era mayor.

Los cuchillos salieron a relucir en la oscuridad.

El químico cogió al guía por la nuca y los fondillos de los pantalones.

Levantándolo como si fuera una paja, lo arrojó como una catapulta. La víctima gritó en una lengua extraña.

Unos cuantos asaltantes cayeron derribados como monigotes al chocar con ellos el cuerpo lanzado.

El grito y las puntas de los dedos rojos, fueron una revelación para los amigos.

¡El hombre era un maya! ¡De la misma raza que el individuo que se suicidó en Nueva York! ¡Por eso le encontró algo familiar!

Entonces entró en acción como el antropoide gigantesco a quien se parecía.

Su puño cayó sobre la mandíbula de un hombre moreno. El individuo se desplomó, arrojando convulsivamente su cuchillo al aire.

Ham, danzando como un esgrimista, asestó un golpe en un cráneo con su bastón de estoque.

El bastón parecía muy ligero, pero el forro tubular sobre la hoja larga y aguda de acero, era pesado. La hoja misma no era de escaso peso.

Al caer el primer asaltante, desenvainó la espada. Atravesó relampagueante a un hombre que intentaba acuchillarle.

Pero cuando un enemigo caía derribado, media docena ocupaba su sitio. La calle se llenaba de malignos demonios maldicientes.

Ninguno de ellos tenía rojas las puntas de los dedos, ni siquiera parecían mayas.

El maya, su guía, se incorporó aturdido.

Los hombres se agarraban como sanguijuelas a Monk. Uno salió despedido cuatro metros cuando éste lo arrojó.

Pero, de pronto, reducido por la fuerza del número, Monk se vio derribado.

Ham, con su espada, fue abatido un momento después.

Un golpe resonante asestado en la cabeza de los compañeros los dejó desvanecidos.

El despertar de Monk fue doloroso. Frotose los ojos. Se encontraba en una habitación de suelo y paredes de barro.

No había ni una sola ventana; la puerta era baja y estrecha. Intentó sentarse y halló que estaba atado de pies y manos, no con cuerda, sino con un grueso alambre.

Ham yacía tendido boca arriba. Le habían atado también con alambre.

El maya de los dedos rojos se inclinaba sobre él. Acababa de arrebatarle los documentos acreditativos de la legitimidad de la cuantiosa herencia.

Evidentemente eso era lo que buscaba. Silbó una serie de palabras en lengua maya que ni Ham ni Monk entendieron; y sea lo que fueren, no sonaban cordiales.

Luego el individuo sacó un cuchillo de debajo de su camisa verde.

Pero cuando fue a levantar el arma, le asaltó un pensamiento más satisfactorio. Del interior de su verde camisa sacó una estatuilla de aspecto horrible.

Las talladas facciones semejaban ligeramente las de un ser humano; una nariz enormemente larga, de obsidiana y esculpida de una manera maravillosa, era lo más notable. El maya murmuró unas palabras con fervor religioso. Monk percibió la palabra «Kukulcan», una o dos veces, reconociéndola por el nombre de una antigua deidad maya.

¡El individuo iba a sacrificarlos al odioso idolillo!

Monk intentó romper el alambre, pero sólo consiguió lastimarse sus enormes músculos y sangrar por la piel desgarrada.

El alambre que lo aprisionaba estaba enrollado muchas veces.

El maya concluyó su invocación al ídolo. Sus negros ojos chispeaban enloquecidos, mientras recitaba unas palabras con la insistencia de un idiota.

El cuchillo relampagueó una vez más.

Monk cerró los ojos. Los abrió al instante y reprimió un grito de alegría.

Pues en aquella habitación penetró un sonido bajo y suave que trinaba como el canto de un pájaro raro. El sorprendente murmullo llenaba la habitación.

¡El aviso de Doc!

El maya miró, perplejo, a su alrededor, sin ver nada. Levantó el cuchillo de nuevo. La hoja descendió.

Pero no recorrió más que unos centímetros.

Por el estrecho y negro umbral, surgió una gigantesca figura de bronce.

Como un Némesis de fuerza y velocidad, Doc Savage se lanzó sobre el maya diabólico.

Su mano apenas tocó el brazo armado y el hueso se rompió con un fuerte crujido, cayendo el cuchillo al suelo.

El maya se retorció. Con rapidez sorprendente se llevó la otra mano al interior de la camisa y sacó una reluciente pistola.

Apuntó a Ham por tenerlo más cerca.

Doc sólo tenía un medio para salvar a su compañero Ham: asestó un golpe cortante con el filo de la mano, que al instante desnucó al individuo.

El maya murió antes que pudiera oprimir el gatillo.

Ham y Monk quedaron libres de los alambres en un abrir y cerrar de ojos.

Un individuo moreno, uno de los mercenarios de los mayas, asomó por la puerta con un cuchillo de hoja tan larga que parecía un machete.

Su llegada precipitada fue la causa de su muerte.

Un salto, un golpe tan rápido que probablemente el individuo no lo llegó a percibir y de pronto se vio lanzado de cabeza por donde entrara.

Doc condujo a sus dos compañeros afuera. Torcieron a la izquierda. Levantó en vilo al abogado y lo subió a un techo bajo.

Monk, sin grandes esfuerzos, logró seguirles. Luego fueron cruzando las azoteas contiguas y por fin llegaron a una donde sobre el suelo yacían los pliegues sedosos de un paracaídas.

—De este modo pude llegar a tiempo para salvaros —explicó—. La noticia de la pelea se extendió con gran rapidez y para localizar el sitio, subí al aeroplano. Desde una altura de dos mil metros, dejé caer un paracaídas iluminado, que me permitió ver toda la ciudad. Tuve la suerte de observar cómo la banda os conducía a la casa de adobe. Entonces me dejé caer para ayudaros.

—Magnífico —sonrió Monk—. Pero no fue nada extraordinario, ¿verdad Doc?