Capítulo IV
La promesa mortal roja

Doc esperó un intervalo de unos doce segundos.

—¡Vamos allá! —exclamó, entonces—. ¡Dirigíos a la oficina, rápido!

Los cinco hombres empezaron a descender de la plataforma con toda la rapidez posible, dado el peligro.

Pero tardarían bastantes minutos en la oscuridad y en la maraña de las vigas y columnas, para llegar al lugar donde los ascensores los bajarían.

—¿Dónde está Doc? —murmuró Monk, cuando descendieron un par de pisos.

Observaron, entonces, que no estaba con ellos.

—¡Se quedó atrás! —exclamó Ham, irritado. Al ser empujado inconscientemente por Monk, añadió—: Escucha, Monk, ¿quieres que de una patada te mande al fondo?

Doc no se quedó rezagado. Con la sobrenatural agilidad de un mono, cruzó por un sendero precario de viguetas, hasta llegar a los montacargas.

Las jaulas estaban a más de cien metros abajo, en el suelo, y no había medio para manejar los mandos. Pero Doc lo sabía.

En la punta del árbol del elevador, balanceado por la presa de sus potentes rodillas, se quitó la americana, con la cual hizo una almohadilla para sus manos. Los gruesos cables del ascensor apenas se veían. Pendían a unos tres metros de distancia. Pero con un salto suave los cogió.

Utilizando la chaqueta para protegerse las palmas de las manos del calor de la fricción que sin duda se generaría, empezó a descender, deslizándose por los cables.

El aire zumbaba en sus oídos, y en los pantalones y mangas. La americana humeaba, dejando un rastro de chispas.

A mitad del descenso frenó, logrando detenerse y volvió la chaqueta.

Llegó a la calle cuando Ham amenazaba tirar a Monk al fondo del abismo, si volvía a empujarle.

Tenía la imperiosa necesidad de llegar a la oficina antes de la partida del intruso que delató su presencia encendiendo una cerilla.

Subiendo veloz al taxi que esperaba, dio una orden.

La voz de Doc poseía la cualidad mágica de imponer súbita obediencia a cualquier palabra suya.

El coche arrancó como una flecha y a una velocidad suicida dobló la esquina, recorriendo varias manzanas en la fracción de un minuto.

Saltando del taxi con la rapidez de una centella, penetró en el vestíbulo del edificio, dirigiendo la palabra al empleado del ascensor.

—¿Qué clase de hombre llevó usted al piso ochenta y seis, hace unos minutos? —le preguntó.

—No ha entrado ni un alma desde que ustedes se marcharon —afirmó el empleado.

Doc meditó un instante acerca de su equivocada suposición de que el tirador penetró en la oficina, aprovechando su ausencia.

—Escuche —dijo—. Aguarde aquí y esté dispuesto a lanzar a mis cinco amigos sobre cualquiera que salga de este edificio. Mis hombres llegarán en seguida. ¡Subo en el ascensor!

Ya dentro de la cabina al pronunciar las últimas palabras, impulsó al ascensor su velocidad máxima hasta el piso ochenta y cinco, es decir, debajo mismo de donde tenía instaladas las oficinas.

Saliendo del ascensor, subió con sigilo las escaleras y se detuvo ante la puerta de las oficinas que antes fueron de su padre y ahora le pertenecían.

La puerta estaba entornada. Reinaba en el interior una densa oscuridad que podía muy bien ocultar al siniestro enemigo.

Apagó las luces del pasillo como medida preventiva, para evitar que la luz delatase su presencia. No temía un encuentro en la oscuridad.

Había adiestrado sus oídos con un método de ejercicios científicos de sonido que formaba también parte del intenso entrenamiento físico y mental que practicaba diariamente. Su oído se convirtió en un sentido ultra sensible, distinguiendo con claridad sonidos inaudibles a otras personas.

Y los oídos eran de vital importancia en una lucha en la oscuridad.

Pero un rápido examen de las tres habitaciones, escuchando un instante en cada una de ellas, le convenció de que el intruso había huido.

Sus compañeros llegaron al pasillo en aquel momento, anunciando su presencia con gran estrépito.

Encendiendo las luces de las oficinas, desde el umbral de la puerta observó cómo entraban. Faltaba el corpulento químico.

—Monk se quedó abajo, de guardia —explicó Renny.

Doc asintió con un movimiento de cabeza, mientras sus ojos descansaban interesados sobre la enorme mesa del despacho.

¡Encima de ella, se veía un sobre rojo!

Cruzando la habitación con rapidez, cogió un libro y abriéndolo, lo utilizó a guisa de pinzas para coger la extraña misiva roja.

Llevándolo al laboratorio, lo sumergió en un baño de un líquido desinfectante, calculando el tiempo para destruir todo germen nocivo.

—He oído hablar de asesinos que inutilizaron a sus víctimas con sobres contaminados de alguna enfermedad incurable —explicó a sus compañeros—. Recordad que mi padre falleció de una enfermedad extraña.

Abriendo con cuidado el sobre sacó un papel rojo con unas palabras escritas en tinta negra.

El mensaje no tenía firma y decía así:

«Savage:

»Desiste de tu búsqueda, no sea que la muerte roja aseste otro golpe».

Lentamente regresaron en silencio a la habitación donde encontraron el inquietante mensaje.

Long Tom hizo un nuevo descubrimiento. Señaló con mano pálida la caja que contenía el aparato de rayos ultravioletas.

—Alguien ha tocado el aparato —declaró.

Doc asintió con la cabeza. Lo notó desde que encendió las luces, pero guardó para sí tan importante detalle.

Tenía por norma no desilusionar jamás a ninguno de sus amigos que se imaginara ser el primero en observar un detalle.

Su modestia contribuía al afecto que hacia él sentían sus asociados.

—Quien dejó ese mensaje utilizó el aparato de la luz negra —dijo a Long Tom—. Es casi seguro que examinó el cristal que Johnny logró reunir.

—¡Entonces leyó el mensaje secreto de tu padre! —murmuró Renny.

—Es muy probable —respondió Doc

—¿Lo entendería? —repuso Renny

—Espero que sí —respondió Doc, con extraño acento.

Todos se sorprendieron al oír tales palabras, pero sin dejarles hacer el menor comentario agregó que no estaba dispuesto a ampliar la extraña declaración. Tomando el cristal de aumento de Johnny examinó la puerta buscando huellas dactilares.

—¡Cazaremos a quien sea! —afirmó Ham, con una mueca—. En cuanto vean a Monk, no se atreverán a desafiarlo.

En aquel instante se oyó el ascensor y el leve chirrido de sus puertas. Monk salió con furia y penetró en el despacho.

—¿Qué deseáis? —preguntó.

Sus compañeros le contemplaron perplejos. La bocaza de Monk se tornó en un ceño gigantesco.

—¿No telefoneasteis diciendo que subiera? —interrogó.

—No —replicó Doc, moviendo lentamente su bronceada cabeza.

Monk lanzó un aullido digno del animal a quien se parecía.

Paseó de un lado a otro dando patadas en el suelo, y murmurando frases que nada bueno auguraban para el bromista.

—¡Alguien se burló de mí! —bramó—. ¡Le retorceré el cuello! ¡Le arrancaré las orejas! Le…

—Pararás en una jaula del Jardín Zoológico, si no aprendes a reprimirte —declaró Ham, en tono mordaz.

Monk cesó al instante en sus gritos y su agitación, y miró con fijeza a su amigo, empezando por su distinguido mechón de cabellos, prematuramente grises, descendiendo, poco a poco, por el rostro, su traje elegante y sus zapatos charolados.

Después de contemplarlo de pies a cabeza, empezó a reír a carcajadas.

Ham quedó rígido al oír la estentórea risa. Su rostro se encendió de rubor y mal reprimida furia.

Monk no ignoraba que la mejor manera de irritar a Ham era reírse de él. El hecho empezó en las trincheras, durante la guerra mundial.

El abogado fue el iniciador de una broma, que consistía en enseñar a Monk ciertas palabras francesas que tenían un significativo distinto de lo que se imaginaba.

Como resultado Monk fue arrestado por decir inocentemente ciertas palabras a un general francés.

Allí adquirió su apodo que significaba jamón. Y jamás logró probar que Monk fuese el autor de la represalia.

Eso enconaba el alma de abogado de Ham.

Doc Savage había cogido el aparato de rayos ultravioleta. Enfocándolo en el cristal reunido, dijo:

—¡Mirad ahora!

¡El mensaje del cristal había sido cambiado!

Entonces se distinguían, con una luminosidad azul, ocho palabras más de las que antes hubiera en el mensaje original. El comunicado decía así:

«Papeles importantes detrás de la casa de ladrillo rojo situada en la esquina de las calles Mountainair y Farmwell».

—¡Eh! —estalló Renny—. Como…

Con una mano levantada y señalando a la puerta, Doc hizo callar a su compañero y juntos salieron al pasillo, tomando el ascensor.

Mientras descendían rápidamente, explicó:

—Alguien te engañó haciéndote subir para que dejases el paso libre, y poder escapar, Monk.

—Sí, ahora lo comprendo —murmuró éste—. Lo que no sé es quién agregó esas palabras al mensaje.

—Lo hice yo antes de marcharnos —confesó Doc—. Presentí que nuestro enemigo quizá nos vio trabajar con el aparato de los rayos ultravioletas y por si se le ocurría investigar cambié el mensaje, tendiéndole un lazo.

Monk mostró los enormes nudillos de sus manos y exclamó:

—¡Un lazo! ¡Espera que le ponga las manos encima a ese granuja!

El taxi aguardaba en la calle.

El chofer, al verlos, empezó a gemir:

—¡Oigan! ¿Cuándo piensan pagarme? Deberán abonarme todo el tiempo que he aguardado…

Doc entregó al hombre un billete de tal cuantía, que no sólo tuvo la virtud de hacerle callar, sino que le dejó estupefacto.

El taxi marchaba a toda velocidad por el húmedo asfaltado de la Quinta Avenida.

La lluvia seguía azotando con violencia los cristales y fustigaba sin piedad a Doc y Renny; como la otra vez, permanecían en el estribo, sosteniéndose fuertemente para aminorar las violentas sacudidas del coche.

—Esa casa de ladrillo en la esquina de las calles Mountainair y Farmwell está deshabitada —advirtió Doc—. Por ese motivo di tales señas en la adición al mensaje.

Monk, dentro del coche, aseguró nuevamente entre dientes que se vengaría del bromista que le burló tan lindamente.

Un policía de tráfico les siguió con su motocicleta, y pronto les alcanzó, dispuesto a multarles por exceso de velocidad.

Pero al ver a Doc, cuyo rostro sobradamente conocía, agitó la mano, saludándole con respeto.

Doc ni siquiera reconoció al hombre, pues con seguridad se trataría de un individuo que recibió algún favor y reverenciaba a Savage «padre».

El vehículo penetró en una calle poco frecuentada.

Hileras de altas casas, completamente a oscuras, convertían la calle en un túnel negro y amenazador.

—¡Ya llegamos! —avisó al chofer.

La vecindad, en realidad, no era muy atractiva. Las calles eran sucias y repulsivas, las aceras, estrechas y tortuosas; el asfalto, agrietado por todas partes, formando profundos agujeros llenos de agua.

Preguntó Doc, para asegurarse:

—¿Tenéis todas las bombas de gases de Monk?

—Sí —le contestaron sus compañeros, dispuestos a entrar en acción.

Su jefe dio órdenes lacónicas:

—Monk delante; Long Tom y Johnny a la derecha; Renny a la izquierda. Yo iré a retaguardia. Ham, quédate de reserva por si se presenta un accidente que necesite pronta solución.

Les concedió un minuto para tomar posiciones; no era mucho, pero sí todo el tiempo que necesitaban.

La casa de ladrillo rojo de la esquina tenía sólo dos pisos ruinosos. Hacía mucho tiempo que sus últimos moradores la abandonaron en un completo estado de ruina.

Las columnas del pórtico, se desmoronaban, los postigos de las ventanas se veían arrancados. Daba una impresión de ruina y vetustez.

EL farol de la esquina daba una luz tan tenue que no lograba disipar las sombras de su alrededor.

Doc encontró unos arbustos y penetró entre ellos, con el mismo sigilo y silencio de las fieras dentro la maleza de la selva.

Parecía una sombra deslizándose entre las hojas.

Casi al instante, distinguió al enemigo.

El hombre se hallaba en la parte trasera de la casa, cruzando el patio lentamente y alumbrando su camino con cerillas que encendía una tras otra.

Era bajo, pero de formas perfectas, de piel suave y amarilla, y una corpulencia que significaba gran desarrollo muscular. Tenía la nariz curva, algo ganchuda, los labios llenos y el mentón no muy pronunciado.

¡Pertenecía a una raza extraña!

Las puntas de sus dedos estaban teñidas de un escarlata brillante.

Doc no se mostró en seguida. Observó con curiosidad.

El hombre de piel dorada estaba intrigado, y en realidad tenía sus motivos; pues lo que buscaba no estaba allí.

Murmuró, disgustado, unas palabras en una lengua extraña y cloqueante.

Doc, al oír las palabras, quedó pasmado. No esperaba oír a un hombre hablando aquel idioma con tanta facilidad como si fuera su lengua natal.

¡Y era la jerga de una civilización desaparecida!

El hombre, achaparrado, mostraba señales de abandonar su búsqueda.

Encendió otra cerilla, guardando la caja, como si tuviera el propósito de no encender ninguna más. Luego se puso rígido.

En la noche lluviosa resonó un sonido bajo, suave y trinante, como la canción de un pájaro exótico.

Parecía emanar de todas partes, de abajo, de arriba, delante y detrás. El hombre achaparrado se quedó perplejo. El sonido sobresaltaba pero no infundía temor.

Doc indicaba a sus hombres que estuviesen alertas. Podría tropezar con otro enemigo más.

El hombre de los dedos rojos se volvió, escudriñando la oscuridad. Avanzó un paso hacia un rifle gigantesco de dos cañones que estaba apoyado es un montón de leña cercano.

Era un rifle de enorme calibre. La mano del hombre intentó coger el arma…

¡Doc se lanzó sobre él! Su salto fue más experto aún que el salto de un merodeador de la jungla, pues la víctima no emitió ni un solo gemido antes de ser apresado, impotente en los brazos que le atenazaban con presa hercúlea y que le cortó el aliento como si le echaran plomo en la garganta.

Los compañeros acudieron con rapidez. No encontraron a nadie más por los alrededores.

—Me gustaría sujetarlo yo —sugirió Monk, suplicante.

Sus velludos dedos se cerraban y abrían convulsivos.

Doc movió la cabeza en señal negativa, soltando al prisionero.

Al sentirse libre, el hombre intentó escapar, echando a correr.

Pero la mano de Doc, surgiendo con increíble rapidez, hizo presa en él, con tal fuerza, que sus dientes chocaron con fuerza.

Le preguntó en inglés:

—¿Por qué disparaste contra nosotros?

EL hombre achaparrado pronunció unas palabras guturales cloqueantes, muy excitado.

Doc dirigió una rápida mirada a Johnny.

EL delgado arqueólogo, que poseía vastos conocimientos de las razas antiguas, se rascó la cabeza perplejo. Se quitó los lentes, luego se los volvió a poner.

—¡Es increíble! —murmuró—. Creo que el lenguaje que habla ese hombre es el antiguo maya. El idioma de la tribu que construyó las grandes pirámides de Chichén-Itzá; y por causas desconocidas desapareció luego. Probablemente conozco tanto de su lengua como el primero sobre la faz de la tierra. Aguardad un minuto; pensaré unas cuantas palabras.

Pero Doc no quiso aguardar.

¡Habló al hombre en el olvidado lenguaje maya! Cierto es que poco a poco, deteniéndose, de cuando en cuando, pero le habló de una manera bastante comprensible.

Y el prisionero, más excitado que antes, emitió una serie de sonidos guturales en contestación a las anteriores palabras.

Doc hizo una pregunta concisa, a la cual el hombre dio una respuesta negativa.

—No quiere hablar —se lamentó—. ¡Sólo pronuncia una serie de tonterías acerca de su misión de matarme para salvar a su pueblo de algo que él llama la Muerte Roja!