La lluvia azotaba la cara exterior del cristal de la ventana. En el fondo, veíanse las luces de la calle, muy pálidas a través de la espesa cortina de agua.
Por el río Hudson, un vapor señalaba su presencia con intermitentes toques de sirena cuyo rumor llegaba amortiguado hasta la habitación.
Unas manzanas más allá, se discernían tan sólo muy vagos los perfiles del rascacielos en construcción, destacándose como una mancha oscura coronada de un laberinto de viguetas de acero.
Desde luego, era imposible distinguir al extraño servidor de la muerte, de dedos carmesí, en aquella oscuridad.
Doc Savage murmuró lentamente:
—Me encontraba muy lejos cuando murió mi padre.
No dio detalles, ni mencionó su «Fortaleza de la Soledad», su refugio construido en una isla rocosa, en las profundidades casi ignoradas de las regiones árticas.
A ese lugar desconocido se retiraba cuando quería estudiar a fondo los últimos progresos de la ciencia.
Éste era el secreto de sus conocimientos enciclopédicos, pues sus períodos de concentración en aquel lugar remoto y tranquilo eran largos e intensos.
La Fortaleza de la Soledad fue construida por su padre, y nadie en el mundo conocía el emplazamiento exacto de su retiro.
Sin quitar los ojos de la mojada ventana, preguntó:
—¿Ocurrió alguna cosa extraña en la muerte de mi padre?
—No estamos muy ciertos de ello —murmuró Renny, apretando sus delgados labios en una expresión amenazadora.
—¡Yo sí que lo estoy! —afirmó Littlejohn con entereza.
—¿Qué quieres decir, Johnny? —preguntó Doc Savage.
—¡Tengo la seguridad de que tu padre fue asesinado!
La gravedad con que pronunció estas palabras impresionó a los reunidos.
Doc Savage volvió lentamente a la ventana. Su rostro de bronce no había cambiado de expresión.
Pero, bajo su chaqueta, los músculos tensos engrosaban sensiblemente el espesor de sus brazos.
—¿Por qué dices eso, Johnny?
Éste titubeó un instante, encogiéndose de hombros.
—Se trata sólo de un presentimiento —explicó.
Luego añadió, casi gritando—: —¡Mas no me equivoco! ¡Estoy seguro de ello!
Así era Johnny. Tenía una absoluta fe en lo que llamaba sus presentimientos. Y casi siempre acertaba, aunque en ciertas ocasiones en que se equivocó, se equivocó de verdad.
Preguntó Doc:
—¿Qué es lo que, en resumen, diagnosticaron los doctores como causa de su muerte?
La voz de Doc Savage era baja y agradable, pero capaz de gran volumen, y de tono cambiable.
Renny contestó la pregunta. Su voz parecía un trueno surgiendo de una cueva.
—Los doctores lo ignoraban. Era una enfermedad nueva para ellos. Tu padre tuvo una extraña erupción de manchas rojas y circulares en el cuello. Fracasaron todos los remedios y vivió solamente un par de días.
—Practiqué toda clase de investigaciones químicas, intentando averiguar si se trataba de un veneno o de gérmenes desconocidos que produjeran las manchas rojas —terció Monk, abriendo y cerrando sus manazas—. No logré averiguar nada en absoluto.
El aspecto de Monk era engañador; sin embargo, a pesar de su sencilla apariencia, estaba reputado como uno de los químicos más célebres y conocidos de América.
—¡No poseemos el menor dato en que basar nuestras sospechas! —exclamó Ham, el despierto abogado de Harvard, cuyo cerebro sagaz le conquistó el rango de brigadier en la Guerra Mundial—. Pero te aseguro, Doc, que abrigamos profundas sospechas.
Dos Savage cruzó con brusquedad el aposento en dirección a la enorme caja de caudales, que le llegaba por encima de los hombros.
La abrió de par en par. Se vio al instante que un poderoso explosivo había hecho saltar el secreto mecanismo de la puerta.
Una exclamación de sorpresa brotó de los labios de los amigos.
—La encontré violentada en esta forma a mi regreso —explicó Doc—. Quizá guarde alguna relación con la muerte misteriosa de mi padre. Acaso se trate de un robo vulgar.
Los movimientos de Doc eran rítmicos cuando, apartándose de la caja, se sentó en un ángulo de la enorme mesa situada frente a la ventana.
Su penetrante mirada escudriñó al detalle el aposento que servía de oficina, con sus cómodos y lujosos muebles.
Al lado existía un despacho mayor, que se utilizaba como biblioteca, provisto de una colección de libros técnicos sobre todas las especialidades, que no tenía igual en el mundo entero.
A continuación estaba el vasto laboratorio, repleto de aparatos para toda clase de experimentos químicos y eléctricos.
Ésa fue la parte material de la herencia que Savage dejó a su hijo Clark.
—¿Qué preocupación te consume, Doc? —preguntó Renny—. Todos hemos acudido a tu aviso de reunirnos esta noche. ¿Qué sucede?
Los dotados y extraños ojos de Doc Savage se posaron sucesivamente sobre los hombres allí reunidos, en quienes reconocía a los cinco cerebros más poderosos unidos para un mismo fin.
Sólo un ser humano podía sobrepasar a cada uno de ellos en su propia esfera: el mismo Doc Savage.
—Creo que no es difícil adivinar por qué os he llamado —respondió.
Monk se frotó sus manos; velludas y cubiertas de cicatrices grises como si una bandada de polluelos, con sus endebles patitas, hubiesen marcado sobre ellas su paso.
De los seis hombres reunidos, sólo Monk ostentaba cicatrices, pues los demás no presentaban en su piel el menor recuerdo de su pasado inquieto y aventurero.
Doc poseía una especial habilidad en curar heridas sin que éstas dejasen la menor señal, después de cicatrizadas.
Pero Monk, que se enorgullecía de su aspecto rudo, jamás consintió en ponerse bajo los cuidados de su amigo.
—Nuestro gran trabajo va a empezar, ¿eh? —preguntó con voz suave y rebosante de satisfacción.
Doc asintió con la cabeza, sin pronunciar palabra.
—El trabajo a que dedicaremos el resto de nuestras vidas —terminó Monk, con un suspiro de alivio.
En los rostros de todos los presentes se reflejó un intenso interés, y se prepararon para escuchar la sensacional declaración de Doc.
Éste hizo oscilar una de sus piernas, que colgaba del ángulo de la mesa.
Ignoraba el gran peligro que estaba corriendo, pues desconocía la presencia del asesino de dedos carmesí, quien, desde el distante rascacielos, acechaba el momento propicio, se había colocado de modo que su espalda se apartaba de la línea de la ventana.
Un secreto y desconocido instinto le obligó a tomar aquella posición que por el momento salvaba su vida.
—Nos unimos por primera vez en la guerra —empezó, lentamente—. Nos complacía a todos una vida de aventura; la pasión por la lucha penetró como un veneno en nuestra sangre. Al regresar, la existencia del hombre vulgar y normal no satisfacía nuestras exaltadas naturalezas, que precisaban de la lucha y la agitación para encontrar la vida atractiva. En consecuencia, buscamos algo distinto.
Doc retenía la atención de sus compañeros, a los que electrizaba con sus palabras.
Su ser denotaba un profundo conocimiento de todas las cosas y una absoluta capacidad para ser el jefe de cualquier empresa.
—Movidos por nuestra mutua admiración hacia mi padre —continuó—, decidimos seguir su trabajo donde se vio obligado a interrumpirlo. Empezamos al instante a educarnos para ese propósito. Es la causa para la cual yo estoy destinado desde la cuna, pero que vosotros emprendéis, llevados por vuestro amor a la justicia y a las aventuras.
Haciendo una pausa, miró a sus compañeros, uno tras otro, a la suave luz de la bien amueblada oficina, escasa muestra de la riqueza que en otro tiempo pertenecía a su padre.
—Esta noche —continuó en tono sombrío— empezamos a llevar a cabo los ideales de mi padre, prestando auxilio a los que se ven desamparados y necesitados de ayuda y castigando a todos aquéllos que se creen impunes en sus fechorías.
Sucedió un silencio sombrío a la proclamación del programa.
Monk, a quien no le complacían los intervalos depresivos, rompió el silencio, preguntando:
—Lo que me intriga es saber quién violentó esa caja de caudales y con qué fin. Doc, ¿crees tú que guarda alguna relación con la muerte de tu padre?
—Desde luego, es posible —replicó Doc—. El contenido de la caja ha sido saqueado a conciencia. Ignoro si mi padre guardaba en ella algo de verdadera importancia. Pero sospecho que sí.
Sacó un papel doblado del interior de su chaqueta. La parte interior aparecía quemada, con todos los bordes chamuscados por las llamas.
Siguió hablando:
—El hecho de encontrar este papel en un rincón de la caja de caudales, me induce a creerlo. La explosión que permitió abrir el arca, destrozó, evidentemente, parte del papel, y es probable que al ladrón le pasara inadvertido el resto. Leedlo.
Se lo entregó a los cinco hombres. El papel estaba cubierto de la escritura ágil y firme del padre de Doc. Todos reconocieron su letra al instante.
Querido Clark:
Tengo muchas cosas que contarte. En toda tu vida, jamás hubo una ocasión en que deseara tanto tenerte a mi lado como en estos instantes. Te necesito, hijo mío, porque suceden acontecimientos que me indican la proximidad de mi fin. Verás que mis desvelos no se traducen en riquezas materiales tangibles, de las que puedas usar tranquilamente.
No obstante, tengo la satisfacción de saber que reviviré en ti.
He procurado educarte, desde la más tierna infancia, con la idea firme de convertirte en el hombre que ahora eres, y no escatimé tiempo ni gastos para hacer de ti el símbolo del ideal de toda mi vida.
Todos mis trabajos se han encaminado al propósito de hacerte capaz de continuar mi labor, la empresa que empecé con tantas esperanzas y que en estos últimos años ha sido casi imposible llevar adelante.
Si no vuelvo a verte antes de que esta carta llegue a tus manos, deseo asegurarte que aprecio en lo profundo del alma tu devoción filial y el tierno cariño hacia tu padre. Tus largas ausencias han sido una fuente secreta de satisfacción para mí, pues durante ellas te has convertido en un hombre eficiente y confiado en sus propias fuerzas. Nada en el mundo podría complacerme más.
Ahora, voy a ocuparme de mis últimas voluntades. Otro hijo quizá no fuese digno de mi terrible legado, que sólo ha de proporcionarte sinsabores y dolor; pero es tanta mi confianza en ti, que no vacilo en nombrarte heredero de ese capital de trabajo y destrucción. Por otra parte, también te permitirá algunas satisfacciones cuando ayudes a los desvalidos, cuando establezcas un reino de justicia igual para todos los hombres, cuando veas que con tu esfuerzo la Humanidad cambia de derrotero para marchar hacia un ideal de paz y amor.
Ésta es, en líneas generales, la inmensa herencia cuya realización dejo en tus manos, hijo mío. Tengo también un legado especial.
Hace unos veinte años, en compañía de Hubert Hudson, tomé parte en una expedición a Hidalgo, en Centro América, con el objeto de investigar el informe de un prehistórico….
Ahí terminaba la misiva. Las llamas consumieron el resto.
—¡Lo que debemos hacer es buscar a Hubert Hudson! —exclamó Ham, el pensador rápido. Moviéndose veloz, se dirigió al teléfono y cogió el receptor—. Conozco su número. Trabaja en el Museo de Historia Natural.
—¡No conseguirás comunicar con él! —dijo Doc, muy secamente.
—¿Por qué no?
Doc bajó de la mesa, deteniéndose al lado de Renny. Juntos los dos amigos, se comprendía la enorme corpulencia y vitalidad del joven Savage; semejaba la dinamita al lado de la pólvora.
—Hubert Hudson está muerto —explicó—. Falleció de la misma enfermedad que mató a mi padre; una dolencia extraña que empezó con una erupción de pequeñas manchas rojas.
La delgada boca de Renny se apretó más, si esto era posible. Parecía un hombre asqueado de las malas pasiones del mundo; lo bastante disgustado para llorar.
Cosa extraña: aquella expresión sombría denotaba que Renny empezaba a interesarse.
Cuando más grave era la situación, tanto mejor funcionaba su cerebro.
—¡Eso frustra nuestras posibilidades de averiguar algo más respecto de la herencia legada por tu padre! —murmuró.
—No por completo —corrigió Doc—. Esperad un momento. —Y atravesando una puerta, entró en la habitación repleta de volúmenes de la gran biblioteca técnica de su padre.
Cruzó el aposento hasta llegar al laboratorio.
Había por el suelo una infinidad de cajas llenas de productos químicos.
Veíanse, también, bobinas, tubos, aparatos de rayos X, microscopios, redomas, hornos eléctricos, todo, en fin, cuanto podía formar parte de semejante laboratorio.
Sacó de un armario una caja metálica muy semejante a una linterna mágica antigua. La lente, en vez de ser un cristal óptico corriente, era de un color purpurino oscuro, casi negro.
Había un cordón para enchufarla a la línea eléctrica.
Llevó esto a la habitación donde le aguardaban sus cinco compañeros; y colocándolo en un pie, enfocó la lente a la ventana.
Enchufó el cordón en un distribuidor eléctrico.
Antes de operar, levantó la tapa metálica e hizo señas a Long Tom, el mago de la electricidad.
—¿Conoces lo que es esto? —le preguntó.
—Desde luego —y Long Tom se tiró, distraído, de una oreja demasiado grande, demasiado delgada y pálida—. Se trata de una lámpara para proyectar rayos ultravioletas; lo que corrientemente se llama «luz negra». Los rayos son invisibles al ojo humano, puesto que son de onda mucho más corta que los que componen la luz corriente. Pero muchas sustancias, al colocarlas a la luz negra, brillarán o se tornarán fluorescentes a la manera de una pintura luminosa en una esfera de reloj. Ejemplos de tales sustancias son la vaselina común, la quinina…
—Basta —interpuso Doc—. ¿Quieres mirar hacia la ventana? ¿Ves alguna cosa anormal?
Johnny, el flaco arqueólogo y geólogo, avanzó, también, quitándose sus lentes. Puso el cristal grueso ante su ojo derecho, inspeccionando la ventana.
En realidad, el lado izquierdo de sus lentes era un cristal de gran potencia amplificadora.
Su trabajo exigía en ocasiones un lente de aumento, y él lo llevaba sobre su ojo izquierdo, inútil a causa de una herida recibida en la Guerra Europea.
—¡No veo nada! —declaró Johnny—. En esta ventana no hay nada extraordinario.
—Espero que te equivoques —contestó Doc, en su bien modulada voz—. Aunque estoy seguro de que no alcanzarías a distinguir unas notas escritas, de haber algunas. La sustancia que mi padre perfeccionó para dejar mensajes secretos, es absolutamente invisible, pero resplandece a la luz ultravioleta.
—Quieres decir… —murmuró el velludo Monk.
—Que mi padre y yo a menudo nos dejábamos notas escritas en esta ventana.
—¡Mirad!
Cruzó la habitación con la agilidad de un tigre, a pesar de su corpulencia, y apagó las luces. Regresó a la caja negra.
Su mano, flexible a pesar de sus enormes tendones, hizo girar el interruptor, dando corriente al aparato.
Al instante, las palabras escritas surgieron en el cristal de la ventana.
Brillaron con un azul eléctrico y deslumbrante, el efecto de la súbita aparición fue sobrenatural.
Un segundo después se oyó un estampido formidable. Una bala destrozó el cristal en mil fragmentos, destruyendo el reluciente mensaje azul antes de poder leerlo ninguno de ellos.
La bala atravesó la puerta interior de acero de la caja de caudales y se incrustó en el fondo.
La habitación quedó envuelta en un silencio sepulcral. Un segundo… dos…
Nadie se movió.
Luego se oyó un nuevo sonido: leve, suave, de trino, como el canto de algún pájaro extraño de la selva, o el murmullo del viento filtrándose por un bosque.
Melodioso, aunque carecía de armonía; y era inspirador, pero no infundía miedo alguno. El asombroso sonido poseía la cualidad peculiar de parecer provenir de toda la habitación más bien que de un lugar determinado, cual si estuviera dotado de una esencia alada de ventrilocuismo.
Una calma significativa asaltó a los cinco amigos de Doc Savage, al oír aquel murmullo. Su respiración se tornó menos rápida, sus cerebros se volvieron más alertas.
Pues este sonido fantástico era parte de Doc: una cosa pequeña e inconsciente que hacía en momentos de profunda concentración.
Para sus amigos, era el grito de batalla y el canto de triunfo. Brotaba de sus labios cuando trazaba un plan de acción, precursor de un plan maestro que aseguraba la victoria.
Surgía de nuevo en mitad de una batalla, cuando sus hombres luchaban con desventaja, y todo parecía perdido.
Con el sonido, recobraban nuevas fuerzas, y el curso de la batalla cambiaba radicalmente.
También surgía cuando algún miembro sitiado del grupo, sólo y atacado, casi abandonaba toda esperanza de salvación.
Entonces el sonido solía filtrarse de alguna manera, y la víctima sabía, lo menos, que el auxilio llegaba.
Tan original silbido era el himno de Doc, una señal de seguridad y victoria.
—¿Quién fue herido? —preguntó Johnny; y se oyó cómo se ajustaba con más firmeza los lentes sobre su nariz.
—Nadie —respondió Doc—. Salgamos, hermanos, salgamos. Por el ruido deduzco que fue una bala de rifle corriente.
En ese instante, un segundo balazo rebotó en una pared de la habitación.
No penetró por la ventana, sino a través de algunas pulgadas de ladrillo y hormigón que componían la pared.
El yeso se esparció por la gruesa alfombra.