XV
El monstruo volador

¡La isla del Trueno!

El gigantesco cono se proyectaba sobre el límpido y transparente Mar del Sur desde más de cien millas de distancia. El aire era claro y fino; el sol llameaba centelleante. Sin embargo, por encima del cráter gigantesco, y evidentemente surgiendo de su interior, cerníanse unas masas de nubes.

—La información recibida de aquel piloto es exacta —declaró Johnny—. Fíjate en el vapor que forma perpetuamente una manta sobre el cráter.

—El lugar tiene un aspecto extraño —murmuró Monk, avizorando con sus ojillos la isla.

—No es tan extraño —corrigió Johnny—. Los cráteres volcánicos llenos de vapor no son tan raros en esta parte del mundo. Hay, por ejemplo, el Ngauruhoe, un cono en Nueva Zelanda que emite gases y vapores continuamente. Y, para mayor ejemplo de la extraordinaria actividad terrestre, fijaos en la gran región de los geysers, extraños manantiales que elevan a gran altura líquido y barro hirviente, situados también en Nueva Zelanda.

—Puedes servirnos esa conferencia geológica con nuestra cena —resopló Monk—. Me refería a la forma de ese cono. ¿Observáis cuán inclinado está hacia la parte superior? ¡Pero si en algún lugar tiene más de mil pies de altura, cortados a cuchillo!

—El borde del cono es inaccesible —observó Johnny, con enojo.

—¿Quieres decir que nadie lo escaló jamás para contemplar el interior?

—¡Creo que es exactamente ése el significado de la palabra inaccesible!

—Te estás volviendo tan cascarrabias como Ham —resopló Monk—. ¡Eh, muchachos! Ahí está la isla de coral. Estableceremos nuestra base allí, ¿no es verdad?

La isla de coral tenía menor extensión que la del Trueno y en el centro existía un lago reflejando como un enorme espejo.

Doc enfiló el aeroplano hacia la isla. Al acercarse a la especie de anillo verde que rodeaba la isla, vieron que la vegetación era del tipo usual de las islas tropicales. Había noni enatas, unos arbustos diminutos que daban unas peras rojas, palos, hachas, magnolios parasoles, árboles de la cera, y moreras de flores amarillas y hojas redondas. Los hibiscos y los pandanos extendían sus flores verdes y relucientes y se veían también en abundancia petavii, una especie de plátanos curvados.

—Estaba habitada, no cabe duda —anunció Monk—. Allí veo la casa de los demonios, en lo alto del terreno más elevado.

Johnny enfocó sus gemelos y exclamó presa de estupor:

—¡Los habitantes deben de ser salvajes! ¡La casa de los demonios está rodeada de cráneos humanos, montados en estacadas!

—No tiene nada de extraordinario —empezó Renny—. Antiguamente…

—¡Ahí está poblado! —gritó Long Tom.

El montón de chozas se perdió de vista entre los cocoteros del borde del lago. Semejaban colmenas oscuras sobre zancos. Los nativos corrían de un lado a otro, excitados por la presencia del aparato. Eran individuos bien proporcionados e iban desnudos, a excepción de una especie de taparrabos hechos de corteza de moreras. Muchos, especialmente las mujeres, adornaban sus negros cabellos con flores. Algunos de los hombres iban tatuados de una manera fantástica.

Aparecieron varios prahus en el lago, llenos de nativos presa de viva excitación. Los hombres empuñaban lanzas y cuchillos de bambú afilados como una navaja barbera.

—Parecen estar excitados —gruñó Monk.

—Sí, demasiado —replicó Doc Savage, pensativo.

El aeroplano de Doc voló sobre la isla de coral con la suavidad de una gaviota Luego se sumergió y los flotadores se posaron sobre el lago liso y cristalino. Los prahus, llenos de nativos, huían como si el diablo les persiguiera. Miles de Kois, un pájaro negro que vuela en densas bandadas, surgieron de la exuberante selva. Cuando Doc paró los motores, oyeron las notas estridentes de las cacatúas.

—No me gusta la manera como nos reciben —advirtió Doc—. Será mejor que tengamos ojo avizor, hermanos.

Amarró el aparato cerca de las chozas. Las altas palmeras mostraban que se las cultivaba por los cocos, a los menos estaban provistas de las ingeniosas trampas nativas para cazar al destructor cangrejo tupa.

De repente, Ham profirió un grito de sobresalto y, soltando su bastón estoque, se llevó una mano a la pierna. Un instante después, los ecos de un disparo de rifle retumbaron por toda la extensión del lago.

¡Alguien tiroteaba!

Unas cuantas balas más zumbaron con estruendo junto al aeroplano. Ham recibió un simple rasguño y fue el primero en saltar del aparato y refugiarse entre las palmeras. Los otros le siguieron, revólver en mano. Al girar Doc la vista observó una cosa sorprendente. ¡El tiro había sorprendido a los nativos tanto como a sus compañeros!

Unos instantes después Doc oyó una palabra o dos de la lengua nativa.

—¿Por qué tratáis a los visitantes pacíficos de esta manera? —preguntó en el dialecto.

Los nativos se impresionaron al oír su lengua hablada con tanta perfección por el gigante bronceado. Respondieron enseguida. Durante algunos minutos, se cruzaron palabras extrañas. La tensión disminuyó de una manera visible. La voz agradable de Doc los tranquilizó.

—Es extraño —dijo a sus compañeros—. Ignoran quién disparó el tiro. Me dicen que pensaban que no había rifles en la isla.

—Son unos embusteros —rió Monk.

—No lo creo así —replicó Savage, pensativo—. Estoy seguro de que ignoraban que existiesen en la isla armas de fuego. Al parecer, se trata de un rifle.

—Mejor será que no perdamos el tiempo charlando y nos pongamos a buscar al agresor —terció Ham—. Por si lo habéis olvidado por poco me tumba.

—Calma, Ham —avisó Doc, señalando a los nativos que registraban la vegetación tropical—. Buscan al tirador.

Mas no encontraron al agresor. Los indígenas iniciaron una batida, pero al cabo de un rato, la languidez natural de la gente de los trópicos les hizo perder entusiasmo al no encontrar a nadie. Formar grupos contemplando a los blancos, especialmente al gigante de bronce, era mucho más interesante.

—Siempre lo mismo —rió Monk—. Doc hace sensación donde quiera que vaya.

Ham giró los ojos en torno a los nativos que rodeaban al químico. El cuerpo titánico de orangután les tenía boquiabiertos.

—También produces sensación —se mofó Ham—. Creen que eres el eslabón perdido.

Pero se arrepintió del insulto al instante, cuando Monk cogió a un nativo y le explicó con gravedad, por medio de gestos, que la tribu debía vigilar alerta los muchos marranos que corrían de un lado a otro, porque Ham intentaría robárselos.

Esto empeoró la situación, pues breves momentos después, unos treinta nativos se acercaron con unos cuantos cerditos chillando, pretendiendo regalarlos al indignado abogado. Renny entretenía a unos cuantos isleños rompiendo cocos con una sola mano. Johnny y Long Tom, bien armados y alerta, penetraron en la selva, aprovisionándose de frutos del pan que pesaban varias libras.

También cogieron unos cuantos cocos, para hacer feikai, o fruta del pan tostada mezclada con leche de coco. Oliver Wording Bittman penetró solo en la jungla, pero regresó poco después, manteniéndose arrimado a Doc, como si buscase protección.

Una ametralladora comenzó a disparar. Observando la terrible rapidez de los disparos, Doc conoció que se trataba de una de las pistolas de su invención. Un hombre herido mortalmente, lanzó un grito de agonía.

¡Kar-o-o-m!

Una terrible explosión hizo temblar la choza donde Doc curaba a un nativo.

Él y Bittman salieron corriendo. Cerca del aeroplano, se elevaba una columna de humo sucia. Unos restos remolineaba en el aire. Y sobre la orilla del lago cayó una cosa deforme y espeluznante, el cuerpo desmembrado de un hombre.

—Era uno de los pistoleros de Kar —gritó Renny, empuñando una pistola ametralladora humeante—. El bandido llevaba una bomba, con la mecha encendida. Corría a arrojarla contra el aeroplano cuando le vi y disparé.

—¿Estás seguro que se trataba de un miembro de la banda de Kar? —inquirió Doc.

—Sí. Era uno de los hombres que esperábamos atrapar a bordo del Estrella Marina.

—Mala noticia —declaró Doc—. Eso significa que el yate era lo bastante rápido para llegar aquí con anticipación.

—¿Crees que ese maldito Kar se encuentra en esta isla de coral?

En lugar de responder, Doc procedió a interrogar a los nativos que parecían más inteligentes, pero sus palabras no arrojaron ninguna luz sobre la situación.

—Escuchad esto —tradujo a sus amigos—. He preguntado a los nativos si habían visto algún barco y dicen que no. Luego les pregunté si habían visto algún aeroplano, como el nuestro. Y la respuesta explica su terror ante nuestra llegada.

—¿Quieres decir que ese infernal Kar vino en aeroplano y los bombardeó o ametralló? —inquirió Ham.

—No. Su contestación es algo fantástica. Aseguran que unos gigantescos demonios voladores, casi tan grandes como nuestro aeroplano, vienen a veces a la isla del Trueno a cazar y devorar miembros de la tribu.

—Deben beber alcohol de orugas —gruñó Monk.

—¿Eh? —inquirió Ham.

—Quién toma un par de copas no tarda en ver las más alucinantes visiones.

—Además —continuó Doc—, aseguran que vieron a uno de esos demonios voladores ayer mismo. Confiesan que no aleteaban y que producía un sonido de gruñido muy fuerte. Eso significa que vieron un aeroplano. ¿Y qué otro aparato sino el de Kar podían ver?

Renny gruñó:

—Kar está…

—¡En la isla del Trueno! El pistolero a quien acabas de exterminar fue dejado aquí con el propósito de impedir nuestra visita a esta isla y ha permanecido oculto de los nativos. Sin duda Kar se proponía recogerlo más tarde.

—Pero ¿dónde conseguiría un aeroplano ese diablo?

—En Honolulu, Nueva Zelanda y hasta en Australia. Tuvieron tiempo. Recordad que la tempestad retardó al Estrella Marina. Es posible que Kar eludiese esa tempestad y su embarcación era más rápida.

Ham apuntó al sol con su bastón estoque.

—¿Qué os parece la proposición de echar un vistazo a esa isla del Trueno? Hay tiempo antes de oscurecer.

—Lo haremos, hermanos —dijo Doc—. Todos vosotros os pondréis los paracaídas. El aeroplano de Kar puede atacarnos y tener la suerte de disparar una bala incendiaria contra nuestro depósito de gasolina. En tal caso los paracaídas serían útiles.

Hicieron los preparativos con gran rapidez. El aeroplano se deslizó sobre el cristalino lago y despegó en presencia de una multitud de nativos estupefactos. Luego, Doc enfiló el aparato hacia la isla del Trueno, a unas doscientas millas por hora.

El cono volcánico aparecía más alto y más majestuoso a medida que se acercaban. Sus proporciones eran impresionantes. Las nubes de vapor se amontonaban por encima, formando como un nimbo de sobrenatural belleza.

—Es uno de los espectáculos más imponentes que he visto en mi vida —comentó Ham.

Monk gruñó:

—Sí, estupendo:

El aeroplano empezó a volar en torno al magnífico cono de piedra desnuda. No se veía por ninguna parte ni una sola brizna de hierba. Los acantilados rocosos aparecían completamente desnudos de toda vegetación. Aquella ausencia total de todo vestigio de vida era deprimente.

—Ahí no podría vivir ni siquiera una cabra —murmuró Renny.

—A menos que le entrasen ganas de comer rocas —resopló el irresistible Monk.

No se veían por ninguna parte señales de Kar.

—Es raro —declaró Ham—. No se ven desfiladeros ni grandes cuevas donde haya podido esconder su aparato. De estar aquí, es seguro que lo hubiésemos visto.

—¿Creen que consiguió un nuevo aprovisionamiento del elemento con que fabrica el Humo de la Eternidad y ha regresado a América? —preguntó el taxidermista—. Desde luego, será necio perder el tiempo.

—Es imposible saberlo con certeza, aunque dudo que abandonara a su hombre en la isla del coral —replicó Doc—. Existe una probabilidad: probaremos el cráter.

—¿Sumergirnos en ese vapor terrible? —gimió Bittman—. ¡Pereceremos todos!

El taxidermista parecía aterrado ante la perspectiva. Hasta se acercó a coger su paracaídas.

Renny le contuvo diciendo:

—Estará seguro con Doc.

—El vapor nos escaldará…

—No lo creo —le aseguró Doc—. La cresta de ese cono está a muchos miles de pies sobre el nivel del mar. En realidad, hallará usted vestigios de nieve cerca de los bordes. A esa altura, basta un poco de aire húmedo y caliente para formar una nube parecida a ese vapor sobre el cráter.

—¿Quieres decir que pretendes entrar volando en el cráter? —preguntó Monk, boquiabierto.

—Lo probaremos —sonrió Doc.

El potente aeroplano siguió remontándose.

—Esto es sólo una formación de nubes producida por la evaporación del vapor acuoso que surge del cráter —explicó, levantando la voz por encima del estruendo de los motores.

El vapor iba espesándose, penetrando en la cabina. El mundo parecía convertirse en un color gris y bilioso. La visibilidad desapareció, a excepción de unos cuantos metros más allá de las puntas de las alas.

—Long Tom —indicó Doc—, lanza el aparato en señal de peligro a quinientos pies.

Long Tom obedeció en el acto.

Aquel aparato consistía en un mecanismo que lanzaba una serie de sonidos de campanilla de un tono muy distinto al estruendo del motor y de otro dispositivo que media el tiempo transcurrido hasta que la tierra devolvía el eco. Si ése intervalo de tiempo era demasiado corto, sonaba una campanilla avisando peligro. Funcionando ese aparato, si el aeroplano llegaba a ciegas a unos quinientos pies del fondo del cráter, o de los costados, sonaría la alarma.

El aeroplano continuó descendiendo por el cráter, trazando espirales, envueltos en un vapor blanco.

—¡Regresemos! —gimió el taxidermista—. ¡Este lugar es horrible!

—En efecto, pone los pelos de punta —murmuró Monk—. ¡Cáspita! ¡Mirad lo que hay allí!

Todos los ojos miraron en la dirección que sus brazos largos y velludos señalaron. Vieron poco, pero se les heló la sangre en las venas. Una masa negra y maligna pareció surgir un momento entre el vapor grisáceo. Podía haber sido una nube sucia y torturada a juzgar por la manera como cambiaba de forma en medio de convulsiones.

Luego desapareció, succionando tras sí parte del vapor gris.

—¡Seguramente estoy viendo visiones! —tartamudeó Monk.

—¿Qué fue ello? —gritó Ham—. ¿Qué era esa cosa en la nube? Parecía tan grande como este aeroplano.

Monk jadeaba convulso, con los ojillos desorbitados.

—¡No era tan grande! —balbuceó—. ¡Pero es lo más feo que he visto en mi vida! ¡Y he visto muchas cosas horribles!

—Si te miras al espejo, no cabe duda —insinuó Ham.

—Era uno de esos demonios voladores de que hablaron los nativos a Doc —declaró Monk—. Y, en verdad, un monstruo volador es el verdadero nombre de ello.

—Sin duda te emborrachaste con alcohol de oruga —se mofó Ham.

—¡Rápido! La voz poderosa de Doc Savage resonó con estruendo—. ¡Las ametralladoras! ¡A la derecha! ¡Tumbad a ese monstruo! ¡Cazadlo! ¡Tirad todos sobre ese ser infernal!

Todos los hombres miraron hacia la derecha.

—¡Ese monstruo volador vuelve otra vez! —gritó Monk.

La masa negra y maligna reapareció entre los vapores grisáceos. Pero entonces los aviadores tuvieron ocasión de verlo con claridad; podían contemplar perfectamente al espeluznante monstruo que, como una pesadilla infernal, surgía ante sus ojos incrédulos.

¡El monstruo volaba en aquel momento a la misma velocidad que el aeroplano! Sus diabólicos ojos, clavados en el aparato, dudaban en atacarle. Tenía unas mandíbulas horripilantes, largas como el cuerpo de un hombre y sembradas de dientes cónicos y espeluznantes. El cuerpo no tenía pelo ni plumas, sino que se veía cubierto de una piel curtida y repugnante. Lo más horripilante de todo eran las alas pues eran membranosas como las de un murciélago; cuando se plegaban y desplegaban en vuelo, aleteaban como una enorme lona gris y sucia. En la punta de la primera articulación de las alas, había cuatro largos dedos armados de terribles garras.

El horrible monstruo dio de repente rienda suelta a su grito. Se trataba de una fantástica combinación de rugidos y aullidos, unos sonidos de tal volumen, que el jadeo de los motores del aeroplano quedaba reducido a una cosa insignificante. Y el aullido tenía un final tan espeluznante como su nota; se detuvo de una manera que daba la impresión nauseabunda de que el ruido mismo ahogó el horripilante monstruo.

—¡Es un pterodáctilo prehistórico! —gritó Johnny—. ¡Eso es lo que es!

—¿Un qué? —gruñó Monk.

—Un pterodáctilo, un reptil volador de la orden de los pterosaurios. Se supone que se extinguieron al final de la época mesozoica.

—¡No es verdad! —resopló Monk—. ¡Tú puedes verlo con tus propios ojos!

—¡Usad esas ametralladoras! —ordenó Doc—. ¡Ese animal infernal nos atacará!

¡El horrible reptil volador abría poco a poco sus enormes mandíbulas armadas de dientes espeluznantes! Las pistolas ametralladoras escupieron rápidas y mortíferas. Las balas acribillaron al monstruo. El reptil aéreo inició su grito horripilante, terminando en un largo y penetrante balido. El animal cayó, rotos los huesos, batiendo las alas.

Monk rió:

¡Ahora respiro a pleno pulmón! Ahora…

El aeroplano se bandeó frenético.

Otro pterodáctilo prehistórico surgió del vapor; una cosa gigantesca y fantástica que embistió al aeroplano. Sus dientes cónicos y horribles hicieron presa en el ala izquierda. ¡Un tirón, un chirrido de metal rompiéndose y el ala del aparato quedó destrozada! El avión se ladeó sobre la punta de un ala y empezó a girar, poco a poco. El pterodáctilo se aferraba al ala en que hacía presa, como un perro pachón tenaz.

—¡Los paracaídas! —tronó Doc—. ¡Saltad! ¡Nos estrellaremos de un momento a otro!