Transcurrió una semana desde los incidentes del Alegre Bucanero. Los dos millones de dólares en oro fueron devueltos al banco. La devolución de la fortuna en oro provocó un incidente notable. Los banqueros supieron que Doc Savage era un bienhechor de la humanidad, que dedicaba su vida a auxiliar a los desvalidos, y le ofrecieron una generosa recompensa de cien mil dólares, confiando que rehusaría y el Banco recibiría una cantidad de propaganda gratis.
Pero Doc Savage les burló, aceptando la oferta. Y, el día siguiente, diez restaurantes de Nueva York empezaron a repartir comida gratis a una multitud de obreros sin trabajo.
La policía no consiguió detener a ninguno de los gángsters de Kar y por lo tanto no se les pudo procesar y sentenciar a presidio. En lugar de eso, Doc envió a sus prisioneros a cierta institución para los enfermos mentales, un gran hospital situado en una montaña del Estado de Nueva York, donde serían tratados por un famoso neurólogo. Tardarían años en curarse, de ser curables, pero cuando los libertasen, serían hombres capaces y sanos, física y moralmente útiles a la sociedad.
—Eso es molestarse demasiado por ellos —comentó Doc.
No había señales de Kar. Doc sospechó que el individuo se habría escondido, probablemente lejos de Nueva York. A pesar de la ausencia de todo movimiento hostil del jefe de la banda, Oliver Wording Bittman permaneció al lado de Doc y sus amigos.
—No corre usted peligro —le dijo Doc—. No es muy probable que Kar se ocupe de nosotros ahora que ha perdido las provisiones del Humo de la Eternidad. Lo tendremos en jaque… hasta que pueda reaprovisionarse de esa substancia infernal.
—¿Cree usted que intentará hacer eso? —inquirió Bittman.
—Así lo espero —fue la respuesta.
El taxidermista se quedó perplejo.
—He ordenado a Ham que examine los pasaportes librados por todo el país —explicó Doc—. En cuanto Kar salga de los Estados Unidos, lo sabremos.
—¿Cree que Kar debe ir a la isla del Trueno a buscar el elemento o substancia desconocida que es el ingrediente principal del Humo de la Eternidad?
—Estoy convencido de ello. El hecho de que Kar robase las muestras de rocas de la isla del Trueno es prueba de ello. Substrayendo los ejemplares de mi caja de caudales, me confirmó lo que yo esperaba averiguar analizando las rocas.
Doc Savage esperaba que Ham se presentase por la mañana temprano, con un informe sobre los pasaportes emitidos. El abogado dispuso que le enviaran por telefoto las fotografías de todos los pasaportes desde la costa occidental. Mientras esperaba se dedicó a sus habituales ejercicios gimnásticos para mantenerse en forma.
Ham apareció de repente, remolineando su bastón de estoque. Llegaba con aire de traer noticias importantes.
—Tenía razón, Doc —declaró—. Mira esta serie de fotografías remitidas por telefoto desde San Francisco.
Exhibió cuatro reproducciones, mojadas aún. Doc las examinó y exclamó:
—¡Cuatro de los secuaces de Kar! Pertenecen al grupo de Squint.
—Partieron en el Estrella Marina, rumbo a Nueva Zelanda —explicó Ham.
—¿Qué partieron?
—Exacto. El buque zarpó ayer.
Doc se dirigió al teléfono. Llamó a uno de los aeródromos más modernos de Nueva York.
—Preparen mi aeroplano de caza, el de alas bajas —instruyó—. Repásenlo y aprovisiónenlo de combustible enseguida.
—No libraron ningún pasaporte a nombre de Gabe Yuder —señaló Ham.
—Es imposible que Gabe Yuder no sea Kar —declaró Doc—. No se atrevería a falsificar un pasaporte. Es posible que vaya de polizón en el Estrella Marina, dentro del camarote de uno de sus compinches. Sea lo que fuere, debemos impedir que esa banda saque de la isla del Trueno el elemento que forma la base del Humo de la Eternidad.
Acto seguido telefoneó al Banco donde efectuaba sus transacciones.
—¿Ha llegado? —preguntó al gerente.
—Sí, señor Savage —fue la respuesta—. La suma es de seis millones de dólares. Lo telegrafió el Banco Nacional de la República de Hidalgo.
—Gracias —dijo Doc, colgando el aparato.
Esta suma fabulosa provenía de un depósito secreto de Doc, de un valle perdido en las montañas inaccesibles de Hidalgo, un lugar habitado por una raza de gente de piel bronceada, descendiente de los antiguos mayas.
En el valle existía una enorme caverna y una mina de oro de riqueza fabulosa, perteneciente al tesoro de los mayas. De ese lugar asombroso recibía Doc su ilimitada riqueza. Pero el dinero no le pertenecía, sino que debía utilizarlo para el bien de la humanidad, a guisa de administrador para el beneficio de los necesitados y el progreso del mundo entero.
—No tenemos que preocuparnos por el dinero —dijo a Ham.
Oliver Wording Bittman, el taxidermista, habló ahora:
—Espero que aceptaran mi colaboración.
—¿Quiere decir que desea acompañarnos? —inquirió Doc.
—Por supuesto. Debo confesar que mi contacto con ustedes ha sido, hasta ahora, muy agradable y la excitación muy regocijante. Mi experiencia de la expedición que hice a Nueva Zelanda con Jerome Coffern les será, sin duda, de gran utilidad.
—¿Habla alguno de los dialectos nativos?
—Uno o dos.
Doc pronunció entonces algunas palabras de un dialecto de los mares del Sur. Bittman respondió, vacilante, en la misma lengua. Doc titubeaba todavía. No quería llevar a aquel hombre a un peligro aunque el taxidermista parecía tener mucho interés en acompañarles.
—Quizá pueda ayudarles a encontrar a los nativos que acompañaron a Jerome Coffern y Gabe Yuder a la isla del Trueno —insinuó Bittman—. Si habláramos con esos hombres, tal vez nos serviría de mucho.
Esto decidió a Doc Savage.
—Nos acompañará, si lo desea —dijo.
Se activaron los preparativos. Los cinco hombres de Doc conocían con exactitud lo que precisarían y, en consecuencia, cada uno de ellos tuvo cuidado de preparar su equipaje.
—Tendremos que esperar dos días en un barco de la costa del Pacífico —se quejó Renny.
—Tengo un plan para remediar eso —le aseguró Doc.
Partieron a media tarde en el aeroplano de Doc; era un aparato trimotor, moderno, de alas muy bajas. El tren de aterrizaje se plegaba bajo las alas, ofreciendo poca resistencia al aire. Volaba a una velocidad de trescientos kilómetros por hora. Era lo más práctico y moderno en aviación.
El aparato se elevó con rapidez y a la altura de dieciséis mil pies halló una corriente de aire favorable. Las montañas Apalaches yacían en el fondo, a sus pies; más adelante, unas nubes agrietándose permitieron ver la ciudad de Pittsburg. Los seis hombres volaban cómodamente. La cabina incombustible les permitía fumar; estaba además acolchada para aislar los ruidos. El aparato, todo metálico, llevaba un depósito de gasolina suficiente para efectuar un vuelo directo a través del Atlántico. Doc pilotaba el avión, aunque sus cinco amigos eran también excelentes pilotos. Aterrizaron en Kansas para reaprovisionarse y telefonear a las oficinas de la compañía naviera del Estrella Marina, donde embarcaron los hombres de Kar. El buque Estrella Marina hallábase ya a varios centenares de millas de la costa, le informaron en las oficinas.
Aterrizaron de noche en el aeródromo de Los Ángeles.
—¡Esto es viajar! —comentó Oliver Wording Bittman, con admiración.
Tomaron provisiones. Monk compró tabaco y papel de fumar. Llenaron los depósitos de gasolina. El taxidermista, entretanto, se ausentó afirmando que necesitaba alguna medicina eficaz contra el mareo del aire. Mientras tanto, los mecánicos del aeródromo colocaban unos largos flotadores al aeroplano. Un tractor lo transportó al agua.
Doc escogió adrede un campo de aviación cercano a la playa, y en menos de dos horas reanudaban la travesía. Despegando, Doc puso rumbo al Pacífico.
—¡Cielos! —exclamó Bittman, lleno de estupor—. ¿Intenta cruzar el océano?
—No; a menos que Renny haya olvidado el arte de navegar y Long Tom no sea capaz de orientarse por radio —replicó Doc—. Sólo pretendo alcanzar al buque Estrella Marina.
—Pero el aeroplano…
—Los propietarios del buque radiaron, a petición mía, ordenando al capitán que tomase el aeroplano a bordo.
Long Tom continuó trabajando con su equipo de radio. De vez en cuando, avisaba a Renny el lugar exacto de donde venían las señales de radio del Estrella Marina. Era en verdad difícil volar directamente hacia un vapor navegando en alta mar.
Al amanecer divisaron al Estrella Marina. El vapor avanzaba en una mar llana. El aparato de los compañeros amarró cerca; luego se deslizó de una manera experta a sotavento del macizo casco del buque. Echaron por el costado un botalón de carga, del que pendían unas cuerdas. Doc las cogió, atándolas a unos pernos de acero que, para este mismo fin, se ajustaron al avión de caza.
Los pasajeros se agolparon en las barandillas, aclamando a los audaces aviadores mientras izaban el aeroplano a bordo. La gigantesca figura broncínea de Doc provocó sensación. Después de quedar amarrado el avión, Doc tuvo una extensa conferencia con el capitán del barco.
—Lleva usted cuatro facinerosos a bordo —explicó Doc—. Aquí tengo sus fotografías —agregó, exhibiendo las copias de telefoto de las fotografías de los pasaportes de los cuatro hombres de Kar.
El capitán las examinó profiriendo una exclamación de sorpresa.
—Esos hombres se trasladaron a un yate veloz que nos alcanzó ayer.
—Pues no tenemos mucha suerte por ahora —murmuró Doc Savage, sin mostrar su profunda decepción.
A continuación describió a Gabe Yuder, repitiendo la descripción que le diera el taxidermista.
—¿Hay un hombre parecido a bordo? —preguntó.
—No lo creo —respondió el capitán—. No llevamos a bordo a nadie llamado Gabe Yuder o Kar ni a ninguna persona que responda a esa descripción.
—Gracias —respondió Doc.
Abandonó con lentitud la cabina del capitán y comunicó las malas noticias a sus compañeros.
—Pero ¿cómo demonio supieron que veníamos? —murmuró el taxidermista.
—En efecto, ¿cómo diablos se enteraron? —gruñó Monk.
—Kar tuvo algún espía siguiéndonos los pasos en Nueva York —explicó Savage—. Cuando partimos en aeroplano, Kar recibió la noticia y no le fue difícil adivinar nuestros propósitos. Es posible que el yate que recogió a sus hombres fuese un barco contrabandista, con el que se puso en contacto.
—Bien, ¿qué hacemos ahora? —inquirió Renny.
—Lo único que puede hacerse es… toparse con Kar en la isla del Trueno.
Los días siguientes pasados a bordo del Estrella Marina transcurrieron monótonos. Los seis amigos se aburrían de lo lindo. Ignoraban la actuación de su enemigo. Otra conversación con el capitán del buque les convenció de que el yate que recogió a los miembros de la banda de Kar era en verdad muy rápido, mucho más que el Estrella Marina.
—¡El tuno quizá navegue ante nosotros! —gimió el taxidermista.
—Es probable —reconoció Doc.
Cuando se hallaron a unos centenares de millas de Nueva Zelanda, podrían haber acortado el viaje volando. Pero en aquel momento el Estrella Marina iba capeando un temporal y las olas gigantescas barrían la cubierta. Por fortuna el aeroplano quedó intacto, pero era imposible despegar. Además, el barco no estaba provisto de catapultas para lanzar aeroplanos. Y en consecuencia, los compañeros permanecieron a bordo.
Llegaron por fin a Auckland, el primer puerto de Nueva Zelanda. La mar estaba lo bastante tranquila en el puerto para descargar el aeroplano, aunque la tormenta de viento continuaba. Johnny, el geólogo, visitó diversos lugares para informarse acerca de la isla del Trueno.
—Es un lugar muy extraño —comunicó a Doc—. Es el cono de un volcán activo y gigantesco. En la parte exterior de dicho cono no crece ni una brizna de hierba; es de roca sólida.
Johnny adoptaba un aire de misterio.
—Ahora viene la parte extraña —continuó—. Ese cráter es un monstruo que tiene unas veinte millas de diámetro. Está cubierto perpetuamente de compactas masas de vapor. Hablé con un piloto que voló por encima hace unos años proporcionándome una descripción excelente.
—Estupendo —sonrió Doc.
—Asegura que existe otra isla, de coral, a unas cincuenta millas de la del Trueno —continuó Johnny—. Está habitada por una tribu de nativos semisalvajes. Me recomendó que utilizáramos esa isla como cuartel general.
—No es mala idea —asintió Doc.
Oliver Wording Bittman, el taxidermista, salió en busca de los nativos que guiaron a Jerome Coffern y a Kar a la isla del Trueno en la anterior expedición. Regresó meneando la cabeza.
—Ha ocurrido una cosa horrible —murmuró con voz hueca—. Todos los que acompañaron a Jerome Coffern y a Kar desaparecieron de una manera misteriosa hace unos meses.
Los ojos de Doc chispearon. Vio en esto la mano de Kar. Aquel hombre era de una previsión diabólica. Asesinó a todos los que pudiesen dar fe de su estancia en la isla del Trueno.
—Espero que algún día pondré las manos encima de ese monstruo —gruñó Renny, con los puños crispados.
—Haremos cuanto sea posible para satisfacer su deseo —prometió Doc, en tono resuelto—. ¡Partiremos en el acto hacia la isla del Trueno!