Seis hombres pasaron toda la noche en vela en la oficina de Doc Savage, obedeciendo sus órdenes de aguardar, al salir presurosos con rumbo desconocido.
Se acercaba el amanecer. Los trenes elevados de la Sexta Avenida empezaban a circular estruendosamente con más frecuencia. Pasada una hora, la ciudad despertaría. Sobre una mesa de la oficina había un periódico de la mañana. En la primera página se destacaban, con letras enormes, los titulares de la historia que el vigilante estúpido comunicó a la prensa. Decían:
«UN MISTERIOSO GIGANTE BRONCEADO ROBA UN BANCO».
Johnny, el geólogo, murmuró, ansioso, limpiándose los lentes:
—¿Creéis que debemos permanecer inactivos entretanto?
Long Tom, con la nariz enterrada en una monografía técnica, declaró:
—¡Doc sabe lo que se hace! Callaos y dejadme leer.
Apoyó Ham:
—¡Sí, callaos, desgraciados! Deseo escuchar música extraordinaria.
Monk y Renny, con la tranquilidad innata de los grandes atletas, dormían profundamente. Monk roncaba de una manera singularmente variada, con gruñidos desiguales. Ham, sentado cerca del fantástico roncador, escuchaba con interés la variedad de tonos del repertorio de su compañero.
—Fijaos bien —continuó—. No sólo es Monk el mico más feo del mundo, sino que emite los ronquidos más fantásticos imaginables.
De los seis hombres presentes, sólo Oliver Wording Bittman mostraba cierta nerviosidad. Se levantaba del sillón con frecuencia para pasear de un lado para otro de la habitación.
Preguntó extrañado:
—¿No les preocupa la suerte de Doc Savage? Partió cerca de medianoche. Está amaneciendo y no tenemos noticias suyas.
Long Tom repitió su anterior declaración:
—Doc sabe lo que se hace. Hace mucho tiempo aprendimos a no preocuparnos por él. —Bittman hizo un movimiento para acomodarse de nuevo en su sillón. De repente levantó un brazo, señalando la puerta.
—Escuchen —susurró a media voz—. ¿Oyeron algo?
Monk despertó al instante, y el abogado sospechó que su atormentador simuló dormir para molestarle con sus ronquidos.
Percibieron un ligero sonido procedente del otro lado de la puerta; luego un rumor de pisadas huyendo por el pasillo. Monk aplicó un puntapié al sillón donde Renny dormía con placidez. Los cinco compañeros de Doc se lanzaron como una avalancha sobre la puerta. Oliver Wording Bittman se apartó velozmente del camino, como si esquivara una estampida.
Un hombre penetraba en uno de los dos ascensores que esperaban. Doc describió a todos los reclutas reunidos por Squint. ¡Aquél era uno de ellos! El pistolero cerró la puerta de la cabina antes que los compañeros llegaran y descendió velozmente. Pero junto a aquel ascensor había otro, abierto.
En la oficina, Oliver Wording Bittman, frenético, gritaba.
—¿Dónde están las armas?
No tenía el propósito de entrar en acción, desarmado. Renny, Long Tom, Johnny y Monk se zambulleron en el ascensor abierto. Monk oprimió el botón que cerraba las puertas. Ham se arrojó contra las puertas que se cerraban, deteniéndolas.
—¡Un momento! —gritó—. ¡Ese pistolero hizo ruido adrede para que le oyéramos! ¡Y no hay aquí ningún empleado!
Los otros miraron perplejos, a Ham, sin comprender el significado de sus palabras.
Murmuró Monk, impaciente:
—¡Lárgate! Si tienes miedo de entrar en acción, no estorbes nuestro camino. Puedes quedarte guardando a Bittman. Él no tiene todavía ningún arma.
Replicó Ham, desabrido:
—¡Cállate, desgraciado! ¡Salid del ascensor todos!
—Pero ¿qué…?
—¡Salid y os mostraré mis sospechas!
La conversación transcurrió con rapidez. Los cuatro hombres salieron del ascensor, tan tumultuosamente como habían entrado.
Utilizando su bastón-estoque, Ham bajó la palanca marcada «Abajo». No sucedió nada. Luego cerró las puertas. De ordinario, el ascensor se habría puesto en marcha con suavidad. ¡Pero entonces cayó como una piedra! Oyeron el estruendo sordo de la explosión. ¡Habían colocado una bomba en el mecanismo del ascensor!
—¡Cáspita! —murmuró Monk, contemplando, estupefacto, al astuto abogado.
¡Ham los había salvado de la trampa mortal de Kar!
—¡Usaremos el ascensor de Doc! —gritó Renny.
Corrieron junto a la serie de ascensores. La última puerta permanecía cerrada. Al parecer no había allí ninguna jaula. Pero Renny oprimió un botón y al abrirse la puerta apareció a la vista un ascensor. Era el particular de Doc, para usarse sólo en momentos de suma urgencia. Funcionaba a mayor velocidad que los demás ascensores del gigantesco edificio. Esperaba siempre en el piso ochenta y seis para uso exclusivo de Doc y sus compañeros.
Oliver Wording Bittman salió corriendo de la oficina, al parecer, decidido a entrar en acción sin un arma.
—¡Esperen! —gritó, penetrando en el ascensor—. ¡Quiero participar en esto!
La jaula descendió a una velocidad impresionante, y al parar en seco, arrojó a unos sobre otros.
—Me gusta usar este ascensor —rió Monk.
Salieron corriendo a la calle.
—¡Allí va! —avisó Long Tom.
El gángster visitante estaba parado junto a un automóvil amarillo, a unos cien metros de distancia. El individuo cogió una gorra del interior del taxi y se la puso. De pronto divisó a los hombres de Doc y subió de un salto al coche, que, arrancando velozmente dobló la esquina. Por fortuna Renny tenía su coche estacionado allí cerca. Era un automóvil pequeño y a él subieron los hombres de Doc.
Empezó la persecución. Aparte de algún camión cargado de cacharros de leche, transitaban pocos vehículos por las calles. El diminuto automóvil subió rápida y ruidosamente por el Broadway, dejando tras sí una cadena de motocicletas de la Policía. El diminuto coche de Renny poseía un motor de gran potencia y poco a poco iba dando alcance al fugitivo que, desesperado, no hacía más que virar de una a otra calle, perdiendo terreno. Al fin, el taxi furtivo penetró en Riverside Drive, dirigiéndose al lugar donde se detuvo el camión cargado de oro que Doc siguió. Renny continuó la persecución. Tras ellos llegó una camioneta de la policía, pero pasó de largo, sin verlos, tocando la sirena, buscando en vano a los dos automóviles que utilizaron las calles de Nueva York como pista de carreras. El fugitivo gángster detuvo el taxi junto al muelle, frente al cual el Alegre Bucanero estaba anclado. Saltó a tierra, huyendo y, al divisar al coche de Renny que se acercaba, desesperado, disparó, errando el tiro. Renny levantó al instante una de las pequeñas ametralladoras inventadas por Doc.
—Sería mejor interrogar a esa rata —sugirió Monk—. Quizás podamos obligarle a revelarnos el escondite de Kar.
Juzgando acertada la indicación, no disparó. Paró el coche en seco. Los acompañantes saltaron a tierra, lanzándose a la persecución del fugitivo pistolero. El rata saltó a bordo, sin tener tiempo de retirar la plancha. Presa de desesperación, corrió hacia el primer refugio a mano, dirigiéndose hacia la escotilla de proa, saltando luego al interior de la bodega. El individuo cayó en mala postura. Monk saltó también al interior de la bodega y logró agarrar la chaqueta del individuo. Pero el secuaz de Kar se retorció y huyó hacia la popa, dejándole la prenda en las manos.
Renny lo abatió de un certero disparo, destrozándole la pierna. Los cinco compañeros de Doc, y Oliver Wording Bittman, rodearon al prisionero, disponiéndose a interrogarle. Pero no llegó a formularse la primera pregunta. Varias antorchas surgieron encendidas de repente, cegándoles con sus destellos. Las luces surgían de la escotilla superior y de una puerta de un mamparo de popa. Y al resplandor de las antorchas aparecieron los siniestros cañones de unas pistolas ametralladoras.
Los hombres de Doc permanecieron inmóviles, impotentes. Se habían guardado las armas mientras examinaban al prisionero.
—¡Achicharrémosles! —rugió una voz desde la boca de la escotilla.
Otro bandido sugirió:
—Quizás Kar los quiera…
—Seguro… ¡muertos! Nos hemos apoderado del pájaro bronceado. Abrasaremos a estos y terminaremos la faena de una vez. ¡Vamos a acribillarlos! Oliver Wording Bittman profirió un agudo grito, saltando a un lado, buscando, frenético, eludir el resplandor de las luces de las antorchas de los pistoleros de Kar.
Una pistola ametralladora, empuñada por un secuaz de Kar, descargó una lluvia de balas por la abertura de la escotilla.
Mientras Doc hallábase, al parecer, en las garras de la muerte, sus amigos también habían caído en una trampa tendida por el diabólico Kar.